Día cuatro
A medida que pasan los días escribo este diario, pero también publico comentarios y fotos en redes sociales. En Twitter se armó cierto revuelo: desde que dije que no me sentí discriminado por ser argentino y mostré el sello del gobierno local que tiene mi pasaporte, empecé a recibir agravios de nacionalistas que sostienen que fue una humillación haberlo usado. No entiendo qué proponen: ¿que no venga ni un argentino? ¿Que me haga el vivo, presente el DNI para entrar y termine deportado o preso?
¡Hay delirantes que me están acusando de espía británico! Hay gente que cree, seriamente, que estoy siendo subsidiado por la embajada del Reino Unido para hacerles alguna especie de lavado de cara. Lo gracioso es que acá me siento un espía argentino, porque me la paso anotando cosas frente a la gente. Ahora que lo pienso, podría ser un doble agente. Supongo que me pagarían mejor.
En el desayuno me entero de que Mandy, empleada todoterreno que cumple la función de recepcionista, camarera y mujer de mandados, tiene 64 años y está cerca de jubilarse. Punto para Malvinas: ninguna jubilación parece ser antes de los 60, lo cual está muy bien. Tiene sentido porque ahora no son subsidiados por los británicos más que en la defensa, por lo que todos los recursos tienen que salir de las arcas locales. Acá hay que trabajar.
Mientras desayunamos se nos acerca la cocinera, a quien hasta ahora no habíamos visto, y es tan simpática que, cuando se va, Rebecca subraya lo amable que es la gente en este lugar. Tiene razón. Mandy acota que un argentino que estuvo acá hace poco le dijo que pensaba que eran todos malos y descorteses, supone que “por lo que le habían enseñado”. Me parece un poco exagerado; a mí no me enseñaron que los kelpers fueran buena o mala gente, sino simplemente ocupantes. Si esto es cierto o no, excede los temas que quiero tocar en este diario de viaje.
Después de desayunar, antes de las ocho y media, toca la puerta de nuestras habitaciones Mandy para avisarnos que llegó Jimmy Curtis. Nuestro guía, que nos llevará a Volunteer Point, parece un hombre serio y nos invita a subir a su camioneta, una hermosa Land Cruiser que luego nos dirá que es de 1997 y que necesita “a bit of love” porque en este momento no hay nada superior en el mercado de las camionetas.
En un día soleado y ventoso, salimos de Stanley en la ruta de buen asfalto que lleva hacia la base militar, pero nos desviamos por una de ripio luego de pasar por seis turbinas de energía eólica. Estos artefactos, traídos según Jimmy por alemanes, son nuevos y pequeños porque otros más grandes no caben en los barcos. Tenemos delante tres camiones con piedras que quién sabe adónde van y por qué, aunque pronto toman otro camino y seguimos solos.
Jimmy explica que disfruta de la educación y la sanidad pagadas por el Estado. ¿Querés estudiar en Winchester? Todo pago. ¿Te agarra cáncer? Vas a Londres, todo pago.
Me pongo protector solar porque sé que estaremos al sol buena parte del día, y Jimmy aprueba. Vi en el hotel un cartel que indica que el cáncer de piel es el más común en Malvinas, lo que me parece totalmente entendible: el color de los locales es blancuzco, muy hermoso o muy deprimente según cómo se mire. Mi condición de italiano del sur probablemente me haga zafar, pero nunca se sabe.
Hay que romper el hielo con Jimmy y la pregunta que se me ocurre para hacerlo es poco ingeniosa: ¿te gusta vivir acá? La respuesta será enrevesada, porque tendrá varios árboles que se irán abriendo uno dentro de otro, pero trataré de ser preciso. Jimmy explica que disfruta de la educación y la sanidad pagadas por el Estado. ¿Querés estudiar economía en Winchester, como su hija? Está todo pago. ¿Te agarra cáncer? Te vas a Londres y está todo pago. Y así es con todo. Pueden darse este lujo, dice, porque después de la guerra de 1982 se volvieron autosuficientes, y dice que el descubrimiento de petróleo solidificará aún más el sistema. No me sorprende, en este contexto, que el principal empleador de las islas sea el Gobierno.
Sin embargo, ni siquiera en este archipiélago rico y cohesivo hay vacas sagradas: Jimmy pasa a hablarnos del debate sobre si la educación universitaria en el Reino Unido debería estar subsidiada o no, y en particular sobre si no debería existir la obligación de que los que fueron subsidiados vuelvan. Él sostiene que no, que es innecesario, que los chicos vuelven igual y que además si uno se enamora en el exterior debería poder irse: quizás este haya sido el caso de sus hermanas, que ya no viven en esta parte del mundo. Incluso piensa que hay personas que, si existiera obligación de volver, no podrían estudiar lo que quieren: si ahora quisiera venir un fisioterapeuta a Malvinas no tendría trabajo, porque hay dos y eso es suficiente. ¿Y si su hijo quiere ser fisioterapeuta?
