LEO ACHILLI
Domingo

Imágenes paganas

La obsesión de museos y universidades por crear lugares seguros en los que no pueda haber imágenes o palabras que hieran la sensibilidad de las minorías es infantilizante y antiintelectual.

Ningún verdadero maestro puede dudar de que su tarea
es ayudar a su alumno a satisfacer la naturaleza humana
contra todas las fuerzas deformantes de las convenciones y el prejuicio.
–Allan Bloom, El cierre de la mente moderna

En 2019 cuatro museos –tres estadounidenses y uno inglés– anunciaron una retrospectiva conjunta de la obra del pintor estadounidense Philip Guston (1913-1980), “la primera en más de quince años, que presentará una perspectiva equilibrada de una carrera de más de medio siglo”. El anuncio, que todavía puede leerse en la página de la National Gallery de Washington, prometía lo siguiente:

Una selección de aproximadamente 125 pinturas y 70 dibujos provenientes de unas 40 colecciones públicas y privadas presentará tanto obras conocidas como otras que raramente se han visto. Entre los puntos destacados se encuentran una serie de pinturas de la década de 1930 que nunca se han exhibido en público; la mayor reunión de cuadros de su revolucionaria exhibición en la galería Marlborough en 1970; una cabal representación de sus dibujos satíricos de Richard Nixon y sus acólitos; un vibrante conjunto de pequeños paneles pintados entre 1968 y 1972, cuando Guston estaba desarrollando su nuevo vocabulario de capuchas, libros, ladrillos y zapatos; y una poderosa selección de sus enormes y a menudo apocalípticos cuadros de fines de la década de 1970, que constituyen su última gran declaración.

En la exhibición en la galería Marlborough de 1970, Guston efectivamente revolucionó el mundo del arte, al revelar una serie de pinturas figurativas, caricaturescas incluso, cuando hasta ese momento y por varios años había sido reconocido como una de las más grandes figuras del arte abstracto estadounidense. En 1960 había dado algunas pistas de que algo así podía suceder, al declarar que “hay algo ridículo y miserable en el mito que recibimos del arte abstracto”. También dijo por esos años que el arte abstracto era una mentira y una farsa.

Al visitar la exhibición, distintos críticos dijeron que con ella Guston había arruinado su reputación. Un crítico del New York Times habló de “un sabio haciéndose el idiota”. Otro, de la revista Time, tituló su artículo “Ku Klux Komix”, pues entre las pinturas caricaturescas que componían la exposición había varios retratos de miembros genéricos del Ku Klux Klan. El propio Guston dijo al respecto: “Son autorretratos. Me percibo detrás de la capucha. La idea del mal siempre me fascinó. Incluso traté de imaginar que vivía dentro del Klan”. La hija de Guston, Musa Mayer, amplió esta interpretación: “Hace medio siglo, mi padre realizó un conjunto de obras que conmocionaron al mundo del arte. No sólo violó el canon respecto de lo que se esperaba que un reconocido artista abstracto debía estar pintando en un momento particularmente doctrinario de la crítica de arte, sino que se atrevió a poner un espejo frente a los Estados Unidos blancos, a exponer la banalidad del mal y el racismo sistémico que todavía hoy estamos luchando por desterrar”.

The Studio (1969), Philip Guston

En julio de 2020 los cuatro museos (la Tate Gallery de Londres, la National Gallery de Washington y los Museos de Bellas Artes de Houston y de Boston) anunciaron que aplazarían la retrospectiva Philip Guston Now hasta 2021 debido a la pandemia de coronavirus. Pero unos meses después, el 21 de septiembre del mismo año, anunciaron una nueva posposición. Esta sería más larga: la muestra no se haría hasta 2024 (finalmente se hará, según parece, en 2022), y las razones eran otras. Así lo explicaron los museos en un mensaje que también puede leerse en la web de la National Gallery:

