JAVIER FURER
Domingo

Sommeliers de castas

Los discursos contra la clase política no son nuevos, pero son contagiosos y pueden corroer la democracia. ¿Cómo se les responde?

La democracia liberal atraviesa un momento ambiguo en todo el mundo. Aunque continúa siendo el único régimen político con capacidad para legitimar el origen y el ejercicio del poder de un gobierno, enfrenta cada vez mayores desafíos. Según el Índice de Democracia publicado por la Unidad de Inteligencia de The Economist este año, el 45,7% de la población mundial vive en alguna forma de democracia plena (6,4%) o defectuosa (39,3%). Menos de la mitad. El resto se divide entre regímenes híbridos (17,2%) y regímenes autoritarios (37,1%).

Hace ocho años Moisés Naím escribió El fin del poder, libro que parió una frase repetida hasta el cansancio: hoy en día “el poder es más fácil de obtener, más difícil de ejercer y más fácil de perder”. Frente a esta fuerza centrífuga de dispersión del poder, Naím plantea en su nuevo libro, La revancha de los poderosos, que emergió una nueva fuerza centrípeta de concentración que puede ser letal para las democracias. Con una novedad: las democracias ya no mueren por golpes de Estado, sino que son corroídas desde su interior. No existe nada intrínseco en las democracias que las haga inmunes a una caída. Las instituciones no son resistentes como una plancha metálica sino que se rompen como el vidrio: cuando se las tensa, se pueden llegar a doblar un poco, pero de un momento a otro estallan en mil pedazos.

Más que sobre contenido, la democracia es sobre formas. La democracia es un régimen maravilloso: permite encontrar un equilibrio entre cooperación y conflicto. Cuando los sistemas de partido funcionan podemos estar en desacuerdo en absolutamente todo, salvo en un punto: jugar bajo las mismas reglas. Es el único régimen que permite que en sociedades atravesadas por diferencias de intereses, valores y visiones, los conflictos puedan canalizarse en paz. Las mayorías siempre son coyunturales y el pluralismo permite que se respeten nuestros derechos y libertades cuando nos encontramos del lado minoritario en una discusión. Es un punto diminuto en la historia de la humanidad. En nuestro país va a cumplir apenas 40 años el próximo año.

Nuevas amenazas a la democracia

Lo damos por hecho, pero tampoco es algo intuitivo. Si pudiéramos elegir, ¿preferiríamos un gobierno que nos gusta, independientemente de cómo haya surgido, o un gobierno que detestamos pero surgido de elecciones? Si somos cortoplacistas posiblemente consideremos la primera. Pero la democracia es una apuesta de largo plazo. Hay que gobernar y construir con la certeza de que tarde o temprano la oposición va a llegar al poder. La idea de la política como batalla final siempre es atractiva. Tan atractiva como falsa y peligrosa. La apuesta por las formas de la democracia no es tibieza, sino audacia. Es la mayor defensa existente a la democracia liberal, la mejor guardiana de las libertades individuales.

A los nuevos verdugos de la democracia Naím los llama autócratas 3P. Cada una de las P hace referencia a cada herramienta de una estrategia que se asemeja a una receta. El populismo es un tipo de discurso que divide la sociedad en dos: de un lado una minoría opresora y del otro una mayoría oprimida. El concepto minoría es un concepto hueco: puede ser llenado con los empresarios, la oligarquía, los inmigrantes o la casta. La tercera pata es un líder que viene a liberar al pueblo. El populismo es una táctica discursiva versátil: se amolda a cualquier contexto e ideología. Es una polarización vista desde un sentimiento visceral, una demonización de los adversarios. Al fortalecer las identificaciones negativas, constituye también un mecanismo para ejercer el control sobre los propios seguidores. La tercera de Naím es la posverdad, un concepto que va mucho más allá de la simple mentira. Busca la eliminación de las fronteras; la desaparición de criterios claros para diferenciar lo verdadero y lo falso.

Alguien podría decir con razón que estos tres elementos no necesariamente entran en contradicción con la democracia. El populismo, por ejemplo, es compatible, a pesar de sus características iliberales (rechazo a las instituciones intermedias y los pesos y contrapesos, decisionismo plebiscitario, etc.). Ahí está el verdadero problema. La característica principal de estos movimientos es la ambigüedad. Transitan el fino hilo entre una oposición leal y una deselal respecto al régimen democrático.

La característica principal de estos movimientos es la ambigüedad. Transitan el fino hilo entre una oposición leal y una deselal respecto al régimen democrático.

La oposición a la élite política rebautizada como “casta” no es original. En contextos de crisis económica y frustraciones sociales se genera un caldo de cultivo para la emergencia de estos líderes anti establishment político. Europa vio crecer al calor de la última crisis a Podemos y a VOX en España, al Movimiento Cinco Estrellas en Italia y a Alternativa por Alemania, entre otros. En América Latina el repertorio se amplía: Hugo Chavez en Venezuela puede ser el caso más paradigmático de cómo la emergencia de estos liderazgos puede llevar al derrumbe de la democracia. Pero en nuestros días también vimos llegar al poder a líderes como Castillo en Perú, Bukele en El Salvador y Bolsonaro en Brasil.

