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En diciembre, tras el colapso inesperado del régimen de Bashar al-Assad en Siria, planteé una hipótesis que podía parecer contraintuitiva: a pesar de la vasta incertidumbre geopolítica, decía, se vislumbraban oportunidades concretas para fortalecer el orden liberal surgido tras la Segunda Guerra Mundial y revitalizado con el derrumbe soviético. El razonamiento era sencillo: los errores no forzados de Rusia –como la invasión a Ucrania en 2022– y de Irán –su respaldo a Hamas y Hezbolá– ofrecían a Estados Unidos, principal beneficiario de ese orden, la posibilidad de liderar una estrategia destinada a derrotar lo que denominé el “Eje de la Resistencia Ampliada” (China, Rusia, Irán y sus aliados en Medio Oriente) y, de ese modo, dar lugar a un nuevo ciclo de prosperidad, análogo al que siguió a la caída del Muro de Berlín.
Lo que Donald Trump puso en marcha en las semanas iniciales de su segundo mandato, sin embargo, apunta en el sentido opuesto. De forma aún más drástica que en su primer gobierno, está socavando los pilares que sostenían el orden liberal de posguerra. Amparado en la consigna America First, Washington ha reconfigurado sus alianzas y mecanismos de cooperación hasta el punto de cuestionar la misma estabilidad internacional que, desde 1945, dependía de un entramado de reglas y equilibrios. En lugar de aprovechar el viento a favor para ratificar principios liberales y apuntalar consensos históricos, la Casa Blanca desencadena convulsiones en varios frentes: las relaciones con sus vecinos de Norteamérica, el vínculo transatlántico a través de la OTAN o incluso la situación de Ucrania.
Esa serie de maniobras, errores tan no forzados como los de Rusia e Irán, lejos de imprimir un nuevo vigor al régimen ideado por Estados Unidos a lo largo de décadas, parece acelerar su desintegración. Y el riesgo es que, en vez de cristalizar un orden que encarne de manera genuina la idea de “America First”, el resultado sea, paradójicamente, un “America Alone”, con China y Rusia sacando rédito de la vacilación estadounidense, y una creciente inestabilidad global donde todos pierdan.
El orden de posguerra
En la arquitectura global forjada después de 1945, Estados Unidos desempeñó un rol determinante. Tal como ha analizado el analista e historiador republicano Robert Kagan en The world America made (2012) y The return of the jungle (2018), Washington no solo se erigió como la potencia triunfante en términos militares y económicos, sino que también diseñó una constelación de instituciones internacionales, normas y compromisos multilaterales que apuntalaban su visión política e ideológica. El objetivo era prevenir el retorno a la anarquía del período de entreguerras que desembocó en la Segunda Guerra Mundial.
El orden liberal se sostuvo en cinco pilares:
1. Instituciones multilaterales. Estados Unidos impulsó la ONU, el Banco Mundial y el FMI para articular las aspiraciones estatales en torno a reglas compartidas, asegurar estabilidad financiera y propiciar el diálogo entre grandes potencias.
2. Reconstrucción y cooperación económica. A través del Plan Marshall, financió la recuperación europea, promovió la apertura comercial y fomentó gobiernos democráticos. Con Bretton Woods —y el dólar como referencia— aportó estabilidad cambiaria y alentó el crecimiento global.
3. Promoción del libre comercio. El GATT de 1947, luego convertido en OMC, combatía el proteccionismo de entreguerras, expandiendo mercados abiertos y acelerando la integración económica mundial.
4. Compromisos de seguridad colectiva. La OTAN en Europa y los acuerdos en Asia crearon defensas conjuntas, con Estados Unidos como garante de una paz relativa que frenaba conflictos de gran escala.
5. Fomento de la democracia y los derechos humanos. Pese a contradicciones, el discurso oficial exaltaba las libertades políticas y los derechos humanos como metas morales y políticas, reforzando su legitimidad ante aliados y audiencias internas, sobre todo durante la Guerra Fría.
Desde el punto de vista político, este entramado se justificaba como un antídoto contra los excesos del nacionalismo. En lo económico, el objetivo era fomentar la interdependencia para que los conflictos armados dejaran de ser una opción rentable, facilitando el acceso estadounidense a mercados y recursos.
Washington impulsaba la creación de un entorno mundial en el que Estados Unidos pudiera mantener preeminencia, pero dentro de un marco de relativa previsibilidad y cooperación. La paradoja, señalada por Kagan, es que los demás países también se beneficiaban: el libre comercio, la estabilidad monetaria y la protección militar estadounidense permitieron la reconstrucción de Europa y el despegue de Japón (y también de China).