Jimmy remarca que no pagan impuestos al Reino Unido ni reciben partidas de gasto, y yo acoto que la excepción es la defensa. Dice que lamentablemente la necesitan y yo no lo contradigo, pero pronto me arrepiento. Me da la impresión de que piensa que Argentina representa una amenaza para él, y la verdad es que casi nadie piensa en Malvinas salvo cada 2 de abril.
El punto de Jimmy es que la gente vive bien. Hay trabajo, por eso vimos tantos inmigrantes; de hecho, falta gente (jodemos, o no tanto, con la posibilidad de que la enfermera Rebecca se venga para acá). Y aun aquello en lo que la vida en Malvinas no es tan buena, ha mejorado. Recuerda que cuando era chico, todos en el colegio se vestían con la misma ropa, la más barata. Hoy sigue habiendo poca variedad, claro, pero existe Amazon. No hay crimen, agrega, a lo que nosotros preguntamos por qué hay tantas cámaras de seguridad en lugares públicos. Son los chicos, dice, que se aburren y roban pavadas.
Un soldado argentino encañonó a papá
¿Cuál es la historia de Jimmy? Es canadiense, para empezar. Yo lo escucho decir que se mudó a los dos años a las Malvinas, pero en otro momento dice que tenía ocho cuando fue la guerra y que habían llegado siete meses antes: escuché mal o hay alguna confusión. Como sea, su padre quería una vida tranquila lejos de su país (“a questionable choice”, señala irónicamente) y terminó acá. Ante la pregunta de Rebecca, revela que la combinación de vuelos que hicieron para venir fue algo así como Seattle-Denver-Buenos Aires-Comodoro Rivadavia-Malvinas, cosa que hoy sería imposible de hacer. También Mandy me dijo que en los años ’70 había gente que viajaba a la Argentina vía Comodoro Rivadavia, y yo recuerdo haberlo leído en el libro que me regaló mi novia.
Jugador incansable de fútbol hasta que se rompió el talón de Aquiles, Jimmy fue carpintero hasta que no pudo más y ahora es dueño de Jimmy Curtis Tours, donde puede manejar por el campo y conocer gente, que es lo que le gusta. Emplea a 16 personas, entre ellos siete guías más: no todos a tiempo completo, pero de todas formas lo jodo con que debe ser el segundo o tercer mayor empleador de las islas. Al principio no parecía que Jimmy fuese muy divertido o abierto, pero va aflojando.
¿Y cómo está la Argentina?, me pregunta naturalmente el guía. Hablamos brevemente de Milei, que creo que está decididamente loco pero que al menos no es malo como Cristina. Me dice que ojalá Conan le dé buenos consejos. “140% inflation, right? You could hardly do any worse”, sostiene correctamente antes de decir otra cosa que me descoloca y luego me entristece: dice que si la prioridad de Milei es recuperar la economía, se va a distraer y se va a olvidar de las Malvinas. En el fondo sí, cree que somos una amenaza, y después Rebecca me hará notar que también Mandy dijo algo así como que nuestro nuevo presidente ya estaba amenazándolos públicamente, cuando no era el caso.
Mientras avanzamos, Jimmy nos señala Mount Harriet, donde hubo alguna batalla en 1982. Imaginamos a los soldados del norte en una noche de cinco grados bajo cero y la imagen mental da lástima. Cuento que mi viejo, nacido en 1963, podría haber sido un veterano, y que zafó por tener presión alta desde chico. Si hubiera hecho la colimba, habría tenido casi 19 años en el momento de la invasión. Quizás yo no habría nacido.
Como cualquier guía en Malvinas, Jimmy transporta a muchos argentinos (la semana pasada, dice, fueron como 80; es porque el avión de Latam paró en Río Gallegos, lo que sucede una vez por mes). Luego de apuntar hacia una estación de radares –ahora operativa pero inexistente antes de la guerra–, nos habla de una pareja de Pinamar que llevó la semana pasada hacia Port Louis, por donde pasaremos pronto y que es el asentamiento original de las islas fundado por los franceses. Dice que los dueños de la estancia (porque casi toda la tierra acá es privada) son reacios a aceptar visitas y menos de argentinos, porque temen que alguien aparezca con banderas y haga “propaganda”. Les ha pasado. Sin embargo, todo indica que confían en Jimmy, que se asegura de que esas cosas no pasen.
Dice que los dueños de la estancia son reacios a aceptar visitas y menos de argentinos, porque temen que alguien aparezca con banderas y haga “propaganda”.
Le pregunto qué recuerda de la guerra. Me responde que tiene algunos flashes. Un día, por ejemplo, vio cómo un soldado argentino encañonó a su papá. Dice que pensaron que era un espía, quizás por su acento extraño, y que el soldado no supo qué hacer cuando apareció él y lo llamó “papá”. Al final llamaron a Barry Hussey, el militar argentino a cargo de la ciudad, y se solucionó. En general, los civiles no la pasaron mal durante la guerra, acordamos, excepto por los aproximadamente 150 residentes de Goose Green que fueron encerrados en un galpón con dos baños. Se ríe: “Hasta a mí, que tengo tres hijas, se me complicaría con sólo dos baños”. Las anécdotas de la guerra no terminarán acá.
