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Después de los cambios en la religión y en el idioma,
ninguno más delicado que el cambio en el sistema de contribuciones.
Cambiar una contribución por otra es como
renovar los cimientos de un edificio sin deshacerlo:
operación en que hay siempre un peligro de ruina.
–Juan Bautista Alberdi, 1854
Vuelve al debate público la necesidad de una reforma tributaria “estructural” y, como suele pasar en la Argentina, nos dan ganas de reinventar la rueda, ignorar lo que funciona en el mundo y evitar el análisis exhaustivo del real problema que queremos corregir. Mi visión es que no hace falta una gran ley de reforma tributaria sino que alcanza con mejorar el funcionamiento de nuestra estructura impositiva actual, que es bastante parecida a lo que hace la mayoría de los países. Lo más útil y más rápido es eliminar los impuestos malos, como retenciones y créditos y débitos, limitar la extensión de Ingresos Brutos y reducir las alícuotas de los impuestos buenos, como Ganancias e IVA. El objetivo debe apuntar a bajar impuestos pero también a bajar la evasión, que es un problema central de nuestra política tributaria: perjudica al Estado porque le quita ingresos pero también frena la inversión y la competitividad, porque crecer muchas veces requiere dejar de evadir y, por lo tanto, exponerse a impuestos impagables.
No cabe duda de que el aumento de la presión impositiva de los últimos 25 años se ha convertido en un obstáculo para el progreso, porque inhibe el crecimiento. Entre 2000 y 2015 la carga total pasó del 28% al 36% del PBI, sobre todo por tres factores que agravaron antiguas falencias: primero, se crearon y generalizaron impuestos “malos”, como las retenciones, débitos y Créditos e Ingresos Brutos; segundo, hubo un aumento desmesurado de alícuotas; y, tercero, se mantuvo una elevada y persistente evasión fiscal, lo que genera terribles desventajas para quienes cumplen con sus obligaciones fiscales.
Es crucial reconocer que la alta evasión tiene consecuencias microeconómicas muy graves. Suele pasarse por alto que la distorsión impositiva que se genera entre quienes pagan y quienes evaden es, en verdad, un gran desincentivo al crecimiento de las empresas, porque todas las todas actividades mejoran la productividad son “en blanco”. No se puede exportar en negro, ni ofrecer una relación laboral de alta productividad en negro, ni importar tecnología en negro, ni comprar y vender a grandes empresas en negro, ni endeudarse formalmente a tasas lógicas en negro. Por lo tanto, el tándem de alta presión impositiva y alta evasión hace que no sea rentable crecer, ya que al hacerlo se pierde la “ventaja comparativa” de evadir. Una pyme que opta por crecer y mejorar va indefectiblemente perdiendo la ventaja de evadir. Esto genera un gran desincentivo a la inversión y es una de las principales razones del “enanismo” de las pymes locales. Nacen récords de pymes pero muy pocas crecen, porque expandirse significa pagar más impuestos mientras deben seguir compitiendo contra quienes no lo hacen. No hay impuesto más distorsivo que el que una empresa paga y otra evade: en Argentina, las empresas que operan en blanco, pagan cerca del 48% de su facturación en impuestos, mientras que aquellas que evaden parte de su giro pagan menos del 30%. Esto genera gigantescas distorsiones y enormes incentivos a evadir, racionalizado popularmente con el “si pago todos los impuestos me fundo”. La evasión y el estancamiento se retroalimentan en un deprimente círculo vicioso.
Si bien la presión tributaria ha comenzado a bajar –pasó del 36% del PBI en 2015 al 32% este año– todavía estamos en niveles incompatibles con nuestros niveles de evasión. El 32% actual sigue siendo una carga desproporcionada para aquellos que no evaden. Por eso creo que hacia el futuro la premisa debería ser ir eliminando los “peores” impuestos y reduciendo las alícuotas de los demás tributos.
Impuestos buenos y malos
Para analizar este tema resulta instructivo comparar nuestra situación con la del resto del mundo, principalmente con la evolución que han tenido los países desarrollados. En los 18 países más desarrollados de la OCDE la presión tributaria está estable en torno al 38% del PBI desde hace dos décadas, después de haber crecido desde el 26% en 1965 para financiar la expansión de los Estados de Bienestar, sobre todo jubilaciones, salud y complementos de ingresos.
