ELÍAS WENGIEL
Domingo

More cowbell!

Una película, una serie documental y un programa especial buscan explicar el misterio detrás del éxito de 'Saturday Night Live', que cumple medio siglo en el aire.

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Live from New York, un libro de Tom Shales y James Andrew Miller publicado en 2002, es una minuciosa historia oral de Saturday Night Live que recopila, edita y ordena las decenas de testimonios de personas que tuvieron y tienen aún hoy alguna relación con el programa de comedia televisiva más famoso del mundo: actores, guionistas, músicos, productores, ejecutivos, agentes, políticos, deportistas, famosos de todo tipo que fueron alguna vez invitados como hosts. En uno de los primeros párrafos de su prólogo aparece muy pronto una afirmación que se suele repetir con frecuencia siempre que se habla de SNL: que este programa, habiendo cruzado por entonces la barrera de los 25 años ininterrumpidamente al aire, había alcanzado el status de “institución” de la cultura popular estadounidense.

En las últimas semanas, SNL decidió tirar la casa por la ventana por su 50° aniversario y lo festejó con dos eventos a la altura de su tan mentada institucionalidad: un fastuoso recital en el Radio City Music Hall a modo de homenaje a sus segmentos musicales y un programa especial de tres horas, es decir, del doble de duración de sus emisiones habituales. De este especial se viralizaron en las redes tantos segmentos que quienes no lo seguimos en vivo prácticamente lo pudimos reconstruir en su totalidad. Más allá de sus méritos artísticos, algo que dejó muy en claro este especial es que SNL puede rivalizar por sí solo contra todo el resto de la industria audiovisual y armar su propio boliche estelar no con juegos de azar y mujerzuelas, sino con alfombra roja, vestidos de alta costura y una autoindulgencia mucho más tolerable (por lo divertida) que la del promedio del show business actual.

Todo esto no fue poco para unas bodas de oro, pero hubo más. Si pasamos por alto apenas la inexactitud temporal, a 49 años de la emisión del primer programa de SNL, el 11 de octubre del año pasado se estrenó la película Saturday Night. Dirigida por Jason Reitman y con apoyo de varios de los integrantes del elenco y los productores originales, el film se propone narrar casi en tiempo real las caóticas horas previas a la salida al aire de aquel debut en vivo de 1975. Saturday Night es entretenida, tiene un vértigo que por momentos abruma a los más ansiosos, tiene actores que representan con humor y sin desbordes a Lorne Michaels y a todos los integrantes del elenco original y tiene un mérito adicional: muestra que la televisión es –acá, allá y en cualquier parte– un revoltijo indiscernible de talentos, dinero, bajezas, visionarios, imbéciles y mucho, mucho azar. Y, por ende, que para que SNL alcanzara su estatura institucional con el correr de los años, antes tuvo que ingeniárselas para hacerse un lugar en un medio que le era naturalmente extraño y hostil, dominado por otra institucionalidad que lo precedía.

Ni la película ni los propios protagonistas de SNL nos quieren vender el cuento de los chicos punks que entraron a los sopapos a un estudio de televisión a poner patas para arriba al medio.

Desde luego, ni la película ni los propios protagonistas de SNL nos quieren vender el cuento de los chicos punks que entraron a los sopapos a un estudio de televisión a poner patas para arriba al medio, sino que esta historia sirve para entender los mecanismos de una industria a la que aún le quedaban años de crecimiento y dominio. Es decir que, si es cierto que SNL fue el primer programa hecho por y para la generación boomer, que su comedia cambió muchos de los códigos de su género y expandió los límites de lo que se podía hacer y decir en televisión, antes de eso tuvieron que pasar varias otras cosas. En principio, que Johnny Carson se cansara de que la NBC pasara repeticiones de su show todos los fines de semana: el amo y señor de las noches televisivas de su época estaba cansado, quería trabajar menos y, hacia principios de 1974, le exigió al canal que intercalara las repeticiones los días de semana y que buscara otra cosa para los sábados y domingos. Y nadie le podía decir que no a Johnny.

Después, hizo falta que la NBC convocara a Dick Ebersol para la tarea de encontrar ese algo que reemplazara a Carson los sábados. Ebersol venía de trabajar en el equipo de Deportes de la ABC junto a Roone Arledge (a quien, curiosa coincidencia, vemos también representado en la película September 5, recientemente estrenada), es decir, era un tipo joven pero ya acostumbrado a estándares televisivos de excelencia. Y fue también el que conoció al canadiense Lorne Michaels, un productor y guionista obsesionado con la comedia y sus formas, adicto al trabajo y apenas cruzando la barrera de los 30 años. Y que vio en él potencial como para desarrollar ideas innovadoras para las noches de sábado en la NBC. En cualquier caso, para hacer posible este debut de SNL —que la película Saturday Night muestra como pendiendo de un hilo hasta el último segundo— fueron necesarios casi un año de discusiones, negociaciones y preparativos de todo tipo. Y que la cadena gastara 250.000 dólares en reformar el estudio 8H. Un dineral que los ejecutivos no estaban dispuestos a desperdiciar así nomás en unos jovencitos locos.

