ELÍAS WENGIEL
Domingo

Make Russia small again

A casi tres años de la invasión, los ucranianos desconfían de Trump. El objetivo debe ser el mismo de siempre: derrotar a Putin, por el bien de la estabilidad internacional y la democracia.

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En octubre del año pasado, el presidente Volodymyr Zelensky apareció en varios videos con una remera que tenía una expresión muy provocadora: Make Russia Small Again. Inspirado en el eslogan de Donald Trump y compañía, el mensaje se convirtió rápidamente en una frase pegajosa que apelaba a la ironía para tocar el orgullo de Vladimir Putin y señalar que la intimidante geografía rusa era el resultado de siete siglos de violentas conquistas. Aun así, el otro día Trump asumió la presidencia de Estados Unidos y los ucranianos no saben qué esperar. En los últimos casi tres años la supervivencia de Ucrania ha dependido, en buena medida, de la ayuda estadounidense y europea en armas y dinero, así como de la capacidad disuasoria de la OTAN frente a las bravuconadas de Putin. Pero Trump no parece dispuesto a sostener esta situación.

Zelensky reconoce el rol mediador del presidente estadounidense, siempre y cuando la OTAN dé a su país garantías reales de seguridad a largo plazo. Ningún ucraniano, dice, puede confiar en la buena voluntad de Putin. Razón no le falta. De ahí las suspicacias ante Trump, quien ha demostrado una y otra vez sus simpatías por Putin y se jacta de ser el único capaz de sentar en una misma mesa a ucranianos y rusos para poner fin a la guerra. Paz, sí, pero a qué precio y en qué condiciones, se preguntan los ucranianos, para quienes la guerra no es una elección, sino un imperativo. Combatir a Rusia es menos malo que ser ocupados por Rusia. Tras 300 años bajo el yugo imperial moscovita –en sus diversas formas– los ucranianos lo saben mejor que nadie.

El resto del mundo también debería saberlo. La guerra de Putin, la mayor conflagración armada en Europa desde 1945, constituye un desafío crucial para la estabilidad internacional. Su desenlace no sólo afecta la defensa del territorio ucraniano, sino que también será un símbolo de la lucha por el derecho internacional, la soberanía de los estados y el respeto del orden democrático.

 

1. La utopía reaccionaria

Desde la invasión de Crimea en 2014, los putinistas han justificado la invasión de Ucrania como una justa respuesta contra el expansionismo de la OTAN hacia la antigua “esfera de influencia” de Moscú y la necesidad de devolver a los ucranianos al seno de la Madre Rusia. Es muy posible que Putin crea que los ucranianos son rusos extraviados, pero su argumento sobre la amenaza atlantista ha tenido poco sustento en la lectura realista que él mismo proclama. Rusia es una potencia nuclear que no debería sentirse amenazada por nadie; si la disuasión nuclear funcionó en 1962, también funcionaba en 2022.

Lo que Putin teme no es a la OTAN, sino a la democracia. A finales de los ‘90, Ucrania inició su deriva hacia el oeste, declaró la integración en la Unión Europea como un objetivo de su política exterior y empezó a alejarse de las organizaciones regionales dirigidas por Rusia, que bombardeó este proceso de todas las formas posibles, porque una Ucrania democrática y europea les habría demostrado a los “hermanos rusos” que se puede vivir de otra manera, deshaciendo la legitimidad del régimen autocrático putinista. 

La trayectoria de Putin al frente del Estado ruso muestra que las justificaciones nacionalistas pueden servir para fines imperialistas. Y esto es posible porque muchos rusos tienen enormes dificultades para conciliar los mapas mentales de etnicidad, cultura e identidad rusas con el mapa político de la Federación Rusa. Después de todo, Moscú ha gobernado, bajo diferentes formas políticas, un vasto imperio multiétnico durante más de medio siglo. De ahí el trauma con 1991 y la desintegración imperial. Por aquel entonces, Aleksandr Solzhenitsyn fue uno de los primeros intelectuales que planteó la supervivencia de la nación rusa en términos que anticipaban la actual guerra de “recolonización” en Ucrania. El autor de Archipiélago Gulag, disidente del régimen soviético pero nacionalista al fin, propuso la formación de una “Unión Rusa” que reprodujese las fronteras del imperio zarista para proteger a los eslavos orientales de la degradación económica y moral traída por la influencia occidental. 