Todos estos países presentan trazos comunes en cuanto a qué impuestos que usan. Es generalizado el uso de los tres “pilares modernos” creados durante el siglo XX: Ganancias, IVA y Seguridad Social (los impuestos relacionados con el trabajo). Estos pilares recaudan el 82% de sus ingresos y fueron desplazando a los tributos anteriores debido a su “calidad”, ya que distorsionan menos las decisiones económicas, son más fáciles de recaudar y al mismo tiempo son menos regresivos. El IVA, por ejemplo, reemplazó a los antiguos impuestos sobre las ventas por su ventaja de gravar sólo el valor agregado de cada etapa, y Ganancias es el más progresivo de todos los tributos.
Si analizamos los 20 países de ingresos medios que también forman parte de la OCDE, lo que encontramos es que tienen una presión impositiva menor que las naciones más desarrolladas: 31% vs 38%. La diferencia fundamental se encuentra en una menor recaudación de Ganancias Personas (6% vs 11% del PBI), pero el resto de la composición es prácticamente idéntica: los tres pilares representan el 81% del total recaudado, casi lo mismo que en los países desarrollados.
En Argentina, en cambio, los tres pilares recaudan solo el 62%: Ganancias Personas sólo suma un 2% del PBI contra el 6% de otros países de ingreso medio.
En Argentina, en cambio, los tres pilares recaudan solo el 62%: Ganancias Personas sólo suma un 2% del PBI contra el 6% de otros países de ingreso medio. En los otros dos pilares es notable la similitud entre Argentina y todos los países de la OCDE: IVA recauda el 7% del PBI y la Seguridad Social, el 9%. Estas cifras idénticas, en un país con mucha más evasión, implican que las alícuotas en la Argentina son más elevadas. Los que cumplen con la ley en nuestro país pagan mucho más que sus equivalentes en los países más ricos de la OCDE. El salto de recaudación en Argentina desde 2000 (28% del PBI) a 2015 (36%) se hizo en parte con dos impuestos que no existen en ningún país de la OCDE: retenciones a las exportaciones y débitos y créditos (cheque), que recaudan un 3% del PBI.
Si ponemos el foco en América Latina (Brasil, Argentina y los tres países que forman parte de la OCDE) llaman la atención cuatro cosas. México y Colombia tienen presiones totales muy bajas (17% y 20% del PBI, respectivamente) debido a una exigua recaudación de Seguridad Social (2%). Chile también tiene una menor presión total (24%) que las de Argentina y Brasil, explicada por la casi inexistencia de recaudación en Seguridad Social (1%), cuya contracara es un gasto en jubilaciones públicas y privadas de sólo el 4,8% del PBI (versus el 8,6% de Argentina hoy). Argentina y Brasil presentan elevadas presiones impositivas, idénticas en el total (32%) y muy similares en su composición. Argentina compensa el menor peso de Ganancias con los dos impuestos criollos que nadie tiene. Los tres pilares son preponderantes en todos estos países de América Latina: desde el 83% en México hasta el 73% de Colombia.
El desequilibrio vertical
Una crítica recurrente –y errónea– a nuestro sistema tributario es que las provincias dependen demasiado de las transferencias del Estado nacional vía coparticipación. O sea, los impuestos recaudados por la Nación y gastados por las provincias. En la jerga, a esto se le llama “desequilibrio vertical”: la diferencia entre lo que recauda y gasta cada nivel de gobierno. Sin embargo, todos los países de la OCDE tienen desequilibrio vertical, ya sean federales o con organización centralizada. Todos juzgan adecuada una mayor descentralización del gasto para lograr más eficiencia, efectividad y transparencia, sobre todo en educación, salud y seguridad. Y todos también basan su recaudación en los impuestos de los tres pilares, que por definición son imposibles o casi imposibles de descentralizar. O sea, el desequilibrio no es un error, es hijo de las mejores opciones para el gasto y los ingresos. Por ende, todos utilizan mecanismos de redistribución de ingresos desde el gobierno central hacia las provincias y municipios.
