Hubo una época –digamos, entre la década del ’20 y el final del siglo pasado– en la que las publicaciones periódicas se vendían y se leían de a cientos de miles (o incluso de a millones) en la Argentina. Su influencia excedía a veces los límites del país y llegaba a buena parte de América Latina, o incluso a España. Diarios y revistas que se volvieron hitos, mojones en la formación y en la cultura masiva de nuevas generaciones de lectores producto de las campañas de alfabetización primero y de la movilidad social ascendente después. Fue aquella, entonces, la época de los grandes editores, los comandantes en jefe de las redacciones de los medios gráficos: de aquellos que no fueron figuras conocidas, que podían mantener un estilo durante décadas (Félix Laiño en La Razón, los Gainza en La Prensa), de los que lo revolucionaban todo sin que nadie llegara apenas a advertirlo (Marcos Cytrynblum en Clarín) y también, por supuesto, fue la época de los editores estrella, los nombres que alcanzaron la fama y fueron una marca por sí mismos: Natalio Botana y Crítica, Héctor Ricardo García con Crónica y varias de sus revistas, Jorge Lanata con Página/12 y, junto a ellos, en un lugar muy propio y especial, Jacobo Timerman.
Don Jacobo era de aquella estirpe de los que sabían hacerse de abajo y tenían olfato y ubicuidad para subir rápido, pero que, a medida que subían, podían demostrar siempre que eran capaces de picar cables de agencia o bajarse 300 palabras de un saque en la Olivetti sin errores y en tiempo récord, mejor que cualquier otro redactor, jefe o secretario. Era de los que podían demostrar que sabían imponerse y conducir en el caos de un ambiente tan áspero como las redacciones, en las que abundaba por entonces la gente tan brillante como ingobernable. Un editor que conocía a sus lectores, que incluso podía moldearlos a su gusto, o directamente inventarlos. El valor de un editor como Timerman nacía en las redacciones y se exhibía en los textos impresos, pero además se medía en ejemplares vendidos, en centímetros y calidad de avisos, en clasificados facturados. Y la manera en la que las publicaciones de Timerman –siempre lejos de ser masivas– llegaron a influir en los temas, en los modos y en el lenguaje de la discusión pública fue lo que le permitió ganar incluso renombre internacional y un capital tan simbólico como material, todo un triunfo para un inmigrante llegado al país con 5 años y que fue a dar a un modestísimo conventillo de Villa Crespo. A pesar de —o quizás, justamente, gracias a— su carácter imposible, su personalidad contradictoria, tan generosa como arrogante y arbitraria, hubo un momento en el que supo que no habría puerta de despacho gubernamental, empresarial o sindical que se le fuera a cerrar en la cara. Esa posición de privilegio, deseada y envidiada por tantos colegas, en más de un momento se le volvió en contra, tanto por la cantidad de resentimiento que fue acumulando en su contra como por una inevitable sobreestimación de su poder concreto.
Las condiciones políticas del país que le tocaron a Timerman fueron una oportunidad histórica muy particular para alguien como él.
Una trayectoria como la suya fue posible también porque las condiciones políticas del país que le tocaron a Timerman fueron una oportunidad histórica muy particular para alguien como él. Fundó Primera Plana, la revista que le dio su impronta a los años ’60 en la Argentina, durante la resolución de las disputas entre los azules y colorados del Ejército, y la consolidó durante el gobierno de Arturo Illia. Es decir, en una época de inestabilidad política que fue derivando en inestabilidad social, pero que también fue la última oportunidad para que la clase media ilustrada a la que Timerman definió como su target pudiera disfrutar de niveles de bienestar económico a la altura de sus expectativas antes del desbarranco setentista. Y porque los vientos de modernización social que trajeron los ’60 necesitaban de nuevos medios que lo alentaran y aprovecharan, creando esa suerte de retroalimentación virtuosa.
Por supuesto, la política argentina incluso al día de hoy sigue siendo del tipo en donde los delirios más trasnochados sólo se pueden apreciar con cierta distancia en el espacio y tiempo, por eso a nadie podía extrañarle que Timerman y su banda de muchachos estructuralistas, freudianos y lacanianos llegaran a la conclusión de que un régimen encabezado por alguien como el general Onganía fuese más capaz que un venerable anciano radical de Cruz del Eje para materializar sus esperanzas modernizadoras. Así y todo, don Jacobo y varios de sus laderos pudieron notar que, aunque el daño ya estaba hecho y los regímenes políticos por venir se harían más y más esperpénticos, todo el prestigio y la influencia ganadas en su actuación pública no tenía fecha de vencimiento visible en el envase. Había que surfear la ola de la política demente en la Argentina, y se la surfeaba. Con militares azules o colorados, liberales o nacionalistas, blandos o duros. Con peronismo del color, material y espesor que fuera, con sindicatos y asociaciones empresarias, todos en el mismo lodo y manoseados. Con Perón en España, en la Argentina o en su tumba.
