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Sentada frente a la computadora, mientras el cielo se oscurecía del otro lado del balcón, Luisa escribió tres palabras. Sobre la mesada del baño había dejado un Evatest y se disponía a traducir del inglés un poema corto. Los jazmines que había comprado hacía cinco días flotaban amarillos en el cuenco de cristal y parecían decirle que no hacía falta ir al baño para saber el resultado.
–¡Tenés cuarenta y ocho años! –se había burlado su hermana mayor cuando le contó que tenía un atraso de veinte días y que le daba pánico hacerse un Evatest–. Bienvenida a la menopausia, darling–. Luisa le dio la razón, secretamente ofendida, y se regodeó pensando que de su cuerpo, a diferencia del cuerpo resignado de su hermana, podía esperarse cualquier cosa.
“¿Firme y cremoso a la vez?”, preguntó en voz alta, cuestionando el eslogan del yogur que había dejado por la mitad sobre una factura de Edenor. Hablar sola se había vuelto una costumbre. Esa mañana había gritado en medio del baño: “¡Dejen de mentir!”, indignada por una caja de ampollas que prometía descaradamente: “Rellena y repara en una hora. Efecto lifting instantáneo”. “Dejen de mentir”, dijo otra vez, aunque sin énfasis, incluyendo en un mismo y largo hartazgo al laboratorio francés y a la empresa de productos lácteos. Quizás el pedido incluyera también al hombre que después de dos encuentros en su departamento de recién separado no había mostrado interés en volver a verla y había dejado su último mensaje sin responder.
“No hay indicios de embarazo ni de menstruación”, había concluido la ginecóloga al mediodía después de examinarla. Le había recomendado hacerse un test rápido para despejar la duda y quedarse tranquila. En su extensa trayectoria –aclaró– había conocido un solo caso. Más que compasión, Luisa sintió una ráfaga de envidia por esa mujer sombríamente feliz en el momento de la anunciación. Camino a la farmacia, pensó en el sweater gris que había usado hasta el último día de su primer embarazo y que había quedado plasmado en una foto, estirado por una panza turgente de siete meses. ¿A quién se lo había regalado? Pensó también en las palabras que hacía décadas había oído exclamar a su tía, embarazada de dos meses (y a punto de perderlo) a los cuarenta y seis: “¡Feliz y llena de colágeno!”
Pensó también en las palabras que hacía décadas había oído exclamar a su tía, embarazada de dos meses (y a punto de perderlo) a los cuarenta y seis: “¡Feliz y llena de colágeno!”
No podía traducir (se había trabado en la palabra “funeral” del primer verso) y no quería acercarse a la mesada del baño. Con un estremecimiento supo que la línea capaz de consagrarla como una mujer casi bíblica ya habría aparecido en la ventana de detección. “No importa lo oscuras o claras que sean”, explicaba el manual de instrucciones; ella lo sabía perfectamente y recordó el terror que había sentido hacía quince años al ver surgir de a poco esa segunda línea rosa y lívida que anunciaba: “Sos otra”.
Eligió una playlist, estiró los brazos, entrelazó las manos e hizo crujir los dedos. This was never the way I planned, not my intention cantaba Katy Perry, y sin dejar la silla Luisa empezó a bailar. La pantalla de la computadora la reflejaba pálida y rubia. El suave vaivén preliminar se fue transformando en una serie de espasmos. El hombro izquierdo iba para un lado en dos tiempos, y enseguida el derecho lo hacía en sentido contrario. Sincronizada con el torso, la cabeza se movía a un lado y al otro como si alguien parado delante de ella estuviera cacheteándola con una insistencia y un ritmo que terminarían por matarla. No conforme con bailar en la silla, Luisa se levantó y volvió a poner la canción. Ahora desfilaba hipnotizada sobre una imaginaria y angostísima tabla, con pies convertidos en cuchillas que a cada paso se clavaban confiadas en poder salir con la misma velocidad con la que habían penetrado la superficie. Hizo seis pasadas y emprendió un baile más enérgico que el anterior. ¿Qué iba a decir su madre? Probablemente no le hablaría nunca más. ¿Qué iban a decir todos? It’s not what good girls do, not how they should behave, gritaba encima de la cantante, agónica, incomprendida, excepcional, sacudiéndose como si estuviera en medio de un tornado. Su vida volaría por el aire: el departamento con vista a la embajada, los geranios del balcón, su marido y sus hijos a punto de llegar, el viaje a New York en un mes.
El Evatest se había expedido hacía varios minutos, pero Luisa seguía bailando. Indiferente a la premonición de los jazmines, al sarcasmo de su hermana y a la estadística de la médica, evaluaba su look posparto. Muy flaca, mucho negro, un buen par de botas, una buena campera de cuero. El pelo más corto, más rubio, las raíces oscuras. Había que acentuar los contrastes, dejarse de sutilezas. Más rockera, más punk, decidió sombríamente feliz.