Comparado con el orden previo a 1939, dominado por la competencia imperial, el nuevo régimen se presentaba como un avance civilizatorio. Y el liderazgo estadounidense fue ampliamente aceptado porque ofrecía, en general, más ventajas que costos a sus aliados.
Síntomas del repliegue
La gran ironía reside, por lo tanto, en que, en lugar de aprovechar la actual coyuntura –los errores geopolíticos de Rusia e Irán y la debilidad económica de China– para afianzar ese andamiaje, la administración Trump parece encaminarse a desmantelarlo. Al retraerse en compromisos esenciales y optar por una visión transaccional, Estados Unidos da la espalda a esa estrategia de largo plazo que había beneficiado tanto a su propia economía como a su proyección de poder.
El primer golpe al orden liberal se manifiesta en el rompimiento con Canadá y México. A pesar de la existencia del USMCA (el nuevo NAFTA), Washington impuso aranceles que van en contra de las reglas de libre comercio que EE.UU. promovió durante décadas. Estos aranceles, junto con exigencias como la “venta” de Groenlandia a Dinamarca y la “recuperación” del Canal de Panamá, muestran un enfoque que ignora compromisos históricos.
El resultado es una desconfianza creciente: Canadá y México contemplan hoy la diversificación geopolítica como una opción real. El golpe a las cadenas de valor integradas socava la arquitectura colaborativa que sustentó la región por décadas.
La segunda fisura surge en Europa. Con sus exigencias altisonantes a los aliados de la OTAN para aumentar su gasto militar, Trump pone en duda el compromiso estadounidense con la defensa colectiva. La imposición de aranceles a productos de la UE rompe la lógica de cooperación que había definido la relación transatlántica.
Con sus exigencias altisonantes a los aliados de la OTAN para aumentar su gasto militar, Trump pone en duda el compromiso estadounidense con la defensa colectiva.
Esta actitud ha llevado a discusiones impensables hasta hace poco, como la posibilidad de un paraguas nuclear europeo o bonos comunitarios para competir con el Tesoro norteamericano. Si bien estos pasos pueden fortalecer la autonomía de la Unión Europea, también subrayan el divorcio de intereses con Washington.
El movimiento radical es la retirada del apoyo a Ucrania, a la que la Casa Blanca ahora exige “compensación” por su respaldo previo. Esta postura deshace lo que EE.UU. venía defendiendo desde el Memorándum de Budapest de 1994 y deja a Kiev a merced de la presión rusa.
Todo lo sólido
La redefinición de la política exterior estadounidense impulsa, casi sin proponérselo, un acelerado pasaje hacia un mundo multipolar. Viejos aliados –desde Taiwán hasta Japón y Corea del Sur– descubren que ya no pueden fiarse de un paraguas norteamericano incondicional, y avanzan en sus propios desarrollos defensivos. Mientras tanto, la retirada de Washington se convierte en un obsequio para quienes desean mermar su hegemonía: Rusia y, sobre todo, China, que refuerza su Nueva Ruta de la Seda en regiones donde la injerencia estadounidense parecía incuestionable.
Tambalean, por lo tanto, las reglas forjadas tras la Segunda Guerra Mundial, basadas en la cooperación y la seguridad colectiva. Durante décadas, ese entramado permitió a Estados Unidos ejercer influencia global sin necesidad de confrontar de manera directa, pues sus alianzas operaban como multiplicadores de poder. Hoy, esa arquitectura se resquebraja y, en la medida en que Estados Unidos se aleja del rol de garante, su primacía se erosiona. Sin una fuerza cohesionadora, el escenario internacional podría volverse más volátil, con tensiones resueltas de forma cada vez más imprevisible.
Para quienes aplauden el fin de un orden dependiente de Washington, conviene sopesar los costos.
Para quienes aplauden el fin de un orden dependiente de Washington, conviene sopesar los costos. La historia ofrece múltiples ejemplos de sistemas internacionales sin una hegemonía indiscutida. Desde el Concierto de Europa hasta la dinámica previa a la Primera o Segunda Guerras Mundiales, se comprueba que la ausencia de un “árbitro” global tiende a generar tensiones más frecuentes. Las grandes potencias se embarcan en juegos de alianzas cambiantes que, a menudo, terminan por encender focos de conflicto.
Por lo tanto, nada garantiza que surja algo más equitativo; tal vez florezca una competencia desbocada, donde la diplomacia sea desplazada por la lógica de las esferas de influencia. Podrían encenderse conflictos regionales, carreras armamentísticas –incluso nucleares– y la formación de bloques con intereses contrapuestos.
