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Al final ganó Donald Trump, y lo hizo de forma contundente. Posiblemente haya sido una de las elecciones más trascendentes para el resto del mundo en los últimos tiempos. Es difícil hacer predicciones; quizás en cuatro años digamos que la segunda presidencia de Trump fue un fiasco. Pero, aun corriendo ese riesgo, este comienzo y el impulso político republicano me llevan directamente a 1980 y al acceso de Ronald Reagan a la presidencia.
Todo análisis implica una selección y, en este caso, para mis ojos argentinos y como hijo sano de la casta, este recorte sobre las elecciones estadounidenses se inscribe en varias de las discusiones cotidianas que mantenemos a partir de los universos que abrió –y también cerró– el triunfo electoral de Javier Milei.
En Argentina, los integrantes de la élite, la casta, el círculo rojo, el pacto corporativo o como queramos llamarlos coincidieron de forma abrumadora sobre el rumbo del país y en el tipo de vínculo que debían mantener el Estado y la sociedad. El triunfo de Milei fue una revuelta plebeya desde los márgenes contra los representantes, los resultados y la persistencia de esa opción dominante en casi el último medio siglo. El futuro dirá si logra institucionalizarse o queda en eso.
En Estados Unidos hay aspectos similares; sin embargo, también parece escenificarse algo más importante: una ruptura dentro de la misma élite sobre cuál debe ser el destino del país, lo cual, por supuesto, tendría consecuencias mucho más profundas y resultados impredecibles.
La parábola izquierdista y autoritaria de la cúpula demócrata es sorprendente y merece más explicaciones de las que yo podría aportar.
La parábola izquierdista y autoritaria de la cúpula demócrata es sorprendente y merece más explicaciones de las que yo podría aportar. Hablar de esto invariablemente me transporta años atrás, cuando la reacción apropiada era sonreír con sorna y superioridad moral cuando alguien acusaba a Barack Obama de socialista: “Imposible, eso sólo lo puede pensar la derecha”.
Aunque fuera un poco así, en todo caso sólo se observaba en los márgenes del Partido Demócrata. Me resulta imposible no recordar a Pino Solanas cuando veo a Bernie Sanders. Y cuando escucho las argumentaciones autoritarias y simplonas de Alexandria Ocasio-Cortez, se me aparece la imagen de Irene Montero. Ilhan Omar podría ser tranquilamente parte de la ultra-izquierda argentina, aunque con más glamour y sin los desvaríos que caracteriza a las representantes parlamentarias del trotskismo vernáculo.
Sin embargo, al observar la wokización extrema de la presidencia de Joe Biden, las políticas irracionales mantenidas en el escenario internacional sumadas al creciente antisemitismo partidario y las propuestas de Kamala Harris para reactivar la economía con el manual de Axel Kicillof, parece evidente que el cambio ideológico del partido sobrepasó a los actores secundarios.
Los artistas han desempeñado un rol clave en este proceso, sobre todo en la imposición de un marco simbólico que logró expandir y legitimar la política de las élites. Los universitarios en los campus le añadieron un toque de estudiantina romántica. Sin embargo, esto puede disculparse: en todas partes, músicos, poetas, actores y estudiantes suelen tener una sensibilidad especial que los lleva a preocuparse por los asuntos del mundo desde una posición más utópica, genuina o de izquierda. Lo que no siempre ha ocurrido es que sus ideas dirijan los destinos de la potencia más grande del mundo: sus empresas, universidades, cadenas informativas, Silicon Valley e incluso altos mandos militares.
El camino woke
¿Cuándo comenzó a volverse predominante esta deriva woke en Estados Unidos? Es difícil de fechar. En las Américas, la caída del Muro de Berlín no fue tan trascendente: en el norte, por la falta de impacto del marxismo en el pensamiento de izquierda; en el sur, porque sólo era una de las patas sobre las cuales la izquierda regional había construido sus formas de pensar el mundo.