Es lógico entonces que la película plantee un doble enfrentamiento: uno es generacional y el otro contra el statu quo televisivo de la época. La institución a derribar acá no es Carson (quien sin embargo no se priva de amenazar al debutante Michaels en una llamada que se supone que es para darle su voto de confianza), sino Milton Berle, el rey indiscutido de las variedades televisivas y emblema de todo lo que SNL venía a combatir en ese mismo campo artístico. Berle es ese viejo verde y decadente que hace su acto junto a un grupo de bailarinas “hegemónicas”, pero también el que muestra que la tiene literalmente más grande en su enfrentamiento con Chevy Chase. Hoy le podemos encontrar rastros de perfume woke a todo, pero esta oposición que se plantea entre Berle y Chase tiene una contracara: sucede en la película cuando lo vemos a Dan Aykroyd, muy poco convencido de hacer su personaje de machote ridículo acosado por Gilda Radner, Jane Curtin y Laraine Newman, la rama femenina del elenco. En todo caso, la verdad histórica indica que las cosas cambian así, de a poco y con contradicciones. Es tan cierto que a las mujeres no les resultó fácil ganarse y mantener su lugar en el programa como que Aykroyd interpretó efectivamente a un male prostitute.

Las partes del todo

Decíamos al principio que hubo un especial de tres horas en vivo y un recital aparte para celebrar los 50 años de SNL, y esa división entre el show y sus segmentos musicales se repitió también en dos nuevos documentales a propósito del aniversario. De la parte musical se ocupa Ladies & Gentleman… 50 Years of SNL Music, y el programa en sentido más amplio es el tema de SNL 50: Beyond Saturday Night, una serie de cuatro episodios de poco menos de una hora cada uno. De ninguno de estos capítulos se podría decir que son una obra maestra o una revolución en su género, pero sí que parten de una premisa muy acertada: ya que es imposible explicarlo todo acerca de semejante programa, intenta entonces prestarle mucha atención a ciertas cuestiones que podrían parecer laterales, pero que en verdad no lo son.

En primer lugar, los actores y los escritores. Partiendo del elenco original y con muy pocas excepciones, una premisa de SNL fue siempre la de ser un programa que se dedicaba a encontrar a los mejores talentos emergentes de la comedia de su país para darles una plataforma que los convirtiera en estrellas. Y, otra vez, convirtiendo con el paso del tiempo al programa en una institución. En este caso, una institución académica. La lista de los comediantes y guionistas que pasaron por SNL (o incluso de los que fueron rechazados, o los que pasaron por ahí y fracasaron en el intento para luego triunfar en otros lados) es tan larga que ocuparía demasiado espacio acá. Por eso es que el primer episodio, dedicado a los actores, es el más convencional y repite un poco lo que se vio en el programa en vivo: un montón de gente famosa y talentosa hablando de otra gente similar.

Parecido pero diferente es el segundo capítulo, una suerte de mini reality show cuyo planteo principal es mostrarle al espectador cómo es una semana típica de trabajo en SNL desde el punto de vista de los guionistas del programa. Descubrimos así algunos detalles curiosos. Por ejemplo, que estos guionistas son muy jóvenes, en general entre los 20 y los 30 años; que pueden ser graduados de las universidades más prestigiosas o pibes que atendían en una peluquería; que pasan por todas las exigencias creativas que implica tener cada semana un deadline que pende como una espada de Damocles; también, que la competencia por escribir los mejores sketches y que estos salgan al aire puede ser tan salvaje como la que hay entre los actores, y más aún para quienes ejercen ambos roles en simultáneo (que no son pocos).

Una premisa de SNL fue siempre la de ser un programa que se dedicaba a encontrar a los mejores talentos emergentes de la comedia de su país.