Después de largas reflexiones y amplias discusiones, nuestras cuatro instituciones han tomado conjuntamente la decisión de retrasar nuestras sucesivas presentaciones de Philip Guston Now. Pospondremos la exposición hasta un momento en el que creamos que el poderoso mensaje de justicia social y racial que está en el centro de la obra de Philip Guston se pueda interpretar con mayor claridad. Reconocemos que el mundo en el que vivimos es muy diferente respecto de aquel en el que comenzamos a colaborar en este proyecto hace cinco años. El movimiento de justicia racial que comenzó en los Estados Unidos y se extendió a países de todo el mundo, además de los desafíos impuestos por una crisis de salud global, nos han llevado a hacer una pausa. Como directores de museos, tenemos la responsabilidad de atender las urgencias más acuciantes de nuestro tiempo. Creemos que es necesario replantear nuestra programación y, en este caso, dar un paso atrás y aportar perspectivas y voces adicionales para diseñar la forma en que presentaremos la obra de Guston a nuestro público. Ese proceso llevará tiempo.

Es decir: precisamente cuando las pinturas de Guston habrían adquirido mayor fuerza debido al momento histórico en que iban a ser presentadas, los museos decidieron no seguir adelante. La posposición (una especie de cancelación en diferido; digamos que el público fue privado de ver esas obras justo en ese momento) fue mal recibida en el mundo del arte. El propio curador de la muestra por parte del Tate Modern dijo que se trataba de una decisión “extremadamente condescendiente”. Para defender la posposición, el presidente de la Fundación Ford, Darren Walker, que forma parte del board de la National Gallery, dijo que la directora del museo había buscado el apoyo de todos los trustees y lo había recibido unánimemente. Es decir, nadie en el board de la National Gallery se opuso a esta posposición ni a los argumentos esgrimidos para llevarla a cabo. El propio Walker abundó en esos argumentos, al sostener lo siguiente: “Lo que quienes critican esta decisión no entienden es que en estos meses el contexto estadounidense ha cambiado fundamental, profundamente, respecto de imágenes racistas incendiarias y tóxicas, más allá de la virtud o la intención del artista que las haya creado”.

Precisamente cuando las pinturas de Guston habrían adquirido mayor fuerza debido al momento histórico en que iban a ser presentadas, los museos decidieron no seguir adelante.

El argumento del señor Walker es bastante anacrónico: si hay algún consenso más o menos alcanzado en el infinito mundo de la estética y la filosofía del arte, es que no hace falta conocer las virtudes ni las intenciones del artista para interpretar su obra. Precisamente, aun sin conocer ambas cosas sería difícil creer que estas imágenes son tóxicas o racistas. Quizás sí son incendiarias, pero, ¿no debería un museo precisamente mostrar ese tipo de cosas? A ello apuntaron los más de 2.000 artistas que firmaron una carta pública exhortando a los cuatro museos a mantener la muestra tal como estaba estipulada:

La gente que dirige nuestras grandes instituciones no quiere problemas. Temen la controversia. Carecen de fe en la inteligencia de su público. […] Si sienten que en cuatro años “todo esto pasará”, están equivocados. Los temblores que nos sacuden a todos no terminarán hasta que se instalen la justicia y la equidad. Ocultar imágenes del KKK no servirá para ese fin. Todo lo contrario. Y las pinturas de Guston insisten en que aún no se ha logrado la justicia. […] Exigimos que Philip Guston Now vuelva a los programas de los museos y que su personal se prepare para interactuar con un público que bien podrá sentir curiosidad por saber por qué un pintor, siempre autocrítico y abanderado de la libertad, se vio obligado a usar esas imágenes. Los museos no pueden volver a caer en la vieja y desacreditada postura de: “Somos los expertos. Nuestro trabajo es mostrarte lo que es valioso en el arte y tu parte es apreciarlo”.

La carta (que es mucho más extensa y puede leerse completa aquí) lamenta por un lado que los museos desaprovechen la oportunidad de involucrarse en forma directa con los movimientos de justicia racial cuando esta muestra habría permitido precisamente eso. Y dice algo muy cierto: ¿por qué querrían esperar a que pasara cierto tiempo para exhibir la muestra? ¿Acaso esperan que estos movimientos se desvanezcan? El New York Times señala, además, que entre el equipo de curadores y de quienes habían intervenido en el catálogo de la exposición había un conjunto de personas y de miradas especialmente diverso: “Los curadores, así como artistas como Trenton Doyle Hancock y Glenn Ligon, que son negros, y el dibujante Art Spiegelman, que es judío, ofrecieron distintas perspectivas sobre las experiencias personales de Guston al enfrentarse al Klan en su juventud. A mediados de junio, tras el asesinato de George Floyd y los intensos debates sobre las desigualdades raciales en el arte, los curadores trabajaron juntos para revisar y ampliar los materiales educativos de la exposición”.