El camino de ripio nos conduce finalmente a otra estancia, con casas de techos chillones, y a partir de acá estaremos siempre en el terreno de Johnson’s Harbour. Vamos a llegar “en diez minutos”, dice, “como les digo a los chicos”. Ya sabíamos que una de sus hijas estudia en Inglaterra; nos cuenta también que otra ganó una beca en Singapur y que la mayor, de 27, es más normal y parecida a él. Rebecca y yo pensamos lo mismo: si su hija más grande tiene 27 y él tenía ocho en 1982, fue padre realmente joven. Lo confirma.
“Esto es como una autopista estadounidense en comparación con lo que se viene”, anuncia Jimmy mientras Rebecca ríe nerviosamente. Tiene razón: ahora avanzamos por el camino privado de la estancia, que ya no es de ripio y ni siquiera es, para ser estrictos, un camino. En realidad vamos siguiendo huellas ahí donde las vemos, e imagino que estamos sujetos a la memoria visual de Jimmy donde no se ve rastro alguno. Vamos para arriba, para abajo, cruzamos charcos. No hay ningún tipo de señalización. Nadie te autorizaría a traer un auto alquilado hasta acá, dice. Me siento en un safari, como si estuviera en África.
No llegamos todavía a destino y no pasaron dos horas (que es lo que deberíamos tardar, un pronóstico mucho mejor que las cuatro que yo pensé que tomaba), pero es tan interesante la conversación que necesito tomar nota aunque tenga a Jimmy enfrente. Me disculpo por hacerlo. Responde socarronamente que tiene hijos adolescentes, así que está acostumbrado a ver jóvenes enfrascados con sus teléfonos.
Llegamos a Volunteer Point no sin antes pasar por un casco de estancia donde mojamos nuestras zapatillas en una pileta de lavandina con el fin de evitar cualquier posibilidad de que contagiemos gripe aviar. Jimmy tiene un cartel de estacionamiento propio pero como no hay prácticamente nadie, estaciona donde quiere. Tendremos mucha libertad porque hoy no hay turistas de cruceros, que son muchos y por lo general no tan respetuosos. Jimmy, en general, aprecia nuestra visita a las Malvinas porque nos tomamos el trabajo de venir hasta acá y quedarnos una semana; es como si la gente que viniera en barco, que bajara unas horas y pagara alguna excursión rápida, estuviera en realidad haciendo trampa.
Pájaros, ovejas y pingüinos: estos son los animales que vemos. Por suerte no hay ratas; Rebecca me contó que las Malvinas fueron declaradas libres de ratas. Las colonias de pingüinos, que son por supuesto las que más nos interesan, son inmensas: el número es imposible de contabilizar. Están tan establemente distribuidos que hay carteles que indican dónde podemos ver pingüinos reyes y dónde juanitos. En ningún lado vemos indicaciones de los magallánicos, que son relativamente pocos y se esconden individualmente en pozos. A mí me gustan más los reyes, con tintes amarillos, que son los más abundantes y amigables; los juanitos están algo alejados, especialmente porque muchos ya están teniendo crías. Todos son muy graciosos para moverse.
Jimmy nos aconseja arrodillarnos frente a los reyes marrones, que son ejemplares nacidos en la temporada del año pasado. Como todavía no pueden alimentarse solos, están hambrientos y creerán que vamos a darles algo. Me da pena traicionarlos, pero el método funciona. Me entero de que los marrones pueden ser dos o tres por madre, que en ese caso alimentará al más gordo porque es el que tiene más chances de sobrevivir. Pienso que eso es exactamente lo contrario de lo que haríamos los humanos, pero que no entiendo cuál es el motivo por el que somos tan distintos.
Los pobres pingüinos marrones parecen demandar comida a los adultos al ponerse al lado y gritarles; algunos de estos últimos también gritan pero lo hacen para arriba, como si estuvieran llamando a sus parejas o quién sabe a quién. Ninguno corre cuando me ve a mí, a Rebecca o a alguno de los otros pocos visitantes (todos fotógrafos, al parecer) que nos acompañan. Supongo que eso es lo bueno de estar en un lugar tan remoto, tan inaccesible: como dice Jimmy, en algún otro lado habría seguramente restricciones que acá no hay.
A eso de la 1 hacemos una pausa para almorzar, después de haber bajado a una playa en la que corría tanta arena como nunca he visto siquiera en Mar del Plata. El sándwich de jamón, queso y tomate del hotel no falla, creo que es porque el queso es grueso y el tomate es de gran calidad. Supongo que traer cualquier fruta o verdura tan lejos es tan caro que reciben lo mejor.
