PATRICIA BRECCIA
Domingo

Una semana en la vida de Gregorio Sandler

Un cuento sobre otra metamorfosis.

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(Este cuento de ficción fue publicado en nuestro Anuario 2023 en papelque nuestros suscriptores recibieron gratis y vos podés comprar en Mercado Libre.)

Presidente…. presidente… Buenos días, señor presidente.

Gregorio Sandler escuchó una voz, pero no supo de dónde venía. Se sacó los tapones de las orejas y abrió los ojos con esfuerzo.

—Buenos días. En media hora vamos a estar aterrizando.

Sandler se quedó mirando al hombre mal afeitado que acababa de despertarlo. Sintió la boca seca y ganas de orinar.

—¿Le traigo su café?

Sandler buscó a su derecha, encontró una botonera y levantó unos grados el respaldo de cuero. No era el avión al que se había subido. Definitivamente, esto no era coach. Era una cabina chica, de pocos asientos.

El resto de los pasajeros ya estaba despierto, salvo una mujer casi rubia, sentada a su lado, que tenía los ojos tapados por un antifaz de seda negro. La boca era sexy, grande, ¿quizá un poco hinchada? Trató de no mirar demasiado. Adelante había dos que hablaban entre sí y un tercero que tomaba notas en una notebook. Cuando se dieron cuenta de que los estaba mirando, lo saludaron con la cabeza.

—¿Podré pasar al baño? —le pidió al hombre mal afeitado. Actuaba como en los sueños. Le estaba costando despertarse.

Entonces se quiso parar y notó una resistencia, una lentitud, como correr en el agua. Algo estaba mal. Forcejeó con su cuerpo como si fuera obeso, se puso de pie y enfiló hacia el frente dela cabina.

—Es para el otro lado, detrás de la cortina.

Sandler corrió la cortina rápido, buscando privacidad, y se topó con una segunda cabina, un poco más grande, donde había seis o siete personas. Tres que todavía dormían, uno que leía unas hojas sueltas y otros dos, un hombre y una mujer, que conversaban entre sí. Al verlo, le sonrieron. ¿Ella no era la movilera de La Nación? Una que siempre cubría eventos en la Casa Rosada. Necesitaba llegar al baño. Forcejeó con la puerta y entró en el cubículo sin antes verificar que el piso estuviera seco. Sintió los pies helados, miró para abajo y vio sus medias con restos de vaya a saber qué.

Abrió la canilla y, mientras buscaba el jabón, levantó la cabeza hacia el espejo y vio el pelo entrecano, el bigote de garca, las ojeras exacerbadas por la mala iluminación y las pocas horas de sueño. Notó con horror que la cara que lo miraba del otro lado no era la suya. No era él, Gregorio Sandler, arquitecto, fotógrafo de tiempo libre, padre de cuatro hijos.

Del otro lado del espejo estaba el presidente argentino, un ex diputado puesto a dedo, un cuatro de copas por el que no había votado ni votaría nunca. No compartía ni sus principios ni sus valores y mucho menos su styling. Era de esos líderes sin liderazgo, que había convertido la política exterior en una brújula sin norte mientras la economía se caía a pedazos y la gente se ponía cada día más violenta.

Debía estar soñando, pensó Sandler. Una pesadilla como cualquier otra, de esas en las que te despertás varias veces antes de salir. Se mojó la cara con el chorro exiguo de agua. Cayó en el lugar común de pellizcarse. Pero no. Estaba despierto, aunque en ese momento hubiese preferido estar muerto. “Tiene que ser esa medicación que me recetó Usandivaras para la depresión”, se dijo.

—¿Todo bien, presidente?

El hombre mal afeitado ya estaba del otro lado de la puerta. Claramente, no pensaba dejarlo en paz. Como no respondió, el hombre golpeó la puerta.

—Sí, sí, todo bien, ya salgo.

Sandler volvió a mirarse al espejo, se acomodó el pelo y, tapándose la boca con la mano, olió su aliento. Sobre la mesada encontró un tubo de pasta de dientes y se hizo un buche. Se bajó la bragueta y orinó. Al salir, casi se choca con su perseguidor.

—Ya le tengo listo el café con unas medialunas, presidente, se lo acerco ahora mismo. La Primera Dama ya está desayunando.

Sandler asintió y enfiló hacia la cabina. ¿Por qué le hacía caso? Quiso abrir la puerta del avión y tirarse.

—Buen día, mi amor. ¿Pudiste descansar? —le preguntó la joven de labios gruesos. Sin antifaz, era inconfundible.

Sandler acomodó su cuerpo blando y pesado en el asiento, y le echó una mirada a la mujer de pelo castaño claro, casi rubio, de ojos verdes, labios pulposos y nariz operada. Era más linda en persona, con el pelo atado así nomás, sin maquillaje.

—¿Qué mirás? —le preguntó ella.

—Hoy es sábado, ¿no?

—¿Qué te pasa?

—No sé cómo explicarlo. Es como si me hubiera despertado en el cuerpo de otra persona. ¿Vos me ves igual que siempre?

Antes de que ella pudiera responder, el hombre que lo había despertado le acercó un par de medias. Orillaba los 40 años, con pelo que no hace tanto había sido negro. Su sonrisa era servicial.

—De Ezeiza vamos directo a Olivos. Margarita ya tiene todo listo, como siempre. Esta tarde sólo un par de cosas y enseguida ya queda libre.

—Margarita…

Sandler dimensionó en aquel nombre la brutal circunstancia en la que se encontraba. No escondió su mirada alucinada.