Fiel a esta utopía reaccionaria, Putin reescribe descaradamente la historia, manipula la nostalgia imperial.

Fiel a esta utopía reaccionaria, Putin reescribe descaradamente la historia, manipula la nostalgia imperial, caracteriza a Ucrania como una creación artificial de los dirigentes soviéticos y a Rusia como el último bastión de los auténticos valores cristianos. Hace años que Putin repite la mitología imperial rusa elaborada a finales del siglo XVIII y que ha narrado los orígenes nacionales en torno a la Rus de Kiev (882-1240), el gran estado medieval en el cual los pueblos eslavos encuentran su ancestro cultural común. En este relato, si rusos, ucranianos y bielorrusos tienen sus orígenes en Kiev y el estado moscovita es el auténtico heredero de la Rus, entonces la guerra es un instrumento legítimo para su restauración. En realidad, la historia de Ucrania, como zona de frontera entre la Cristiandad Occidental, la Iglesia Ortodoxa y el islam, refleja la lucha de sus habitantes por trascender las divisiones políticas de los imperios y forjarse una identidad propia. La narrativa de Putin borra esta larga historia al afirmar que el expansionismo ruso no se trata simplemente de geopolítica sino de una reunificación de dos pueblos que son el mismo. 

Al igual que en 1939, lo que estamos viendo desde 2014 es un estado fascista de aspiraciones hegemónicas que invade a un estado soberano más débil. No es el primer conflicto armado para la Rusia post-soviética, que, desde 1991, ha ido a la guerra a Chechenia (dos veces), ocupado partes de Moldavia y Georgia, y desplegado a sus soldados y mercenarios en Siria y en el Sahel africano. Putin busca mostrarle al público del Sur Global que las leyes y normas internacionales establecidas desde 1945 ya no importan y que Estados Unidos y Occidente son débiles e indecisos. Su brutal régimen representaría algún tipo de nuevo estándar global basado en la fuerza y la mística del Euroasianismo. Como doctrina oficial de Estado, el Eurasianismo es una ideología imperial y antioccidental que aboga por el establecimiento de un gran Estado ruso, paneslavo y euroasiático, arraigado en la idea de un Russkiy mir («mundo ruso» o «civilización rusa») sin fronteras y en rechazo de los valores de la Ilustración europea. Esta noción de Rusia como Estado-civilización es central para la retórica del putinismo, que se autoproclama defensor de los valores del cristianismo frente a la decadencia del liberalismo occidental. Como explica Slavoj Žižek, Putin eleva su guerra a una suerte de conflicto metafísico y religioso, una pugna civilizatoria y total donde no queda lugar para la existencia del enemigo ucraniano. 

La Tercera Guerra Mundial

En el siglo XXI, el principal escenario para una Tercera Guerra Mundial es una invasión china a Taiwán que provoque una respuesta estadounidense. Mientras Ucrania sea capaz de resistir y demostrar la legitimidad de su causa es poco probable que China emprenda una ofensiva arriesgada en el Pacífico. Como siempre afirmó el historiador Timothy Snyder, la resistencia ucraniana hace menos probables todos los escenarios de un nuevo conflicto global. Un triunfo ruso en la guerra no sólo afianzaría las ambiciones imperiales de Putin sino que envalentonaría a otros autócratas en China, Irán, Venezuela o Corea del Norte, amenazando el orden internacional y la arquitectura de seguridad europea.

Por otro lado, por culpa de las sanciones occidentales, hoy Rusia es más dependiente que nunca de China. Para quienes ven en Putin a un maestro de la geopolítica es difícil de tragar que la guerra iniciada en 2022 probablemente haya sido la decisión de política exterior más estúpida desde la invasión estadounidense en Irak en 2003: la invasión de Ucrania ha arruinado el equilibrio geopolítico de la Federación Rusa entre Occidente y China, quemó casi todas las relaciones con Europa y Estados Unidos y puso a Rusia a los pies del “Imperio del centro”. Putin podrá contar el resultado de su guerra como le plazca, pero la dependencia de China será su gran legado. 