La acusación de que, dicho prontamente, tratan de estúpida a la gente es punzante, y además sirve para poner en perspectiva esta decisión en la larga historia de la censura estatal. Aunque los estatutos de los museos son complicados y no necesariamente son estatales, de cualquier modo son instituciones de un poder que sin dudas excede al de cualquier individuo que los visite. El argumento de que el pueblo no está preparado para consumir cierto material artístico es tan viejo como la censura misma. Sin ir más lejos, eran argumentos de esta clase los que se esgrimían para censurar Último tango en París en la Argentina del tercer gobierno de Juan Domingo Perón en octubre de 1973. Se decide qué es ofensivo para toda persona sin considerar las opiniones de cada individuo. Un profesor de la Universidad de Chicago dijo que la posposición de la retrospectiva de Guston constituía un acto de “cobardía” y “un insulto al mundo del arte y al público en igual medida”. El insulto consiste básicamente en decirle a la gente que es estúpida; que carece de cierto tipo de inteligencia. En particular, del tipo de inteligencia que permite separar lo real de lo ficticio o lo metafórico de lo literal. Y más allá de que muchas veces esos límites sean borrosos, difícilmente alguien podría creer que Guston estaba dibujando a los miembros del Ku Klux Klan porque le caían simpáticos. Difícilmente alguien querría privarse de hacer una interpretación lo más sofisticada que su espíritu le permita de una exposición de esta naturaleza.

Las tres grandes falsedades

En octubre de 2019 la Compañía Canadiense de Ópera inauguró su temporada en Toronto con una representación de Turandot, la última ópera de Giacomo Puccini, que transcurre en algún pasado remoto de la China imperial. Allí, además de la princesa homónima, de un Príncipe Desconocido, del Emperador y de otros personajes, hay tres cortesanos que sirven en general como una suerte de “alivio cómico” en una ópera bastante trágica. Sus nombres son Ping, Pang y Pong. La versión que la Ópera de Toronto presentó en 2019 tenía puesta en escena nada más y nada menos que de Bob Wilson, uno de los más reconocidos directores de ópera y teatro de las últimas décadas, siempre famoso por sus interpretaciones vanguardistas y provocadoras. Wilson decidió cambiarles el nombre a estos tres personajes por los de Jim, Bob y Bill. No sorprende una idea tan audaz por parte de Wilson, aunque sí sorprende un poco el origen de la iniciativa y los argumentos empleados para llevarla adelante. Se trató de una “sugerencia” por parte del Comité de Equidad, Diversidad e Inclusión de la Compañía Canadiense de Ópera, que juzgó que los nombres originales podían ser “dolorosos” (hurtful) para la audiencia. Un miembro del comité sostuvo que el cambio de nombre “nos empuja a estar más atentos culturalmente y ser más inclusivos en nuestros escenarios”. El siempre radical Wilson, por su parte, dijo en sus notas de programa: “Para nuestros oídos, estos nombres son antiguos y ofensivos, y nos distraen del rol de estas figuras en la obra como sarcástico, como un comentario en forma de slapstick de lo que está ocurriendo en la Corte”. ¿Quién es el “nosotros” al que alude Wilson en su justificación? Y ¿cómo habrá resuelto esta rima en su versión?: “Olà, Pang! Olà, Pong! Poichè il funesto gong”.

¿Quién es el “nosotros” al que alude Wilson en su justificación? Y ¿cómo habrá resuelto esta rima en su versión?: “Olà, Pang! Olà, Pong! Poichè il funesto gong”.

