BERNARDO ERLICH
Domingo

Por izquierda en el sexo,
por derecha en el dinero

Los extraños herederos de Murray Rothbard y el movimiento libertario.

Así como no es factible comprender cabalmente la historia y las raíces del movimiento libertario sin dar cuenta de las tradiciones de pensamiento que configuraron a los Estados Unidos, será imposible explicar el libertarismo que se inicia en la segunda mitad del siglo XX, particularmente hacia mediados de los ’60, sin colocar en un lugar de privilegio a un personaje singular que concentró todas sus derivas y sus tendencias desde el comienzo hasta su muerte: Murray Newton Rothbard, un economista, filósofo y escritor nacido en Nueva York en 1926, graduado en la Universidad de Columbia y formado en los principios de la escuela austríaca en los seminarios que dictó Ludwig von Mises en la Universidad de Nueva York. Rothbard fue un incansable promotor y constructor de instituciones y medios libertarios desde un estilo apasionado y polémico. Si bien no sería justo no mencionar, además, a la novelista Ayn Rand como otra de las líderes indiscutibles del movimiento libertario, ésta sin dudas lo era más bien hacia fuera del círculo, como difusora de estas ideas en la televisión y los medios masivos de comunicación, dirigiéndose a un público que se encontraba al margen de los debates internos. Consideramos que Rothbard, a diferencia de Rand, fue la mayor figura dentro del libertarismo, ya que se encuentra en todas y cada una de las estaciones y mutaciones de este pensamiento.

Ahora bien, el embrión de la filosofía libertaria se origina sobre todo como reacción al déficit del conservadurismo que contenía a sus proto-líderes, vale decir, el libertarismo nace dejando en evidencia que no había nada que conservar de un presente configurado por el intervencionismo creciente del New Deal demócrata y desde herramientas ineficaces e insuficientes (apoyadas en el tradicionalismo y el anticomunismo) para leer el espíritu anti-estatista radical por parte de la derecha republicana. Esta línea de pensamiento que comenzaba a tomar forma será bautizada como libertarian en un artículo publicado en el periódico The Freeman en 1955 por parte de Dean Russell, como categoría para identificar a los nuevos e incipientes defensores de la libertad integral opuestos a los “nuevos conservadores” del partido republicano que se dejaban llevar, a diferencia de la Old Right, por el imperialismo y el militarismo estadounidense, de igual modo que a los liberals, demócratas que se habían apropiado de este término otorgándole un sentido intervencionista y progresista.

El libertarismo nace dejando en evidencia que no había nada que conservar de un presente configurado por el intervencionismo creciente del New Deal demócrata.

Sin embargo, la palabra libertarian ya es rastreable en 1941 y 1947. En el primer caso, es utilizada por el economista Frank Knight en su trabajo El significado de la democracia y posteriormente, en el segundo, a través de Leonard Read, traductor al inglés de La ley de Bastiat, que emplea este término para sindicar a aquellos individuos que son fieles a los principios del liberalismo clásico. En el mismo sentido, lo que era visible ya hacia mediados del siglo XX era la necesidad de encontrar una nueva expresión que reflejara el cambio social y político que se aproximaba, al mismo tiempo que las mutaciones semánticas de las etiquetas.

Subsiguientemente, la operación rothbardiana consistirá en hacer converger esta triple síntesis anti-estatista (moral, económica y aislacionista) en el marco histórico de la posguerra, haciendo que esta filosofía política pudiera nacer en un marco propicio para el desarrollo de la autonomía individual (que la llamada New Left también defendía) a partir de una caja de herramientas conceptuales innovadora y subversiva tanto para la derecha tradicional republicana como para el campo progresista welfarista de los demócratas. Precisamente, una de las curiosidades e innovaciones será la interpelación del discurso libertario sobre un fondo anti-estatista común que lograba hacer confluir las inquietudes de la New Left con la incipiente derecha libertaria, a tal punto que Murray Rothbard propició una alianza entre ambos sectores, que se vio reflejada en la publicación Left & Right (1965-1968) dirigida por Rothbard, Leonard P. Liggio y H. George Resch, en la cual se podían leer sorprendentes elogios rothbardianos al Che Guevara, el Black Power y el movimiento de los Panteras Negras o la independencia de Quebec.