En el ámbito doméstico, mientras dure la guerra, los rusos seguirán sometidos a su régimen autoritario e hipnotizados por el misticismo imperial. La historia enseña que la derrota militar es buena para los ciudadanos de las metrópolis imperiales. Alemania, Italia, Francia y Japón emergieron como democracias estables tras la caída de sus imperios y la propia Rusia tiene un largo historial de derrotas militares asociadas a ulteriores momentos de reformas políticas. Al revés de lo que platean muchos putinistas y pacifistas, Rusia no es invencible: fue derrotada en 1856, por franceses y británicos; en 1905, por los japoneses; en 1917 por los alemanes; en 1922, por los polacos; y en 1989 por los mujaidines afganos. A su vez, las guerras de descolonización han mostrado que los pequeños estados colonizados pueden derrotar a las potenciales imperiales. Una derrota rusa este año podría allanar el camino hacia una Rusia más democrática y cortaría el apoyo a sus “caballos de Troya” dentro de la Unión Europea.

Lo que Ucrania necesita es causar todo el daño posible al Ejército ruso y anotarse algunos avances para llegar a la mesa de diálogo en situación de fuerza

Pero, ¿cómo se vería una victoria ucraniana? El objetivo de Kiev no es reconquistar todo el territorio perdido, ni derrotar completamente a la maquinaria bélica rusa. Hasta Zelensky sabe que, probablemente, el Donbas y Crimea se han perdido, al menos por ahora. Lo que Ucrania necesita es causar todo el daño posible al Ejército ruso y anotarse algunos avances para llegar a la mesa de diálogo en situación de fuerza y hacer valer sus condiciones para la paz: el respeto de la soberanía ucraniana, la incorporación a la OTAN y el refuerzo del aparato de defensa ucraniano, la contención de Rusia mediante un paquete de disuasión estratégica, protección por parte de Estados Unidos y la Unión Europea de los recursos naturales críticos de Ucrania y el uso conjunto de su poder económico para la recuperación ucraniana. 

Zelensky lleva mucho tiempo pidiendo la adhesión incondicional a la OTAN, pero es casi imposible que Ucrania sea admitida en la alianza militar en el futuro próximo. La gran preocupación de políticos y ciudadanos occidentales es siempre la misma: las amenazas de ataque nuclear provenientes del Kremlin. La guerra nuclear es un asunto demasiado serio como para desestimarlo con sorna pero, ¿hasta dónde deben ser creídas las promesas de Putin? Toda la legitimidad de su guerra se basa sobre la falsa idea de que Rusia es una nación victimizada y que está combatiendo al imperialismo occidental a las puertas de Moscú, como hicieron Alejandro I en 1812 y Stalin en 1941. Bombardear con armas nucleares a los ucranianos o a sus aliados europeos borraría cualquier atisbo de justicia a su retórica y lo convertiría en el paria del mundo.

Tampoco es probable que China avale una aventura nuclear. El Partido Comunista Chino es una potencia revisionista que quiere reformular el orden internacional, pero tiene poco de destructivo o revolucionario. Como los vietnamitas en los años ’60 y los afganos en los ’80, los ucranianos han demostrado que se puede luchar contra una potencia nuclear con armas convencionales y disputando el control del territorio. Rendirse al chantaje nuclear de Putin tendría consecuencias desastrosas para la seguridad mundial, ya que incentivaría a otros estados a adquirir armas nucleares, lo que llevaría a una proliferación de arsenales nucleares. Por tanto, apoyar la resistencia de Ucrania es esencial no sólo para el conflicto actual, sino también para prevenir un futuro nuclear más peligroso e inestable.

