LEO ACHILLI
Domingo

Clown de los sublevados

Trump es una performance constante, pero al menos dice lo que piensa y sabe a quién le habla. Los demócratas no lograron ninguna de las dos cosas.

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Lo que sigue no es una defensa o siquiera una justificación del resultado de las elecciones en Estados Unidos. Sólo busca arriesgar una explicación necesaria, aunque más no sea por lo relativamente inesperado de ese resultado. Por si resulta relevante, quien esto escribe es un abogado argentino que ha vivido 40 años en Estados Unidos y ha votado en seis de sus elecciones presidenciales. Es afiliado al Partido Demócrata y nunca votó a Donald Trump.

En los papeles, la del martes era una elección que los demócratas debían esforzarse por perder. Enfrente tenían un cadáver político que hace menos de un año yacía en un caleidoscopio de capillas ardientes en las que grupos de lo más diversos lo velaban con complaciente desprecio. El desprestigio de Trump, pregonado sin pausa desde los medios tradicionales, se resumía en una cadena de mantras: criminal convicto, farsante, misógino, mentiroso, negador, racista, nazi-fascista, golpista, peligro para la democracia y el orden mundial. ¿A quién, aun entre los republicanos más oportunistas, podía ocurrírsele asociarse con él? 

Resulta ser que la pregunta acabó siendo otra: ¿qué más conveniente para Trump que ser habilitado a competir desde el desconcierto, método en el que no tiene rival alguno?

Veamos primero de que trata ese método y luego busquemos entender cómo es que un candidato demonizado hasta el hartazgo ha logrado transformarse en novedoso otra vez. En otras palabras, ¿cómo lograron los demócratas gastar 1.000 millones de dólares en convertir a su adversario en el comeback story más notable de la política norteamericana de los últimos 100 años?

Es de ingenuos quedarse en la literalidad cuando se lo escucha a Trump. Su contenido es mera distracción. Lo que importa es el sujeto perorante.

Es de ingenuos quedarse en la literalidad cuando se lo escucha a Trump. Su contenido (tan aborrecible como nos puede resultar a tantos) es mera distracción. Lo que importa es el sujeto perorante. En un universo discursivo plagado de clichés piadosos, Trump divaga sinuosamente buscando ecos entre descastados varios. Al narcisismo woke opone un narcisismo asumido y frontal. Transporta a su audiencia en una odisea de ocurrencias y disparates sin otro hilo argumental que el ánimo caprichoso de una autoridad ya cansada de tan confiada, de a ratos iracundo y vituperante, de a otros risueño y mordaz. 

Hay que darle a Trump lo justo reconociéndole un morro que en algo se parece a la valentía: cuando otros esconden sus motivos tras guiones políticos estereotipados, Trump desnuda su id frente a las cámaras y sin pudor alguno. Con esa misma desmesura, desnuda también a la comparsa kabuki en que se ha convertido el aparatoso ritual electoral en América.

El suyo no es entonces un discurso; es una representación extravagante. Su género es la hipérbole payasesca: su rol en la polis, el del bufón que osa cantar frescas al soberano a través de la sobreactuación, la transgresión y el desconcierto. Su éxito no consiste en afinar. Consiste en aturdir y sorprender en nuestro nuevo mundo, donde ya reinan lo instantáneo, el exhibicionismo y el desahogo.

Su rol en la polis es el del bufón que osa cantar frescas al soberano a través de la sobreactuación, la transgresión y el desconcierto.

Una semana antes de la elección, su corbata roja protegida bajo inmenso delantal, Donald apareció bonachonamente en un McDonald’s. Tras aprender el sistema, se dispuso a freír algunas papas y entregar Big Macs desde una ventana, entre piropos y zalamerías (“¡no coman demasiado!”) a embelesadas familias que pasaban en sus autos. ¿Quién resiste la tentación de reír ante tamaña embestida contra la solemnidad?

