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Antes que nada, nobleza obliga: en 2020, cuando la cuarentena feroz me dejó varado en un departamento en Villa Gesell tres meses con mi familia, Gastón Duprat me llamó para contarme sobre el proyecto de El Encargado y ofrecerme escribir algunos capítulos. Cosa que hice: el segundo y el cuarto de la primera temporada. Con Gastón me unen muchos años de conocernos, confianza y varios trabajos en común. Ergo, aunque esa fue toda mi participación en el asunto, conozco bien cómo piensa y trabaja la dupla Cohn-Duprat. Sin embargo —y aquí la cosa es cuestión de fe por parte del lector— eso no me ha impedido ser crítico y discutirles cosas. Por eso es que seguimos siendo amigos, justamente. Ni a él le gusta la obsecuencia ni yo la voy a ejercer.
Dicho esto, fue muy interesante el revuelo que se armó especialmente por el último episodio de la temporada tres, en la que un sindicato de porteros le hace una manifestación a Eliseo en la puerta de “su” edificio y en la que vemos cómo se desarrolla un proceso contra el personaje en el Congreso, algo quizás no muy verosímil, pero que funciona bien en la lógica ficcional. El antecedente: durante la temporada, además de lo que sucede en cada episodio de alrededor de media hora, Eliseo encuentra una manera de adueñarse de los demás edificios de la zona: crear una empresa de servicios que desplazara a los porteros. Un servicio menos gravoso para los propietarios y que no obligaba a pagar cargas laborales ni extras. Los empleados de SIB (Soluciones Integrales Basurto, la empresa de Eliseo) facturan su trabajo. Todo, por supuesto, pasa por encima del sindicato. Eliseo es un cerdo, por cierto. Pero la cosa es ambigua: los trabajadores de SIB ganan bien, son responsables y Eliseo se lleva una ganancia razonable (más allá de que sus verdaderos negocios pasan por otros lados, mucho menos santos). Mientras tanto, el sindicato hace lo imposible por mantener sus propios privilegios. Hay mucho de envidia en el resto de los porteros y en el villano que los representa, el siempre vengativo —y siempre humillado— doctor Zambrano interpretado por Gabriel Goity.
En este episodio, los discursos contra Eliseo son una copia fiel de los de cualquier manifestación y llegan al grado de absurdo con “Eliseo, basura, vos sos la dictadura”. Guarden esto porque vamos a volver. En última instancia, Eliseo termina ganando: aunque la comisión del Congreso tiene todo para condenarlo, su iniciativa está causando una sangría en el sindicato. Llegan a un compromiso “por afuera”: SIB sólo puede trabajar en un sector de la Capital y su propietario sale libre de culpa y cargo. Tras esa victoria, uno de los vecinos del edificio de Eliseo, a la sazón diputado (suponemos que oficialista), le dice al personaje que alguien importante lo quiere conocer. Al final, vemos a Eliseo a punto de entrevistarse con el presidente de la República. Disculpen el spoiler, pero si no la vieron y quieren, igual funciona: Francella y el resto del elenco divierten absolutamente.
Eliseo no es Cohn y Duprat, es un invento, una máquina creada para mostrar un mundo que esconde enormes miserias en todas partes.
Eliseo no es Cohn y Duprat, es un invento, una máquina creada para mostrar un mundo que esconde enormes miserias en todas partes. Alguna vez alguien escribió —creo que fue la crítica en El Amante de Horacio Bernades para Tumbas al ras de la tierra, de Danny Boyle— que era una crueldad crear un mundo de gente horrible para festejarlo. Quizás, pero es también una posibilidad del arte. Yo me he peleado con muchas películas de los hermanos Coen por lo mismo. Pero aprendí que la imaginación humana también puede crear un mundo horrible y en todo caso lo que importa es que lo creamos, que mientras estamos ante esa película o esa serie, esos personajes estén vivos. Que nos indigne o nos alegre lo que sucede es prueba de su efectividad estética. Creo que el deber de un crítico es juzgar, primero, eso, y que además tiene el derecho de juzgar ideas. La crítica es un arte menor y subjetivo, no es periodismo, ni tiene razón, ni comunica un hecho incontrovertible. Es, apenas, un puntapié para la discusión con el que lee: su calidad y efectividad se mide en la capacidad de provocarla.
Hagamos hagamos periodismo: la temporada tres de El encargado se terminó de escribir en junio de 2023; el rodaje terminó antes de las PASO. Fue ayer nomás pero fue hace un siglo: entonces, aunque la posibilidad de que LLA y Javier Milei llegasen a la presidencia de la Nación existía, sus probabilidades eran inciertas. Ninguno de los involucrados en la serie tenía la menor idea de qué iba a pasar y, además, todo lo que se escribió estaba ya bocetado mucho antes. Tildar de “mileísta” la temporada es erróneo: el presidente cuando se pensó todo era Alberto Fernández, y cuando se terminó de hacer, de facto y destrozando todo a su paso, el súperministro Sergio Massa. De hecho, es erróneo ver símiles de “cosas de hoy mismo” en esquemas o personajes que están planteados desde hace casi un lustro. El encargado se burla de todo de manera ecuánime y desde el principio.