Nos paramos en la parte de atrás, al lado del baúl abierto, y Jimmy ofrece un termo con agua caliente para hacer café; como tomador, sabe lo lindo que es cuando hay. Tiene dos libros sobre la guerra, uno de fotografías y otro de testimonios. Abre el de las fotos y me muestra una donde aparecen él y su hermana, niños rubios que están de espaldas, frente a un tanque argentino, en la mañana del 2 de abril. Me cuenta que por casualidad estaba en la ciudad aquel día un fotógrafo argentino que quería retratar la vida en las islas: qué momento, ¿no? Más tarde me contará que Rafael se hizo amigo suyo y que los militares no estaban muy cómodos con su presencia, así que lo fletaron. Cuando termina nuestra conversación me señala al auto que tenemos al lado porque es de otro guía, que en su caso trajo a un veterano de guerra británico. Me dice que “por supuesto” no le cobra.
Cuando terminamos de almorzar, decidimos con Rebecca que queremos volver a los pingüinos. A mí me interesa sacar alguna buena foto de los reyes; ella quiere volver a ver a unos juanitos bebés que divisamos hace un rato. Eventualmente volvemos a encontrarnos, justo cuando me arrodillo ante un rey marrón que se me acerca: saco unas selfies caóticas, Rebecca me dirá más tarde que me está gritando para que me dé vuelta y pueda sacarme una buena foto, nunca me entero. Después se me ocurre sacarme un guante y, en una distracción de un milisegundo, se lo lleva el viento para siempre: si lo corro, espanto a los pingüinos, y para cuando llego al estanque donde lo vi aterrizar ya voló de nuevo. No lamento en lo más mínimo perder un guante tan barato, y me doy cuenta de que toda la ropa que llevo es mala: una campera tan usada que parece sucia, zapatillas gastadas, un jogging desteñido, todo así. Tengo que comprar cosas buenas. Es lo que mi novia me enseñó.
Para otras personas, ver a los pingüinos hubiera sido el momento central de este relato. Para mí es divertido pero bastante irrelevante. Lo que me interesa es charlar con Jimmy a la vuelta, aun si está ocupado con el viaje. Cada tanto mira las huellas de otras camionetas y decide desviarse, crear un camino nuevo más cómodo para evitar en el futuro pozos o rocas. Parece el dueño, pero no lo es literalmente.
Cuando digo que si alguien construyera un camino de ripio seguramente vendría mucha más gente a ver estas colonias de pingüinos, Jimmy me dice que la dueña de Johnson’s Harbour (y por lo tanto de Volunteer Point, que está enteramente dentro de él) ya lo está haciendo. Que se va a gastar un millón de libras y que ya empezó. Se supone que el pretexto es “proteger el camino”, que conductores como él no creen nuevos desvíos y ese tipo de cosas, pero estamos de acuerdo en que eso es ridículo. Él cree que después de semejante inversión esta persona va a comprar minibuses, hacer sus propios traslados y cobrar lo que quiera. Yo no estoy tan seguro; creo que podría cobrar un peaje más caro a más vehículos y no enroscarse tanto. Pero recuperar un millón de libras no debe ser fácil.
El camino es tan insólito que tengo que preguntarle si alguna vez se perdió. Por supuesto me contesta que no. Sí estuvo una vez en un grupo de camionetas que se perdió, pero él parece inmune. Me parece increíble. Tampoco se le quedó nunca el auto. Qué digo auto: su preciada Land Cruiser.
En los segundos en que se baja a abrir las tranqueras que aparecen cada tanto (y que, ante mi curiosidad, me dice que sirven para separar tipos de ovejas; sólo en Johnson’s Harbour hay 11.000) le pregunto a Rebecca si quiere que mañana vayamos a recorrer el área de Goose Green, Darwin y San Carlos, donde están los cementerios militares. La veo dubitativa y dice que preferiría volar con FIGAS si es que la llaman; creo que tiene sentido pero me sorprendo al pensar que si estuviera solo sería capaz de pagar la excursión por mí mismo. Tengo tantas ganas de pasar otro día con Jimmy que le daría 270 libras sólo por eso. La justificación que me doy es que nunca voy a volver acá.
“¿Votan en el Reino Unido?”, le pregunto a Jimmy. Empiezo así con una serie de preguntas que son googleables y cuya respuesta incluso conozco en algunos casos sólo porque me divierte ver cuánto le interesan los asuntos públicos de su propio hogar. Y claro que no, los isleños no votan diputados británicos. Yo sé que son un tipo extraño de ciudadanos: sus pasaportes no son del Reino Unido europeo sino de los territorios británicos de ultramar. Aunque según Jimmy nadie se hace problema por eso. Él, de hecho, usa el canadiense.
La conversación se desvía hacia los viajes. Jimmy dice socarronamente que disfruta de viajar a lugares en los que hay estadios; el año pasado estuvo en el Reino Unido y en Francia. En realidad, cualquier isleño que viaja a Europa puede hacerlo a través de un puente aéreo, o air bridge, sólo accesible para locales (y en contados casos, porque los militares tienen prioridad) que aterriza en una base inglesa. Ni siquiera es normal salir de estas islas. Rebecca dice que el otro día habló con un piloto inglés que vino de vacaciones y que se vuelve en el air bridge. Cree recordar que sale mañana.