El espectáculo de Trump consiste ante todo en una gigantesca distracción. Sorteando balazos, se encargó pacientemente de afianzar una coalición de personas cuyo único denominador común discernible es el de sentirse, por un motivo u otro (los motivos sobran), oscuramente sublevados. Para todos ellos, las papas queman y es hora de ir a los bifes. La referencia visual de ese rejunte, con la estilización de una pesadilla, podrá haber sido para muchos el dantesco amotinamiento del famoso 6 de enero de 2021. En la elección del martes, el amotinamiento fue más sobrio pero no menos esotérico: acudieron varones blancos sin formación universitaria, educadísimos varones jóvenes devotos de Elon Musk y sus disrupciones, varones negros y latinos hartos de ser definidos de manera para ellos ya irreconocible, mujeres blancas suburbanas, mujeres que aún rezan con fervor auténtico, aislacionistas hartos de tantas guerras, votantes judíos que temen por Israel, votantes árabes que temen por Palestina y el Líbano, financistas que bregan por menos impuestos mientras el déficit lo aguante, trabajadores que por primera vez viven una inflación, trabajadores que se sienten (justificadamente o no) postergados mientras se privilegia a inmigrantes ilegales y se descuidan las fronteras. La lista no termina acá.

Quién habla por los demócratas

Mientras tanto, ¿cómo y quiénes hablaban por los demócratas? La respuesta es no menos desconcertante: hablaba una candidata que nadie había elegido y un grupo de voceros tan predecibles como despistados.

Claro que el error mas grande, casi criminal, fue ocultar la chochera de Biden hasta el debate con Trump, en julio. Existe una teoría según la cual a la hora de comprometer su candidatura no se advertían aún señales de senilidad. Atento a lo que costó convencer a Biden de que se bajara, eso suena a excusa. Tal vez fue el traumático recuerdo de la interna demócrata de 2020. Convulsionados tras la primera presidencia de Trump, predominaron en esa interna representantes de la ortodoxia woke. Fue cuando, en pleno fervor MeToo, Elizabeth Warren descalificó de un plumazo al principal candidato de centro, Michael Bloomberg, endilgándole la misoginia de un Trump. Debió intervenir la cordura de la comunidad afroamericana, que, descreyendo del candidato que más se presentaba como su salvador, Bernie Sanders, puso a Biden en la delantera en Carolina del Sur y salvó al partido de la irrelevancia en esa elección.

Prefiriendo no zarandear el barco, este año los demócratas se enfocaron en contener deserciones tanto por izquierda como por el centro. Ni bien Biden abandonó la escena, evitaron hasta la más mínima apariencia de una contienda. Como sustituta, ya había una vicepresidenta a quien no se le podía negar el posible privilegio de ser la primera presidente mujer y la primera negra. Y como temario, ¿acaso no tenían ya para eso la consigna “cualquier cosa menos Trump”? Cediéndole todo protagonismo, desatendieron los reclamos del público agnóstico a quien debían conquistar al punto de sembrar la duda sobre si eran capaces de defender a su gobierno y explicar de qué modo podían mejorarlo. 

Prefiriendo no zarandear el barco, este año los demócratas se enfocaron en contener deserciones tanto por izquierda como por el centro.

Desfilaron los de siempre. Ignorando que a la clase alta en este mundo ya no se la define por el color de su piel sino por el ranking de su celebridad, ofrecieron de voceros a famosos como Oprah Winfrey, Michelle Obama y Beyoncé. Se creyó que el apolíneo Obama, de sermoneo otrora tan efectivo, serviría de respuesta contra los misiles de Trump. Por el contrario, jamás se lo oyó desafinar tanto. Desacostumbrado ya al apretón de manos en la multitud, más canoso pero esbelto y articulado como siempre, se lo vio en X enseñándoles a razonar a unos varones afroamericanos rebeldes sobre cómo debían deponer su machismo primitivo y obligarse a votar lealmente a una sister.  

Ha sido una elección para la perplejidad. Entre sus ironías, los republicanos amanecen como el partido de los trabajadores. En el país más aspiracional que jamás haya habido, vaya uno a saber si eso no llegará alguna vez a ser visto como un extraño avance. Ahí lo tenemos por el momento a Robert Kennedy Jr: no sabemos aún si en calidad de bête noire de una estirpe perimida o, acaso, en la confusa clave de nuestros ensordecedores días, si se trata de la reencarnación de su homónimo padre, aquel ícono existencialista, enlutado y martirizado que abrazaba en el ocaso de los ’60 a los vejados y abandonados de aquella era, quizá tan loca como la nuestra y sin embargo para nosotros tan dorada.

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Eliseo Neuman

Abogado (Harvard Law School).

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