VICTORIA MORETE
Domingo

Biografía de un autobiografiado

'Turco', el libro de Pablo Perantuono y Fernando Soriano sobre Jorge Asís, es la historia exhaustiva y desmesurada de un escritor que se pasó décadas narrándose a sí mismo.

Turco. Vida, obra y secretos de Jorge Cayetano Asís
Pablo Perantuono y Fernando Soriano
Planeta, 2024
624 páginas, $34.900

 

Hay al comienzo de este libro una humorada de los autores, un comentario de Carlos Corach como epígrafe: “¿A quién puede interesarle una biografía de Asís? A nadie”. Una forma curiosa de inaugurar Turco, un libro de más de 600 páginas con tipografía chica y de voluntad totalizadora. Si se quiere, un texto que aspira a imponerse como la referencia definitiva acerca de un autor y su obra, que incluye el relato pormenorizado de su vida, reseñas sutilmente elogiosas o críticas de todos sus libros y el rastreo y consignación obsesiva de todas y cada una de sus intervenciones públicas.

Turco es un libro tan entretenido como desmesurado, inteligentemente organizado porque sabe sostener el interés incluso en sus pasajes más áridos, como los finales. El estilo de los periodistas Pablo Perantuono y Fernando Soriano puede no deslumbrar, pero nunca es un obstáculo para el avance rápido de la lectura. El texto trata con sensibilidad las cuestiones más delicadas que una biografía debe necesariamente tratar —tanto del protagonista como de los personajes secundarios— y hasta se permite hacer explícitas sus opiniones, pero nunca de un modo sentencioso. Hay una evidente simpatía por su objeto de estudio, pero también una saludable distancia.

Volviendo a la pregunta inicial de Corach, podría plantearse que hay respuestas tanto objetivas como subjetivas para explicar la publicación de Turco. Las del primer tipo apuntarán a la peculiar capacidad de persistencia del “fenómeno Asís”, una trayectoria que tiene una extensa obra literaria como soporte principal, pero que también tuvo un alto componente del personaje público y famoso de ocasión que sabe adaptarse a las condiciones de cada época. Viniendo de los márgenes en todos los sentidos posibles, por “prepotencia de trabajo” y una personalidad sobreadaptada a la controversia, la humorada y la provocación, Jorge Asís fue capaz de entrar a los empujones en el mundillo literario cuando los escritores e intelectuales eran referentes ineludibles de la sociedad argentina; conoció el éxito masivo y la condena en los ’80, cuando la literatura era todavía un asunto relevante fuera de las tres manzanas de Puan y de otras diez sueltas por Palermo y alrededores; después de años de pasarla “acostado” y en “la lona moral”, se reinventó en los ’90 como símbolo y defensor del menemismo, para finalmente adoptar tempranamente en el siglo XXI dos de los pocos formatos en los que se puede ganar algún tipo de relevancia social: avatar digital e invitado/panelista de TV. Nada mal para alguien que siempre aspiró a la fama y que parece ser capaz de soportar cualquier cosa menos el ninguneo.

Nada mal para alguien que siempre aspiró a la fama y que parece ser capaz de soportar cualquier cosa menos el ninguneo.

Después están las razones subjetivas para leer al Turco Asís y eso nos lleva al terreno personal. No es casualidad que esta reseña me haya sido encargada a mí y más con el antecedente de esta nota sobre Diario de la Argentina, la otra novela que le cambió la vida al autor después de Flores robadas en los jardines de Quilmes. Voy a tener que hablar entonces en primera persona y correr el riesgo de que se me aplique el mismo rigor de Carlos Corach: puede no haber nada de interesante en mi peripecia privada, aun si lo consignado se limita estrictamente al tema de esta reseña.

El Turco y yo

En cualquier caso, llegué a mediados de los ‘90 a la sede de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA con la confianza y la ingenuidad propias del tipo humano criado en la clase media aspiracional, con biblioteca familiar de calidad y cantidad aceptables. No hubo lugar para el Turco Asís en aquellos estantes, más volcados a las obligaciones y el gusto de una profesora de Letras que cursó entre bastones largos, sedes itinerantes y un muy camporista “felicitaciones, compañera” de parte de la autoridad que le entregó su diploma. Había en cambio mucho Siglo de Oro, BorgesSabatoBioyCortázar, bastante boom latinoamericano y casi nada de teoría literaria estructuralista y posestructuralista, el canon de los años por venir. 

Esta ausencia hogareña de Asís, incluso en su época de máximo bestseller, contrastaba con varios libros de autores de cierta afinidad con él que sí pude leer: el más respetable (por el paso del tiempo) Roberto Arlt, Geno Díaz, Eduardo Gudiño Kieffer. Tengo de todos modos un vago recuerdo de haber preguntado por “el fenómeno” ausente o, en todo caso, por la versión cinematográfica de Flores robadas en los jardines de Quilmes (1980) cuando ésta se anunció como la película que se emitiría un sábado a la noche en Función privada. “Es una porquería”, fue la sucinta respuesta que obtuve.