 

2. El fascismo realmente existente

Desde la invasión, Putin se ha pronunciado a favor de negociar sobre una lista de demandas que se parece demasiado a una paz cartaginesa: la destitución de Zelensky, la neutralidad de Ucrania fuera de bloques militares, la entrega del armamento pesado, la reducción del Ejército ucraniano, el levantamiento de las sanciones occidentales y el reconocimiento de la anexión rusa de las provincias de Crimea, Járkiv, Jersón, Zaporiyia, Donetsk y Luhansk. Sistemáticamente ha explicado el fracaso de los intentos de negociación por el maximalismo de Zelensky y sus aliados occidentales, pero lo cierto es que sus propuestas no daban ninguna seguridad a los ucranianos de que su país no sería invadido nuevamente en pocos años.

Esta desconfianza se disparó luego de ver las atrocidades cometidas en los territorios recuperados por el Ejército ucraniano. Y es que la guerra de Putin en Ucrania se asemeja a la guerra de Hitler en Ucrania. Al igual que en 1941-1943, la destrucción de la sociedad ucraniana no ha sido un “daño colateral”, sino una campaña premeditada contra su nacionalidad. La destrucción de escuelas, iglesias y espacios civiles, el desplazamiento de millones de personas y la depuración de la identidad ucraniana en campos de reeducación no pueden ser justificados por ninguna racionalidad geopolítica. Los informes procedentes de los territorios ucranianos liberados revelan torturas, deportaciones forzosas y ataques deliberados contra civiles. Los esfuerzos metódicos de Rusia por eliminar la identidad ucraniana subrayan la naturaleza genocida de su campaña. Como sostiene Anne Applebaum, el pacifismo ante semejante agresión equivale a aceptar la dictadura y la aniquilación cultural. 

La Rusia de Putin no es más que un estado fascista. Putin no tiene detrás un partido de masas ni justifica su guerra con argumentos racistas, pero sí muestra una obsesión por sentimientos de humillación y victimización, así como una fascinación por el culto a la guerra y a los héroes como como formas de restaurar la unidad del imperio ruso. Para mantenerse en el poder en estos 25 años, Putin ha transformado la sociedad, la economía y la política exterior de su país gracias al aumento del gasto militar, la supresión de la disidencia y el cultivo de una narrativa que presenta a Rusia como una fortaleza asediada. Ha construido su régimen en colaboración incómoda, pero eficaz, con las élites tradicionales y los oligarcas post-soviéticos y ha destruido las libertades democráticas y el Estado de derecho, persiguiendo con violencia y sin restricciones los objetivos de limpieza interna y expansión externa. Todo esto lo ha hecho con el apoyo de intelectuales como Aleksandr Dugin, eminencia gris del Euroasianismo y del ruscismo (fascismo ruso) y fervoroso admirador de las ideas del general Perón. 

Tras décadas de educación sentimental basada en la Gran Guerra Patriótica contra el nazismo, resulta imposible para los rusos concebirse como fascistas.

Tras décadas de educación sentimental basada en la Gran Guerra Patriótica contra el nazismo, resulta imposible para los rusos concebirse como fascistas. Muchos de ellos sienten nostalgia por lo que imaginan como la estabilidad social y la grandeza imperial de la Unión Soviética. Un autoengaño similar es posible de encontrar en muchos izquierdistas occidentales que ven en Putin a un camarada en la cruzada contra el orden neoliberal. Hasta un marxista old school como Žižek ha señalado más de una vez la hipocresía de los “antiimperialistas” europeos que, al igual que en 1940, se escudan en un pacifismo irresponsable, rehusándose a ver el mal a los ojos.

Periodistas, profesores y políticos de la izquierda radical han repetido acríticamente los eslóganes de la propaganda rusa, acusando a la OTAN de haber provocado al “oso ruso” con su expansión hacia el este. Es lamentable ver cómo los paladines de los derechos humanos y la igualdad en todo el mundo, personas que cantan el Bella Ciao o sueñan con combatir a Franco en el Jarama, se convierten en maestros de la realpolitik y discípulos de Kissinger cuando se trata de explicar las acciones brutales del Kremlin. La historia les dio la oportunidad de apoyar a una auténtica causa antifascista en Kiev, pero prefirieron adoptar una falsa equidistancia o justificar el fascismo ruso. 