Detengámonos por un momento en el siguiente contrafáctico. Supongamos que las autoridades de los cuatro museos involucrados no hubieran decidido suspender la retrospectiva de Philip Guston. En ese caso, no habría habido en principio ninguna carta pública por parte de ningún grupo de artistas quejándose por ninguna suspensión. Pero, ¿no habría tenido lugar quizás alguna reacción del tipo que los museos precisamente temieron al posponer la muestra? ¿No se habría quejado algún espectador o grupo de espectadores por haber visto heridos sus sentimientos ante las macabras imágenes de los miembros del Klan? Y si eso hubiera pasado y el museo hubiera decidido sólo en ese entonces levantar la muestra de Guston, ¿cuántas firmas se habrían juntado en repudio de esa cancelación? Obviamente, no tenemos las respuestas a ninguna de estas preguntas, pero para orientarnos un poco podemos estudiar algunas cosas parecidas que vienen sucediendo en un ámbito bastante parecido al de los museos en cuestión: la academia estadounidense. Podemos afirmar, de hecho, que es en la academia estadounidense donde estas cancelaciones preventivas, totalmente inéditas para un museo, tuvieron su origen.

Ya en 2008, la Universidad de Indiana encontró culpable de acoso racial a un estudiante blanco por estar leyendo en el campus un libro titulado Notre Dame vs. The Klan, en el que se rinde homenaje a los estudiantes que enfrentaron al Ku Klux Klan cuando marchó en la Universidad de Notre Dame en 1924. Lamentablemente para el joven lector, en la tapa del libro aparecía una imagen de una manifestación del Klan. Un compañero lo denunció por sentirse ofendido, y tras esa denuncia fue declarado culpable por la Oficina de Acción Afirmativa de la Universidad.

En los últimos años, distintos grupos de estudiantes reclamaron que se los advirtiera antes de la lectura de libros como Mrs. Dalloway, de Virginia Woolf, por sus “inclinaciones suicidas” (esto pasó en la Universidad Rutgers), y las Metamorfosis de Ovidio, por “acoso sexual” (en la Universidad de Columbia). Otro ejemplo: en la Universidad de Columbia existe un curso llamado “Obras maestras de la literatura y la filosofía occidental”. De acuerdo con la universidad, el curso se propone abordar “las más complicadas preguntas acerca de la experiencia humana”. En 2015, cuatro estudiantes escribieron un ensayo en el diario universitario argumentando que los alumnos “deben sentirse seguros en el aula”, pero que “muchos textos del canon occidental” están “forjados con historias y narrativas de exclusión y opresión” y contienen “material ofensivo y provocador (triggering) que marginaliza identidades estudiantiles en el aula”. Algunos estudiantes dijeron que estos son tan desafiantes de leer y discutir que los profesores deberían lanzar advertencias de material ofensivo (trigger warnings) y proveer apoyo a los estudiantes afectados (triggered).

Algunos estudiantes dijeron que éstos son tan desafiantes de leer y discutir que los profesores deberían lanzar advertencias de material ofensivo.

Todos estos ejemplos (y decenas más) pueden leerse en el libro de Jonathan Haidt y Greg Lukianoff titulado La transformación de la mente moderna (su título original es The Coddling of the American Mind, cuya traducción más precisa es Mimando a la mente americana), ampliación de un artículo que ambos habían publicado con el mismo nombre en The Atlantic en 2015 (el nombre homenajea a la vez al clásico de Allan Bloom El cierre de la mente moderna [The Closing of the American Mind], una encendida crítica del relativismo cultural imperante en las universidades estadounidenses de la década de 1980). En su libro, Haidt y Lukianoff se ocupan de describir “Tres Grandes Falsedades” cada vez más usuales en la academia estadounidense:

1. La falsedad de la fragilidad: “Lo que no te mata te hace más débil”.
2. La falsedad del razonamiento emocional: “Siempre confiá en tus sentimientos”.
3. La falsedad de nosotros versus ellos: “La vida es una batalla entre gente buena y gente mala”.

Haidt y Lukianoff aclaran que si bien hay muchas otras falsedades, las Tres Grandes Falsedades cumplen estos criterios: contradicen la sabiduría antigua recogida en la literatura de muchas culturas (el libro repetidamente vuelve a las enseñanzas de Sócrates, los estoicos, o el budismo, entre otras corrientes); contradicen las investigaciones psicológicas contemporáneas acerca del bienestar (en particular, de la terapia cognitivo-conductual); dañan a los individuos y a las comunidades que las enarbolan. En una tesitura parecida a la de Bloom, Haidt y Lukianoff advierten: “La cultura de muchos campus universitarios se volvió ideológicamente uniforme, lo que pone en riesgo la capacidad de los académicos de buscar la verdad, y de los estudiantes de aprender de un conjunto amplio de pensadores. Han proliferado extremistas de izquierda y de derecha, provocando en el otro niveles siempre renovados de odio”.