—Sí, lo espera en Olivos con todo organizado, como siempre —respondió su secretario privado.

—Pedro, por favor, que termine rápido. El viaje fue agotador —dijo ella.

—Sí, Eugenia, no se preocupe. Tiene sólo un almuerzo con el jefe de Gabinete y el ministro de Economía para que lo pongan al corriente de lo sucedido durante su viaje. Después hay programada una rueda de prensa, a las dos, y ya lo dejamos en paz hasta el lunes.

Sandler miró perplejo su taza de café. Sufría de acidez.

—Pedro, ¿no me trae un té en vez de este café? Con un chorrito de leche.

—¿Desde cuándo tomás té para el desayuno? —preguntó Eugenia.

El secretario también se quedó mirándolo unos segundos, luego retiró la taza de la bandeja y regresó con el té.

Sandler intentó reconstruir el camino que lo había llevado hasta ahí. Recordaba haberse despedido de Marina, su mujer, en la casa de Melián y Sucre, y que Ernesto, su hijo mayor, lo llevó a Ezeiza. Se había embarcado en un vuelo de American Airlines, directo a Nueva York y, al aterrizar, se había tomado un taxi hasta Yale, donde lo esperaba su amigo Raúl. A partir de ahí, todo se borroneaba. Creía recordar despedirse de Raúl y haber intentado retomar una biografía sobre Albert Speer.

Pedro se acercó para avisarles queya estaban por aterrizar. A través del altoparlante supo que el día en Buenos Aires estaba soleado, la temperatura exterior de 12 grados y soplaba una brisa leve del noroeste. No tuvo que ocuparse del equipaje ni de presentar su pasaporte. Antes de que se diera cuenta, viajaba con Eugenia en un Audi negro por la autopista Riccheri, rodeados por cuatro motos y Pedro sentado junto al chofer. Sandler decidió aprovechar el tiempo que tendría libre para despejar una duda:

—Me gustaría hablar con el doctor Usandivaras antes del almuerzo.

—¿Usandivaras? No sé si lo conozco. ¿Tengo su teléfono? —preguntó Pedro.

Sandler se percató de la confusión que había causado la referencia a su psiquiatra.

—No creo —dijo—. No te preocupes, yo lo llamo.

—¿Quién es Usandivaras? —preguntó Eugenia. Sandler se quedó unos segundos en silencio, mirándola, comparándola con Marina.

—Nadie, uno con el que tengo que conversar un tema.

El auto tomó la General Paz esquivando los piquetes que salpicaban el recorrido. Bajó por Libertador y dobló a mano izquierda por Villate. Era el camino que hacían cuando no usaban el helicóptero, que ahora estaba en el taller hacía meses a la espera de unos repuestos importados.

Cuando se detuvieron frente a la entrada de la residencia, los aguardaba una mujer que llevaba bien sus 50 años y supuso sería Margarita. Apenas bajó del auto, ella le preguntó por su viaje y le entregó una carpeta. Sin esperar a Eugenia, Sandler subió al despacho del primer piso. Buscó en su celular el teléfono de Usandivaras, pero no lo encontró. Entre los contactos que veía por primera vez, reconoció a varios personajes de la política, gente de la farándula y varios periodistas.

—¡Margarita! —gritó, volviendo sobre sus pasos.

Vestida con un trajecito prolijo, ajustado al cuerpo y el pelo negro azabache recogido en un rodete, Margarita se acercó.

—¿Me llamaba, doctor Aznares?

—Sí, Margarita. ¿Usted me podrá conseguir el teléfono del doctor Mauricio Usandivaras? Es un médico psiquiatra que atiende en Callao y Santa Fe.

—Sí, por supuesto, deme unos minutos.

Sandler se acercó a la ventana, que daba a los jardines de la Quinta. Un jardinero trabajaba arrodillado junto a un cantero de rosas. Lo interrumpió el teléfono que estaba sobre el escritorio.

—Señor presidente, ¿a qué debo el honor?

Sandler se quedó unos segundos en silencio.

—Le habla el doctor Mauricio Usandivaras.

—Ah, sí, disculpe, es que le pedí a mi secretaria que me consiguiera su número. Quería llamarlo en forma directa.

—No hay de qué disculparse. ¿En qué puedo ayudarle?

Sandler dudó.

—Hace unos días me topé con un conocido que tenemos en común, y que me habló muy bien de usted. Gregorio Sandler, amigo de toda lavida. Me dijo que es paciente suyo.

—Dígame —respondió Usandivaras.

Sandler se acercó hasta la ventana, miró otra vez en dirección al cantero. Ya no vio al jardinero arrodillado, sino conversando con un colega.

—Gregorio me contó que usted le recetó el mismo antidepresivo que me indicó el psiquiatra que yo consulto. Esa medicación me ha mejorado el humor, pero a veces me produce sensaciones extrañas. Como si mi cuerpo no fuera mi cuerpo. ¿Eso le ha pasado a alguno de sus pacientes?

—¿Presidente, usted habló de este tema con su psiquiatra?

—Sí, pero me gustaría tener una segunda opinión.

—Mire, no, la medicación no causa ese tipo de trastornos de personalidad.

—¿Puede provocar alucinaciones?

—Eso sí que no. El ingrediente activo no interactúa con las áreas del cerebro que están asociadas a posibles alucinaciones.

Usandivaras pareció dudar un instante.

—Presidente, le sugiero que consulte con su especialista. Los efectos que me menciona no son graves, pero puede que necesite un cambio de dosis. A la mejor droga se llega por un proceso de prueba y error, y es posible que la droga o la dosis no sean lo mejor para usted.