Otra cosa que llama la atención es descubrir que, una vez que sus sketches son elegidos para el siguiente programa, los guionistas no sólo no se desentienden de su material, sino que pasan a ser algo así como los directores de esos futuros cinco o seis minutos de aire. Por eso es comprensible observar lo agobiados que pueden sentirse estos chicos al verlos lidiar con los actores, los otros guionistas y con la gente que trabaja en todos los rubros técnicos (escenografía, sonido, iluminación, etc.). Y, muy especialmente, con los hosts, los invitados especiales de cada semana. Ellos mismos son los primeros sorprendidos al verse obligados a disciplinar y darles indicaciones actorales a, digamos, Robert De Niro o Mick Jagger. Una cosa es saber que Larry David, Conan O’Brien o Bob Odenkirk trabajaron como escritores en SNL, y otra es imaginarlos ahí cuando no eran nadie.

Nos salteamos por ahora el tercer episodio y en el cuarto nos encontramos con otra decisión no tan frecuente en estos productos conmemorativos: dedicarle casi una hora al weird year, esto es, la temporada 1985, cuando Lorne Michaels volvió como showrunner tras cinco años de ausencia. Un poco de contexto acá, porque el documental es lo suficientemente elegante como para no hablar mal de terceros y ausentes. Pero lo que sucedió fue más o menos así: después de cinco años con el elenco original y de sufrir algunas bajas importantes –porque a los actores les llovían ofertas a la altura de las estrellas que empezaban a ser–, Lorne Michaels le pidió a la cadena una suerte de año sabático para descansar, reorganizarse y volver mejor. NBC se negó y puso al frente del programa a Jean Doumanian, una productora inexperta que trajo un elenco nuevo y, para hacerla corta, chocó la calesita. El desastre fue tal que Doumanian fue despedida antes del año y reemplazada por Dick Ebersol, aquel que había traído a Lorne para desarrollar el programa. Ebersol volvió a renovar el elenco casi por completo (sólo mantuvo a Eddie Murphy y a Joe Piscopo) y pudo salvar las papas. Aquellos fueron los años de un protagonismo casi excluyente de Eddie Murphy (lo cual reavivó las tensiones internas) y de críticas que señalaban que SNL todavía era gracioso, pero había perdido por completo el carácter innovador y contracultural de los primeros años. En cualquier caso, el rating todavía acompañaba, pero Ebersol no se sentía cómodo en aquel rol y también él le pidió un tiempo a la NBC para desensillar hasta que aclarara. Tampoco lo tuvo, y entonces volvió Lorne.

SNL todavía era gracioso, pero había perdido por completo el carácter innovador y contracultural de los primeros años.

Y no volvió a lo grande y como paseando por su casa, para nada. SNL llevaba ya 10 años, pero al margen de la superstición del sistema métrico, todavía no era una institución. Era más bien un flan. Uno que recibía ya mucha atención de la prensa, porque se trataba del prime time de una de las únicas tres cadenas nacionales de la época, pero que no sólo empezaba a recibir ataques de los bandos más tradicionalistas, sino también de parte de la competencia juvenil a la que el propio programa le había abierto el camino.

“The Weird Year” es entonces un episodio que admite las culpas propias, elude las ajenas y se hace la clásica pregunta: ¿en qué fallamos? La respuesta más obvia pasa por el casting. En lugar de conservar a algunos del último año con Ebersol (entre ellos estaban Julia Louis-Dreyfus y Martin Short, por ejemplo) y de sumar nuevo talento joven, Lorne y su equipo encararon otra renovación completa del elenco. La tercera en menos de cinco años, algo que no le cayó para nada bien al público. Y además con un cambio en la fórmula: quizás porque no se quiso dejar ningún flanco descubierto, el nuevo cast resultó una mescolanza muy rara de actores ya famosos (Randy Quaid, Joan Cusack), estrellas emergentes (Anthony Michael Hall, Robert Downey, Jr.), veteranos del stand up (Jon Lovitz, Nora Dunn) y dos casilleros a llenar: el primer integrante abiertamente homosexual de SNL (Terry Sweeney) y la primera mujer negra (Danitra Vance).

No importó que los hosts de aquel año fueran celebridades tales como Madonna, Tom Hanks o John Lithgow: la temporada avanzaba entre aciertos y errores, pero el problema era que no conseguía encontrar el tono. En medio de un deambular errático, los problemas y los conflictos fueron tales que incluso fueron materia de chistes en los propios sketches del show. Todos veían qué era lo que fallaba, pero nadie parecía saber cómo solucionarlo.

Por eso podría decirse entonces que este capítulo del documental es también una reivindicación de un grupo de actores (y guionistas) a los que les tocó bailar con la más fea y quedaron en la historia como “esos fracasados”, pero que, en definitiva, hicieron lo que pudieron. Y también, que es una oda a la resiliencia y la continuidad. Nos quiere enseñar que los ciclos vitales (de cualquier cosa) son así, se alternan buenas y malas, y que sólo aquellas asociaciones que son capaces de aguantar y superar sus crisis se convierten en verdaderas instituciones.