Jimmy agrega, para volver a la cuestión nacional, que en las Malvinas no se está sujeto a reglas británicas y que no se pagan impuestos a la Corona, ni siquiera el que obliga a todo el que tiene un televisor a sostener a la BBC. Acota, sin embargo, que reciben ese canal por un acuerdo con los militares, que la retransmiten. Yo ya había visto la grilla de programación en el Penguin News como si acá se viviera en 2003.
No pagar pero sí recibir televisión británica es un hecho que en sí mismo no reviste demasiada importancia pero revela un patrón: los habitantes de las Malvinas dicen que no dependen (ni quieren depender) del Reino Unido pero es bastante claro que en algunas cosas sí lo hacen (y les parece bien).
Dónde se come mejor en Stanley, pregunta Rebecca. Probablemente en Malvina House y en el Waterfront, responde Jimmy. Le pregunto si fue al té de la tarde de Malvina House, porque lo vi en su página web y no parece haber nada parecido en otro lado. Me gustaría hacerlo. Sorprendentemente para mí, Jimmy nunca fue al té de Malvina House, pero tiene sentido cuando me dice que él no es un tipo de té. Lo jodo y le digo que entonces voy a tener que decirle yo qué tal es cuando vaya. Le contamos que fuimos a Shorty’s y confirma que es bueno, limitado pero correcto.
Naturalmente, en el camino de vuelta estamos más callados. Si bien afuera el viento está bastante helado, el sol pega en la camioneta y me da sueño. Lo gracioso es que no son ni siquiera las dos de la tarde, lo cual es bueno porque por algún motivo yo estaba convencido de que teníamos cuatro horas de ida y cuatro de vuelta. Con este cansancio, eso sería criminal.
Incomunicados
Vuelve a surgir el tema de los vuelos. Me pregunto, y le pregunto a Jimmy, si alguien de las islas usa la conexión mensual que existe con Río Gallegos, y me dice que no. Le pregunto si alguien usaría una a Buenos Aires si existiera y me dice rotundamente que no. Me llama la atención, pero cuando repasamos los problemas me parece que tiene sentido.
Cuando las Malvinas consiguieron el vuelo a San Pablo, tuvieron que ceder ante el gobierno argentino por el uso del espacio aéreo y aceptaron una escala en Córdoba. Las negociaciones parecen haber sido duras; Jimmy sostiene que la Argentina demandaba un vuelo vía Aerolíneas Argentinas desde Buenos Aires. Yo no me acuerdo bien de la controversia y me parece contraintuitivo. No entiendo, creí que era al revés. Pensaba que los kelpers querían tener contacto con nosotros, aunque sólo fuera por conveniencia. La conexión de Punta Arenas es un sinsentido geográfico. No parece ser así.
Lo único que sabe Jimmy de Córdoba es que los cordobeses son gente graciosa, que el resto del país se ríe de su acento y que tienen una palabra que repiten incesantemente pero que no se acuerda. Esa palabra, que sé cuál es y digo para ver la reacción de Jimmy, es “culiado”. Él se ríe y Rebecca me mira con cara de “qué están diciendo”. Le digo que literalmente significa “fucked in the ass” pero también trato de explicarle que se puede usar en cualquier contexto, amigable o no. Qué locura.
Me doy cuenta tarde, lamentablemente, de que estamos pasando por Port Louis, el histórico asentamiento francés: no habrá foto. Aprendo lentamente, porque soy lento para estas cosas, que cuando atravesamos un camino y en lugar de haber una tranquera hay una rejilla en el piso que dificulta el paso a pie, estamos en presencia de un cattle grid, un sistema que previene que las ovejas vayan de un terreno a otro. Ellas también son medio lelas.
Jimmy no deja que la conversación termine de morir y me pregunta, porque yo le dije antes que trabajo en un think tank, en qué consiste mi trabajo, evidentemente de pensador. En realidad doy una explicación, que no viene al caso, que se resume en que soy más un burócrata privado que otra cosa.
Retomamos el problema de Internet y me dice Jimmy que debería poner mi think tank a pensar en soluciones. La conversación revela que la cuestión es tan dramática como yo la imagino. Me cuenta que él y sus amigos estuvieron reunidos con uno de sus congresistas por el tema, y que este les dijo que en tres años vence el contrato del monopolio de Sure, por lo que recién entonces verán si de una vez por todas se conectan con el mundo. Dice que aquel día fue un desastre, aunque quizás haya sido también porque habían ido a un bar antes de la reunión y estaban medio alegres en la audiencia. Pagaría por haber estado ahí.