En este sentido, no es menor el hecho de que durante toda la década de 1960 ciertos estados como California fueran tierra de activistas libertarios de igual forma que fermento permanente de zines autogestionadas, es decir, la irrupción del discurso del libertarismo por derecha e izquierda respondía a una susceptibilidad ascendente hacia las ideas críticas del Estado, de igual modo que contra el capitalismo corporativo y en favor de la formación de comunidades (hippies, ecologistas, lisérgicas, libertinas). En definitiva, en sincronía con la proliferación de modos de vida alternativos aparecía en el horizonte un discurso que capitalizaba esta sensibilidad desde una perspectiva que lograba hacer converger el mercado con la contracultura. Rothbard leyó como nadie este zeitgeist y llevó el movimiento libertario por esta vía a tal punto que Ayn Rand tildó despectivamente a sus seguidores de “hippies de derecha”.

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Posteriormente a esta etapa experimental y volcada a un diálogo con la izquierda radical, la llegada de la década de 1970 implica el progresivo alejamiento de la alianza pasajera con la New Left y la consecuente institucionalización del libertarismo. En este sentido, es posible afirmar, sin duda, que los ’70 se constituyen en la edad de oro del pensamiento libertario a partir del desarrollo de una serie de acontecimientos que podemos desglosar en tres áreas, a saber: a) la dimensión política a partir de la creación del Partido Libertario en 1971, que debuta en la elección presidencial de 1972 con el filósofo John Hospers recolectando como candidato la ínfima suma de 3.674 votos populares. Autodenominado el “partido de los principios”, el espacio privilegiará una estrategia educativa de la ciudadanía en la filosofía libertaria en detrimento de la electoralista. El mayor logro del partido, sin embargo, será la elección de Gary Johnson en la campaña presidencial de 2016, en la cual obtendrá casi cuatro millones y medio de votos, es decir, la nada desdeñable cifra del 3,27% para un sistema bipartidista; b) la dimensión educativa por medio de la fundación en 1977 del Instituto CATO, el think tank libertario más importante, que recibe su nombre por sugerencia de Rothbard en homenaje a las Cato’s Letters, unos panfletos escritos por John Trenchard y Thomas Gordon antes de la Revolución americana. Instalado en la ciudad de San Francisco en las cercanías de la sede del Partido Libertario, el CATO será una pieza clave en la difusión de intelectuales libertarios y perspectivas afines a esta tradición sobre temas de debate público; c) la dimensión filosófica mediante la publicación de obras clásicas que configuraron un corpus y dieron una identidad propia a la doctrina libertaria. En un lapso de sólo dos años, entre 1973 y 1975, verán la luz: Derecho, legislación y libertad, de Hayek, Hacia una nueva libertad: el manifiesto libertario, de Murray Rothbard y La maquinaria de la libertad, de David Friedman (todas editadas en 1973), Anarquía, Estado y utopía (1974), de Robert Nozick, y en 1975 se imprimirán Los límites de la libertad de James Buchanan y Defendiendo lo indefendible de Walter Block; con la excepción del objetivismo de Ayn Rand, todas las tendencias internas del libertarismo se encontrarán representadas en estas publicaciones.

Por izquierda en el sexo, por derecha en el dinero

Consecuentemente, como marca Sébastien Caré, una forma de pensar la diversidad del libertarismo es a través de sus diferencias epistemológicas, éticas y utópicas. En el primer dominio es posible distinguir cinco modalidades metodológicas: la aproximación desde la lógica del homo œconomicus (Escuela de Chicago, particularmente las figuras de Milton Friedman y Gary Becker), la escuela de Public Choice (James Buchanan), la escuela de Ayn Rand, constituida desde fundamentos neo-aristotélicos.