Recién duchada, sentada frente al espejo del baño, la doctora Andrea Vartanian se entregaba a su rutina de skincare. Cada noche se renovaba la impresión de que aquel ambiente de su casa era su lugar en el mundo. Con los ahorros de dos años había logrado hacer realidad un sueño forjado en Pinterest: el piso que imitaba la madera, la alfombra color avena, la bañadera con patas de león, la araña moderna de seis luces, la mesada de cuarzo blanco con su colección de cremas, sueros y aceites. Del pequeño parlante rosa que su hija le había regalado para el día de la madre salía la voz de Chet Baker. Después de la cara, que había exfoliado e hidratado con una espesa crema de triple efecto, sería el turno de las piernas, y mientras estas absorbieran una crema más espesa aun, Andrea aprovecharía para estirarlas. Le gustaba estar unos minutos de pie sobre la alfombra, con el torso y la cabeza colgando, mientras las horas acumuladas en las rodillas, en la espalda y en el cuello se diluían de a poco. Finalmente, se pondría el piyama de algodón y vería un par de capítulos de una serie.
El mensaje de un número desconocido la desconcertó. ¿Quién le escribiría a esa hora? Ojalá hubiera sido Ezequiel, uno de esos mensajes cortos que le aceleraban el pulso. Amplió la foto de perfil y la reconoció: era la paciente del mediodía. ¿Cómo olvidarla? La foto la mostraba seria, con pelo abundante y largo. Una selfie sacada en el auto: la cara de una madre –conjeturó Andrea, alejando el teléfono para hacer foco– que va a buscar a sus hijos al colegio y, mientras espera, con el cinturón de seguridad todavía puesto (ese detalle arruinaba para ella la imagen), se ve atractiva. Un momento de triunfo, la sensación de ganarle al tiempo. La foto –decretó Andrea– tendría un par de años. Se la veía más joven, más carnosa. La mujer a la que había atendido ese día, en cambio, tenía la cara flaca y parecía angustiada. Andrea recordó, y lamentó, haberle dado su número de teléfono. “¿La puedo llamar, cualquier cosa?”, le había preguntado con ojos implorantes, como una adolescente en apuros. No había podido decirle que no, como tampoco había podido sugerirle que fuera a su casa, tomara un ansiolítico y más tarde saliera a comer con su marido, que ya no podría embarazarla.
“¡Cómo joden estas boludas!”, exclamó sentada en el borde de la cama.
“¡Cómo joden estas boludas!”, exclamó sentada en el borde de la cama. Había tenido que pararse e ir al cuarto a ponerse los anteojos que estaban en la mesa de luz. En remera y bombacha, severa, de mal humor, respondió: “Un falso negativo a los 48 es un negativo”. “Ok, gracias”, contestó su paciente enseguida. Andrea la imaginó aterrada por la posibilidad de un embarazo a su edad, y se apiadó. ¿Cómo explicarle, sin alentar un nuevo intercambio de mensajes, que lo que tanto temía era imposible? Creía haber sido clara en el consultorio. Tal vez tendría que haberle dicho directamente que eso no era un atraso sino el principio del fin. “Quedate tranquila”, escribió y volvió al baño para completar el ritual.
Del pote de tapa colorada extrajo un puñado abundante de crema y lo esparció por sus piernas con masajes suaves. Pensó otra vez en Ezequiel: qué lindo tipo, ese pelo, esos brazos, esa mirada inteligente. Con la cabeza hacia abajo y los ojos cerrados decidió que al día siguiente le mandaría un mensaje. Tendría que ser ocurrente, casual. “Están todos venidos”, le había dicho su hija de dieciocho años cuando ella le comentó que el hombre que le gustaba había dejado de escribirle. La expresión la había hecho reír: hombres con síndrome premenstrual, ciclotímicos, convertidos en presas delicadas. El futuro de su hija la abrumó; todo lo que le faltaba vivir. Las grandes ilusiones, los no menos grandes desencantos. ¿Y qué sería de ella, Andrea, mientras durara el aprendizaje? Pensó en la palabra “añosa”, qué fea era. No había estado segura hasta último momento de querer ser madre, y a los treinta y nueve había sorprendido a todos, incluso a sí misma, con el embarazo. Like a flower waiting to bloom… cantaba Norah Jones, y Andrea recordó el primer beso de su vida, a los trece años, en el banco de una plaza. Martín Gagliardo. Un momento de vértigo que no volvería a repetirse y en el que, curiosamente, no había vuelto a pensar. Su primer encuentro con lo desconocido. Él no abría la boca y ella quería más. Había practicado con el espejo, con el dorso de la mano, tratando de imaginar el contacto con la otra lengua. Qué lejos había quedado su pasado. Tanta agitación, tanto furor. Y toda esa sangre, pensó antes de abrir los ojos y erguirse.
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