No todo partido anti-establishment es nuevo, ni todo partido nuevo es anti-establishment. No puede rebajarse simplemente a una etiqueta que usen los partidos políticos tradicionales de forma corporativa para desprestigiar a los que intenten asomarse. Tampoco necesariamente los líderes anti-establishment son autoritarios, pero el efecto que generan sobre el sistema sí puede representar un riesgo para la democracia. Son como jardineros que riegan una semilla de frustración de la cual sale un árbol cuyos frutos no conocemos de antemano. La narrativa anti-política es contagiosa y ahí radica el peligro para la democracia. Cuando los líderes infringen normas de convivencia básicas, esto tiene un efecto cascada.

No se trata de plantear una defensa del establishment. Estas críticas pueden darse en contextos donde existe una élite política disfuncional pero, por lo general, las calificaciones de “son todos lo mismo” son simplistas e intencionadas. La democracia necesita de partidos políticos y liderazgos, y el intento de desprestigiar a los actores de la política tradicional puede llevar a un problema de legitimidad. Hay veces que al escuchar a estos líderes pareciera tratarse de movimientos que están luchando contra una dictadura, pero que en realidad se mueven en un contexto democrático. Las palabras que utilizan son las mismas.

El culto político de los líderes anti-establishment se parece cada vez más al espectáculo. Este tipo de políticos no tiene seguidores sino fans.

El culto de los líderes anti-establishment se parece cada vez más al espectáculo. Este tipo de políticos no tienen seguidores sino fans. Líderes que parecen estrellas de rock. El problema es que el fan no cuestiona, sino que justifica: cuando el líder infringe una norma, no hay que cambiar al líder, sino a la norma. Cuando asumimos la disputa política en términos de una cruzada moral el riesgo es enorme y abrimos la puerta a nuestros propios verdugos. No existen barreras legítimas para la búsqueda del paraíso. No hay nada más nocivo que un político ideologizado que se cree dueño de una verdad revelada; el mesianismo es la peor forma de la política.

A lo largo del mundo, ante la irrupción de estos liderazgos las elites políticas parecen reaccionar a la defensiva, como si el problema fueran los candidatos en sí mismos. Quienes votan por este tipo de candidatos no lo hacen necesariamente por sus ideas sino porque rompen con el estereotipo del político tradicional. No conectan con lo que piensa un líder, sino con lo que representa. Las identidades políticas tienen siempre un componente racional y uno emocional. El componente racional convence, pero el emocional moviliza. La bronca no se piensa, sino que se siente. Lo atractivo no es un candidato, sino un estilo. Lo connotativo sobre lo denotativo. La interacción con estos líderes, junto con unas emociones negativas de bronca mucho más intensas que las positivas muchas veces termina generando identificaciones muy fuertes. Las acusaciones de las élites a las formas muchas veces border de estos liderazgos sólo contribuyen a fortalecerlos. Su fuerte radica justamente en la diferenciación respecto a lo normal.

Un juego infinito

Los desafíos de Argentina parecen seguir siendo más o menos los mismos desde hace años: macroeconomía estable y fortaleza institucional. El surgimiento de discursos anti-establishment es una imagen clara de un fracaso político y económico. Los gobiernos tienen una legitimidad democrática de origen, pero no dan los resultados esperados. La política argentina parece entrar de forma recurrente en un ciclo de “crisis de representación” (aunque podemos decir que la representación está sujeta a una transformación permanente propia de la dinámica democrática). El 2001 fue un terremoto. El PRO, al igual que el kirchnerismo, irrumpió en ese contexto de erosión de las identidades políticas y sociales tradicionales aunque con una idea muy distinta del presente y el futuro.

Una de las características centrales del PRO fue la politización del metro cuadrado: la idea de que cambiar la vida a la gente significa hacer cosas concretas que mejoren su día a día. Vino a generar ruido en la discusión pública con un discurso que puso un punto de quiebre con la tradición nacional-popular, los grandes relatos, y que trajo sobre la mesa palabras como mérito y competencia. La idea de que Argentina puede vivir sin complejos en el capitalismo. El PRO también vino a la política a desterrar mitos. El cementerio de terceras fuerzas que representa la política argentina vio irrumpir en la escena nacional a un partido que comenzó siendo vecinal pero consagró un presidente. El primer presidente no peronista en terminar su mandato en más de 90 años.