La novedad de los movimientos actuales es que plantean sus demandas en términos sanitarios. Sostienen que se verán “lastimados” si tal orador da su charla, o si se da tal texto como parte de un programa de lectura.

Hay varias diferencias entre los grupos surgidos al calor de estas Grandes Falsedades y el activismo estudiantil tradicional. En las décadas de 1960 y 1970 era habitual que grupos de estudiantes universitarios boicotearan charlas de intelectuales por estar en contra de las ideas que proponían. En la década de 1990, muchos estudiantes tomaron partido en las canon wars que buscaron volver más diversos los programas de distintas materias universitarias. La novedad de los movimientos actuales es que plantean sus demandas y sus preocupaciones en términos sanitarios. Sostienen que los miembros de la comunidad universitaria se verán “lastimados” si tal orador da su charla, o si se da tal texto como parte de un programa de lectura. “Lo que es nuevo hoy en día”, sostienen Haidt y Lukianoff, “es la premisa de que los estudiantes son frágiles”. Y agregan: “Aun aquellos que no son frágiles creen a menudo que otros están en peligro y necesitan protección”. La meta última de estos movimientos es la de volver a los campus universitarios “espacios seguros”, donde estos jóvenes adultos sean protegidos de palabras e ideas dañinas. El movimiento busca, además, castigar a cualquiera que interfiera con esa meta. Haidt y Lukianoff llaman a este impulso “proteccionismo vengador” y señalan que está creando una cultura en la cual todos deben pensar dos veces antes de hablar si no quieren enfrentar cargos de insensibilidad, agresión, o algo peor.

El libro se ocupa de mostrar cómo estas Grandes Falsedades que se originan en los campus universitarios se extienden luego hacia el resto de la esfera pública. Esto es, evidentemente, lo que sucedió con la muestra de Philip Guston. Pero también se desperdigan fuera de los Estados Unidos, en otras regiones del mundo angloparlante. Por dar un ejemplo especialmente insólito, el gremio de estudiantes de la Universidad de East Anglia le exigió a un restaurante mexicano de la ciudad de Norwich que dejara de regalarles sombreros mexicanos a sus clientes estudiantes, por considerar esa medida de marketing como un acto “racista”. El manager del restaurante dijo que ellos interpretaban el regalo como una celebración de la cultura mexicana. Uno de los miembros del gremio dijo: “Sabemos que cuando se trata de apropiación cultural los problemas pueden ser a veces difíciles de entender”. Y agregó: “En el gremio de estudiantes queremos que todos los estudiantes se sientan seguros y aceptados, así que en todo momento tratamos de procurar que no haya ningún comportamiento, lenguaje o imagen que podría ser considerado racista, sexista, homofóbico, transfóbico o ableísta”.

Según Haidt y Lukianoff, la idea de ayudar a las personas con problemas de ansiedad a evitar justo las cosas que les producen ansiedad está fatalmente equivocada.

No se trata de que estos estudiantes estén o no equivocados en lo que están haciendo. Se trata de que las universidades que los cobijan no están corrigiendo el rumbo, y los mayores afectados por ello son los propios estudiantes: “Es probable que una cultura universitaria dedicada a la policía del discurso y al castigo de ciertos oradores engendre patrones de pensamiento sorprendentemente parecidos a los que desde hace mucho los terapeutas cognitivo-conductuales identifican entre las causas de depresión y ansiedad. Este nuevo proteccionismo puede estar enseñando a los estudiantes a pensar patológicamente”.