Abro digresión: ahora que lo pienso, a esta película de Flores robadas, ¿la dieron antes o después de la publicación del Diario de la Argentina en 1984? No puedo pensar en nadie (ni siquiera en Marcos Cytrynblum, que juega en otra categoría) a quien Asís haya maltratado más en ese y otros libros —al punto del ensañamiento— que al bueno de Carlos Morelli; quizás a Jorge Göttling, pero en la ética personal del Turco contar públicamente que un amigo cercano era un alcohólico inestable y depresivo, que además andaba simultáneamente con tres minas sin que pudiera parársele del todo la pija, era entendido como un gesto de cariño, no de desprecio: “Te convertí en un personaje literario, papito. ¿De qué te quejás, pajarón?”. Hago constar este detalle no sólo porque es divertido y escandaloso, sino porque es muy representativo del carácter del Turco Asís: no me apuraría a descartar que una simple anécdota pueda ser tan efectiva como una biografía entera para desentrañar el misterio que encierra todo ser humano de este mundo. Cierro digresión.

Decía entonces que entré a Puan con la actitud equivocada y no tardé en apreciar mi error. Varias decenas de libros de ficción y unas cuantas toneladas de fotocopias ilegibles de teoría literaria, lingüística y yerbas similares eran capaces de ubicar a cualquiera. Por no hablar de las largas monografías como parciales y de los finales a los que te recomendaban no ir porque eras boleta: una facultad con profesores que se creían Messi o Di María y nadie Cachete Montiel o el Huevo Acuña. Pero no caigamos en la victimización, vade retro: de alguna forma se avanzaba y, mal que mal, uno se acomodaba o se acostumbraba. 

En la segunda mitad de los ‘90 tener un libro del Turco Asís en la mano podía provocar la combustión espontánea del portador.

Ni hace falta aclarar que en la segunda mitad de los ‘90 tener un libro del Turco Asís en la mano podía provocar la combustión espontánea del portador. No sólo porque se trataba del escritor más mersa entre los mersas, el heredero de Arlt que equivalía al Pier de Los Redondos, sino porque ya ni siquiera se lo consideraba un escritor: arrastrando y agravando toda una serie de equívocos que se remontaban a la época del final de la dictadura, la figura del payaso menemista de traje y moño no inspiraba furia, sino apenas indiferencia. Otra vez, lo peor que se le puede hacer al Turco.

Y eso que él se esforzaba, daba lo mejor de sí. Por eso le agradezco a esta biografía que con su minuciosa reconstrucción de la polémica entre Asís y Jorge Lanata en el programa de Mariano Grondona me haya confirmado que mi recuerdo era preciso. Los videos que se pueden encontrar en YouTube tienen las marcas de la factoría 6-7-8 y fueron editados para hacerlo quedar mal al Turco, cuando lo cierto es que el paseo que le dio al (todavía no muy) Gordo fue demoledor. Le aplicó el método Alí de flotar como una mariposa y picar como una abeja: le bailoteó en la cara a su rival para provocarlo y confundirlo con descalificaciones personales, lo lastimó con el jab de la burla a la colorida campera de cuero que el otro ostentaba y en los momentos más álgidos le asestó contraataques argumentativos —dichos con el ceño fruncido, a cara de perro— que dejaron a su contrincante balbuceando acusaciones incomprensibles que tenía anotadas en un papelito. Para un lector asiduo de la mejor época de Página/12 y furioso antimenemista, como era yo, el espectáculo fue tan intolerable como profundamente aleccionador. La cultura y la razón podían estar también a la derecha de su pantalla, señora. El que se suponía que era el más inteligente y leído (¡fundó un diario a los 26 años!) podía estar equivocado, el intelectual cool de consumo masivo podía quedar como un pelotudo en la tele ante un jetón de moñito que reivindicaba el neoliberalismo y la pizza con champagne. Y nada de aquello, después de todo, era tan grave. La vida y todo lo demás continuaban.

Otro lector

De la facultad me fui sin recibirme unos años después, 2003 o 2004, cuando la reputación del Turco en aquel antro empezaba a cambiar: como bien lo consigna Turco, fue seguramente aquel famoso paper de Josefina Ludmer la razón por la cual algunas novelas de Jorge Asís fueron incluidas dentro del corpus de un seminario de Silvia Saítta dedicado a la literatura de la época de y sobre el Proceso. En cualquier caso, para ese entonces mi relación con los libros había cambiado: ni crisis existencial ni culpa de la carrera, apenas un desplazamiento personal del placer por la lectura de la ficción a la no ficción. Y fue recién entonces, cuando el Turco entraba a Puan y yo me iba, cuando había perdido mayormente el interés por la ficción, que empecé a leer los libros de Asís. No recuerdo por cuál empecé, pero eran todavía ediciones viejas compradas en librerías de usados y más tarde en Mercado Libre. Muy pronto, Asís fue definitivamente indultado por la industria cultural y todo su catálogo estuvo disponible en reediciones de bolsillo, buenas, bonitas y baratas.