¡Pero no puede ser que lleguen barcos que tienen Starlink y nosotros no podamos tenerlo!, dice con toda la razón del mundo Jimmy. La Internet satelital de Elon Musk resuelve el problema de poblaciones aisladas como las de las Malvinas, pero el monopolio es implacable: sólo si uno muestra un justificativo puede comprar una licencia del Gobierno de más de cinco mil libras para, sólo entonces, poder comprar el servicio. “Con mis amigos hablamos de comprar terminales de Starlink en masa”, dice. Me encanta por dónde está yendo esta conversación, y lo azuzo: “¿Cuántos entran en la cárcel?”. Cree que 12. “No nos pueden meter presos a todos”. ¿Se imaginan? Monopolio y desobediencia civil en Malvinas. Quién lo hubiera dicho.
Es que realmente la Internet es una calamidad. Hay inmigrantes que se vuelven a sus países por la desconexión. Es así de grave este problema.
Es que realmente la Internet es una calamidad, creo que no es posible subrayar lo increíblemente espantosa que es. Rebecca dice que es como viajar en el tiempo, como estar en los ’90. Yo le digo a Jimmy que semejante lentitud de Internet debe ser mala para la economía y me dice: ¿Ves esa estación de radar? Los militares están buscando contratar a un asistente, pero tiene que ser local porque ya les ha pasado que traen a alguien del Reino Unido y se va porque no hay Internet. Hay inmigrantes que se vuelven por la desconexión. Es así de grave este problema.
Si tenés un Zoom, seguramente te caigas de la llamada, dice Jimmy. No sólo asiento, sino que le digo que tuve que patear dos reuniones porque sé que en estas condiciones serían imposibles.
No sé en qué momento pasamos a hablar de armas. Jimmy, progresista y optimista, dice que las cosas pueden cambiar para bien y que en algún momento le encontrarán la vuelta en Estados Unidos a las matanzas masivas. Como me interesa saber de las islas, le pregunto si él tiene armas, y su respuesta empieza con una mirada que dice “no te das una idea”. Admite que tiene armas de la guerra, fusiles FAL, bayonetas varias, pese a que tiene claro que está prohibido. Según él, después de 1982 se hicieron amnistías anuales para devolver las armas que los soldados argentinos habían dejado atrás y que la gente había agarrado por la calle. Cree que muchos las siguen conservando.
Delante de nosotros, hace ya más de media hora, tenemos una camioneta con un cartel que dice “Danger: Mines” que irrita a Jimmy porque el conductor maneja lentamente y no se hace a un lado para dejarnos pasar. Me entero de que, pese a que las Malvinas habían sido declaradas libres de minas, se descubrieron unas nuevas esta semana en la costa que nadie entiende cómo llegaron hasta ahí. Como ve que yo sigo anotando lo que charlamos, me recuerda que las minas las pusimos nosotros, cosa que sé perfectamente; también se queja de que, aunque fuimos invitados a hacerlo, nunca pagamos para desminar.
Finalmente llegamos a Stanley, donde Rebecca y yo nos despedimos de Jimmy, que nos deja en el Chandlery, el supermercado (¿hipermercado?) al que quisimos ir el otro día pero que ya estaba cerrado. Le contamos que el otro día hicimos dedo para volver del faro y a Rebecca se le ocurre preguntarle si conoce a un piloto llamado Troy. Sí, claro, por supuesto que Jimmy y el piloto que nos levantó ayer fueron compañeros de colegio. Pago mis 135 libras casi con alegría por el día que pasamos con él.
Este Chandlery, que por cierto no es el único pero sí el más grande, es enorme si tenemos en cuenta que acá viven unas 3.500 personas. La variedad es realmente envidiable para semejante páramo perdido en el fin del mundo. Veo una caja de After Eight que nunca vi en otro lado y compro una para mi mamá. Busco sodas para probar, actividad que siempre llevo a cabo en cualquier lugar adonde voy, pero no hay gran cosa. Las que veo ya las probé acá o en en algún otro lado.
Salimos y el viento es increíble, tremendo. Tan es así que por motu proprio se detiene un conductor de unos 50 años que, sin saber adónde vamos, se ofrece a llevarnos. Estamos tan cerca que declinamos, pero igual es duro.
Esta tarde, Rebecca y yo queremos ir a Rose’s, el café que está justo enfrente del Lodge. Nos da miedo que esté cerrado, ya pasadas las tres de la tarde, como otros locales. Yo le digo que en Argentina sería absolutamente imposible que un café cierre a esa hora. Pero llegamos y no sólo resulta que está abierto hasta unas generosas cinco de la tarde, sino que también está junto a una tienda de interiores que es muy grande respecto de lo que parece desde afuera. Acá también hay un patrón: las construcciones, aunque tengan techos de colores chillones y por eso resulten simpáticas, son todas muy parecidas y no parecen decir mucho de lo que hay adentro.
Este Chandlery es enorme si tenemos en cuenta que acá viven unas 3.500 personas: la variedad es realmente envidiable para semejante páramo perdido en el fin del mundo.