Sandler colgó el teléfono, se sentó frente al escritorio presidencial y fue abriendo los cajones. Encontró un paquete de cigarrillos. Hacía tiempo que no fumaba, y mientras hurgaba buscando un encendedor o una caja de fósforos, oyó que golpeaban la puerta. Margarita entró sin esperar su respuesta.

—Presidente, ¿no va a querer tomar una ducha antes de su almuerzo?

—Buena idea.

—Lo acompaño hasta su dormitorio —dijo Margarita.

Sandler se quitó el cigarrillo de la boca y lo devolvió al paquete. Cerró los cajones del escritorio, se puso de pie ysiguió a Margarita a lo largo de un corredor alfombrado, que terminaba en un dormitorio. Sobre la cama ya le habían dejado una muda de ropa interior y una camisa. En el vestidor encontró un traje limpio y planchado, una corbata azul a rayas y en el piso, un par de zapatos negros. Veinte minutos después, ya afeitado, oyó que golpeaban la puerta de la habitación. Margarita lo esperaba con otra carpeta.

—Ya están abajo el jefe de Gabinete y el ministro Massot. Le organizamos un almuerzo con sopa fría, ensalada y fiambres, para que dure menos.

—¿Hay algún tema en particular que quieran conversar conmigo? —preguntó Sandler, procurando que no se notara la ansiedad.

—Nada urgente, sólo la situación con Uruguay.

Sandler recordó sus vacaciones familiares, primero con sus padres y hermanos en Punta del Este y después con su mujer e hijos en José Ignacio. Pero Margarita se refería a la tensa situación que venía desarrollándose desde el fin de la pandemia. Corrían rumores de que Uruguay quería adueñarse de parte del territorio nacional. Lideraba una coalición de países que aspiraba a contener la emigración descontrolada de argentinos y crear una confederación con centro enMontevideo.

—Bienvenido, señor presidente —dijo el jefe de Gabinete.

Lo reconoció enseguida. Mario Valenti, un gordito tan sagaz como corrupto, ex intendente de uno de los partidos más populosos y pobres del conurbano. Antes había sido abogado y contaba la leyenda que había puesto en la nómina de un juzgado a varias trabajadoras del prostíbulo local. Ahora lideraba la oposición a la pujante Liga de Gobernadores, un grupo separatista que congregaba a Córdoba, Mendoza y Santa Fe. A su lado, con su pelada ya célebre, estaba el ministro de Economía, Carlos Massot, un contador mediocre que Aznares había sumado a su gabinete para complacer a grupos industriales concentrados en Tierra del Fuego.

—Gracias, Valenti, contento de estar de vuelta, aunque muy cansado y confundido. Ya no estoy para estos trotes.

—¿Ya decidió qué destino darle al préstamo que ofreció Irán? Candidatos locales para recibir esos millones no faltan —dijo Valenti con una carcajada.

Sandler recordó entonces que uno de los objetivos del viaje de Aznares había sido reunirse con el premier iraní y negociar el apoyo militar y financiero de los ayatolas para contrarrestar la intromisión de Estados Unidos y Europa.

—No sé si será buena idea aceptar esa ayuda —dijo Sandler—. Nos vamos a atar a un barco que se va a hundir, en vez de asociarnos a países con los que compartimos una tradición y una historia.

Valenti le echó un vistazo de reojo a su compañero de gabinete.

—Me sorprende mucho lo que dice, presidente. Esos países son los que nos están traicionando —dijo Valenti.

—Traición es una palabra fuerte, Valenti.

Valenti respiró hondo, acomodó su cuerpo voluminoso en la silla y se secó la frente con un pañuelo. Volvió a mirar de reojo a su colega, y por fin agregó:

—Estas crisis son pasajeras, presidente, no hay que exaltarse. No va a ser ni la primera ni la última. Lo crucial, como siempre le digo, es que no perdamos el control de la caja y la calle. Los amigos chinos nos están dando una buena mano con eso.

Sandler sintió cansancio, miró su reloj y decidió que había tenido suficiente. Seguía sin entender qué maleficio misterioso lo había puesto a él, que nunca había tenido interés por la política, a cargo del simulacro en el que se había convertido su país. Alguna vez había leído un libro de Stephen Hawking donde el autor explicaba que para un observador externo, el tiempo parece detenerse dentro de un agujero negro y las leyes universales de la física generan sinsentidos, o resultados contradictorios.

Eso es lo que parecía haber sucedido con su país. En algún momento del siglo XX, la luz del conocimiento y el progreso habían dejado de llegar a la Argentina y ya parecía imposible explicar lo que sucedía. Era por eso, supuso, que su país seguía repitiendo los mismos errores, ignorando las experiencias ajenas como si estuviera incomunicado del mundo. Una falla en la malla del espacio-tiempo habría causado un chispazo cósmico, concluyó, y en un universo paralelo, él, Gregorio Sandler, arquitecto, judío, padre feliz de cuatro hijos, se había transformado en Carlos Aznares, presidente de esa singularidad cósmica llamada Argentina.

—Presidente, ¿se siente bien? —preguntó Valenti.

Margarita lo acompañó hasta la sala donde lo esperaban unos 20 periodistas acreditados. Si bien le habían montado un atril, se sintió incómodo con el formato. Acercó una silla al grupo y ofreció responder algunas preguntas. Antes ya le había pedidoa Margarita que se asegurara de que Valenti y Massot estuvieran presentes por si el intercambio viraba hacia temas técnicos.

