Javier Furer
Domingo

Un milagro para Alberto

El presidente es más débil que Fernando De la Rúa y el país está mucho peor que en 2001. ¿Por qué no cae?

Una pregunta recorre Argentina en mesas informales y en pasillos políticos: ¿cómo va a hacer Alberto Fernández para terminar su mandato? Una reversión del cuestionamiento podría ser: ¿qué sostiene en su cargo a un presidente tan debilitado, tan notablemente desorientado y falto de sentido de la realidad? Con más o menos responsabilidad, dependiendo del actor del que se trate, el interrogante sobrevuela con causas muy concretas que lo justifican. Una inflación desatada, ningún plan a la vista, un ejercicio de negación de la crisis que ya tiene aristas patológicas, todo esto combinado con una situación de guerra interna que hace imposible el ejercicio del poder político. El presidente tiene una debilidad estructural, genética, que no ha sabido resolver a tiempo debido a su ostensible falta de categoría política y generó así un escenario que justifica la pregunta inicial y llena de incertidumbre el futuro de todos.

Una de las mitologías políticas más fuertes que surcan la patria gira alrededor del poder presidencial. Según este axioma, una vez sentado en el sillón de Rivadavia, hasta el más tenue de los hombres se enviste de un poder casi omnímodo y se hace amo y señor de lo que sucede con la vida y hacienda de los ciudadanos. Hay ejemplos que parecen refrendar la idea: el caso Néstor Kirchner es uno, pero también lo fue Carlos Menem cuando pudo cambiar de rumbo en plena crisis y lograr una hegemonía que duró una década. Pero claro que hay ejemplos que desafían el mito y se emparentan con el caso actual del presidente Fernández. Queda lejos en la memoria la debilidad de origen y de ejercicio del bueno de Arturo Illia, al que la historia reivindicó cuando ya era demasiado tarde y la oportunidad se había perdido.

En la línea de tiempo de las presidencias sin autoridad la que tenemos más fresca es la de Fernando De la Rúa.

En la línea de tiempo de las presidencias sin autoridad la que tenemos más fresca es la de Fernando De la Rúa. La memoria siempre juega malas pasadas y lo que creemos recordar de aquellos años nos hace trampa. No es el centro de esta columna, pero sugiero al lector que se haga unos minutos para ver esto. Es el discurso de De la Rúa del 19 de diciembre de 2001. Cuando esos escasos cuatro minutos de mensaje grabado terminaron, inmediatamente las calles se colmaron de ciudadanos que, aún sin un objetivo común, tenían la sensación compartida de un fin de ciclo. Escuchado hoy, el discurso se convierte en una pieza de oratoria institucional impecable, desprovisto de todo mesianismo y con un sentido enorme de la responsabilidad. El final ya lo conocemos.

La precaria hipótesis de este artículo es que las similitudes en términos de debilidad, falta de autoridad y capacidad de interpretación del momento de De la Rúa y de Alberto Fernández son más fuertes que las que aparecen a simple vista. El siguiente paso es preguntarse, entonces, acerca de los diferentes desenlaces. Por qué si ambos comparten la fragilidad e incluso muchas de las condiciones que la generaron, uno cayó y el otro se mantiene. Recordemos cómo llegó De la Rúa al momento de dar ese discurso de diciembre de 2001. Fue tras la renuncia de su vicepresidente, quien tuvo la peculiar modalidad de dejar a su partido y a sus funcionarios en sus puestos y generó de este modo una dislocación sistémica muy fuerte en parte del elenco estatal, el cual se debatiría a partir de allí entre ser oficialismo y oposición al mismo tiempo. La coalición de gobierno se rompió sin romperse y la crisis política se precipitó, gracias a desaciertos en el manejo de la economía, en una situación socioeconómica pocas veces vista. Los medios de comunicación hicieron su trabajo de zapa negativa. Un fallido paso del presidente por el entonces programa de mayor audiencia, el de Marcelo Tinelli, que terminó en una burla descarnada sobre su figura, más el asedio permanente del programa “Después de Hora” que conducía Daniel Hadad y su equipo de entonces aseguraban la dosis de sorna permanente que fue debilitando la figura de De la Rúa frente a la ciudadanía.

Oposición en el oficialismo

Si de avistar crisis internas se trata, la UCR, su propio partido, no se la puso fácil. Rodolfo Terragno, que había sido nombrado jefe de Gabinete al inicio de la gestión, renunció como coletazo de lo de Álvarez y en las elecciones de medio término encabezó la fórmula para la estratégica elección para senadores en la Ciudad de Buenos Aires, el distrito del presidente. La campaña de Terragno fue la de un opositor, llegando incluso a pedir la renuncia de Domingo Cavallo, figura a la que De la Rúa había entronizado poco menos que como el salvador de su legitimidad política. Así, el presidente no tenía lista propia en esas cruciales elecciones, lo que acentuaba su ya declarada debilidad política. Para agregar un poco más de desconcierto a la escena, las posiciones del gobierno y las medidas del ministro Cavallo eran paradójicamente sostenidas por candidatos que, en apariencia, eran opositores, como Horacio Liendo y Daniel Scioli, ambos representantes del partido llamado Acción por la República. La mención de este partido olvidado orientado por Domingo Cavallo no es ociosa, ya que en 2000, uno de los legisladores porteños surgidos de esa expresión política fue nada más y nada menos que nuestro actual, débil, y casi inexplicable presidente, Alberto Ángel Fernández.

