LEO ACHILLI
Domingo

Una empinada curva de aprendizaje

Sobre los enormes obstáculos, propios y ajenos, del plan de reformas de Javier Milei.

De los múltiples desafíos que enfrenta el presidente electo, Javier Milei, voy a concentrarme en el programa de estabilización y reformas económicas. Este programa importa no sólo por su evidente conexión con las urgencias de la hora y las demandas de los votantes sino también por la complejidad de su formulación e implementación. Esta complejidad resulta de la superposición y agregación de problemas informacionales, conceptuales y organizacionales. Estos problemas son, hasta cierto punto, inherentes a cualquier transición gubernamental en una situación de crisis, pero también poseen rasgos específicos de la coyuntura y de las personalidades involucradas.

Los problemas informacionales son, en lo inmediato, los más difíciles de afrontar. Todo gobierno saliente, y en particular uno tan habituado a la distorsión y la mentira como el que está terminando, tiene incentivos para ocultar y manipular la información acerca del verdadero estado de cosas que deja como herencia: en parte para generar la impresión, para la historia y la percepción de quienes lo apoyan, de que su legado al fin y al cabo no ha sido tan malo, y en parte también para que –como suele decirse– la bomba le estalle al siguiente. Como consecuencia de ello, el gobierno entrante recién comenzará a tener una idea precisa acerca del legado con que ha de lidiar cuando haya asumido sus funciones. Comenzará complicado, además, por la supervivencia de cuadros técnicos y burócratas permanentes alineados políticamente con el gobierno saliente, que harán lo posible por mantener oculta o distorsionada la magnitud de los problemas durante el mayor tiempo posible. 

Estas asimetrías e imperfecciones de la información suelen inducir a los gobiernos entrantes a realizar dos operaciones: presentar inmediatamente la herencia recibida como una tierra arrasada; y lanzar, en consecuencia, políticas de trazo grueso que apuntan a atacar los aspectos más notorios de esa herencia. Que en esta coyuntura tales operaciones puedan resultar verosímiles y consistentes no obsta al hecho de que estarán basadas en información asimétrica e imperfecta y, por consiguiente, afectadas por errores de diagnóstico y exageraciones en la terapia. Pero la alternativa (esperar a diagnosticar con precisión y eventualmente adoptar políticas más moderadas basadas en sintonías finas de los instrumentos) no parece estar disponible, al menos por tres razones.

1. La profundidad de la crisis económica, con su inflación galopante, su pobreza creciente, su estancamiento persistente, su maraña de controles y regulaciones que cotidianamente va hundiendo a la producción en la parálisis.

2. La demanda de cambio expresada por la mayoría de los votantes, en ambas vueltas electorales, además especificada en estudios de opinión pública como una demanda de freno a la inflación y mejoramiento de las condiciones económicas.

3. El recuerdo del modo en que el gobierno del presidente Macri no aprovechó las ventanas de oportunidad, ciertamente más estrechas y fugaces, que tuvo en su momento para avanzar en un programa de estabilización y reformas.

El próximo gobierno, entonces, bajo estas condiciones, no tendrá otra opción que comenzar con un programa de shock. Pero porque ese programa estará basado en información imperfecta y asimétrica, tendrá altas chances de ser, en su versión inicial, un programa bastante más ambicioso, impreciso e inconsistente de lo que resultaría aconsejable no sólo para abordar las urgencias del momento sino también para asegurar la supervivencia del propio gobierno.

Problemas conceptuales

Acá es donde los problemas informacionales se encuentran con los conceptuales. Los problemas conceptuales que hasta ahora pueden vislumbrarse, en las declaraciones del presidente electo y de algunos de sus colaboradores y en algunos documentos no oficiales que circulan, son de tres tipos. Por un lado, de credibilidad: algunos de los abordajes e instrumentos propuestos implican cambios tan radicales que, dada la minoría parlamentaria del futuro partido gobernante, las probables volatilidad y volubilidad de las mayorías en el Congreso, y la magnitud de los costos inherentes a algunos de ellos (como las privatizaciones de empresas y obras públicas), resulta poco creíble la posibilidad de imponerlas y sostenerlas en su radicalidad. Precisamente por ello aparecen como riesgosos, pues de ser rechazados, deformados hasta lo irreconocible por las negociaciones parlamentarias o abandonados ante la imposibilidad de imponerlos en toda la línea, debilitarían significativamente al nuevo gobierno. Podría objetarse que la situación de crisis otorga una ventaja a un gobierno con preferencias de cambio radical, pues conjuga la demanda de los votantes con la urgencia de salir del pozo, y que en uso de tal ventaja sería razonable comenzar la negociación con propuestas radicales. Sin embargo, la distribución del poder parlamentario vuelve tan poco sostenible esa radicalidad que exige, más bien, una flexibilidad acerca de cuya disposición en el gobierno entrante todavía permanecemos, en gran medida, en la ignorancia.