Un caso muy concreto es el de los trigger warnings. De acuerdo con las ideas más básicas de la psicología, argumentan Haidt y Lukianoff, la idea de ayudar a las personas con problemas de ansiedad a evitar justo las cosas que les producen ansiedad está fatalmente equivocada. Los estudiantes que reclaman trigger warnings pueden tener razón en que algunos de sus colegas alberguen recuerdos traumáticos que podrían ser reactivados por ciertas lecturas de algún curso. Pero están equivocados en evitar esas reactivaciones. Las discusiones en un aula son precisamente un lugar oportuno para verse expuesto a ocasionales recuerdos de un trauma determinado. Dado que es muy improbable que una discusión académica sobre cierto tipo de violencia produzca realmente esa violencia, el intercambio académico entre pares y con el maestro puede ser una manera adecuada para que los estudiantes modifiquen las asociaciones mentales que les producen daño o dolor. Y, agregan Haidt y Lukianoff, es mejor que aprovechen a hacerlo en la universidad, porque el mundo que sigue después de ella está mucho menos dispuesto a los trigger warnings y cosas por el estilo.

Palabras prohibidas

En octubre de este año el compositor de origen chino Bright Sheng debió apartarse de un seminario que estaba dando en la Universidad de Michigan, donde es profesor titular de composición. El seminario se concentraría en analizar la obra de Shakespeare y en la primera clase Sheng tuvo la idea de exhibir la versión de Otelo de 1965 en la que Laurence Olivier hace del moro de Venecia, para lo cual naturalmente debe teñirse la cara de un tono oscuro. Esta práctica, aunque muy común en el teatro y la ópera hasta hace algún tiempo (pensemos en Plácido Domingo haciendo el mismo personaje), está hoy pésimamente vista en distintos ámbitos de la vida estadounidense. Otro profesor de la misma casa de estudios dijo que “mostrar este film hoy, especialmente sin ponerlo en contexto, sin dar ningún aviso sobre su contenido y sin enfocarse sobre su inherente racismo es un acto racista en sí mismo, más allá de las intenciones del profesor”. Una alumna del curso dijo: “Me quedé estupefacta. En una escuela como ésta, que predica la diversidad y que asegura entender la historia de la gente de color en los Estados Unidos, me conmocionó que [el profesor] mostrara algo como esto en el que se supone que es un espacio seguro”.

Hablar abiertamente sobre valores en conflicto es un desafío que cualquier comunidad diversa y tolerante debe poder afrontar. Deben abandonarse los códigos que buscan restringir el discurso.

Las universidades deben intentar persuadir a sus estudiantes, argumentan Haidt y Lukianoff, sobre la necesidad de equilibrar la libertad de expresión con la necesidad de hacer que todos se sientan bienvenidos. Hablar abiertamente sobre valores en conflicto, por ejemplo, es un desafío que cualquier comunidad diversa y tolerante debe poder afrontar. Deben abandonarse los códigos que buscan restringir el discurso. Las trigger warnings deben ser desalentadas. No sólo conspiran contra el libre discurso sino que sus resultados son lo contrario de lo que presuntamente se busca. La Asociación Estadounidense de Profesores Universitarios señala: “La presunción de que los estudiantes deben ser protegidos en lugar de desafiados en un aula es a la vez infantilizante y antiintelectual”. Para Haidt y Lukianoff, este debería ser el credo universitario fundamental.

El 7 de julio de 2020, Jonathan Haidt firmó, junto con figuras de la talla de Martin Amis, Margaret Atwood, Noam Chomsky, Malcolm Gladwell y J. K. Rowling, una carta publicada en Harper’s Magazine con el título “A Letter on Justice and Open Debate” [“Una carta sobre la justicia y el debate abierto”]. La carta comienza así:

Nuestras instituciones culturales enfrentan momentos de prueba. Las poderosas protestas por la justicia social y racial están dando lugar a demoradas demandas de reforma policial, junto con un amplio llamamiento a una mayor igualdad e inclusión en nuestra sociedad, sobre todo en la educación superior, el periodismo, la filantropía y las artes. Pero este reconocimiento también ha intensificado un nuevo conjunto de actitudes morales y compromisos políticos que tienden a debilitar nuestras normas de debate abierto y tolerancia de las diferencias, en favor de la uniformidad ideológica. Si bien aplaudimos lo primero, alzamos nuestras voces contra lo segundo. Las fuerzas del antiliberalismo están ganando fuerza en todo el mundo y tienen un poderoso aliado en Donald Trump, que representa una verdadera amenaza para la democracia. Pero no se debe permitir que la resistencia se endurezca en su propio tipo de dogma o coerción, que los demagogos de derecha ya están explotando. La inclusión democrática que queremos solo se puede lograr si nos pronunciamos contra el clima intolerante que se ha instalado en todos los lados.