Hoy parece que estamos entrando nuevamente en un punto muerto. Bronca. En la calle se siente bronca. Un sentimiento que a veces se mezcla con resignación. No hay narrativas que movilicen con una esperanza de un futuro mejor. Es difícil escapar de la urgencia de la coyuntura con una inflación galopante que alcanzó el 58% interanual el mes pasado (la mayor en 30 años). ¿Cómo salimos de esto? La política en nuestro país hoy no está cumpliendo su rol principal: ampliar el horizonte temporal; dar certidumbre para que las personas y las organizaciones puedan plantear sus objetivos y alcanzarlos. La política está rota. Los políticos están rotos. Tenemos que recuperar la autenticidad en la representación.

Los ‘elegidos’ plantean siempre soluciones inmediatas y unívocas. Juegan con una sociedad desesperada.

Los elegidos plantean siempre soluciones inmediatas y unívocas. Juegan con una sociedad desesperada. Representar no significa imitar en espejo. Las respuestas fáciles y las acusaciones generales a una élite caricaturizada no nos llevan a las soluciones que necesitamos. Al contrario, pueden cerrar los pocos canales de salida que quedan. Los discursos anti-establishment pueden ser útiles para sacudir a una élite que se desconecta de la realidad. En algunos casos, como en nuestro país, contribuyen a poner sobre la mesa discusiones que antes eran tabú: aportan a la conversación y la construcción de sentido común, pero la forma de disputar con el lanzallamas en la mano en una situación límite como en la que estamos, tarde o temprano termina comiéndoselos también.

Para poder ser transformadora (y poder efectivamente implementar esas transformaciones) la política implica una construcción lenta y consistente, sustentable en el largo plazo. En un camino largo de construcción, el 2015 vio nacer a Cambiemos con su triunfo en la elección presidencial. Fue la primera vez en mucho tiempo que la política argentina veía surgir una coalición política homogéneamente pro-mercado con vocación de poder. Un triunfo revalidado en las elecciones intermedias de 2017, con una derrota en la presidencial de 2019 y un nuevo triunfo en la elección legislativa de 2021. Hoy Juntos por el Cambio llega mucho mejor parado en la escena nacional de lo que fue en aquel 2015. No solamente en términos de aprendizaje, sino de poder institucional y construcción de una identidad social. Más de 15 años de construcción política. En 2015 Macri asumió con 34% de los diputados y 21% de los senadores; hoy JxC cuenta con 45% de los diputados y 46% de los senadores. La política es tirana: la construcción lleva mucho tiempo; la destrucción se puede dar de un momento a otro.

Hay quienes ven hoy en JxC, y especialmente parte de los jóvenes, un elemento más del paisaje de la política tradicional.

Sin embargo, hay quienes ven hoy en JxC, y especialmente parte de los jóvenes, un elemento más del paisaje de la política tradicional. La política avanza a un ritmo vertiginoso: lo que para unos es nuevo, para otros es viejo. A su vez, el avance de la tecnología hace que las sociedades cambien mucho más rápido de lo que cambian las instituciones. Necesitamos pensar nuevamente en una política para el siglo XXI, un nuevo modelo de liderazgo, un cambio en el aspiracional de lo que significa hacer política. Los jóvenes tenemos un vínculo cada vez más laico con la política y las lealtades partidarias tienen olor a naftalina. Buena parte de las formas que tiene la política están desconectadas de la sociedad, lo que genera una materia prima sobre la que los populistas de todo color pueden desplegar su estrategia.

Necesitamos una narrativa que construya entusiasmo y masa crítica; contagiar y salir a vocerear. En Argentina la “clase media” es una construcción política antes que una categoría sociológica; una clase media aspiracional que hoy no ve con nitidez una posibilidad de progresar en su país. En un contexto donde hay un gobierno que es al mismo tiempo su propia oposición, y una oposición de la que por momentos sólo se habla de sus discusiones internas, con una macro cada vez más inestable y una situación social que no deja de empeorar, la política sólo ayuda a acrecentar la distancia con la sociedad. La política es la gestión de lo público, del conflicto y de lo que nos une a los individuos en sociedad, no de los nombres propios. No es algo naïve; tenemos que entender que cuando nos enfrascamos en la discusión de la oferta política nos desconectamos de la verdadera demanda.

La Argentina corporativa en la que estamos necesita pegar un volantazo, alinear los incentivos con un rumbo claro. No alcanza con un partido ni una coalición, se necesita una masa crítica, un movimiento ciudadano antes que partidario. La meta no es la elección, más bien es el punto de partida. Ahora bien, una economía rota lo menos que necesita es que rompamos también el sistema político. Tenemos que recuperar la idea de cambio aspiracional. Tener un norte claro como espacio que trascienda los nombres propios. Necesitamos recuperar la audacia política, el espíritu de generar ruido y romper los esquemas. Pensar fuera de la caja, para que la caja no nos asfixie.

 

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Ramiro Albina

Licenciado en Ciencia Política (UBA). Maestrando en Economía Urbana (UTDT). En Twitter es @ramialbina.

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