—Las conversaciones que mantuve fueron confidenciales —dijo en un momento—. Preferiría no revelar más de lo necesario para no comprometer el éxito de las gestiones que realizamos.

No logró convencer, de eso se dio cuenta. Más de una vez percibió un gesto de hastío o confusión entre los periodistas, pero fuese por estar ya habituados a las vaguedades de Aznares o por temor a los aprietes de Valenti, dejaron pasar sus respuestas.

—Presidente, la gente está harta, no aguanta más. Hay zonas enteras del país que se han despoblado por la emigración. Hay temor de que se aprovechen Chile y Paraguay— le preguntó una periodista que Sandler reconoció de los noticieros.

Guardó silencio por unos segundos y sintió una gota de sudor que le corría por el labio superior. Otros periodistas, incómodos, bajaron la mirada y simularon tomar nota.

—El presidente está cansado. Denle un respiro al pobre hombre que hace una semana que no para —dijo Valenti, poniéndose de pie con dificultad.

—También se dice que usted intentó renunciar, y que está pensando no postularse para la reelección. ¿Es así? —preguntó otra periodista.

—No se hagan eco de los rumores —respondió.

Sandler miró su reloj y con un gesto de la cabeza le indicó a Margarita que ya estaba listo para retirarse. Amagó con levantarse de su asiento, pero lo pensó mejor.

—Este país tiene un gran futuro por delante. En cuanto a mí, me encontrarán en donde pueda ser de mayor utilidad a la patria —dijo por fin. Como notó que Valenti y Massot lo observaban frunciendo el ceño, agregó: —Y, por supuesto, al movimiento.

Se excusó aduciendo cansancio y prometió que en pocos días los convocaría a una nueva conferencia de prensa. Le agradeció a Margarita que quisiera acompañarlo, pero prefirió desandar solo el trayecto de regreso a su dormitorio.

Al ingresar, observó que las cortinas estaban cerradas y la habitación a oscuras. Ayudado por una luz tenue que le llegaba desde el baño, vio que Eugenia ya dormía la siesta y oyó su respirar uniforme. Se acomodó en un sillón ubicado a pocos pasos de la cama. Allí, en la oscuridad y en silencio, pensó en su familia, en sus cuatro hijos, en Marina, con su pelo castaño de ondas atiborradas, sus ojos azules, casi grises, las pecas transparentes. Se había enamorado de ella recién comenzada la universidad, de su andar ligero de ex bailarina. Se preguntó si lograría algún día escapar de la pesadilla, volver a verlos y abrazarlos. Una sensación ácida le recorrió la nariz, sintió presión en los ojos: quiso llorar. Eugenia debió percibir su presencia.

—¿Qué hacés? ¿No vas a dormirun rato? —le preguntó, acomodándose el antifaz de seda.

—Ya me acuesto —respondió en voz baja para no revelar los mocos que se le habían juntado en la garganta.

De repente consideró si la maldición que padecía no le presentaba acaso una oportunidad, la de proveer una guía, un liderazgo para rescatar al país del atolladero donde se encontraba. Descartó la idea enseguida. ¿Qué tenía que ver él con esa quijotada ridícula? ¿Acaso no le habían machacado hasta el cansancio sus padres y abuelos, como a muchos otros argentinos, que “acá estamos de paso”, que “esto no tiene arreglo”, que ser argentino, verdaderamente argentino, era estar condenado a vivir la vida de uno como si fuera la de otro, sin responsabilidades, desapegado, como un turista en su propia tierra? Se metió en la cama y se quedó dormido.

La luz del día ya no se filtraba por el borde de las cortinas. Sandler observó a Eugenia, que miraba el techo en silencio.

—Estás raro –dijo ella—. ¿Tepasa algo?

Dudó unos instantes.

—Este viaje me descolocó. Me siento raro.

—Desde que llegamos ni me tocaste.

La miró y notó que la siesta le había sentado bien, que la piel de su cara y sus brazos exhibía una luminosidad nueva. Percibió los comienzos de una erección y se acomodó el pantalón del pijama por debajo de las sábanas.

—Es cansancio. Tengo hambre. ¿Vos no? Bajemos y después hablamos.

Caminó hacia el baño y cerró la puerta. Sintió ganas de huir. Se imaginó escapando por la ventana con la ayuda de una sábana, llegando ileso a la planta baja. Pero huir de esa manera no tenía sentido, no lograría salir sin que lo detuvieran.

Eugenia tomaba despacio su sopa. Terminaron la cena casi sin intercambiar palabra. Ella le sugirió que fueran a la sala de cine a terminar Zelig, de Woody Allen, la película que habían empezado antes del viaje. Sandler no recordaba haberla visto antes de su metamorfosis y tampoco llegó a prestarle atención porque allí, en la oscuridad, con la voz de los personajes de fondo, volvió a pensar en Marina, en sus hijos y en la maldición que lo atrapaba.

—¿Estás llorando? —le preguntó Eugenia cuando él se sonó la nariz.

—Deben ser las alergias.

Se despertó cuando ella lo sacudió para subir al dormitorio.

—Presidente…. presidente… Buenos días, señor presidente.

Gregorio Sandler abrió los ojos y se restregó las lagañas.

—Su esposa se levantó hace un rato y salió a caminar por el parque. Me pidió que le avisara que lo encuentra en media hora para desayunar y que no se olvide de que hoy quedaron en asistir a la misa del Padre Rojo.