El personaje central, el Eliseo Basurto que es probablemente la mejor creación de Francella, es siempre un hijo de puta. Probablemente, además, un psicópata, incluso si una pericia psicológica dijera lo contrario. Es un tipo que pone en peligro la vida de un nene para reconquistar su lugar en el edificio (temporada 1), que manipula y coimea proveedores para crearse una pequeña fortuna toda en verdes (todas las temporadas, lo hace explícito en la 2); que miente sin ningún titubeo incluso a la única persona que parece haberlo querido realmente (Beba, temporadas 1 y 2 y con apariciones fantasmales en la 3, prueba de que algo no está bien en la mente de Eliseo); y que es capaz de una venganza sexual contra su ex, Clarita, que es la que le dice —y nos dice—: “Siempre fuiste un hijo de puta”. Esa hijaputez es parte de la caricatura, de la invención. Eliseo es un personaje tan ficticio como Pierre Nodoyuna, sólo que las cosas terminan saliéndole bien. A veces tiene incluso rasgos simpáticos, solidarios, casi redentores. El verdadero malo no puede ser malo siempre: sería torpeza y dilapidación de recursos.
Que el mal triunfe
Mencioné no al azar a Pierre Nodoyuna. Lo que hacía funcionar a Los autos locos (y, sobre todo, al Escuadrón diabólico) es que queríamos que ganase una carrera y, especialmente, agarrara de una buena vez a ese insoportable, sobrador, buenote Palomo Mensajero. Queríamos que el malo se saliera con la suya: si no tuviéramos ese deseo en mente, no habría disfrute en los fracasos repetidos. Otro símil: todos recordamos de Psicosis la escena de la ducha, brutal, con planos ínfimos, brevísima. Pero luego viene una secuencia tan tremenda como esa: cuando Norman Bates descubre el crimen “de su madre” y limpia todo. Pasan muchas cosas. Por ejemplo, hay una mancha de sangre en el baño que Norman no termina de ver pero el espectador, sí. El espectador piensa “¡Esa, ahí, limpiá esa!”. La limpia. Después está el diario con los 40.000 dólares. El espectador piensa “¡Mirá, la guita, agarrá la guita!”. Y después, el auto entrando en la ciénaga. Norman lo ve. El auto se desliza despacio, hundiéndose con su carga macabra. Y en un momento, se frena. El espectador reacciona con angustia: quiere que el auto con el cadáver machacado de Marion termine de hundirse. Hitchcock nos psicopatea lindo: queremos que el malo se salga con la suya.
Muchas veces queremos que el malo se salga con la suya (con Hitchcock pasa seguido). Nos pasa con todas las películas de robo, de El círculo rojo a El robo perfecto. Queremos que el plan funcione, que la policía no los agarre, que se salgan con la suya. ¿Queremos robar un banco u ocultar un crimen en la via real? No, claro que no, pero esos pensamientos oscuros son parte de nuestra naturaleza y el arte también está para ponerlos en su lugar, para que los disfrutemos sin culpa ni consecuencias. ¿Querría cualquiera de nosotros tener un encargado de edificio como Eliseo? ¿Un amigo como Eliseo? ¿Una pareja como Eliseo? No, seguro que no. Pero queremos ver a Eliseo salirse con la suya. Eso es bastante más universal que la política argentina contemporánea.
Desgraciadamente, todo esto (que en algún momento fue verdad de Pero Grullo) debe volver a explicarse: por muy mimética del mundo que sea, una ficción no es una realidad, lo que dicen los personajes no es necesariamente lo que piensan los autores (ni mucho menos el actor), y todo se desarrolla en un universo autónomo. Que claro que sirve de espejo y de lupa de la realidad que nos rodea, sea El encargado o Alien. Algo de lo humano se desliza, algo del paisaje social del tiempo en el que se realizan queda impregnado. Aunque es cierto que el caso de El encargado es particular porque la arcilla con la que se moldea es la Argentina de hoy, sus discursos, sus ideas, sus comportamientos. Y, por lo tanto, todo eso cae también en tela de juicio. Sobre todo los discursos.
El caso de ‘El encargado’ es particular porque la arcilla con la que se moldea es la Argentina de hoy, sus discursos, sus ideas, sus comportamientos.
