En un invierno porteño particularmente frío y con los precios de los centros invernales argentinos ridículamente caros, le pregunté hace unas semanas a J.: “¿Che, y si hacemos una semanita en Brasil con las chicas, una playita, algo más simple?”. Cuando nuestro agente de viajes amigo nos pasó el costo de un Iberostar cerca de Salvador de Bahía vimos que era más o menos la mitad por persona de lo que habíamos calculado para Bariloche. “Vamos”, nos dijimos, “¿qué tan mal puede estar?”.
Así fue como a los 49 años fui por primera vez a un resort all inclusive: me sentí al mismo tiempo cómodo (relajado debajo de una palmera, sin manejar ni sacar la billetera) e incómodo (por momentos asqueado por el exceso de alimentos y de bebidas, atosigado por los animadores). Mientras pasaba la semana iba tomando notas mentales de lo que me llamaba la atención (el alcohol, los tatuajes, la ropa, las pantallas) y se me fue formando la idea de que el all inclusive es una señal de los tiempos: un mundo en el que hay que preguntarse poco, con menos matices, hasta infantilizado.
En muchos sentidos, nuestras expectativas fueron superadas. La playa era linda e hicimos todo tipo de actividades: playa, mar, fútbol-tenis, vóley de playa, tenis de playa, fútbol. Todas las noches hubo algún show, ninguno demasiado bueno ni demasiado malo, y en el bar principal escuchamos sets lindos de un cantante con piano un día y guitarra al día siguiente (“Fast Car” marida bien con una caipirinha). Generalmente, los escuchábamos mientras jugábamos a las cartas con nuestras hijas adolescentes.
El ‘all inclusive’ es una señal de los tiempos: un mundo en el que hay que preguntarse poco, con menos matices, hasta infantilizado.
Al llegar nos colocaron las pulseras en las muñecas y nos indicaron que bajáramos la app para ver las actividades y hacer las reservas en los restaurantes especiales: japonés, francés, italiano, mediterráneo. Además, nos contaron que el buffet (enorme, ruidoso) estaba abierto para el desayuno, el mediodía y a la noche hasta las 22:30. En la zona de piletas y playa había (además de bares múltiples) un puesto de panchos y hamburguesas y otro de snacks bahianos (probé el acarajé, por ejemplo, un bollo de porotos con camarones y cosas). Y desde las 22:30 hasta las dos o tres de la mañana el restaurante mediterráneo abría para snacks (más panchos y hamburguesas, pero también ensaladas, quesos y fiambres y postres).
Se podía comer y beber sin parar desde las 7:30 hasta las 2:30 en cantidades ilimitadas. En todos lados había chopps y vasos de cerveza para hace el refill. ¿La calidad? Todo 6 puntos, les decía yo a mis hijas, que me cargaban. Para la familia francesa de la cual nos hicimos amigos, todo era incomible, claro. La noche después de que probamos el francés les comenté: “De francés no le vi nada, pero no estuvo mal”. Y cuando ellos fueron al japonés, que a nosotros nos pareció el mejor, nuestra amiga puso cara de francesa y dijo “meh, trop salé”, demasiado salado.
Para cualquiera que haya ido alguna vez a un all inclusive así todo esto que cuento le parecerá normal. Pero no es muy natural pensar que uno puede estar comiendo panchos todos los días, todo el día desde las 10 de la mañana hasta las 2 de la mañana, siempre con un costo marginal cero. Tampoco resultaba natural cruzarse en el camino del desayuno a la playa con un preadolescente evidentemente excedido de peso con la remera de Gremio, dos panchos en una mano y una coca cola en la otra. Más hacia adentro, no deja de pasarte por la cabeza la idea de que tenés que comer y tomar lo máximo posible para amortizar el viaje, lo cual es claramente irracional porque el costo está hundido: no te van a devolver plata por comer más o menos.