La persona que le hablaba era un hombre de unos 50 años, de estatura mediana, casi pelado. Lo reconoció de la noche anterior. Fue quien se ocupó de proyectar Zelig en la pantalla del microcine. Esperó hasta que el hombre saliera del cuarto para levantarse. Al hacerlo, sintió una molestia en la espalda. Se agachó, hizo unos ejercicios para estirarse y se dirigió al baño. “Es el colmo”, pensó. “También soy chupacirios”.

La parroquia se encontraba a diez minutos caminando desde la residencia presidencial. Sandler insistió que fueran a pie y disfrutaran del sol matinal. Ya adentro, se percató de que no conocía el ritual de la misa. Optó por imitar a Eugenia e intentar que sus yerros no fuesen obvios. Durante la homilía, el Padre Rojo miró fijo a Sandler, elevó la voz y golpeó el púlpito con la palma de su mano:

—Hoy Dios nos pone a prueba, presidente, y a usted más que a nadie. El pueblo del Señor es sabio, y le ha encomendado la responsabilidad de conducirlo hasta nuestra tierra prometida, la de un país próspero, justo y soberano. No nos defraude, presidente, y cuente siempre con el apoyo y guía de la Santa Iglesia. Que Dios lo ilumine con su presencia, y que nos conceda a todos la paz.

Cuando terminó la misa, salió con Eugenia por la nave central, saludaron a algunas familias y enfilaron de regreso a la residencia. La llegada del invierno ya se hacía sentir y el viento que soplaba desde el río traía sal y humedad.

—¿Qué te pasa? ¿Hoy también estás mal? —le preguntó Eugenia.

—¿Sabés que esa homilía me dejó pensando? Todo lo que dijo sobre la responsabilidad del líder, la oportunidad de sacar de una vez a este país del pozo.

—¿Otra vez con eso? ¿No habíamos quedado en que no te ibas a presentar a la reelección?

—No es tan sencillo —respondió, simulando estar al tanto de conversaciones anteriores.

—Es bien sencillo. Hablás con Valenti y le confirmás, como me prometiste, que vos no estás más, que se busquen a otro gil. Nosotros ya cumplimos.

No dijeron más nada hasta llegar ala garita de entrada.

—Voy a caminar un rato más, quiero despejar la cabeza —dijo él.

Mirando al personal de seguridad, agregó:

—Solo, por favor, vuelvo enseguida, no me va a pasar nada.

Los custodios se miraron, pero Eugenia asintió con la cabeza. Sandler anduvo unas cuadras por Villate hasta Maipú. Al toparse con la avenida se dio vuelta, se aseguró de que no lo siguieran, cruzó y paró un taxi. El conductor lo miró sorprendido por el espejo retrovisor.

—Sí, soy yo—dijo Sandler—, está todo bien. Necesitaba estar un rato solo. Vamos a Melián y Sucre, por favor.

—Cómo no— dijo el chofer sin activar el medidor y trabando el seguro de las cuatro puertas. El auto aceleró, Sandler se recostó contra el asiento y miró por la ventana.

Aznares había llegado al poder por el voto de la Asamblea Legislativa tras la suspensión de las elecciones de 2027. La crisis posterior a la pandemia global había sumido al país en una depresión interminable. Con posibilidades casi nulas de ganar en elecciones limpias, la coalición gobernante lo puso a dedo para mantener el statu quo. Desde entonces, la cosa no hizo más que empeorar. En lo único que parecían estar todos de acuerdo era en que Aznares era el menor de los males, y que lo más práctico era reelegirlo por cuatro años más.

—Esto de salir a pasear solo, ¿usted lo hace seguido? —preguntó el chofer.

—No muy seguido.

Sandler esquivó el diálogo y prefirió mirar por la ventana mientras el auto se desplazaba por la avenida recién asfaltada. Un rato más tarde habían llegado.

—¿Lo dejo por acá? —le preguntó el taxista.

—Llegamos rápido— respondió aliviado.

—La única ventaja de la crisis, presidente. Poco tráfico. La gente no tiene ni para la nafta.

Sandler le alcanzó varios billetes y le dijo que se quedara con el vuelto. Se bajó del auto y caminó unos metros hacia la que había sido su casa antes de la metamorfosis, con su parque prolijo y los grandes ventanales hacia la calle. Caminó de perfil, protegiéndose de posibles miradas. Se escondió detrás de un plátano a pocos metros de la puerta de entrada. Desde ahí, alcanzaba a ver la cocina y el comedor.

Vio a Marina acercarse a la ventana y mirar hacia el parque con sus canteros de lavandas y hemerocalis. Se corrió el pelo de la cara con la manga del suéter, en un gesto que le era tan propio. Era domingo y estarían preparando el almuerzo. Ernesto, el hijo mayor, estudiante de rabino, habría venido de visita. Los mellizos, adolescentes, estarían en el piso de arriba, jugando en la computadora, esperando como siempre a que los llamaran para bajar a almorzar. Un sudor frío le corrió por la espalda cuando se vio a sí mismo y a Andrea, la segunda, estudiante de arquitectura. Estaban poniendo la mesa, se reían, Marina lo abrazó a él por atrás y le dio un beso en la mejilla.

Sandler quiso gritar, entrar a las patadas, desenmascarar al farsante y exigir que lo reconocieran, que lo despertaran de su pesadilla. Quiso al menos acercarse, pararse junto a una de las ventanas, escucharlos. Desistió. Sombrita, su ovejero alemán, no tardaría en ladrar. Fue entonces cuando salió por la puerta el farsante, bajó los escalones y fue hacia donde estaba él. Llevaba algo, una herramienta, en la mano derecha.

—¿Qué quiere? —le preguntó el hombre.