En Rose’s hay varias mesas ocupadas (amigos, grupos de hombres, mujeres con hijos y nietos), lo que es una constante en cada lugar al que fuimos. Creo que nunca entramos en un restaurant vacío o con pocas mesas ocupadas. Como en otros lugares, los empleados me parecen muy jóvenes; cuando no lo son, son inmigrantes. El lugar es moderno, tiene las mismas sillas Eames que mi casa. Pido un cappuccino y una porción de torta de chocolate; pago más de 7 libras, lo que debería parecerme absurdo y hacerme sentir pobre, pero no me importa. El subsidio demencial que quiero conseguir del Banco Central por estar en Malvinas me hace vivir este momento más tranquilo.
Cruzamos y llegamos al hotel. Pronto nos enteramos de que ni Rebecca ni yo quedamos en los vuelos de FIGAS, lo que nos lleva a querer contactar a Jimmy para volver a salir con él mañana. Busco hacerlo, pero no tengo su número de teléfono, así que lo pido en la recepción, porque estimo que lo tienen. La recepcionista de turno llama a Mandy, que ya se fue por el día y que le dice que se fije bien porque lo tiene anotado. Y ahí está, con sus cinco dígitos, como todos los de esta isla. La mujer, que no habla inglés como primera lengua, quiere darme el teléfono, pero yo quiero que hable por mí. La veo lo suficientemente incómoda como para hablar. Jimmy me dirá después que le hizo un chiste que ella no lo entendió. Nuestro guía sigue libre. Vendrá a buscarnos mañana a las ocho y media otra vez.
Me separo de Rebecca y aprovecho para trabajar en el hotel un rato. En el pasillo veo a un chino con una máscara de gas y una capa que pareciera que lo protege de algo, lo cual antes que darme lástima me parece gracioso, porque muestra lo preciso de ciertos estereotipos. ¿Por qué es siempre un chino el que tiene que dar la nota con un traje de astronauta como si estuviéramos en un holocausto nuclear? ¿Qué pasó ahora? ¿No terminó el covid hace dos años?
La pausa me trae de vuelta a la realidad de la enfermedad, de la que estoy momentáneamente ausente. Ahora que me conecto a Internet veo que me escribe la mejor amiga de mi novia y me pregunta qué pasa, por qué mi suegra le envía la imagen de un santo. La llamo y la escucho llorar. Veo después que mi papá me pregunta si me estoy divirtiendo. Qué decirte, Adrián. Entre otros mensajes, un amigo está fascinado por el hecho de que yo esté en una realidad tan distinta y al mismo tiempo en el mismo huso horario, y tiene razón. Reviso mis anotaciones del día. Hoy hice más que en cualquier otro, me voy a atrasar, creo que el material es riquísimo.
Pasado el interregno de algunas horas, nos encontramos con Rebecca para salir a cenar y charlamos. Uno de los temas es esta fobia generacional a hablar por teléfono, que yo tengo y ella también (aunque, digámoslo amablemente, en realidad tiene 17 años más que yo). El otro es más interesante y tiene que ver con las preguntas pendientes que tenemos para Jimmy mañana: ¿cuántos hijos tiene? Creemos que habló de tres hijas; Rebecca dice que habló de un hijo, aunque yo creo que en realidad planteó una posibilidad hipotética (“¿qué pasa si mi hijo quiere ser fisioterapeuta?”) que no implica que lo tenga. También creo que hay una discrepancia, porque lo escuché decir que se vino a las Malvinas con dos años (Rebecca no escuchó esto) pero después dijo que a los pocos meses había estallado la guerra, y sabemos que entonces tenía ocho años (Rebecca sí escuchó esto).
Así como fuimos a Rose’s Coffee Bar ahora queremos ir a Rose Bar, lugar que no tiene relación con su homónimo y que Mandy nos recomendó para almorzar. En el camino vemos algún que otro lugar nuevo, como una iglesia de testigos de Jehová (realmente están en todos lados). Cuando estamos cerca veo que tienen puesto en la televisión ESPN de Argentina, algo que ya vi en el natatorio y cuya presencia los chilenos no supieron explicarme: la teoría es que acceden a canales de deportes de Sudamérica y que la mayor parte de estos países reciben la transmisión de Buenos Aires, pero no deja de ser llamativo. Podés estar en un bar en Malvinas y ver los goles de, no sé, un Aldosivi-Ferro.
Rose’s Bar está abierto pero su cocina está cerrada, así que nos levantamos y nos vamos. Como estamos ligeramente desviados de las calles que solemos tomar, vemos casas nuevas y una plaza. ¿Cómo no vimos antes esta parte del pueblo? Nos sentimos tan lugareños que nos descoloca lo desconocido. En este local atiende una contadora, en este un abogado, hasta hay una agencia de turismo con el logo de Latam.
Veo que tienen puesto ESPN de Argentina: la teoría es que acceden a canales de Sudamérica que reciben la transmisión de Buenos Aires, pero no deja de ser llamativo.