Trump y el papel de Europa 

En estos años, la ayuda militar a Ucrania y las sanciones contra Rusia mostraron el compromiso europeo con los valores democráticos. Sin embargo, las vacilaciones de algunos líderes reflejan una peligrosa tendencia al apaciguamiento. Sea por temor, conveniencia o inercia, muchos líderes europeos se resisten a ver a Rusia como un estado canalla que puede ser derrotado. A ello debe sumarse la preocupante reproducción de gobiernos cercanos a Putin dentro de la Unión Europea. Como advierte Timothy Garton Ash, las políticas destinadas a garantizar que Ucrania “no pierda”, en lugar de permitirle ganar, corren el riesgo de prolongar el conflicto y socavar la credibilidad occidental.

La reticencia europea no puede explicarse sólo por el factor ruso, sino por una tendencia histórica al desarme y al pacifismo que resulta difícil de revertir. Desde 1945, los ciudadanos de Europa han tenido la suerte de ver las guerras sólo por televisión y, tras el proceso de descolonización, la violencia ha perdido su legitimidad como método de solución de conflictos. Ideas como “autonomía estratégica” o “Ejército europeo” se han debatido en términos teóricos, pero nunca se han traducido en hechos. Durante demasiado tiempo, los europeos han relegado su seguridad en manos norteamericanas. Basta ver los procesos democráticos de adhesión a la OTAN en los países del antiguo Pacto de Varsovia para comprender por qué los vecinos de Rusia prefieren la alianza con los gringos y no ser parte de la “esfera de influencia” de Moscú. Hasta la invasión de Crimea en 2014, sólo el 20% de los ucranianos estaba de acuerdo en ingresar en la OTAN; hoy esa cifra llega casi al 80%. Así lo vieron también los ciudadanos de Finlandia y Suecia, quienes en mayo de 2022 votaron para entrar en la Alianza Atlántica, rompiendo con sus tradiciones neutralistas. Jamás lo admitirá en voz alta, pero lo cierto es que Putin ha resucitado a la OTAN de su muerte cerebral. 

Trump ha avisado más de una vez que si los europeos no se ponen serios con sus recursos de defensa, Estados Unidos ya no seguirá pagando las cuentas. La advertencia se vuelve más grave dada la admiración que siente Trump por Putin, así como los vínculos opacos que mantienen los oligarcas rusos con el presidente electo desde hace al menos 30 años. Mientras que durante la campaña electoral se jactaba de poder terminar la guerra en 24 horas, Trump ha admitido recientemente que la paz implicará un proceso de al menos seis meses. Cómo lo hará, no se sabe. Trump simpatiza con la filosofía putinista, pero también quiere ser visto como un hombre fuerte por derecho propio. Una humillación norteamericana similar a la salida de Afganistán sería inaceptable. Lo que parece probable es que Trump siga el plan propuesto por el general retirado Keith Kellog, que consiste en congelar la línea del frente, relegar indefinidamente la membresía ucraniana en la OTAN y levantar las sanciones económicas a Rusia, manteniendo la asistencia militar a Kiev y algunas garantías de seguridad. 

Trump simpatiza con la filosofía putinista, pero también quiere ser visto como un hombre fuerte por derecho propio.

Otro plan de paz implicaría el despliegue de tropas de paz europeas en una zona tapón entre Rusia y Ucrania para prevenir un futuro conflicto, lo cual lleva al eterno debate sobre el gasto de defensa en las democracias europeas. Aunque los miembros de la OTAN se comprometieron en 2022 a aumentar su contribución a un 2% de sus respectivos PBI, este piso parece ser demasiado bajo hoy por hoy. Según un estudio reciente de la Universidad Bocconi, los ratios de gasto militar en cada país de la UE son inversamente proporcionales a la distancia de la frontera de un país con Rusia. Cuanto más cerca de Rusia, más se gasta en defensa. Rusia puede parecer una amenaza lejana e improbable para un español o un holandés –más preocupados por la influencia cultural yankee, la inmigración islámica o la agenda woke–, pero para ucranianos, finlandeses, bálticos o polacos, el imperialismo no es McDonald’s o Judith Butler, sino bombas, tanques y soldados rusos en sus calles. 