Sandler dudó.

—Estaba admirando su casa.

—Me alegro de que le guste —dijo el farsante, esbozando una sonrisa. Sandler lo saludó con la mano.

El hombre avanzó unos pasos, se tropezó con un pico del riego y descerrajó una puteada. Marina se acercó a la puerta para ver qué pasaba. Sin mirarla, el farsante dijo:

—El hombre está perdido, no encuentra una dirección.

Sandler abrazó la imagen de Marina, con el pelo suelto y un jean gastado, ajustado. Sólo pudo verla unos segundos antes de que ella se diera media vuelta y regresara a la cocina.

—¿Algo más? —preguntó el farsante.

—La casa, ¿quién se la diseñó?

El hombre dio otro paso hacia Sandler, tensando la mano con el martillo.

—Ni idea, la compramos hecha —inventó.

—Bueno, los dejo tranquilos —dijo Sandler y cruzó la calle.

Sandler miró a través de la ventana unos minutos más. El almuerzo ya estaba listo y cada uno se fue acomodando en su lugar, él en una punta de la mesa, Marina en la otra, Ernesto y Andrea de un lado, los mellizos del otro. Los vio sonreír, nada parecía haber cambiado.

Emprendió de a poco la caminata, lenta, pesada, hasta Cabildo. Ahí pensó en subirse a un taxi, pero decidió volver a pie hasta Olivos, tomando desvíos por calles laterales para evitar cruzarse con gente. Hacía frío y se sintió desabrigado. Empezaba a llover.

—Buen día, Carlos. ¿Cómo te sentís?

Sandler tenía los ojos abiertos. Estaba recostado sobre su espalda y miraba al techo en silencio.

—Me duele la garganta.

Eugenia se estiró y le tocó la frente.

—Me parece que seguís con fiebre.

—También me duele el cuerpo.

El cuarto estaba casi a oscuras, protegido por las pesadas cortinas que ella había hecho instalar cuando se mudaron a la Quinta.

—Mala idea la de salir a caminar ayer. Seguro que tomaste frío.

—Ni siquiera me acuerdo de haberme metido en la cama anoche —agregó.

Eugenia dudó un instante. Frunció las cejas y le preguntó:

—¿De nada de lo que pasó te acordás?

—Será la fiebre —respondióSandler.

—Yo sí, y todavía me duele —dijo, ya sentada al borde de la cama, mientras se calzaba las pantuflas.

Revivió entonces la noche anterior, los dos desnudos, primero en la ducha, penetrándola por detrás, despuésen la cama, ella montada encima de él, esforzándose, sin mirarlo, por acabar. Apenas abrió los ojos esa mañana, pensó que tal vez esas imágenes eran parte de un sueño, aunque le parecieron demasiado reales. Sintió los comienzos de una erección y acomodó el cubrecama para que no se notara.

—Les voy a avisar que te quedas acá, que no vas a Balcarce. ¿Desayunás lo de siempre?

Antes de que ella alcanzara a abrigarse con la bata de cama, él pudo admirar su cuerpo bien formado bajo elcamisón corto, que dejaba relucir sus piernas firmes, depiladas, sus pies suaves, las uñas pintadas, perfectas.

Ya solo, volcó su cuerpo hacia el costado derecho, la posición en la que prefería dormirse, o pensar. Flexionó sus rodillas y recordó el encuentro con el farsante, aquél que le había robado su vida, el que se había beneficiado de esa transmutación cósmica de la que, Sandler empezaba a entender, no había regreso. Cuando bajó las escaleras lo aguardaban Pedro y Margarita.

—Buenos días, presidente, el Doctor Valenti lo espera en la sala Kirchner.

Se dirigió al encuentro despacio, desganado. ¿Qué era tan urgente? ¿Y por qué no podían hablarlo por teléfono?

—Presidente. No quiero quitarle más tiempo del necesario, pero es importante. Es sobre la vertiente terraplanista. ¿Qué hacemos? —dijo el jefe de gabinete, poniéndose de pie condificultad.

—¿Cuál es el tema ahora? —preguntó, simulando entender.

—El gabinete sigue partido, presidente. Mis esfuerzos por limar diferencias no han dado resultados. Usted sabe bien cuánto lo he intentado.

Sandler creyó recordar que dentro del gobierno el terraplanismo se había expandido con una fuerza inusual, tanta que un sector de la coalición gobernante había conseguido desviar una porción del presupuesto en ciencia y tecnología para explorar sus consecuencias. En una Tierra plana, decían, la fuerza de gravedad estaba sobreestimada, y con una atmósfera menos densa, existían buenas posibilidades de sustituir energía hidráulica por solar, generando oportunidades de negocios jugosas para empresarios amigos e ingresos extraordinarios para los integrantes de la facción.

—Tiene que dar una señal de autoridad —insistió Valenti—. Terminar de una vez con los cismáticos y confirmar que va a presentarse a la reelección.

Sandler sintió un mareo. Se tocó la frente y le pareció que la fiebre le estaba subiendo.

—¿Podemos volver a hablar de esto mañana? No me siento bien.

—Presidente, hace semanas que viene dando vueltas con este tema. No lo postergue más. Tome una decisión.

—Valenti, ¿por qué no te vas un poco a la mierda? ¿No entendés que no me siento bien?

Sin esperar respuesta del jefe de gabinete, se levantó y dejó la sala. Afuera lo aguardaba Pedro. El gesto de su cara revelaba haber oído al menos parte de lo sucedido.

—Me voy a meter de nuevo en la cama. Que no me molesten.