El abordaje final sobre la cuestión utópica del libertarismo nos permite a su vez discernir tres grandes formas políticas que van de la expresión más radical a la más concesiva: en orden, el anarcocapitalismo de Murray Rothbard y David Friedman que mantiene una posición en la cual todo servicio (incluyendo la seguridad y justicia) debe ser provisto de modo privado mediante contratos; el minarquismo de Robert Nozick y Ayn Rand, que defiende la existencia de un Estado mínimo, asegurador de la inviolabilidad de los derechos de los ciudadanos, que sólo brinde protección interna y externa así como tribunales arbitrales para solucionar querellas en un ámbito público y nos provea normativamente del marco para el desarrollo de utopías voluntarias; por último, el Estado limitado que adicionaría al Estado mínimo la provisión de manera subsidiaria del financiamiento público de servicios educativos o de sanidad (a través de vouchers) o de un mínimo vital que permita la subsistencia por encima de la línea de pobreza por medio de herramientas como el impuesto negativo a la renta; esta posición la encontramos en F. A. Hayek, Milton Friedman o James Buchanan.

Tal como lo explicitará Rothbard en su Manifiesto, “no hay incoherencia alguna en ser ‘izquierdista’ en algunas cuestiones y ‘derechista’ en otras”.

De esta manera, sirviéndose del anarquismo individualista en lo moral, del liberalismo clásico en lo económico y de la Old Right aislacionista en materia de política exterior como ingredientes indispensables de su receta, el libertarismo se institucionaliza perfilando una identidad singular, distante tanto del conservadurismo como del progresismo; para ser claros, si el Partido Republicano representaba la derecha en lo económico y el tradicionalismo religioso en lo moral, y el Partido Demócrata, por su parte, era el espacio de la izquierda en ambas cuestiones, para el Partido Libertario, tal como lo explicitará Rothbard en su Manifiesto, “no hay incoherencia alguna en ser ‘izquierdista’ en algunas cuestiones y ‘derechista’ en otras”, algo que el humorista y militante libertario Penn Jillette sintetizó con la frase: “por izquierda en el sexo y por derecha en el dinero”.

De ahora en adelante, el libertarismo logrará su expresión químicamente más pura en sus “dorados ’70” a partir de la cual se actualizarán diversas líneas internas mencionadas (epistemológicas, éticas, utópicas) así como expandirá la perspectiva libertaria a campos específicos tales como la literatura y la estética (Ayn Rand), la medicina, la psiquiatría y las drogas (Thomas Szasz), la ciencia ficción (Robert Heinlein) o el feminismo y la pornografía (Wendy McElroy); asimismo, Robert Nozick introducirá la filosofía libertaria al interior de la academia, particularmente en la Universidad de Harvard, donde obtiene la legitimidad de los claustros en un medio hegemónicamente liberal (progresista).

El auge del libertarismo verá su coronación con el arribo de  Ronald Reagan a la Casa Blanca en 1981. En este punto de inflexión es posible situar una paradoja: así como el reaganismo fue una consecuencia del clima fóbico a la estatalidad de la época previa, y en gran medida el discurso del Partido Republicano se ajustaba en este aspecto a un modelo de reducción del Estado en el cual “el Gobierno era el problema”, al mismo tiempo según Rothbard será Reagan el culpable de destruir todo el sentimiento neolibertario de los ’70 en el ejercicio de un mandato decepcionante para la perspectiva maximalista rothbardiana.

Nace el paleolibertarismo

Hacia fines de la década de 1980, en los últimos años del gobierno de Reagan el movimiento libertario opera otro viraje de posicionamiento en el cual la figura emblemática de Rothbard funciona como la piedra de toque que permite observar el nacimiento del paleolibertarismo, es decir, resignificar la causa libertaria desde una inserción derechista dura. En este marco Rothbard, junto a Lew Rockwell, apoyan la candidatura en las elecciones presidenciales de 1992 de Pat Buchanan, expresión de la derecha más tradicionalista. En algún sentido, para el Rothbard maduro será el regreso a la formación de sus primeros años como un niño judío burgués de una familia conservadora de Nueva York.