Luego, la carta da algunos ejemplos de este opresivo clima que se verifica a lo largo de todo el espectro ideológico:

Los editores son despedidos por publicar piezas controvertidas; los libros se retiran por supuesta falta de autenticidad; los periodistas tienen prohibido escribir sobre determinados temas; se investiga a los profesores por citar obras literarias en clase; un investigador es despedido por hacer circular un estudio académico sometido a revisión; directores de distintas organizaciones son expulsados por lo que a veces son errores torpes. Cualesquiera que sean los argumentos en torno a cada incidente en particular, el resultado ha sido que se estrechan constantemente los límites de lo que se puede decir sin la amenaza de represalias. Ya estamos pagando el precio en una mayor aversión al riesgo entre escritores, artistas y periodistas que temen por su sustento si se apartan del consenso, o incluso si carecen del suficiente celo al estar de acuerdo.

El resultado de todo esto será, denuncian, que las causas que todos dicen defender se verán irremediablemente dañadas. La respuesta no se hizo esperar. Otras tantas personas firmaron una carta titulada “Una carta más específica acerca de la justicia y el debate público” en la que discuten algunas de las ideas generales de la carta de Harper’s pero además buscan, en particular, refutar los presuntos peligros denunciados como inminentes o efectivamente verificados en el mundo real. Una de esas refutaciones dice así:

Los firmantes afirman que “los profesores son investigados por citar obras literarias en clase”. Esto podría ser una referencia a Laurie Sheck, una profesora de New School, quien dijo la n-word al hacer referencia a una pieza de James Baldwin en clase. Sin embargo, todavía está empleada y tiene clases para la primavera de 2021. Un incidente similar ocurrió con el profesor de Princeton Lawrence Rosen, a quien Princeton defendió. Terminó cancelando la clase, pero fue respaldado por su institución. Los profesores negros, marrones [brown] y trans han sido acosados por sitios web conservadores, amenazados y arruinados sus carreras por hablar sobre nuestras propias experiencias o enfrentar el racismo sistémico.

Un amigo mío es profesor en una universidad de los Estados Unidos. En general, tiende a menospreciar las denuncias de censura y la idea misma de la cultura de la cancelación, por considerarlas exageraciones que no constituyen un peligro real. Pero el otro día me escribió preocupado. Recibió un mail colectivo por parte de la administración de su universidad en el que se le dice que un conjunto de alumnos se quejó por el empleo de lenguaje ofensivo en las clases de alguno de sus colegas. El mail aclara que esta es una cuestión de recursos humanos (implicando, naturalmente, que los puestos de trabajo pueden estar en peligro por algo así). Los profesores no pueden decir la n-word en voz alta ni siquiera si están leyendo un texto que forma parte del programa (como en el caso de James Baldwin mencionado en la carta más arriba). No se le puede pedir a un alumno que lea la n-word en voz alta, aun si forma parte de un texto que está leyendo en clase. Si el profesor va a incluir en el programa de la materia un texto que incluya la n-word u otra palabra denigratoria respecto de un grupo demográfico debe aclararlo en el programa y decirlo en la primera clase, porque hay alumnos que no leen los programas. El mail aclara que si bien el caso con la n-word es particularmente obvio, eso no quita que haya otras palabras o expresiones que también deban ser evitadas a toda costa. Aclara, finalmente, que dejar de cumplir con estas advertencias puede traerle al profesor distintos tipos de consecuencias oficiales por parte de la universidad. Mi amigo me dijo que es la primera vez en su carrera, primero como estudiante y luego como profesor en universidades estadounidenses, en la que una palabra (de hecho, un conjunto de palabras) se haya vuelto literalmente impronunciable.

¿Y en Argentina?