Por otro lado, hay problemas con la secuencia de algunos componentes del programa. En las entrevistas concedidas tras su victoria, el presidente electo ha dado a entender que el componente antiinflacionario se implementaría siguiendo una secuencia consagrada en programas de estabilización exitosos: primero habría un período de reacomodamiento de precios relativos – que seguramente involucraría aumentos en algunas tarifas de servicios públicos, bienes de consumo masivo y tipo de cambio – y una vez alcanzada una estructura de precios relativos de equilibrio se pondría en marcha un programa de estabilización, que podría consistir en alguna forma de bimonetarismo si la dolarización termina por revelarse como inviable. Independientemente de las discusiones sobre el alcance de los ajustes necesarios en el período inicial o sobre el diseño de la segunda fase, parece haber acá un consenso técnico acerca de la secuencia y sólo dudas –ciertamente no menores– sobre su viabilidad política y social. Pero el problema conceptual de secuencia no reside en este componente sino en su articulación con el programa de reformas económicas. Por lo que ha circulado hasta ahora, también en este programa habría una secuencia: primero, reducción del gasto público y reforma monetaria y cambiaria; luego, reducción de impuestos; a continuación, reforma laboral; y por último, apertura comercial. 

Las sociedades que atraviesan crisis macroeconómicas agudas pueden estar dispuestas a soportar costos para salir de ellas.

Esta secuencia presenta los mismos problemas que aquejaron, tanto en Argentina como en otros países, a los programas de estabilización y reformas. Las sociedades que atraviesan crisis macroeconómicas agudas pueden estar dispuestas a soportar costos para salir de ellas, pero una vez que perciben haber salido –cuando el componente anti-inflacionario del programa ha sido exitoso– esa disposición a soportar costos disminuye significativamente. Y los costos más difíciles de soportar son, precisamente, aquellos que habrían de infligirse a través de los dos últimos componentes en la secuencia esbozada –la reforma laboral y la apertura comercial– en tanto el desempleo y la precarización pueden tener, como han tenido ya en Argentina y en otros países, efectos permanentes de informalización de las relaciones laborales o desempleo de largo plazo. Además, en el caso de la apertura comercial, su postergación en bloque también conspiraría contra la eficacia del componente anti-inflacionario, en tanto algunos de los mercados protegidos –como la indumentaria– tienen peso significativo en el índice de precios. Una secuencia como ésta, entonces, pone en riesgo la viabilidad de las reformas estructurales que apuntan a los parámetros más rígidos del orden económico argentino. Sujetarlas al éxito del componente anti-inflacionario puede resultar aconsejable para fortalecer la posición política del gobierno a la hora de impulsarlas, pero también afecta la disposición social a aceptarlas y da tiempo a los grupos de interés para desplegar sus campañas de bloqueo: en particular porque estos componentes son, precisamente, los que afectan a los actores más poderosos y mejor aferrados al status quo.

Consuelo para perdedores

El tercer problema conceptual, íntimamente vinculado con el de la secuencia, es el problema de las compensaciones por los costos de las reformas. No parece haber, hasta ahora, en los diseños esbozados del programa, compensaciones previstas para los perdedores. Esta ausencia es problemática por dos razones. Una es que sugiere la existencia de un enfoque doctrinario del asunto, en el cual la orientación ideológica apunta a resolver la cuestión antes de plantearla en sus detalles y de analizar sus consecuencias: pareciera que el gobierno entrante confía en que mejorar las condiciones para la producción y el crecimiento generaría oportunidades de empleo y de reasignación del capital para quienes hoy trabajan e invierten en sectores destinados a perder bajo las nuevas reglas. Sin embargo, la experiencia comparada de programas de reformas económicas muestra que ello dista de ser el caso. 

La otra razón por la cual la ausencia, hasta ahora, de compensaciones en el diseño del programa de reformas es problemática es que desconoce la experiencia argentina de los ’90, la cual ilustra bien las consecuencias de enfocar las compensaciones en los grupos de interés y no compensar a los perdedores individuales: consecuencias negativas tanto económicas –desempleo estructural alto y destrucción tal vez no del todo necesaria de eslabones en cadenas de valor– como sociales –pobreza y desigualdad crecientes– y políticas (movimientos de desocupados masivos y movilizados que pueden amenazar el orden público y la supervivencia misma de los gobiernos). Un programa de reformas sin compensaciones sería, pues, un programa cuya viabilidad estaría en riesgo desde un principio. No obstante, aun si el gobierno entrante apuntara a no incorporar compensaciones a su diseño de políticas, es probable que se vea forzado a aceptarlas de todos modos como condición para conseguir su aprobación legislativa, pues –a diferencia de lo ocurrido en los ’90– no habrá ahora un partido de gobierno con número suficiente de bancas, gobernaciones e intendencias dispuesto a tolerar semejante cosa, sino más bien un Congreso y gobiernos subnacionales mayoritariamente opositores dispuestos a proponer exactamente este tipo de abordaje del problema.

Algunos de los potenciales funcionarios no cuentan con equipos suficientes para ocupar todos los puestos clave de formulación e implementación de políticas.