Este giro reaccionario de la visión libertaria durante la década de 1990 implicará el despliegue de una estrategia populista de derecha que la pluma rothbardiana detallará en su dimensión táctica, funcionando con deslumbrante anticipación de la campaña de Donald Trump en 2016. Esta modalidad libertaria, de sorprendente resonancia en la actualidad, se apoyaba en una retórica que requería de la división entre la corporación política (élite gobernante, medios de comunicación, grandes empresas y academia) versus el pueblo (trabajadores, emprendedores y clase media). Mediante esta estrategia el paleolibertarismo de Rothbard y Rockwell instaba a enfrentar desde “fuera del sistema” las instituciones corrompidas que respondían a intereses divergentes de los populares; en este sentido es que el objetivo a partir del giro reaccionario del libertarismo será desmantelar y reducir toda la burocracia estatal y elitista en favor del pueblo y el mercado, aboliendo privilegios de clase, bajando los impuestos a una mínima expresión, derogando toda política de acción afirmativa hacia las minorías sexuales y raciales, instalando el ejercicio de la mano dura contra el crimen y propiciando valores familiares de tradición cristiana como eje de la vida social; en este aspecto, los llamados “crímenes sin víctimas” (legalización del consumo recreativo de drogas, prostitución, pornografía, juego, etc.), que el propio Rothbard postuló en la década del ’70 como eje del programa libertario, quedarán descentralizados en manos de cada Estado o localidad y no será una política fundamental en esta nueva etapa moralmente conservadora.

Esta vertiente populista de derecha exitosa incorporó gran cantidad de elementos del paleolibertarismo pero también apeló a posiciones racistas, homofóbicas y misóginas.

Posteriormente, el arribo del siglo XXI encuentra a los adscriptos al libertarismo con fuerte presencia en tres campos: el entrepreneurship (en el mundo de la web), las ciudades libres (del Free State Project en Nuevo Hampshire al proyecto de enclaves marítimos de Patri Friedman, nieto de Milton e hijo de David) y el universo de las criptomonedas, sobre todo a partir de la irrupción de bitcoin en 2008. Este ecosistema libertario centrado en el mundo de los negocios e internet sufrió a mediados de la segunda década del siglo XXI el paso del “huracán trumpista”, vale decir, fue obligado a un reordenamiento que llevó a un consecuente cisma al interior del movimiento en dos grupos. Por un lado, aquellos que apostaron, recuperando las herramientas rothbardianas del paleolibertarismo, a la reinvención del Partido Republicano en torno a la figura disruptiva de Trump, formando parte de una “derecha alternativa” que apeló a la efectividad electoral de las pautas para una estrategia populista de derecha definidas por Rothbard en 1992, haciendo un uso hábil (frente a una izquierda carente de novedad, aburguesada, desangelada y puritana) de las herramientas humorísticas de las redes sociales (memes, videos, personajes) para instalar un estilo disonante, subversivo y seductor hacia una juventud formada bajo un establishment progresista gradualmente acorralado en una dinámica identitaria bajo un discurso normativo y “protocolizador”, es decir, muy lejano de cualquier hálito de libertad y autonomía.

Esta vertiente populista de derecha exitosa en lo discursivo y lo electoral, si bien incorporó una gran cantidad de elementos del paleolibertarismo, fue mucho más allá en su mestizaje conceptual al buscar una síntesis con ideas nacionalistas, proteccionistas y tradicionalistas que en muchas de sus expresiones apeló a posiciones notoriamente racistas, xenófobas, homofóbicas y misóginas, vale decir, nos encontramos con una configuración que excede largamente lo que técnicamente llamamos libertarismo, acercándonos a una lógica neofascista cuyo despliegue así como su efectividad en la política representativa es visible más allá del caso de Donald Trump en Estados Unidos en figuras como Jair Bolsonaro en Brasil, Giorgia Meloni en Italia, Santiago Abascal en España o Javier Milei en la Argentina. Por otro lado, el sector de los libertarios, menos bullicioso que el anterior, que se mantuvo leal al “partido de los principios”, se refugió mayormente en el universo de las criptomonedas, los emprendimientos digitales, la difusión de las ideas y el mundo académico.

