JOSÉ GALLIANO
Domingo

Nuestra anomia boba

Rescatamos hoy 'Un país al margen de la ley', de Carlos Nino, publicado en 1992 pero de una vigencia sorprendente. ¿Por qué nos gusta tanto incumplir normas, incluso cuando no nos conviene?

El precio ($5), una entrada al BAFICI y una vieja tarjeta de Metrovías, que aún conserva su lista de diez viajes, sugieren que compré el libro a fines de 2005 o principios de 2006. Algunas notas en los márgenes, que lo leí uno o dos años después. Leer Un país al margen de la ley 15 años después de aquella primera lectura y a 30 años de su publicación es una experiencia triste y esperanzadora a la vez. El libro, editado por Emecé en 1992 y reeditado por Ariel en 2020, es un estudio sobre un viejo mal nacional: el de nuestra relación distante y fría con las normas, que Carlos Nino bautiza como anomia boba y define como la acción colectiva que es “menos eficiente que cualquiera otra que se podría dar en la misma situación colectiva y en la que se observara una cierta norma” (subrayado original). Nos apartamos de las normas incluso cuando no nos conviene.

La poderosa imagen se sostiene en el tiempo, incluso hace sólo algunos días la usó Carlos Pagni en su editorial. El título funciona, entonces, como una queja nacional: la anomia es un problema eminentemente local, que otros países no tienen. ¿Por qué? La respuesta de Nino es compleja y cuidadosa, porque es la de un profesor de filosofía. Pero a la vez transmite cierta sensación de urgencia, que estaba creo– inspirada en su preocupación práctica y política por la supervivencia de la democracia argentina, tema del que se ocupó como coordinador del Consejo para la Consolidación de la Democracia durante el gobierno de Raúl Alfonsín. Para Nino, esta anomia boba explica muchos de los desbarajustes institucionales del siglo XX y es una de las causas del marcado subdesarrollo argentino, tema que era tan urgente entonces como ahora.

Historia de una anomia

El argumento de Nino se construye de partes muy diferentes entre sí. En los primeros capítulos el profesor de filosofía ofrece evidencia empírica. A nivel institucional, comienza su relato con el virreinato y la vieja historia según la cual Buenos Aires creció a la sombra del contrabando. Pero ya en los primeros años de institucionalidad pseudo-republicana, liberados del yugo español según el relato simplón de historia escolar que todos conocemos, los gobiernos nacionales y provinciales continuaron por caminos de institucionalidad endeble. Permanentemente cayeron en prácticas o corruptas o cortoplacistas y se vieron atrapados en dinámicas de acción reacias a la coordinación, con resultados dañosos para todas las partes involucradas.

En el relato de Nino esto es en parte explicado por las instituciones, especialmente en el período constitucional que se inicia en 1853. La creación de una figura presidencial excesivamente poderosa en comparación con otros diseños constitucionales similares derivó en un poder concentrado en el Estado federal que naturalmente iba a ser abusado.

Este diagnóstico coincide con otros producidos más o menos en la misma época, como, por ejemplo, el de la democracia delegativa de Guillermo O’Donnell, un modelo en el que los actores políticos dejan hacer a un presidente entrante pero a la primera crisis le quitan su apoyo y el todopoderoso presidente de los primeros meses termina con, digamos, capacidades gubernamentales disminuidas. La loca aventura de pasar de encerrar un país a no poder echar a un subsecretario en un puñado de meses.

Los pueblos tienen las instituciones que se merecen. Y allí también reside la culpa.

Pero los pueblos tienen las instituciones que se merecen. Y allí también reside la culpa. Nino recorre una serie de prácticas anómicas que encuentra a nivel social: de la economía informal del descuento en efectivo a la evasión impositiva; de la economía corporativa del pero la mía está (“…grupos de la sociedad civil que esperan recibir su parte…”) a la corrupción rutinaria, usual, transversal, en todas las estructuras estatales y en muchas de las privadas. El ejemplo que destaca por su cercanía con todos nosotros es, por supuesto, el tránsito: Nino subraya en particular el horror con que nos miran los extranjeros cuando ven cómo manejamos.

El capítulo cuatro produce un cambio de registro. De la mano de la teoría de los juegos, Nino explica cómo muchos de los problemas que teníamos (y tenemos) a nivel institucional y social no son el resultado de un gen anómico que heredamos de nuestros antepasados ni de conspiraciones malignas que obturan nuestro desarrollo, sino de problemas de coordinación colectiva que la teoría de los juegos identificó y describe y que arrojan resultados ineficientes dados ciertos supuestos.

Estamos hablando del dilema del prisionero, el juego de la aseguración y el de la gallina (con recuerdos a James Dean o la batalla de los sexos), entre otros. Reconoce que es difícil encajar los problemas reales en los modelos ideales, pero encuentra señales e indicios en muchos de nuestros pecados nacionales, desde los 50 años de anarquía y desorganización que siguieron a la Revolución de Mayo hasta la constante dinámica inflacionaria. Vale la pena, sobre este punto, citar una sección que parece escrita ayer:

La inflación, que ha afectado a la Argentina durante cuatro décadas, se origina por causas múltiples y en parte desconocidas, aunque es por cierto un lugar común señalar como una de las más importantes la dinámica de explotación del Estado y la evasión impositiva, que lleva a financiar el gasto público con una expansión indebida de la masa monetaria. La causa última de la inflación parece radicar en intensas demandas sociales insatisfechas que entran en conflicto y un sistema político que no las canaliza adecuadamente, por lo que se producen presiones corporativas para cuya satisfacción se termina recurriendo a la variable monetaria. Pero una vez que la inflación se desata, se genera inmediatamente una dinámica del tipo del dilema de los prisioneros o del juego de aseguración que expande la inflación: frente a la expectativa de aumentos de precios, cada agente económico no tiene más remedio que aumentar sus propios precios o exigir aumentos de salarios, con lo que confirma las expectativas de los demás, que a su vez harán lo propio; y así sucesivamente, en perjuicio de la mayoría de los agentes.