Y Timerman estuvo ahí para hacer lo que quisiera y lo que le conviniera. Para irse de Primera Plana y crear un clon, Confirmado. Para inventar ya en los ’70 el diario La Opinión junto a un batallón de jóvenes a favor de la lucha armada y para luego echarlos a todos, si le parecía y lo necesitaba. Para mantener y acrecentar su influencia dentro del lanussismo, pero también para condenar y enfrentar la espiralización de violencia desatada con la vuelta del peronismo al poder. El derrotero de Timerman durante aquellos años enloquecedores visto de cerca puede percibirse como un zigzag incomprensible pero hay que alejar un poco la vista para apreciar mejor la curva completa. Así, su posición final y solitaria (si excluimos al Buenos Aires Herald por su circulación más acotada) contra la violencia de ambos extremos del arco ideológico, incluido el terrorismo de Estado de la Triple A peronista y de la dictadura de las Juntas, lo ubica seguramente en un lugar único.
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Su apoyo inicial al Proceso se debió a un convencimiento genuino de la necesidad de sostener a los militares blandos frente a los duros, incluso desconociendo las advertencias de sus propios contactos en las fuerzas y frente a las evidencias del tenor de la represión desatada, algo que se sabía en todas las redacciones pero sólo en las páginas de La Opinión llegaba a reflejarse. Su diario publicaba los habeas corpus presentados por los desaparecidos al mismo tiempo que llamaba al gobierno de las Juntas a blanquear la lucha contra la subversión y condenaba cualquier tipo de terrorismo. Mostró una valentía y una dignidad inigualables mientras parecía meter la cabeza en la boca del león porque, con su arrogante sensación de omnipotencia, estaba seguro de que el león no lo iba a morder. Con él no se iban a meter, sus amigos poderosos del país y del exterior saltarían por él, las embajadas de todas las potencias occidentales llamarían inmediatamente a los generales si alguien se animaba a tocarle un pelo.
Pero Timerman no entendía cómo era que las fuerzas armadas habían loteado la represión, cómo cada unidad en las sombras podía manejarse a su antojo casi sin responder ante la propia Junta. Así y todo, aquel equilibrio tan precario que lo sostenía podría haberse mantenido si no hubiese sucedido lo imprevisto: el accidente en el que perdió la vida David Graiver, su socio financiero desde antes de la relación de aquel con Montoneros. Jacobo supo de inmediato la gravedad de la situación en la que lo dejaba esta muerte, y así procuró despegarse al menos en la formalidad del paquete accionario de la empresa propietaria de La Opinión. Pero en cuanto el coronel Ramón Camps unió los puntos, su suerte quedó sellada. El breve arresto que imaginaba Timerman que podría sufrir se transformó en otra cosa.
Se transformó en un largo calvario de más de dos años hasta el momento de su liberación y expulsión del país, con las consabidas semanas iniciales de golpizas y torturas con picana eléctrica en centros clandestinos de detención, traslados constantes, interrogatorios interminables y todo tipo de maltratos físicos y psicológicos. Timerman escribió el relato y la interpretación de su cautiverio en un breve libre escrito en su exilio en Tel Aviv y publicado inicialmente en Estados Unidos en mayo de 1981, Prisionero sin nombre, celda sin número, que inmediatamente conmovió al mundo como el primer testimonio directo de los crímenes de la dictadura. Como en tantos de los textos que vendrían después, en sus páginas leemos el horror y el padecimiento extremo de los prisioneros torturados, con cierto énfasis quizás en ese quiebre irreparable que se produce en la psiquis de las personas, eso que, superado el shock inicial, se vuelve algo aún peor que ese dolor físico extremo, imposible de representar con palabras.
Lo indecible
Pero Prisionero… es también un testimonio esperanzador en su relato del horror, uno admirablemente escrito, con una prosa que encuentra el tono exacto que evita tanto los eufemismos como el regodeo o la autocompasión. Algunos años después le preguntaron en aquella variopinta tribuna periodística de “Badía & Compañía” cómo había hecho para aguantar la tortura, y la respuesta de Jacobo fue muy sencilla: “No se aguanta”. No postula una valentía en la resistencia al tormento, sino que entiende que se trata de una simple lotería en la configuración de los órganos o tejidos corporales; algunos soportan la sucesión de descargas eléctricas sin entrar en colapso, otros no. Tampoco encuentra razones para analizar el valor de las respuestas obtenidas bajo la tortura. En su caso particular entendió que mentir le habría resultado mucho peor que decir la verdad, además de entender que con sus confesiones no comprometía la situación de nadie más que la de él mismo.