Recuperar el libertarismo

El libertarismo, como dijimos al comienzo, no es para débiles. Opera cruces inesperados que pueden producir impactos peligrosos para aquellos que provienen de formaciones progresistas o conservadoras, vale decir, suele ser un objeto de fascinación o de repulsión pero nunca es un plato insípido; dejarse atravesar por estas singulares ideas a menudo es un camino de no retorno, como lo testimonian numerosos autores que forman parte del panteón libertario, que en su juventud adscribieron a posiciones de izquierda. En definitiva, el libertario es un pensamiento que podemos definir, si seguimos la matriz de la identidad definida por el canon clásico del eje Rothbard/Rand en la década del ’70, como una posición socialmente liberal y económicamente conservadora. En otros términos, se trata de una filosofía política definida exclusivamente desde la libertad negativa en todo plano: la no interferencia en el cuerpo (la autopropiedad originaria), la economía (las transacciones libres y voluntarias del mercado) y las naciones extranjeras (anti-belicista, anti-militarista y anti-imperialista).

No es por azar que este movimiento que moviliza las placas tectónicas tanto por derecha como por izquierda haya despertado el interés e incluso la atracción, al punto de ser objeto de un debate académico de relevancia en los últimos años, de un intelectual como Michel Foucault, cuyas posiciones parten de una mirada libertaria y escéptica que no pocas veces son convergentes con algunas ideas aquí expuestas. A nuestro juicio, Foucault comprendió como nadie y en el momento de efervescencia del libertarismo, desde una mirada ajena al campo cultural estadounidense, los atributos innovadores de esta filosofía sin abrir un juicio de valor (negativo mayoritariamente para los pensadores de izquierda) sino, por el contrario, encontrando allí herramientas que incluso podían ser útiles para reinventar, en el momento en que las estudió (no casualmente hacia fines de la década de 1970), una izquierda libertaria, no estatista ni disciplinaria.

Esta revalorización de la autonomía y problematización de la libertad no necesariamente debe ser un tema monopolizado por la derecha libertaria.

Consideramos que en nuestro presente la actualidad del libertarismo se debe a numerosos factores sociológicos y antropológicos que son evidenciados en la recuperación de las fuentes de esta tradición filosófica estadounidense y de los consecuentes análisis sobre las mismas, así como al interior de la representación política y partidaria que no hace sino dar cuenta de un cambio en las demandas de la población hacia un discurso menos intervencionista del Estado en toda materia. Esta revalorización de la autonomía y problematización de la libertad (con sus límites y contradicciones) no necesariamente debe ser un tema monopolizado por la derecha libertaria, sino, tomando precisamente la operación de Foucault, la condición de posibilidad para volver a pensar una izquierda libertaria inexistente en el campo progresista de los últimos años, monopolizado por un discurso normativo y moralista donde el “no”, la interferencia y la denuncia fueron las figuras privilegiadas bajo la coartada de una justificación “justiciera” que no hizo sino consolidar una cultura victimista construida desde una lógica identitaria narcisista.

El auge que parece retornar desde hace un lustro, como en la década de 1970, de banderas propias de la tradición libertaria no sólo en Estados Unidos sino incluso en naciones estatizantes que históricamente han sido fuertemente refractarias o completamente ajenas a estas ideas, como España y los países de América Latina, tal vez esté hablando de una transformación social que fija las condiciones para recrear un discurso libertario que, si bien últimamente ha sido hegemonizado por actores de la derecha e incluso reaccionarios, no debe ser imperiosamente así si el campo progresista se despabila de su letargo endogámico y solemne, enclaustrado en disquisiciones a menudo irrisorias, y vuelve a poner sobre el tablero político la dimensión de la libertad desde una mirada fresca y osada, todos atributos de los que carece en su versión presente.

 

Este texto es un fragmento del estudio preliminar del libro Utopía y mercado. Pasado, presente y futuro de las ideas libertarias (Editorial Interferencias), una compilación de textos seleccionados por Luis Diego Fernández.

 

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Luis Diego Fernández

Filósofo, profesor e investigador. Su último libro es Utopía y mercado. Pasado, presente y futuro de las ideas libertarias.

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