Hay algo bastante hipócrita en el modo en el que se ha juzgado la serie. Una de las constantes podría resumirse en “Está bien hecha, pero está en contra de lo popular”. La palabra “popular” es un vasto paraguas que se ha utilizado, sobre todo en las dos últimas décadas, de modo bastante psicopático. De hecho, hoy no hay ninguna serie ni ficción nacional más popular que El encargado, más allá de que la Academia del Cine, que dispone ahora de una categoría “series”, no la haya nominado cuando tenía cinco casilleros para llenar (la única serie argentina nominada al Emmy internacional no fue mencionada por los académicos locales). Aún así, todo el mundo la ve, la comenta, sabe de qué se trata, le grita “¡Eliseo!” a Francella por la calle, se saca fotos en la puerta del edificio de Belgrano donde se filman los exteriores. ¿Qué sería, si no un fenómeno así (que puede gustar o no, que puede ser bueno o malo), lo “popular”? Esa popularidad es importante.
Porque no sólo habla de eso universal de disfrutar las trapisondas de un pícaro, género noble desde el Lazarillo, sino de que los espectadores no se dejan llevar ya por ciertos chantajes. Me consta que el “Eliseo, basura, vos sos la dictadura” provoca risas, lo mismo las patas en la fuente del edificio. No una risa vindicativa, de esas que intentan generar sin éxito ciertos estandaperos que creen que el insulto para un solo lado es sinónimo de humor si se lo grita con voz graciosa. Provoca risa por poner en blanco sobre negro una nueva situación: la dictadura y la iconografía del peronismo están tan sobregiradas como excusa que terminaron banalizadas. Lo que esa secuencia muestra es la hipocresía de utilizar aquello que debería merecer un grado gigante de respeto y cuidado de uso para cualquier cosa. Puede a alguien no causarle gracia e incluso ofenderlo (a esta altura, de paso, tendríamos que terminar con la poética del indignado como justificación para callar a cualquiera), y por supuesto que está colocado con toda intención. Pero El encargado ha repartido ironías y cachetadas a todo el mundo: al progre, al peronista, al milico represor, al seudo liberal acomodaticio, al chantapufi con maletín, al científico, al empleado raso, al fanático de la “gestión”, al vendedor ambulante y al propio Eliseo. O, mejor dicho, no a ellos sino a sus discursos. Basta poner a un hipócrita mayor entre quienes no se reconocen como tales para que el contraste haga estallar todo en pedazos.
Efecto Sreisand
Recueden que el primer ataque de popularidad de la serie surgió cuando no sólo Víctor Santa María, capitoste sempiterno de los encargados de edificio, se enojó (como se enojaron funcionarios del gobierno de Alberto Fernández, algunos encumbradísimos, que hasta sugirieron cortes “contra la discriminación hacia los encargados”) en uno de los más espectaculares ejemplos de Efecto Streisand de los últimos años. La curiosidad pudo más y la gente se rió en serio y mucho, hizo de la serie un éxito casi inmediato. Ahora bien: los que critican “política e ideológicamente” a El encargado, ¿piensan como realmente dicen que piensan? Yo creo que no: creo que gran parte del complejo crítico-intelectual no tiene más remedio que condenarla incluso si la disfruta para que los demás no piensen que ellos piensan como se supone que piensa (sí, es laberíntico) el personaje. Es raro eso de críticos que no pueden separar la ficción de la realidad, pero así estamos.
Es como si alguien tuviera que escribir un libro para justificar ante sus amigos por qué votó lo que votó, algo así como un despropósito.
Cito como prueba potencial de lo que digo una nota de una investigadora del CONICET que se ve en la obligación de preguntarse (sobreinterpretando) qué puede hacer si la serie le gustó, si le tiene que gustar o, mejor, si hay que esperar la próxima temporada a ver si se confirma “mileísta”, de tal modo de poder repudiarla más allá de su propio gusto, con el beneplácito del aparato intelectual-académico. Es como si alguien tuviera que escribir un libro para justificar ante sus amigos por qué votó lo que votó, algo así como un despropósito. Lo que pasa con El encargado, de verdad, es que funciona y a mucha gente le divierte. Y le divierte porque todos esos discursos de psicopateo, de corrección política obligatoria, no funcionan más. Banalizados, utilizados para cubrir tropelías torpes de vulgares chorros y lascivos, dejaron de surtir efecto en la sociedad y esta puede reírse no de ellos, sino de las intenciones detrás de quienes las utilizaron.
Queda un pero: Cohn y Duprat se ríen de una sociedad completa y de sus taras y lugares comunes. Lo hacen como saben; a veces les sale mejor, otras no tanto. La serie es objetivamente buena, pero sobre gustos no se pueden establecer enciclopedias. Ni tampoco controlar lo que los demás hagan con ella (sé de varios entornos de LLA que, igual que otros progres o directamente kirchneristas, no la ven con demasiada simpatía). Lo que es cierto es que, cronológicamente, si lo de Eliseo no ocurriera en otro sector del multiverso como pretenden quienes la asocian al partido actualmente gobernante, el presidente chantún que quiere felicitar a Eliseo sería Alberto Fernández. Por eso es mejor no sobreinterpretar. Disfruten un poco del malo en la ficción, caramba, que ya bastante los padecemos en la vida real.
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