Lo que distingue en todo caso a este libro, lo que lo catapultó a la fama internacional definitiva fue la interpretación política que hizo Timerman de su secuestro y cautiverio. Con una lógica implacable, con una naturalidad que sabe perfectamente el peso y el alcance de sus palabras y acusaciones, apunta a la causa antisemita de sus captores y a sus implicancias lógicas: un régimen que secuestra a personas judías y las tortura de manera especialmente cruel por el mero hecho de serlo, ya no sólo es un régimen dictatorial que aplica el terrorismo de Estado, sino que, además, es un régimen nazi.
Timerman tuvo que pasar por los pozos más infectos de los centros clandestinos de detención para comprender de la manera más extrema posible que todo lo que había pensado y escrito sobre el carácter del gobierno militar, sobre las posibilidades concretas de influir en él y en una eventual transición hacia un nuevo gobierno democrático no habían sido más que alucinaciones. Y, sin embargo, la magnitud de ese choque entre sus ideas y sus acciones previas y las circunstancias sufridas luego no llegaron a enfurecerlo tanto con sus victimarios (a quienes parece despreciar burlonamente con esa caracterización de un nazismo tercermundista de bajo presupuesto, y a quienes por momentos pareciera admitirlos como una fatalidad, como un castigo a sus propios errores e ingenuidad en la percepción de lo que tenía ante sí), sino con quienes por acción u omisión habían permitido que, luego del compromiso inicial por un Nunca Más al que el Holocausto había comprometido al judaísmo, un nuevo régimen nazi viniera a repetir la tragedia apenas 30 años después en su propio país. Apuntó con dureza a la DAIA y a otras instituciones de la comunidad judía local, con varios de cuyos dirigentes se despreciaban mutuamente desde bastante antes.
Apuntó con dureza a la DAIA y a otras instituciones de la comunidad judía local, con varios de cuyos dirigentes se despreciaban mutuamente desde bastante antes.
En nuestra era del streaming global actual, resulta difícil y hasta curioso entender y apreciar la enorme repercusión que tuvo Prisionero… en Estados Unidos, Israel y varios otros países. Dos años más tarde tuvo incluso una adaptación como película para la televisión americana protagonizada por Roy Scheider y Liv Ullmann, aunque el propio Timerman la desestimó como un producto menor, ridículo por su esquematismo y lugares comunes para representar la realidad argentina. Pero aún más impactante resulta leer en la ya clásica biografía de Timerman escrita por Graciela Mochkofsky la crónica de la furia con la que el libro fue recibido aquí (por más que éste recién pudo leerse luego de la derrota de Malvinas en una edición pirata de El Cid Editor, la editorial del inefable Eduardo Varela Cid).
En primer lugar, desde luego, por los militares que encontraron otra prueba de la gran campaña antiargentina en el exterior orquestada por la subversión. Camps, ascendido al grado de general y ya alejado de la jefatura de la policía bonaerense, se presentó con gusto durante toda una semana frente a las cámaras del noticiero “60 minutos” en ATC para ser entrevistado por José Gómez Fuentes. Vale la pena detenerse a observar en este video un rasgo particular que solía sacar de las casillas a Timerman de los medios periodísticos locales, tanto en democracia como en dictadura: el reino del eufemismo, las alusiones vagas, los encadenamientos de afirmaciones implícitas dentro de otras sin que pareciera comprenderse el alcance de los significados borroneados de tal modo. Sólo así puede entenderse, incluso en dictadura, que Camps pudiera poner al aire fragmentos de las grabaciones de los interrogatorios a Timerman que él mismo había conducido en diferentes lugares durante su cautiverio. O referirse a las acusaciones por las que todos los implicados en el “caso Graiver” habían debido responder frente a un Consejo de Guerra sin explicar el verdadero carácter y las condiciones de aquel juicio militar, anulado años más tarde por la justicia civil; si bien varios de ellos fueron condenados a diferentes penas de prisión, pese a toda la evidencia de la confabulación judeo-marxista que el general había creído encontrar, Timerman, su “prisionero dilecto”, había sido declarado inocente. Desde luego, algo que Camps jamás se molestó en aclarar fue que, además de sus fantasías antisemitas y conspiranoicas, el otro elemento que alimentaba su deseo de investigar a los Graiver era el de apoderarse de los millones de su herencia.