Por eso, muerta la URSS, la izquierda patriagrandista podía seguir adelante con esa mezcla de nacionalismo, jesuitismo, versiones diversas del populismo, interpretaciones propias de las izquierdas nacionales, socialismo nacional, indigenismo y mesianismo militar. Con ese material, intelectuales como Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, entre otros, lograron una síntesis que se expandió a través de las élites intelectuales, académicas y distintos grupos de activismo social.
Mi hipótesis es que, al derrumbarse el Muro de Berlín, sus huérfanos ideológicos en Europa no dudaron en rearmar el edificio conceptual con ese pensamiento originado en América Latina.
Mi hipótesis es que, al derrumbarse el Muro de Berlín, sus huérfanos ideológicos en Europa no dudaron en rearmar el edificio conceptual con ese pensamiento originado en América Latina. Así, comenzó a entrar en las academias para luego influir en la nueva forma que adoptaron los relatos con los que las élites progresistas de todo el mundo analizaron el mundo pos-soviético. Esta vertiente renovada del pensamiento de izquierda tenía diferencias muy importantes con la socialdemocracia europea o el liberalismo progresista norteamericano del siglo XX, sobre todo por su carácter antiliberal y anticapitalista, lo que también agudizó su postura anti-occidental.
Sea como fuere, lo que termina condenando a las élites norteamericanas es la seriedad con que se tomaron el asunto. En América Latina, las élites populistas y de izquierda han sido una combinación de fanatismo, cinismo y kitsch, que propugna desconectar de cualquier tipo de inserción global a la gran mayoría de las personas, excepto a ellas mismas: Mayra Mendoza y su Macbook. Para los woke norteamericanos, en cambio, viajar a Nueva York, comprarse un iPhone o manejar la industria del cine no representaba ningún desafío novedoso, mucho menos controlar las universidades. Su forma de vivir la ideología fue más fanática, y llevaron hasta el fondo, con mayor eficiencia y seriedad, la visión del mundo radicalizada que proponía este nuevo progresismo.
La única verdad
Enamorada de su propio relato, la izquierda social norteamericana comenzó a recorrer un camino que nos es familiar en el sur: se privilegió el discurso sobre la realidad; en nombre de la voluntad popular, se fue atacando la libertad individual y se trasladó la ambición de la religión al ámbito de la política. Mientras perseguían a Trump de mil maneras distintas y cancelaban a diestra y siniestra a todos aquellos que planteaban ideas o políticas diferentes, convertían al ex presidente en un ícono del rechazo a esta élite.
Acá es donde quiero resaltar cierta habilidad de Trump que no ha sido del todo señalada, sobre todo porque la forma de interpretar el fenómeno ha sido hegemonizada desde una perspectiva progresista. Frente a la radicalización de los demócratas, Trump dio un paso hacia el centro que no fue evaluado en toda su magnitud por sus adversarios, al sacar del centro discursivo la cuestión del aborto. Mientras Harris usó esta bandera gastada como una forma de homogeneizar el voto de izquierda y el femenino, Trump no entró en el juego y, muy inteligentemente, tiró la pelota a la tribuna al depositar la decisión en manos de cada estado. Los pro-vida más radicalizados no se quedaron muy felices, pero, ¿qué podían hacer? ¿Votar a Harris? Trump podía flexibilizarse sin perder a sus votantes más duros.
Trump dio un paso hacia el centro que no fue evaluado en toda su magnitud por sus adversarios al sacar del centro discursivo la cuestión del aborto.
En continuidad con su primer mandato, el republicano criticó la locura guerrera de los demócratas, la pérdida de liderazgo frente al eje China-Rusia, y Biden y Kamala aportaron lo suyo con posiciones ambiguas hacia Israel y la dupla Hamás-Hezbolá. Finalmente, perdieron votos tanto entre judíos como entre musulmanes.