Por eso es que no sirven ni los controles de precios que ofrece con voluntarismo Roberto Feletti ni las quejas ante la codicia de los empresarios de Ernesto Tenenbaum: no hay una gran conspiración de gente mala que nos desea el mal y quiere destruirnos, sino graves falencias de coordinación colectiva. Con estas herramientas, podríamos pensar de manera similar algunos de nuestros grandes desafíos pendientes: régimen de coparticipación, reforma impositiva o la trampa de la matriz productiva y su manta corta.

Normas escritas y normas morales

Ahí es cuando ingresan las normas como potencial solución a esos problemas de coordinación. No porque éstas sean mágicas –no lo son– sino porque en ocasiones pueden modificar las preferencias de los individuos o asegurar sus expectativas y, así, generar instancias de coordinación exitosas.

Imaginemos una escena normativa diaria y usual: la que implica la presencia de un semáforo en un cruce de calles. Ahí, el respeto de las normas es claramente beneficioso para todos: al frenar ante la luz roja y continuar la marcha ante la luz verde podemos coordinar cómo cruzar una intersección cuando circulamos por calles diferentes. Pero Nino toma un ejemplo que un taxista paulista le dio a Jon Elster: si mucha gente no frena en los semáforos, ¿al frenar no corro el riesgo de que el que viene atrás me choque?

Hay dos caminos para lidiar con la anomia en una situación de esa naturaleza. El de la coacción es claramente uno de ellos (y Nino no lo descarta). Pero hay otro que parece ser vital e importante: que a pesar de ese riesgo “un número importante de kantianos (…) estén dispuestos a hacer lo correcto, aun cuando no sea previsible que los demás lo hagan”. Eso, argumenta Nino, permitiría generar las “bases de cooperación” que no serían normas jurídicas, sino normas morales, “aceptadas sin hacer un cálculo de costos y beneficios implicados en esa aceptación”.

Las “bases de cooperación” no serían normas jurídicas, sino normas ‘morales’, “aceptadas sin hacer un cálculo de costos y beneficios implicados en esa aceptación”.

En este punto, el libro se vuelve luminoso. En sus páginas finales el argumento da lugar a la imaginación constitucional del autor, que propone innovaciones diversas: desde modificar la forma en que se designan los jueces hasta removerlos a través de jurados de enjuiciamiento, generar instancias de responsabilidad del Poder Ejecutivo ante el Congreso, con un poder especial para la Cámara de Diputados –la única cámara realmente democrática de nuestro sistema representativo–, y limitar el poder de la Cámara de Senadores. Nino propone la independencia del Ministerio Público del Poder Ejecutivo y el juicio por jurados, la separación de la jefatura de Estado de la jefatura de Gobierno, o un sistema mixto de representación que mezcle el principio de proporcionalidad (que busca que los cuerpos legislativos reflejen lo que piensan los ciudadanos con los partidos políticos como médiums) y el sistema de mandato propio de los países con sistemas de distritos uninominales.

Esta imaginación, que en gran medida se ha perdido, es el resultado de su trabajo en el Consejo para la Consolidación de la Democracia. Pensar que esto fue escrito en 1991 o 1992 y que sólo dos años después algunas de estas ideas se reflejaron en la Convención Constitucional de 1994 da para pensar. Por un lado, deja una sensación de frustración: si miramos el resultado, los cambios que se introdujeron en 1994 no mejoraron significativamente la calidad de nuestra democracia y algunas dinámicas que existían antes de la reforma continuaron o incluso empeoraron después de ella. Pero a la luz de las palabras de Nino esa reforma revela de manera más clara su insuficiencia: la Convención Constituyente no fue lo suficientemente lejos. ¿Cuántos kantianos hay en este desierto? ¿Cuántos se animan a esa imaginación vertiginosa hoy en día?

Nino murió absurdamente en La Paz por un ataque de asma en 1993, a los 50 años. Dejó a su esposa y dos niños pequeños –a quienes dedica el libro– y un tendal de discípulos que alguien, unos años mayor que yo pero menor que ellos, alguna vez me describió como sus huérfanos. Muchos de ellos aparecen acá y allá en el texto: Roberto Gargarella, Martín Böhmer, Roberto Saba, Carlos Balbín y Roberto de Michele son los que no se me escaparon en esta relectura. Hay muchos más y no les haré justicia al recordarlos, pero pienso en Diana Maffía, Marcela Rodríguez, Gabriel Bouzat, Marcelo Alegre y Carlos Rosenkrantz.

Es imposible no ver –para dar un puñado de ejemplos– la influencia de Nino en la preocupación por la democracia de Gargarella, en los trabajos sobre igualdad de Saba, en los escritos sobre presidencialismo de Alegre, en la lucha por una academia jurídica independiente de Böhmer o en la preocupación por darle autoridad al derecho de Rosenkrantz. La obra de Nino continúa y sigue viva en todos ellos.

 

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Ramiro Álvarez Ugarte

Doctor en derecho por la Universidad de Columbia en Nueva York y profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Buenos Aires.

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