Decidimos probar suerte en Malvina House, hotel “fino” con un restaurant que nos falta explorar. Desde afuera veo a una persona que cena en traje. Pienso, mientras camino con mis joggings desteñidos, que esto va en serio. De no muy buena manera nos detienen en la puerta y nos preguntan si tenemos reserva; como no es el caso, tenemos que ir al bar a preguntar. Insólitamente, no hay lugar. Habrá que intentar en otro lado.
“No camines por la calle, Rebecca, no seas uno de esos turistas”, la jodo mientras encaramos para Groovy’s. Sí, es así, tal como lo estoy contando. Malvinas está lleno de lugares para comer. Groovy’s es un bar que vimos desde afuera frente a un local de comidas rápidas que nos desaconsejaron, al que Rebecca quiere ir. Cuando llegamos, vemos un cartel que dice “Karaoke”.
No hay mucha gente adentro, tan sólo una pareja de hombres y un grupo de mujeres. Rebecca reconoce a una de ellas del aeropuerto. Es Suzie, una dentista escocesa altísima vestida de rojo furioso. La saludamos desde lejos. Pido un sándwich Caesar sin salsa Caesar (no pidan explicaciones) en un pan con aceitunas, esto último una novedad culinaria para mí. Rebecca va por un sándwich de pollo que tiene buena pinta.
Volvemos al tema de los vuelos porque Rebecca cree recordar que mañana sale el air bridge en el que debería irse el piloto que conoció en el colectivo a la ida desde el aeropuerto. Nos damos cuenta de que nuestros pasaportes dicen que tenemos permitida la entrada por una semana: si nuestro vuelo del sábado se atrasara un día, seríamos ilegales. Extraordinario.
Antes de que partamos se va el grupo de la dentista, pero ella se queda a charlar con nosotros. Pronto descubro que es una máquina de hablar antes que una persona, y dado que estoy condenado a escucharla aprovecho la conversación para preguntarle por el afternoon tea que ofrece Malvina House. Dice que es un evento muy británico, que sí, que tenemos que hacerlo.
El listado de temas adicionales que charlamos con la dentista en los 15 minutos en los que se quedó con nosotros es largo, pero trato de desviar la conversación hacia la vida en Malvinas. Suzie dice que acá se vive una vida simple y que eso es bueno y malo a la vez. A la falta de Internet te acostumbrás, sostiene, e imagino que tiene razón. De todas formas ella se va en julio. Su contrato de dos años se termina y ya ha sido suficiente, está conforme con su vida acá pero quiere volver a su Glasgow (de la que imagino que hay acá descendientes, porque existe una Glasgow Road). No quiere conseguirse un trabajo apenas vuelva, lo que me parece bien si tiene cómo mantenerse; discutimos sobre los “gaps” en el CV, que Suzie dice que están desaconsejados pero Rebecca cree que no. Yo creo que el mundo evoluciona y que de a poco comienza a permitir los descansos en las carreras profesionales, lo que por otro lado me parece perfecto.
Como no parece que Suzie se nos vaya a despegar, nos levantamos también nosotros para pagar e irnos. Cuando salimos y bajamos hacia la costanera, nos cuenta la anécdota de unos lobos marinos que se pusieron a tener sexo en el medio de la calle y de la policía, que esa noche no estaba ocupada separando borrachos en Globe Tavern, que quiso devolverlos al puerto con tanta mala suerte que terminaron por meterlos más adentro en el pueblo. Si googlean, dice Suzie, “sea lions Falklands police” seguramente encuentren la noticia. Nos saluda y se va.
Ya de vuelta en el hotel, mientras escribo entrada la noche, me instalo al lado de la ventana y veo que paran autos. De uno baja una pareja de asiáticos, visiblemente borrachos, pero vuelven a subirse y se van. Pocos minutos después para otro en el que vienen cinco chicas jóvenes del que se bajan dos para subirse al asiento del conductor. No entiendo bien por qué se detienen en este estacionamiento, que no está de camino a ningún lado, e imagino que en esta sociedad el alcohol debe ser un problema de cierta importancia. Está omnipresente.
A las doce y cinco me doy cuenta de que me quedan sólo 10 minutos de Internet. Como veo que aparece Carlos, el sereno argentino, le pido una nueva tarjeta de 12 horas, pero me dice que ya no se puede, que a las 12 cierra la recepción. Me quedaría hablando con él, pero mañana tengo que levantarme a las siete y media otra vez para salir con Jimmy y dormir poco me pone de mal humor.
Levanto campamento. En el vestuario me ducho con Miranda de fondo y pienso en el recital de la semana que viene, para el que tenemos entradas María Alicia, sus amigos y yo. Tengo muchas ganas de ir y creo que voy a hacerlo, pero es como si cualquier cosa que me dé placer me diera culpa. Vuelvo a la habitación y uso los minutos que me quedan de Internet para ver si ella se conecta, pero es una esperanza inútil. La conversación de WhatsApp se ha vuelto un monólogo, no responde. Quiero llorar pero no me sale. Me duele saber que sufre y que yo estoy lejos.
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