Todas estas cuestiones pueden parecer muy remotas para quienes vivimos en la Argentina y en otros países de América Latina, en los cuales la cultura de la cancelación es apenas incipiente o casi inexistente. Contra esa idea querría traer a colación una cita de mi padre para defender su universalismo cultural: “La ciudad es una parte del mundo y el mundo, como dijo Cage, es un solo mundo”. El mundo es uno solo y la censura existe donde se la busque. Pero en la Argentina, ciertamente, tiene un cariz más antiguo, y por ello más reconocible y quizás menos peligroso. Cuando me enteré de que se estaba levantando “preventivamente” la muestra de Philip Guston, me acordé inmediatamente de cuando en el año 2004 se canceló una muestra de León Ferrari en el Centro Cultural Recoleta ante las quejas del entonces Arzobispo de Buenos Aires, Jorge Bergoglio, y las acciones legales de un grupo de activistas católicos. Sobre esa ocasión, sin embargo, cabe introducir algunas salvedades. La primera es que tras unos días, la muestra volvió a abrir. La segunda es que nadie habría esperado algo distinto de la Iglesia católica. Todo el campo intelectual argentino progresista de aquel entonces se pronunció contra la censura, casi sin fisuras. Sin las fisuras que se observan hoy en los debates acerca de la cultura de la cancelación en los países desarrollados.

Algo parecido sucedió hace poco con la representación de la ópera de Händel Theodora en el Teatro Colón de Buenos Aires. Además de varias cartas de lectores y comunicados de distintas agrupaciones católicas, la Conferencia Episcopal Argentina publicó un comunicado en el que se lamentó de “expresiones que ultrajan la sensibilidad de una porción muy importante de nuestro pueblo, que más allá de su creencia religiosa, siempre respeta a la Virgen” y pidió “que velen por una sociedad sana y democrática, en la que se respeten todos los símbolos sagrados, de cualquier religión que sean”. Este pedido de que la sociedad sea sana y de que se respeten todos los símbolos recuerda bastante, mutatis mutandis, la retórica que impera actualmente en las universidades estadounidenses. Pero también es cierto que lo ocurrido no llegó siquiera a constituir un caso de censura, porque la obra fue presentada en todas sus funciones, y si recibió algunos silbidos difícilmente haya sido por lo contestatario de su contenido (dada la infinidad de obras decididamente provocadoras que se han presentado en el Teatro Colón sin que hubiera quejas por parte del público), además de que el público está en todo su derecho de silbar, por desagradable que pueda parecernos.

Querría mencionar, a modo de reflexión final, un tema en el que algo parecido a la cultura de la cancelación sí puede verificarse en la Argentina. Hace poco salieron a la luz unos viejos tuits de Sabrina Ajmechet, actual candidata a diputada nacional por el principal partido de la oposición, Juntos por el Cambio. En esos tuits, la candidata decía cosas como estas: “La creencia en que las Malvinas son argentinas es irracional, es sentimental. Los datos históricos no ayudan a creer eso”, y: “Las Malvinas no existen. Las Falkland Islands son de los kelpers”. Los ataques fueron generalizados, de parte de figuras de todo el espectro político, incluso de miembros de la misma coalición. No hubo prácticamente nadie que saliera a respaldarla públicamente. Y muchos invocaron, para no hacerlo, la Constitución Nacional Argentina, que en su primera Disposición Transitoria dice: “La Nación Argentina ratifica su legítima e imprescriptible soberanía sobre las islas Malvinas, Georgias del Sur y Sandwich del Sur y los espacios marítimos e insulares correspondientes, por ser parte integrante del territorio nacional. La recuperación de dichos territorios y el ejercicio pleno de la soberanía, respetando el modo de vida de sus habitantes, y conforme a los principios del derecho internacional, constituyen un objetivo permanente e irrenunciable del pueblo argentino”. Es decir, como le pasa a mi amigo que da clases en una universidad estadounidense, es prácticamente impronunciable una idea como la siguiente: “Dado que la Argentina declaró una guerra para recuperar las Malvinas y la perdió, perdió su soberanía sobre las mismas”. Por lo menos, es tranquilizador saber que en la Argentina a la Constitución no se le hace demasiado caso.

 

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Eugenio Monjeau

Licenciado en Filosofía (UBA). Master en Educación (Universidad de Harvard). Autor de La mala educación (Sudamericana, 2017, con Helena Rovner).

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