Racionalizando costos
La disponibilidad permanente y con costo marginal cero te cambia la racionalidad económica. En una vacación normal uno elige a dónde ir a comer con alguna idea de costo y beneficio: voy al restaurante más caro porque creo que será más rico, voy al más barato para ir otro día a uno más caro, por ejemplo. Dentro del restaurante uno mira las entradas, los platos y los postres y hace algún cálculo más o menos explícito: ¿me reservo para el postre? ¿Paso la entrada? Acá lo racional es lo opuesto, en vez de tratar de elegir bien qué plato me gustará más, me puedo servir dos bocados de cinco entradas, dejar lo que no me gustó, volver a servirme más de otra y así todo el día. Lo mismo en el bar: pedir un mai tai, un sex on the beach o cualquier trago diferente de lo que tomamos habitualmente es gratis: tomo dos tragos, si no me gusta lo dejo y busco otro.
All inclusive significa, así, no limits. Y es muy extraño el maridaje de esa circunstancia de no tener límites a lo que quieras comer y tomar con la realidad de estar en un lugar cerrado, con límites muy precisos. Al entrar y al salir pasamos por una garita, con la barrera y el guardia de seguridad, como en un barrio cerrado. La idea es: adentro todo, afuera nada. En la encuesta que me llegó al irme había una pregunta para saber si habíamos salido del resort para conocer otras cosas o hacer otras actividades. Supongo que se les debe criticar que el resort genera poco movimiento por fuera de sí mismo. Y, de hecho, estuve una semana a una hora de una de las ciudades más interesantes de Brasil y sólo conocí el aeropuerto. Puedo castigarme por haber sido digno turista de un tipo vacacional criticado por ser culturalmente chato, pero también defenderme un poco diciendo que los incentivos están realmente para quedarse: adentro todo era cómodo y gratis, afuera había que investigar qué hacer, dónde comer, cómo ir y volver y, claro, pagar costos extras.
Estuve una semana a una hora de una de las ciudades más interesantes de Brasil y sólo conocí el aeropuerto.
También era ilimitado el wifi, por supuesto. Me impresionó esta semana la relación de los humanos actuales con sus dispositivos móviles. En cada pasada por el lobby, con sus mesas y sillones amplios, hacía una estadística al voleo y siempre veía entre la mitad y tres cuartos de los integrantes de cada mesa absortos frente a sus pantallas. En los restaurantes no era nada raro, más bien era lo habitual, ver en cada mesa a una pareja de padres jóvenes con dos hijos, cada uno con un teléfono o una tableta. Un día estaba tirado literalmente debajo de una palmera, en un promontorio con vista al mar, leyendo con el sonido de las olas de fondo, hasta que un padre acostó al hijo de 3 o 4 años debajo de la misma palmera y le dio el teléfono. Las olas de fondo dieron paso a los chillidos agudos de un jueguito. Y escribí parte de este texto escuchando los ruidos de dos dispositivos en la fila detrás mío en el avión de vuelta: un niño con un dibujito animado y otro con un juego.
Sin duda, pasó el tiempo desde que mis hijas eran chicas. Por entonces existían el iPad y los teléfonos inteligentes, claro, pero su presencia era mucho menos generalizada y la disponibilidad de datos ilimitados, casi inexistente. Seré el viejo de Los Simpson que les grita a las nubes, pero ya hay bastante evidencia de que poner a los niños frente a pantallas no es lo mejor para su desarrollo intelectual. Ni hablar del desarrollo de una relación entre padres e hijos, de ciertos hábitos de conversación en una mesa. En el último desayuno vi a una señora jugando al UNO con su hijo de 5 o 6 años. “Al fin”, me dije, pero al volver del buffet con mi omelette verifiqué que la señora guardaba las cartas y el niñito, vestido con la verdeamarelha, ya miraba algo en un teléfono con la pantalla horizontal.
Cuando éramos padres jóvenes decíamos un poco en chiste que la televisión era el chupete electrónico: ahora las pantallas más pequeñas son muy evidentemente eso, algo que busca pacificar a los niños (así se le llama al chupete en inglés, pacifier) para que los grandes puedan hacer cosas de grandes. Salvo, claro, lo que realmente debe hacer un adulto: responsabilizarse por la crianza de los pequeños. Sé que es difícil, también lo era en mi época, pero como regla general educar es hacer lo difícil, no lo más fácil; decir que no, enseñar en vez de resolver, proponer juegos que les divierten a ellos y no a nosotros. Y poner límites, claro.