Muchos progresistas en Europa desvían la mirada o acuden al What about NATO? cuando se enfrentan a esta disyuntiva. Quejarse de la hegemonía americana y no asumir los costos de reducirla es la peor de las hipocresías. Europa dispone de los recursos y capacidades necesarios para reforzar su industria de defensa, integrar sus fuerzas armadas y terminar con las compras de gas ruso. Sin dudas, esto necesitaría de grandes inversiones en energía, armamento, ciberseguridad, reformas profundas en la UE y el abandono de muchos mitos nacionales; algo que la mayoría de los europeos no desea. El PBI real de la UE en su conjunto es de aproximadamente 28 billones de dólares, mientras que el de Rusia es de 2 billones (menos que Italia). Es más, la UE retiene congelados unos 200.000 millones de euros de activos rusos que no se ha atrevido a tocar y que podrían servir para el rearme y la recuperación de Ucrania. La superioridad militar rusa no es entonces un hecho de la naturaleza, sino un asunto de voluntad política.

Los detractores del apoyo sostenido a Ucrania aducen que los costos de la ayuda y las sanciones son insostenibles o que restan recursos a los golpeados Estados de Bienestar. No les falta razón, desde una posición conservadora y economicista. En todo caso, dan muestra de una enorme falta de imaginación y de coraje, así como de consciencia histórica. Como planteó Mario Draghi en su lapidario reporte sobre el futuro de la UE, lo que el continente necesita con urgencia para salir de su “lenta agonía” es una batería de reformas institucionales, políticas y económicas que den lugar a un despegue de innovación tecnológica e inversión al nivel del Plan Marshall. Frente a Putin y su guerra fascista, la historia ha enseñado a los europeos que los costos de largo plazo del apaciguamiento y del conformismo superan con creces la carga financiera inmediata del compromiso con el derecho internacional y la democracia. Los resultados del pacifismo (o cinismo) franco-británico en el Comité de No-Intervención durante la Guerra Civil española y en el Acuerdo de Múnich de 1938 deberían alertar a todas las almas bellas y patriotas por igual sobre los peligros de ceder ante la agresión de matones fascistas.

 

3. Por el bien de la democracia

El origen de la guerra está en el deseo de Ucrania de transformarse hacia un modelo europeo de desarrollo y la determinación de Rusia de impedirlo y mantener bajo su sombra a la antigua provincia. La respuesta a la agresión rusa proviene del simple hecho de que esa flagrante violación de los acuerdos bilaterales y multilaterales ha sacudido y sigue amenazando los cimientos del orden internacional establecido en la segunda mitad del siglo XX, agitando el espectro de las revisiones arbitrarias de fronteras, los conflictos regionales y la inestabilidad mundial. En cuanto a los ucranianos, no se trata sólo de la OTAN o de disputas territoriales: se trata de supervivencia. Su lucha consiste en preservar una nación, una cultura y el derecho a vivir libres de la tiranía. Estos no son conceptos abstractos ni palabras de moda, son realidades vividas.

Aunque por vecindad, prestigio e historia, la UE debería asumir la mayor parte de la carga, en palabras de Josep Borrell, apoyar a Ucrania es también la responsabilidad de las otras democracias liberales en las Américas y en el mundo. Si quiere prevalecer en su disputa global con China, Estados Unidos no debería entregar a Ucrania a las garras de Putin. No sólo por el futuro de Taiwán, sino también por la reputación americana en Europa y los países democráticos. El apoyo inquebrantable a Ucrania no es sólo defender a una nación, es forjar un futuro en el que la democracia prevalezca sobre la autocracia, y en el que el Estado de Derecho triunfe sobre el imperio de la fuerza. Por el bien de la estabilidad internacional y la democracia, Rusia debe ser derrotada.

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Salvador Lima

Historiador. Investigador doctoral en el Departamento de Historia y Civilización del Instituto Universitario Europeo de Florencia.

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