Astillas del propio palo
Pero Prisionero… fue también un libro que sacó de las casillas a muchos de los colegas de Timerman, a editores y periodistas que habían trabajado o competido contra él en el medio local. Los viejos rencores, la envidia y el resentimiento acumulados durante años y, desde luego, la sensación de haber sido expuestos de manera inequívoca en su temor o complicidad con los militares en su propio trabajo periodístico era algo que ellos no podían digerir de ninguna manera. Que don Jacobo se hubiese mostrado en las páginas de su libro magnánimo y comprensivo en sus consideraciones hacia quienes no se habían animado a seguir su ejemplo (o al de los periodistas del Herald) probablemente no hacía más que alimentar su odio hacia él; no importaba si aquella generosidad era genuina o fingida. Y que el libro se desentendiera totalmente de la relación de su autor con David Graiver fue interpretado como una admisión de algún grado de culpabilidad.
En verdad, una muestra más que elocuente del ánimo contra Timerman en el medio local se había podido apreciar ya en octubre de 1980, cuando Jacobo se presentó en la asamblea general de la Sociedad Interamericana de Prensa, en San Diego, California. Como se puede leer en el libro de Mochkosfsky, en aquella oportunidad muchos de los más importantes editores de diarios argentinos fueron ahí no precisamente a presentarle sus respetos, sino decididos a ajustar cuentas con él. Ya en la presentación a cargo de William Giandoni, del Copley News Service de San Diego, la mención a su relación con Graiver no tardó en aparecer. Timerman, lejos de achicarse, respondió sarcásticamente que no tenía inconvenientes en ser sometido nuevamente al mismo interrogatorio que había sufrido por parte de Camps, toda vez que en aquella ocasión no había una picana eléctrica de por medio. Y no sólo rebatió aquellas acusaciones, sino que incluso afirmó que, durante su cautiverio, había visto con vida a Rafael Perrotta, ex director de El Cronista, de quien a la fecha no se tenía ninguna noticia. Semejante revelación debería haber provocado una conmoción en una asamblea de la SIP, pero los editores argentinos ni se mosquearon: los ataques y las acusaciones contra Timerman continuaron, incluso cuando éste se mostró escandalizado por la situación. Como uno de aquellos editores le confesó años después a Mochkofsky: “Fuimos unos pelotudos. Nos habían puesto adelante al tipo que odiábamos y no pudimos resistir la tentación de pegarle una trompada”.
Nos habían puesto adelante al tipo que odiábamos y no pudimos resistir la tentación de pegarle una trompada.
El entuerto desde luego que no terminó ahí. En octubre de 1981, tras la publicación de Prisionero…, cuando la Universidad de Columbia decidió otorgarle a Timerman el prestigioso premio María Moors Cabot, nuevamente la ira generalizada sacudió el ambiente periodístico argentino. Buena parte de quienes habían recibido el premio con anterioridad le escribieron indignados a la universidad, resueltos a devolver la distinción. La lista completa no viene al caso, pero se puede consultar y los nombres resultan más que elocuentes. Jacobo Timerman seguía siendo un nombre maldito en el medio local.
La primavera alfonsinista y los problemas de don Jacobo para adaptarse a la vida y a su profesión en el exterior fueron los motivos que lo trajeron de vuelta a este país en donde parecía tener tantas cuentas pendientes. El nuevo clima social seguramente hizo que las críticas y los ataques se atemperaran. La millonaria indemnización que obtuvo de parte del Estado argentino por la intervención y confiscación de La Opinión le permitieron seguramente superar el notable porrazo que sufrió su ego con su breve y fallido paso por la dirección de La Razón. De pronto comprendió que, después de tantos años, por más recuperación democrática que hubiera, la sociedad y el periodismo estaban cambiando de una manera que él ya no podía entender. Hacer un diario mejor ya no era garantía de que fuera a ser un éxito. Al contrario, las crueles cifras de venta parecían indicar lo contrario.
Es probable que algunos de sus rivales hayan disfrutado su caída, aunque tampoco tendrían ellos mismos mucho más para festejar durante mucho tiempo. A la era de los grandes editores de diarios y revistas le quedaba poco. Sus funciones y su poder se irían diluyendo, repartidos entre las ascendentes figuras de los gerentes generales y los CEO, los responsables de coordinar los contenidos con las radios, canales de televisión y señales de cable de los grupos multimedios y los creativos que lanzaban los fascículos con autitos coleccionables y las tarjetas de fidelización. Y todavía faltaba que llegaran la Intenet hogareña y la “red social del pajarito” con el martillo y los últimos clavos para el ataúd.
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