En el plano económico, el repliegue del liderazgo hegemónico favorece la fragmentación del comercio global, con disrupciones en las cadenas de proveedores y un probable regreso del proteccionismo. Los países emergentes, menos preparados ante estas turbulencias, padecerían mayores dificultades para acceder a tecnología e insertarse en la producción global, quedando así más expuestos a presiones políticas y comerciales. En esa vacancia, China, Rusia, India y otras potencias regionales podrían imponer modelos de gobernanza menos afectos a las libertades democráticas o al libre mercado. El resultado sería un mundo más inestable y fragmentado, con economías en desarrollo atrapadas en nuevas dependencias y sin acceso a mercados ni a las innovaciones tecnológicas que garanticen un crecimiento sostenible.
¿Un orden liberal sin EE.UU.?
La pregunta clave es si aquel entramado liberal, concebido tras 1945 y consolidado con el manto protector de Washington, puede sostenerse cuando su principal motor se relega a un papel secundario. Acaso naciones como Alemania, Japón, Canadá, el Reino Unido o Francia –un G10 descafeinado, sin la guía inequívoca de Estados Unidos– logren erigirse en defensores de las normas e instituciones que garantizaron, durante décadas, una relativa estabilidad global.
Para responder, conviene recordar que el orden liberal no fue fruto del monopolio de un único Estado, sino el resultado de una convergencia de intereses en torno a la potencia norteamericana, cuyo poderío económico y militar sellaba los pactos y calmaba recelos. Con un Estados Unidos replegado, surge la incógnita de si ese delicado equilibrio puede perdurar. Es cierto que la UE, candidata natural para llenar el vacío, ha dado pasos hacia mayor autonomía: refuerza sus mecanismos de defensa, baraja la emisión de bonos comunes y explora nuevos acuerdos comerciales. Pero no deja de enfrentar divisiones internas profundas y una heterogeneidad de visiones que, en momentos críticos, suelen bloquear la adopción de posturas contundentes.
A esto se suma un factor que hace apenas unas década era menos decisivo: China, impulsada por un crecimiento económico sostenido y por su capacidad de proyectar influencia a través de la Nueva Ruta de la Seda, aprovecha la vacilación occidental para estrechar lazos con países emergentes y para reconfigurar las reglas de juego en Asia. Mientras Pekín teje redes de infraestructura y tecnología, alimenta la idea de que un “orden alternativo” puede ser más beneficioso para naciones que, hasta ahora, gravitaban en la órbita estadounidense. Al mismo tiempo, su creciente poderío naval y su determinación en lugares estratégicos como el Mar de China Meridional plantean un desafío real a la supremacía estadounidense en la región.
Sin el músculo militar y financiero de Washington, la capacidad de los europeos y otros aliados para imponer o sostener reglas globales se ve disminuida.
En este contexto, sin el músculo militar y financiero de Washington, la capacidad de los europeos y otros aliados para imponer o sostener reglas globales se ve disminuida. Europa tendría que exhibir una cohesión política y una disposición a proyectar poder que hoy parecen lejanas; Japón y Corea del Sur, aunque potencias industriales, siguen marcados por un pasado pacifista que dificulta su asunción de mayores responsabilidades de seguridad; y Canadá se enfrenta al dilema de equilibrar su cercanía geográfica con EE.UU. y su necesidad de diversificar socios.
Así, la retirada del liderazgo norteamericano no solo deja un vacío, sino que empuja a las potencias occidentales a una incómoda carrera contrarreloj para demostrar que, aun sin la tutela de Washington, pueden defender los valores y las instituciones que durante décadas articularon la cooperación global. Entretanto, China —consciente de su momento histórico— continuará expandiendo su influencia, dispuesta a ocupar cualquier espacio que el repliegue americano deje vacante.
¿Y Argentina?
En este contexto, Argentina necesitaría desarrollar mayor resiliencia fiscal y flexibilidad económica. Esto requeriría un estado bien dimensionado, reformas laborales, comerciales, impositivas y jubilatorias, y reglas fiscales y monetarias estrictas que cuenten con respaldo de todo el espectro político, creando así un marco de previsibilidad que trascienda el ciclo electoral. La experiencia histórica argentina demuestra que la falta de consensos básicos en materia macroeconómica ha amplificado el impacto de las crisis externas.
Al mismo tiempo, para un país como el nuestro, mantener su independencia monetaria podría resultar vital. Atarse demasiado al dólar estadounidense en un momento de reconfiguración geopolítica y posible volatilidad de la divisa norteamericana constituiría una estrategia de alto riesgo, limitando las herramientas disponibles para responder a los desafíos de un nuevo orden internacional en formación.
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