Por ejemplo, ningún país de la OCDE tiene IVA provincial, ya que las empresas quedarían con saldos a favor perpetuos e irrecuperables en algunas provincias (en aquellas que compran pero no venden) y, viceversa, enormes pagos al fisco en otras provincias (en las que venden pero no compran). Corregir esta madeja requeriría un sistema de redistribución del IVA entre provincias, o sea otra coparticipación ad-hoc.
Más allá de que existen oportunidades de mejora en nuestro sistema (por ejemplo, en los coeficientes de distribución de la coparticipación o en los regímenes de percepción confiscatorios de ingresos brutos), nuestro “desequilibrio vertical” no luce extravagante. Antes de buscar otra solución original comparémonos con otros países, haciendo una distinción entre aquellos federales y aquellos con una organización más centralizada.
El tamaño del desequilibrio de Argentina es casi idéntico al promedio de los países federales, muy similar al de Brasil, Alemania y Estados Unidos.
Los países federales delegan más funciones en provincias y municipios, por lo que estos niveles ejecutan una mayor proporción del gasto: 51% en promedio vs. 26% en los países “unitarios”. Esta mayor descentralización también se ve en los ingresos: 25% de los impuestos los cobran provincias y municipios en los federales versus sólo el 11% en los centralizados. Ahora bien –repito– en todos los países la descentralización de los gastos es mayor que la de los ingresos, por lo que todos conviven con un “desequilibrio vertical” que debe ser cubierto con algún sistema de transferencias desde el Gobierno central hacia las provincias.
Esta falta de correspondencia es mayor en los países federales, pero también existe en los centralizados. Y en lo que nos atañe, el tamaño del desequilibrio de Argentina es casi idéntico al promedio de los países federales, muy similar al de Brasil, Alemania y Estados Unidos y menor al de Bélgica, Australia o España. O sea, no pretendamos resolver el elevado gasto público provincial (un problema diferente) cambiando algo que no está mal. Si financiarse con recursos propios incentivase la disciplina fiscal, los gobiernos de Nación y CABA se habrían destacado por su austeridad, cosa que evidentemente no ha ocurrido.
Un sendero posible
En lugar de reinventar la pólvora, deberíamos empezar a eliminar los malos tributos y a reducir la extensión y las alícuotas de los restantes. Más allá de las posibles y deseables mejoras en la legislación de cada impuesto –muchas de ellas introducidas en la Reforma Tributaria de 2017, luego derogadas o nunca implementadas por el gobierno de Alberto Fernández–, los potenciales cambios deberían incluir: eliminar los dos nefastos impuestos que ningún país utiliza (retenciones y cheque), volver a que Ingresos Brutos sólo grave las ventas minoristas, reducir el IVA a una alícuota menos gravosa y alinear la alícuota de Ganancias de las empresas a la que tiene el RIGI para los grandes proyectos. Estas reducciones costarían casi un 7% del PBI, con carga repartida entre la Nación y las Provincias.
¿Cómo costear semejante emprendimiento? Podría financiarse en parte con la recaudación adicional que genera la expansión de la economía: cada 3,5% de crecimiento genera un 1% del PBI de recaudación adicional (0,7% para la Nación y 0,3% para las Provincias). Pero sería preciso que el gasto público consolidado se mantenga constante en términos reales, es decir, que no suba al ritmo del PBI sino solamente al de la inflación. Tardaríamos entonces siete años en bajar la presión del 32% al 25%, un valor más acorde con nuestro nivel de desarrollo y que nos permitiría deshacernos de las peores distorsiones actuales.
Sin duda que este proceso podría acelerarse con una disminución del nivel de evasión, una poda del gasto tributario (exenciones impositivas que representan el 3% del PBI), un mayor ritmo de crecimiento o una disminución adicional del gasto consolidado.
Pero debemos concentrarnos en atacar los problemas de fondo. En este caso, la pócima mortal de alta presión con evasión generalizada. Un sendero de siete años puede sonar tibio para las urgencias de la coyuntura, sin embargo la imperiosa necesidad de preservar el superávit fiscal no deja espacio para apuestas temerarias. Mantener constante el gasto nacional y provincial ya implica un gran desafío. Sería un enorme éxito ir bajando la presión del 32% al 25% al mismo tiempo que se va repartiendo la carga de manera más equitativa y menos distorsiva. Sentaríamos así las bases para un crecimiento continuo, la verdadera revolución que necesitamos.
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