Vestite como quieras
No sé si por porque estaba en Brasil, por el tipo de hotel, por el lugar específico, por un cambio de época o por un poco de todo esto, pero tampoco parecía haber mucho límite de atuendos. Empecemos por lo obvio: el niño que jugaba al UNO no era el único con una remera de fútbol. Niños, niñas, hombres grandes y hasta madres jóvenes usaban las remeras de sus clubes: sunga de flores y remera del Santos, bermuda rosa y remera del Flamengo. El dolor cromático era intenso. A un señor lo vi con por lo menos cinco remeras o musculosas distintas de Belgrano de Córdoba; parecía tener una distinta para cada día. Los atuendos de las mujeres también eran llamativos por su enorme diversidad y por, digamos así, cierta falta de decoro. Recordé a una tía mía que le preguntó en un casamiento a la esposa de un amigo con escote prominente: “¿No vas a tener frío así, querida?” Frío en Bahía no era posible, pero ahí también se veía una falta de límites.
La falta de decoro era muy evidente de noche, también. Y sobre todo en la noche de karaoke, en la que mi mujer cantó una de ABBA con nuestra nueva amiga francesa. Ellas y un muchacho brasileño que cantó una canción de la noche y el desamor fueron los únicos aprobados. El resto era una mezcla de vergüenza ajena, malestar auditivo y shock estético. Destaco tres momentos: una pareja haciendo un dúo con claras connotaciones sexuales, con el detalle de que sus dos hijos pequeños estaban en el escenario con ellos; una familia argentina con chicos de todas las edades cantando una cumbia llena de palabras que intento que mis hijas no digan; y una señora brasileña que producía unos sonidos tan agudos, y tan alejados de los acordes correctos, que nuestra amiga francesa dijo “parece japonesa”.
Mi viejo habría odiado la pulserita, los animadores gritando en la pileta, el ruido en general y la estética mayoritaria. Y hasta hace unos años, yo tampoco lo habría soportado.
Mientras pasaba la semana anotaba estos comentarios en mi cabeza y pensaba que mucho de esto es generacional. Que hay una nueva generación de padres, debajo de mí, que son distintos en su mirada de la vida y de la paternidad. También pensaba que mi viejo, que murió hace poco más de un año, se resistió toda la vida a este tipo de resorts (y no porque no le gustara el alcohol o desconociera los excesos alimentarios). Tampoco lo vi jamás con una remera de fútbol, a pesar de que tuvo platea en Independiente durante décadas; y hasta el último día se resistió a tener celular. Mi viejo habría odiado la pulserita, los animadores gritando en la pileta, el ruido en general y la estética mayoritaria. Hasta hace unos años, yo tampoco lo habría soportado.
Pero el mundo cambió, y quizás yo un poco con él. Es indiscutible que los all inclusive ofrece un nivel de relajación difícil de emular: no hay que manejar ni estacionar; no hay que cocinar ni pensar demasiado dónde comer; no se toma ninguna decisión de gasto y la vacación produce, tras el pago fijo, cero estrés económico. De hecho, mi billetera permaneció toda la semana en el mismo pantalón con el que viajé, que no volví a usar hasta el viaje de vuelta.
En un mundo donde todos los límites parecen difusos, y más allá de sus obvias falencias, el all inclusive bien desarrollado ofrece una combinación de lo mejor en límites: límite clarísimo del gasto y límite geográfico que te da seguridad para que dentro del resort puedas vivir sin límites de lo que vas a comer y beber y con la ilusión de una diversión también ilimitada. Ahí, quizás, en esa combinación de límites precisos y ausencia total de límites, en el hecho de que no hay que buscar y encontrar puntos medios, matices, en esa dicotomía, digamos, un poco infantil quizás, y que te permite no pensar ni tomar decisiones difíciles, está su módico encanto.
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