No fue sino hasta el jueves que por fin se sintió bien. El médico presidencial ordenó hacerle exámenes y dictaminó que no era más que una gripe fuerte. Lo importante era controlarle la temperatura y mantenerlo hidratado. Esa mañana, la fiebre le había bajado y Eugenia se le acercó. Llevaba un barbijo, que el médico presidencial sugirió por las dudas.

—Fue un error salir a caminar sin abrigo —dijo Sandler.

—Deliraste bastante. Repetiste nombres. Marina. Andrea. ¿Ernesto? ¿Los conozco?

Sandler sintió un escalofrío.

—Tuve compañeros que se llamaban así en la primaria —respondió.

—¿Quién es Sandler? —insistió ella.

Cuando se quedó solo, rememoró el sueño, tan vívido, largo y feliz, que había tenido durante las 72 horas defiebre. En el sueño se reencontraba con su familia, para ellos nada había cambiado, pero Sandler recordaba haber vivido la vida de otro. Su hijo Ernesto llevaba barba y ya era rabino, casado, con dos hijas. Andrea estaba construyendo un edificio en el jardín de la casa familiar. A los mellizos no los veía, pero sentía que estaban en el piso de arriba, jugando. Marina no estaba y él sentía que se habían separado y que había sido su culpa, un resabio, tal vez, de lo que había hecho la noche anterior con Eugenia. En el sueño ya no era presidente. Nadie lo era, porque Argentina ya no era un país independiente.

Ernesto, el mayor de sus hijos, había demostrado interés por el judaísmo desde muy chico. En un principio solo por su historia, su filosofía, hasta tal vez como fenómeno literario. Con el correr del tiempo, se había hecho más observante, ciertamente más que sus padres y amigos. Cuando sus amigos eligieron ser abogados, ingenieros o médicos, Ernesto se inclinó por el rabinato. “Alguien tiene que hacerlo, papá. Quiero una vida más enfocada en las personas y las ideas que en la plata y las cosas. ¿Entendés lo que te digo?”

—Acá está el té con miel para el enfermo —dijo Eugenia al regresar a la habitación, arrastrando las vocales en un tono que a Sandler le sonó casi como una burla.

Se enderezó para recibir la bandeja. Tenía hambre, hacía días que no comía. Pidió que le trajeran más tostadas. Decidió que quería hablar con Ernesto. Unos minutos después, el Audi negro salía por la puerta vallada de la Quinta de Olivos. Adelante iba Santos, que combinaba el rol de chofer con el de custodio. Era fornido, medía más de un metro noventa y tenía un bigote tupido y negro, pelo siempre corto y engominado.

—¿Damos una vuelta por el barrio, presidente? —preguntó.

—Agarre mejor para el centro.

Sandler apoyó la cabeza contra laventana del auto. Hacía días que no veía el cielo y estaba nublado. En ese instante le vibró el celular y lo sacó del bolsillo. Era un mensaje, el número aparecía bloqueado, y decía: “Tenemos que hablar”. Supuso que sería alguien, uno de los tantos, a los que Aznares les debía un favor. Ya sobre Libertador le indicó a Santos una dirección en el Bajo Belgrano. Cuando llegaron, caminó hasta la entrada de la sinagoga, protegida por una garita con custodia y mojones de hormigón sobre la vereda.

—La sinagoga está cerrada. ¿Tiene cita? —preguntó una voz metálica que venía de la garita.

Sospechó que el vidrio blindado le impedía al custodio ver con quién trataba.

—Soy el presidente Aznares, agente. Vengo a ver al rabino Sandler.

El oficial de seguridad salió de la garita y, sorprendido, se cuadró con torpeza e hizo la venia.

Sandler miró su reloj. Era casi el mediodía y el sol del invierno apenas si se filtraba entre las ramas de los árboles. Se metió las manos en los bolsillos y caminó unos pasos, intentando entrar en calor. Oyó entonces el sonido de una chicharra metálica.

—Ya puede ingresar, presidente.

Sandler avanzó hacia un patio interior, donde Ernesto salió a su encuentro. Su hijo llevaba un pantalón de franela gris, una camisa celeste, un suéter azul y mocasines marrones. Vestía en forma prolija, aunque no demasiado formal, acorde con su posición de rabino joven, descontracturado y amigable.

—Disculpame que me haya presentado así, sin avisar. He oído hablar mucho de vos, estaba por el barrio y quería conocerte —dijo Sandler.

Ernesto lo observó unos segundos, primero serio, pero enseguida le concedió una sonrisa. Dio un paso al frente con cautela, le extendió la mano derecha y luego se acercó para darle un abrazo. Ingresaron al edificio del templo y siguieron por un pasillo largo. Después subieron unos escalones y entraron a una oficina pequeña, atiborrada de libros y papeles.

—Ernesto… ¿puedo llamarte Ernesto? —preguntó.

—Por supuesto.

—Ernesto —continuó —yo sé que en el judaísmo no corre lo de la confesión católica, pero imagino que lo que vayamos a conversar será confidencial.

—Así será.

—Vos sabés que mi situación, como presidente, no es fácil. La cosa está muy complicada.

—El trabajo de presidente no es para cualquiera.

—Si te dijera que tampoco lo es para mí, que lo que más querría en el mundo es desaparecer o, por lo menos, desligarme de la responsabilidad que me ha caído encima.

—No me sorprendería en lo más mínimo. Muchos líderes en situaciones similares se han sentido de la misma manera, desencajados. Se preguntan por qué les tocó a ellos y no a otros. El Jonás de la Biblia, sin ir más lejos —dijo Ernesto.