More cowbell

El tercer episodio de SNL 50: Beyond Saturday Night está dedicado a un sketch. Uno solo. Porque casi ni lo mencionamos en todo lo que va de esta nota, pero resulta que SNL es, antes que nada, un programa de sketches humorísticos. En vivo, por si alguien ya se olvidó.

Por supuesto, no había nada de innovador en hacer un programa de sketches, una tradición de la comedia popular que en muchos lugares del mundo se puede rastrear en el teatro de variedades y en el music hall. De ahí surgieron a principios del siglo XX figuras cómicas que se volverían legendarias, como Charlie Chaplin, Buster Keaton y los hermanos Marx. De hecho, de estos últimos se dice que ni sus obras en Broadway ni sus películas llegaron a capturar del todo la locura y la anarquía desaforada que lograban en sus actuaciones en ferias y teatruchos de mala muerte.

Y así como el Groucho que llegó a la tele fue un señor ya mayor, obligado a dosificar el nivel de ácido en sus comentarios para que las familias y los anunciantes no huyeran, la tarea que les tocó a los sucesivos elencos de SNL fue la de llevar algo de todo el descontrol de los bajos fondos al escenario máximo. SNL contaba con la juventud como elemento disruptivo, pero también con el vivo para instalar esa noción de peligro inminente, la sensación de que cualquier cosa podía pasar. El espíritu del music hall de mala muerte, pero de alto presupuesto y transmitido a millones de personas.

Entonces, si se trataba de que el documental explicara al sketch como la unidad dramática mínima, el fin y principio de todo el programa, había que elegir a uno. ¿A cuál? Al de Will Ferrell y Christopher Walken de invitado, el de “más cencerro”. O, mejor dicho “more cowbell”.

SNL nunca se emitió en la televisión argentina, sino que fue uno de los tantos programas y series que fuimos conociendo en la segunda mitad de los años ‘90 gracias al cable.

Una última digresión: SNL nunca se emitió en la televisión argentina, sino que fue uno de los tantos programas y series que fuimos conociendo en la segunda mitad de los años ‘90 gracias al cable. Más precisamente, al canal Sony Entertainment Television. Fueron los años de descubrir a Seinfeld, Mad About You, Friends, Frasier y muchas más. Con una diferencia: como los títulos lo indican, fueron series que nos llegaron en su idioma original. Aun cuando la tele de aire y varios canales internacionales de entonces emitían sus series dobladas (X Files y Buffy en Fox, por ejemplo), con Sony nos dimos cuenta de que el idioma y las voces originales eran un factor muy importante para la comicidad. Por supuesto, tanto Alf, como La niñera o Los Simpson (y tantas más) podían funcionar en castellano, pero a las series que conocíamos en sus versiones originales ya no queríamos seguirlas dobladas. Por eso, a partir de ahora vamos a decir siempre “more cowbell”.

Así y todo, por motivos que desconozco, Sony nunca emitió los capítulos completos de SNL, sino que de la hora y media de cada episodio se quedaba con sólo una. Descontando el o los números musicales y el Weekend Update, por mejores que pudiesen ser estos segmentos, solíamos quedarnos con la sensación de que faltaban más sketches. ¿Y por qué más sketches? Por una simple razón estadística: si para cada episodio de SNL se suelen escribir unos 40 sketches por semana, de los cuales suelen salir al aire apenas unos siete u ocho, y si además puede pasar que, de esos ocho, cuatro sean regulares, dos buenos, uno muy bueno y con suerte tan sólo uno resulte inusualmente gracioso, a veces puede pasar que la reacción posterior es mucho más importante en la vida de un sketch que la emisión en sí misma. Hoy esa cuestión se resuelve en las redes y por medio de la viralización, de modo tal que incluso a quienes no estamos tan al tanto de la actualidad del programa nos llegan los videos por alguna red social. Levanten la mano quiénes se cruzaron en algún momento con el sketch de George Washington o con este de Beavis y Butt-Head.

Entonces hoy tenemos el archivo infinito de YouTube para recuperar las decenas de sketches y momentos inolvidables de SNL, los mejores personajes, los mejores números musicales (cuesta imaginar una actuación más perfecta que el debut de los Blues Brothers porque todo acá es perfecto: Garret Morris como MC, la medialuna de Belushi, los pasos de baile de Aykroyd, la banda entera prendida fuego), los latiguillos que se incorporaron a la cultura popular (“Cheeseburger, cheeseburger!”, “We are two wild and crazy guys!”, “I live in a van down by the river”, “Good times, good times”, “I drive a Dodge Stratus!”, “It’s official: I can’t have children”, “I can see Russia from my house”). Y antes de YouTube, los sketches que la pegaban al momento de salir al aire, podían encontrar un efecto viral con las compilaciones editadas en DVD. Y eso fue un poco lo que pasó con “More Cowbell”.