Sin embargo, existe también el riesgo de que algunas salidas posibles a estas cuestiones no lleguen a plantearse dentro del gobierno entrante por problemas organizacionales. Estos problemas conciernen a la composición del gabinete y a la organización del proceso decisorio. Respecto de la composición del gabinete, ya asoma la tensión entre dos factores: el deseo del presidente electo, comprensible en general y en particular para un novato, de rodearse de colaboradores de confianza; y la necesidad de formar coaliciones legislativas que permitan avanzar la agenda programática. El primer factor parece estar conduciendo a designar altos funcionarios en las áreas económicas cuyas posiciones se acercan a las formuladas durante la campaña electoral. Sin embargo, con la parcial excepción de Luis Caputo y Osvaldo Giordano, algunos de estos potenciales funcionarios no cuentan con equipos suficientes para ocupar todos los puestos clave de formulación e implementación de políticas, ni con experiencia suficiente en el sector público correspondiente. Ni propia ni de su gente. El segundo factor empujaría a designar colaboradores, si no en puestos (cuasi)ministeriales al menos en segundas y terceras líneas, provenientes de otras fuerzas políticas –por ejemplo, el PRO y del PJ– para acercar posiciones en el diseño de las políticas con aquellas fuerzas que controlan la posibilidad de formar quórum y, eventualmente, mayorías en las cámaras. 

La tensión entre ambos factores plantea dos problemas. Uno es el trade off entre cohesión y eficacia: si los ministros son de confianza pero inexpertos, y los expertos provienen de otras redes o fuerzas políticas, el presidente se enfrentará al dilema de tomar las opciones que preferiría –aquellas que le acercarían sus colaboradores de confianza– o prestar atención a los detalles y matices que podrían plantearles los expertos. El otro es el problema de coordinación entre ministros de distintas extracciones políticas. ¿Cómo ha de organizarse el proceso decisorio en esas condiciones? La teoría y la experiencia sugieren dos cursos de acción no excluyentes.

1. Por un lado, formar un gobierno de coalición: es lo que hacen los presidentes minoritarios – y éste será, si cabe la expresión, el más minoritario de la historia argentina– pero ello exige, necesariamente, moderar las posiciones, conceder en puntos sustantivos e importantes de las políticas, y por consiguiente, desdibujar el perfil antisistema con que se hizo la campaña.

2. Por el otro, organizar la toma de decisiones de manera tal de maximizar los aportes de cada tipo de colaborador: esto permitiría combinar la confianza con la experiencia, la información con el control. Pero ello exige adoptar una estructura colegiada o competitiva para tomar decisiones, que puede informar mejor el contenido de las políticas pero exige más tiempo y habilidad del presidente para manejar las discusiones.

No queda claro, hasta ahora, si el presidente electo tiene disposición a adoptar algunos de estos cursos de acción ni, en tal caso, en qué medida estaría dispuesto a hacerlo. Su insistencia en describirse como el primer presidente economista de la historia argentina sugiere, más bien, lo contrario: que se encuentra convencido de saber lo que hay que hacer, y por consiguiente menos interesado en escuchar y aprender de opiniones e informaciones diversas que en recibir consejos prácticos que le resulten útiles para concretar sus ideas.

Nos encontramos, entonces, en principio, frente a un gobierno que empezaría a funcionar bajo serios problemas de información, con un programa cuya credibilidad aparece como dudosa, cuya secuencia aparece como inconsistente y en última instancia contraproducente para sus propios objetivos, que no parece prever compensaciones para contener los costos económicos, sociales y políticos de sus reformas, y que no parece estar organizándose de manera tal de obtener información y consejo adecuados para abordar los problemas señalados. 

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Esto no implica, necesariamente, que en su origen esté cifrado su destino. El trabajo de presidente, como cualquier otro, es un trabajo que se aprende sobre la marcha. No cabe, entonces, descartar la posibilidad de que el presidente electo aprenda a hacer el suyo –comprender las restricciones, las condiciones de viabilidad, las lecciones de la historia, los trade offs que no puede eliminar– y que sólo le quedará navegar como mejor pueda. Lo que no sabemos es cuán empinada será la curva de su aprendizaje, ni cuánto tiempo le llevará recorrerla.

Sólo cabe esperar que, en cualquier caso, aprenda rápido, así no queda –como tantos otros– atascado en la paradoja de la efectividad creciente con influencia decreciente, por la cual los presidentes son más efectivos cuanto más tiempo han pasado en sus cargos, porque entonces han aprendido cómo manejar a sus colaboradores, de qué maneras lidiar con la burocracia permanente, cuáles son los problemas principales y con qué instrumentos pueden contar para abordarlos; pero para entonces su influencia ha decrecido porque durante su proceso de aprendizaje, con sus ensayos y errores, ha disminuido el capital político sobre el cual ella se sostenía. Cabe esperar que aprenda rápido porque para un presidente minoritario, forzado a gobernar una situación de crisis aguda, con una demanda de estabilización pero una limitada ventana de oportunidad para aprovecharla, los costos de un aprendizaje lento podrían ser la profundización de la crisis y, eventualmente, la supervivencia misma en el cargo.

 

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Alejandro Bonvecchi

Profesor de Ciencia Política y Estudios Internacionales (UTDT). Investigador Independiente del CONICET.

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