De este modo, en pocos años y sin cuestionarme demasiado los motivos, resultó que completé la casi totalidad de la obra editada del Turco, incluyendo novelas, cuentos y obra periodística. Puede que me falte alguno de los primeros y alguno de los últimos, no mucho más, lo cual lo convierte en el autor que más he leído y releído en mi vida. ¿Por qué? No hay por qué.

Bueno, en realidad sí hay. En primer lugar, por las razones que explica Ludmer en su citado ensayo: leer se trata también de divertirse, y no debe de haber una obra más infecciosamente divertida que la del Turco Asís. Y no sólo porque sus historias incluyan anécdotas graciosas o comentarios muy filosos, sino porque la propia escritura de Asís tiene casi siempre ese componente adictivo que se les reconoce a los grandes de las súper ventas como Stephen King, J. K. Rowling o Lee Child. Para sorpresa de muchos (la mía, para empezar), al final resultó que la tortuga que se les había escapado a la teoría literaria y al canon (además de los problemas personales y las rencillas del ambiente que no vienen al caso) era la dimensión lúdica de las letras.

Leer se trata también de divertirse, y no debe de haber una obra más infecciosamente divertida que la del Turco Asís.

La segunda cuestión que define a la obra de Jorge Asís tampoco es una novedad, pero sí se trata de algo quizás único: por más que haya recurrido a distintos alter egos y seudónimos (Rodolfo Zalim, Oberdan Rocamora, Daniel Vitaca, a veces incluso superpuestos y desdoblados en la misma trama) la mayor parte de su obra es una narración compulsiva sobre sí mismo. No es desde luego una literatura del yo o del recuerdo al modo proustiano, pero incluso si algunas de sus novelas más famosas alcanzaron la estatura de símbolos generacionales (Flores robadas) o representaciones muy logradas de ciertos momentos históricos (Carne picada debe ser uno de los más intensos y desoladores relatos de la dictadura), lo que termina prevaleciendo en estos libros es la escenificación y la ficcionalización del propio autor.

Puede ser en plan jocoso (Canguros), satírico (Excelencias de la NADA), depresivo (Cuaderno del acostado) o paranoico (Partes de inteligencia), pero siempre se trata de él, del propio autor. Desde luego, Diario de la Argentina es un capítulo aparte y una fuente inagotable de análisis de todo tipo, y también es ese dispositivo (ahre) de intervención sobre la realidad, venganza e inmolación. Una bomba en una redacción hecha del mismo material que salía de las máquinas de escribir y que les cambió la vida a buena parte de sus protagonistas. Que algunos de ellos estuvieran entre las personas más poderosas de aquella época (Cytrynblum, Ernestina Herrera de Noble) y también de hoy (Héctor Magnetto), y que esas mismas personas permanezcan mayormente entre el silencio y el anonimato no hace más que agregarle capas de perplejidad a la cuestión. Es cierto, Soriano y Perantuono hicieron todo lo que había que hacer y hasta consiguieron hablar con el Papito del Diario y pudieron reproducir sus (breves) textuales. Y sin embargo, ni siquiera hoy y con los testimonios directos de los implicados se puede lograr aunque sea una pizca más del impacto que la propia novela provocó y provoca cada vez que se la revisa.

El bulo de Morales Solá

No se trata de que, quizás, Turco se trate de uno de esos libros sólo para fans, que se dedique únicamente a revelar detalles tan nimios como los verdaderos nombres de Natalidad Infantil y Marini, los únicos dos del Diario que me faltaba identificar (a Toribio González Aznar, a quien no se lo menciona, lo pude rastrear por otro lado y se trata de un personaje que bien podría haber tenido su propia novela bufa). En la biografía también está la lacónica respuesta de Joaquín Morales Solá, que dice que el problema de aquella novela es que todo lo que cuenta es rigurosamente cierto. De semejante afirmación se podría desprender entonces que el tucumano efectivamente le prestaba el bulo a Papito para sus chanchadas con la sobrina de los Tiberio. ¿Es esta una revelación que vaya a provocar una conmoción, un escándalo? ¿Nos agrega algo más a todo lo que podría decirse sobre aquel libro?

Probablemente no, y es lógico que sea así. Ya pasó mucho tiempo, varios de los protagonistas de aquellos libros murieron o ya están muy grandes. El propio epílogo de Turco lo señala: pasó mucha, demasiada agua debajo del puente, y llegamos entonces al punto de que este escritor que no pudo dejar jamás de escribir sobre sí mismo se queda finalmente sin nada que agregar. Para qué.

Es entonces un artefacto extraño este Turco, una de las biografía más exhaustivas y más obsesivamente documentadas que he leído jamás, pero, paradójicamente, dedicada a un escritor que se pasó una obra entera haciendo eso mismo en tiempo real y de un modo apenas disimulado. Hecha esa salvedad, y para terminar contradiciendo a Corach, no deja de ser ésta la historia de una vida fascinante y muy representativa del país y el tiempo en que le tocó vivir.

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Eugenio Palopoli

Editor de Seúl. Autor de Los hombres que hicieron la historia de las marcas deportivas (Blatt & Ríos, 2014) y Camisetas legendarias del fútbol argentino (Grijalbo, 2019).

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