Trump logró, también gracias a la deriva izquierdista demócrata, homogeneizar mucho más al partido alrededor de su liderazgo que, si bien mantiene zonas de conflicto, está lejos de mostrar la ruptura permanente de 2016. La campaña de Trump supo hablarles a los jóvenes, ir a buscarlos en aquellos medios donde forman sus opiniones, que no son ni The New York Times ni The Washington Post. Logró llegar con un mensaje esperanzador a los jóvenes latinos, estigmatizados sólo por su condición masculina. Y, sobre todo, encontró un discurso para las mujeres que no había tenido antes: la defensa de sus derechos frente a la avanzada trans en los deportes.
Los demócratas no la ven
Los demócratas no pudieron encarar exitosamente ninguno de sus múltiples problemas. En primer lugar, negaron lo evidente: Joe Biden no está en condiciones de liderar a Estados Unidos, mucho menos en momentos en que el mundo desborda de conflictos y violencia. Con el debate entre Trump y Biden, la realidad irrumpió con la fuerza de un tsunami y abrió una puerta inquietante. Si este señor no era apto para ser candidato, tampoco lo era para ejercer la presidencia. Entonces, ¿quién tomaba las decisiones en Estados Unidos? La vicepresidenta, seguro que no.
Como dice Karina Mariani, una de las analistas argentinas que más conoce la coyuntura norteamericana, se trataba de un presidente senil, que no manejaba al Estado profundo sino que, por el contrario, era su marioneta. Inmediatamente, Biden comenzó a gobernar como una parodia de sí mismo, y eso quedó al descubierto con su renuncia a la candidatura.
En la campaña, las cosas no mejoraron. Los demócratas hicieron posiblemente lo único que podían hacer: fingir demencia y tratar de no pagar el costo. Kamala lo intentó con su frase “lo que puede ser sin la carga de lo que ha sido”, pero fue inútil. Harris designó como vice a Tim Walz, más por la falta de posibles virtudes que por tener alguna, y también porque no era judío como Josh Shapiro. Todo eso recordó al capítulo de Los Simpson donde Homero pide y obtiene su trabajo en la planta nuclear.
La candidata apoyó casi todas las opciones derrotadas en los múltiples plebiscitos que en cada estado acompañaron las elecciones presidenciales.
Harris prefirió jugar con sus múltiples identidades étnicas y repartir sonrisas en lugar de hablar de temas concretos, lo cual no parece del todo irracional, dado que su gobierno generó una inflación que hoy es un 25% más alta que en 2019. La candidata apoyó casi todas las opciones derrotadas en los múltiples plebiscitos que en cada estado acompañaron las elecciones presidenciales, ignoró a los católicos, despreció a los judíos, evitó a los podcasters y dejó sin respuesta los efectos de su política en las fronteras y la expansión de los carteles del crimen organizado. Así, apenas terminó mejorando su votación entre las mujeres ricas con educación universitaria.
Paradójicamente, al erosionar sus propios grupos sociales de apoyo, invirtieron los términos de la cadena de equivalencias de Laclau. En lugar de agrupar minorías, las fueron perdiendo. En Estados Unidos ser víctima no garpa tanto.
La primera reacción de los demócratas ante el desastre fue aún peor: culpar al votante. “En Estados Unidos no están preparados para votar a una mujer presidente”. Sin embargo, en la primera elección presidencial que ganó Trump, el voto popular había sido para Hillary Clinton. Las excusas de los demócratas sólo muestran que son ellos los que no están preparados o dispuestos a hacer una verdadera autocrítica de las políticas e ideas que los llevaron hasta ahí.
“Ojalá vivas tiempos interesantes”. La maldición china nos asegura que, desde que Trump asuma la presidencia, muchas cosas podrían suceder. Pero no hay que apresurarse; para eso faltan un par de meses. Y en el estado en que está el mundo, este lapso —durante el cual Estados Unidos parece acéfalo— también será el escenario en el que todos los actores tendrán que posicionarse para llegar de la mejor manera posible al 20 de enero de 2025.
To be continued.
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