Cinco minutos eternos

El ranking de mejores sketches de SNL no es algo fácil de consensuar. “More Cowbell” es sin dudas un favorito del público desde que salió en abril de 2000, pero si el documental lo eligió por entre decenas de otras opciones, es porque en verdad le quiere rendir homenaje a Will Ferrell, seguramente el mejor de todos en el lugar en donde actuaron los mejores de todos.

Si a lo largo de cinco décadas en SNL hubo lugar para todos los tipos de comicidad (humor absurdo, vanguardista, surrealista, comedia física, slapstick, humor político, guarango, costumbrista, imitaciones, parodias de publicidades, de musicales), podría decirse que Will Ferrell domina todos esos registros sin ningún problema. Es además un actor que altera cualquier ecuación por su misma imponencia física, que puede hacer reír al público y hasta a sus propios compañeros apenas con una mirada hacia el piso. Incluso puede hacer reír tan sólo con subirse a un escenario o pararse delante de una cámara. Es además capaz de pensar y ejecutar las ideas más ridículas o desubicadas, así como es capaz de imitar y no desentona si hay que cantar o bailar. Y en “More Cowbell” tenemos un poco de todo esto.

Así, el documental se toma todo el tiempo necesario para explayarse y analizar en todos los aspectos posibles por qué este sketch es el mejor. Casi 50 minutos dedicados a reconstruir la magia de algo tan etéreo como cinco minutos de TV en vivo. Por eso es que la metonimia que domina a los cuatro episodios es una buena idea: no se puede reflejar toda la grandeza de una institución de manera lineal o cronológica, es demasiado lo que queda afuera. Se le muestra un ejemplo de excelencia, apenas una muestra para que el espectador complete lo mucho que falta.

No se puede reflejar toda la grandeza de una institución de manera lineal o cronológica, es demasiado lo que queda afuera.

Por eso es que hay también tanto detalle en la reconstrucción: cómo se le ocurrió a Ferrell la idea del sketch, cómo era la primera versión, cómo fue que una semana no quedó y sí cuando el invitado fue Christopher Walken, quién es el propio Walken, quiénes son los Blue Öyster Cult, la banda del tema “Don’t Fear the Reaper”, cómo fue que Ferrell detectó el sonido del cowbell al escuchar la canción en la radio, por qué alguien usaría cencerros en el rock y quiénes los fabrican, por qué el productor que interpreta Walken se llama Bruce Dickinson. Yes, THE Bruce Dickinson. Y así vamos entendiendo además la importancia del sketch en vivo, que cambian muchas cosas del ensayo general unas horas antes del programa a lo que finalmente se emite. Y que entonces se nota que Walken al aire reacciona distinto, que va tomando temperatura con las risas histéricas del público y se va convirtiendo en una imitación excitada de sí mismo y de su manera de hablar.

También podemos confirmar por enésima vez que incluso los actores de segunda línea de SNL podían ser muy talentosos, como Chris Kattan, por ejemplo, que en este sketch apenas tiene un par de líneas. O Chris Parnell, el hombre de hielo que nunca se tienta en vivo, a diferencia de Jimmy Fallon que (como dicen los comentaristas de YouTube que no lo quieren) llegó a ser el conductor del Tonight Show riéndose siempre como un pavote (hay compilados de las veces que se ha tentado en cámara, a favor y en contra, por supuesto).

Así avanza el documental, deteniéndose en cada plano, en los detalles más nimios, en las explicaciones de todo lo que se vio en cámara y de lo que quedó afuera. Están todos los testimonios que tienen que estar y hasta sobran algunos, porque SNL es tan pródigo que le cuesta no hacer una de más. Y todo conduce hacia ese final en el que todos los que participaron de una u otra manera en aquel sketch y en este episodio en particular terminan dándose un abrazo, presencial o a la distancia. Porque todos ellos entendieron que tuvieron la suerte de ser parte de algo muy importante: cinco minutos de televisión en vivo en los que fuimos felices.

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Eugenio Palopoli

Editor de Seúl. Autor de Los hombres que hicieron la historia de las marcas deportivas (Blatt & Ríos, 2014) y Camisetas legendarias del fútbol argentino (Grijalbo, 2019).

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