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Si De la Rúa fue un presidente colmado de fragilidad, Alberto Fernández se gana el mote de exánime. A la debilidad genética de su nombramiento —a la que podría haber hecho frente apelando a la mitología del hiperpresidencialismo— le sumó una enorme cantidad de torpezas y de muestras de falta de categoría política. El lector de Seúl está ya aburrido del listado de barbaridades frecuentes, pero, para buscar originalidad, podríamos reforzar los exabruptos internacionales del presidente, que no pudiendo ni sostener un ministro, discute el orden mundial y la viabilidad del capitalismo con un desparpajo que va desde la risa a la vergüenza. A sus propias inconsistencias, el actual mandatario le adiciona los problemas y las tensiones internas. Una vicepresidenta que no para de limar su poder y que cada vez que habla lo maltrata y le voltea un ministro, los gobernadores que no responden a sus llamados para legitimar a su nueva ministro de economía y los sectores sociales que piden públicamente sangre.

La intervención de Juan Grabois esta semana fue sugerente y peligrosa. Además de alardear con una sangre que nunca será la propia, le dijo a Fernández que “ellos no lo habían puesto ahí” para hacer lo que está haciendo. Toda una declaración de principios que deja al presidente desdibujado y sin reacción. Hace pocos días, en una muestra más de su profunda y estructural debilidad, manifestó que no iba a ir por la presidencia del Frente de Todos y que hubiese esperado que lo ayudaran un poco más. Al rosario de dramas con los que se relaciona el presidente hay que sumarle que le tocó vivir en los tiempos de las redes sociales. Para su mal, el hombre es un peligro con un celular en la mano, a cada intervención pública suya le sucede una avalancha de tuits, memes y tiktoks que lo dejan como un verdadero monigote y que van conformando una opinión pública.

¿Entonces?

La pregunta inicial, entonces, vuelve con toda la fuerza. ¿Cómo es posible que un presidente aún más debilitado que el propio De la Rúa todavía siga en funciones? ¿Cómo hará para terminar su mandato? Las respuestas que se pueden ensayar son siempre precarias y Argentina puede derretir cualquier argumentación en medio minuto, pero podemos intentarlo. Uno de los factores, desde mi punto de vista el más marginal, es la existencia de una oposición con un grado de responsabilidad alto. Este es un dato cierto: más allá de algún exabrupto que se corrige rápidamente, los referentes de Juntos por el Cambio son mesurados y prudentes incluso a contrapelo de muchos de sus seguidores tuiteros que exigen vehemencia desde atrás de sus teclados como si la historia no nos hubiera enseñado nada. Pero este compromiso cívico, si bien es importante, no explica la pervivencia del que es el peor gobierno de la historia desde la recuperación democrática.

El factor más relevante es, sin dudas, la particular relación que el peronismo tiene con el poder.

El factor más relevante es, sin dudas, la particular relación que el peronismo tiene con el poder. Es cierto que hay una dimensión pecuniaria no menor y que la lógica de los negocios articula una serie de complicidades que se anteponen al sentido común. Tampoco es un dato menor que la búsqueda de impunidad judicial para Cristina Fernández de Kirchner actúe como una amalgama funcional a la pervivencia del Gobierno. Pero todas estas cuestiones coyunturales, importantes y relevantes, se recubren además de un elemento simbólico trascendente: el peronismo, desde su irrupción en la escena política argentina, se percibe como el único espacio dotado moralmente para ejercer el poder. En los escasos momentos en que esto no es así, se vive como una suerte de epogé, de suspensión de la normalidad que necesita ser restaurada. De allí la profunda vocación desestabilizadora del peronismo cuando no gobierna y de allí también su contraparte. Si gobierna el peronismo, la unanimidad de la Nación está asegurada, y esto es independiente de sus espantosas gestiones, de sus mantos de violencia derramada y de sus pésimos indicadores socioeconómicos. Si los que gobiernan son los otros, es como un fallo en la matrix, como un perro verde al que hay que encerrar y combatir.

Más allá de cuestiones de naturaleza institucional (si fuéramos un parlamentarismo la solución podría ser otra)  la razón por la que Alberto Fernández sigue siendo el presidente reside principalmente en esta combinación singular de factores puramente coyunturales con las formas políticas clásicas del peronismo. Por ahora esto es así. Pero como nos enseñó Borges; en estas tristes provincias es muy difícil ser feliz y siempre hay que ser consciente de que la Argentina puede dar una sorpresa en cualquier momento. Que esa sorpresa termine bien será, claramente, un milagro inesperado.

 

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Gabriel Palumbo

Analista político y crítico de arte.

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