Sandler perdió la cuenta de las veces que le había leído a Ernesto esa historia, primero de libros infantiles, después en versiones para adolescentes, por último el libro bíblico mismo, el quinto de los 12 profetas menores.

—A mi padre siempre le ha fascinado esa historia, aunque él no sea religioso —dijo Ernesto con una sonrisa casi imperceptible.

—A mí también —agregó Sandler con cautela—, tiene un mensaje muy lindo.

—Pero también muy fuerte. Dice que tenemos una obligación por el bienestar del prójimo, aun si ese prójimo se ha equivocado. El libro predica que tenemos el deber de proteger al extraño de sus errores y que, por más que nos resistamos, es imposible escapar a esa responsabilidad.

Sandler disfrutaba de que su hijo lo sermoneara. Ernesto continuó.

—Hacer el bien sin importar aquien. Es un mandato para los quecreen en Dios, pero también para losque no creen. Está escrito en nuestro ADN. Es parte del éxito evolutivo del homo sapiens.

Sandler suspiró. Se sentía incómodo, acalorado. Levantó la vista y miró hacia la ventana. Ernesto le adivinó el pensamiento porque se puso de pie y la abrió, dejando que entrara el aire fresco.

—Yo no tengo nada que ver con lo que me está tocando vivir. Es como si me hubiera despertado en el cuerpo de otro, como si estuviera viviendo una realidad en la que no me reconozco. Esta vida ya no es la mía, no es la que quiero ni la que imaginé. Es como una maldición, un castigo divino, y no creo haber hecho nada para merecerlo.

—Así se habrán sentido Jonás y Moisés, ¿o no?

Sandler sintió que no lograba hacerse entender, que su hijo no comprendía la magnitud de lo que le estaba diciendo. ¿Cómo aclararle que su incomodidad no era psicológica sino real sin que lo creyera un loco? Se desesperó, se sintió solo. Bajó la cabeza y se puso a llorar.

—No me entendés —le dijo entre hipos y mocos.

Su hijo, parado junto a él, le apretó el hombro:

—Te entiendo, papá.

A Sandler se le heló la sangre. Despacio, levantó la cabeza y lo miró con sus ojos enrojecidos. Ernesto esperó a que su padre se pusiera de pie y le dijo, mientras se abrazaban:

—Lo presentí apenas te vi en la conferencia de prensa del sábado. Por eso te envié ese mensaje al celular hace un rato, para que vinieras y hablásemos. Ya no me quedó duda alguna cuando me saludaste en el patio.

—¿Cómo hiciste? No entiendo.

—No importa, papá, yo te conozco mejor de lo que te conocés vos mismo.

Unos minutos más tarde, Sandler salió del centro comunitario, tras darse otro largo abrazo con su hijo. Por primera vez desde su regreso de Estados Unidos, se sintió cómodo en su cuerpo, sintió una liviandad agradable, placentera. Al ingresar al auto, le esbozó una sonrisa a Pedro que lo observaba.

—¿Todo bien, presidente? —le preguntó Santos.

—Todo bien, vamos a Olivos.

Al otro día, Sandler se levantó y fue hacia el baño apenas Eugenia salió del dormitorio. Abrió las canillas de la ducha y dejó correr el agua caliente. Antes de que se empañara con el vapor, se miró al espejo. No le gustó la imagen que vio: las ojeras, el bigote anacrónico, la mirada torva. Al quitarse la camisa del pijama, notó que al menos había perdido algunos kilos, consecuencia, supuso, de la enfermedad.

El día que le esperaba era importante, y quería mostrar lo mejor de sí. Después de un baño rápido se afeitó con esmero, se repasó el bigote y las cejas, eliminó algunos pelos de la nariz y las orejas y se cortó las uñas. Se vistió con un traje azul marino que encontró en el vestidor y le pareció adecuado. Le quedaba cómodo, hasta holgado, y se aseguró el pantalón con un cinturón negro. Eligió una camisa blanca, clásica, para gemelos, y una corbata a rayas azul y plata. Se sentó en una banqueta forrada encuero, junto a la cama, para ponerse las medias. Escogió unos mocasines negros que parecían recién lustrados. Colocó un pañuelo blanco en el bolsillo del saco. Se observó por última vez en el espejo y descendió a la planta baja.

—Buenos días, presidente —dijo Margarita.

—Buenos días. ¿Quiénes están? —preguntó Sandler.

—Ya están todos —respondió Pedro.

—Bueno, entremos.

Sandler y Pedro entraron a la sala de reuniones. Los ministros que hasta entonces conversaban en grupos o miraban sus celulares, lo saludaron. Otros se pusieron de pie mientras el resto se acomodaba junto a los asientos que tenían asignados. De un lado de la mesa, el canciller retiró una silla y le hizo un gesto. Sandler caminó hacia el lugar indicado.

Aguardó unos segundos hasta que sus colaboradores se hubiesen acomodado y apagado sus celulares. Cuando el silencio se volvió incómodo, y algunos de los presentes no aguantaron y carraspearon, Sandler, que hasta entonces tenía la vista enfocada en el cuero verde que cubría la pesada mesa de caoba, alzó la cabeza y circuló su mirada por el grupo que esperaba sus palabras.

—Quiero compartir con ustedes lo que he venido sintiendo estos últimos días y contarles la decisión que he tomado acerca de mi candidaturaa la reelección.

 

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Alberto Ades

Es doctor en Economía y abogado. Realiza investigación en mercados financieros y vive en Estados Unidos desde 1989.

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