ISABEL AQUINO
Domingo

Rafa in the sky

El miércoles murió Rafael Filippelli. Fue director de cine, maestro de varias generaciones, apasionado por el tango, el jazz, la conversación y los asados. También fue mi primer amigo.

El miércoles murió en Buenos Aires, a los 84 años, Rafael Filippelli. Su partida trae una novedad a mi vida, una novedad que no por inevitable es menos triste: la de vivir en un mundo sin Rafa.

Conocí a Rafael mucho antes de poder recordarlo, cuando tendría unos dos o tres años, en la casa de Flores en la que mi familia vivió hasta mis 12 años. En la terraza de esa casa en la calle Condarco se hicieron infinitos asados y yo insistía en quedarme en la mesa hasta que no hubiera nadie con la energía suficiente como para lograr que me fuera a dormir. Miraba a mi alrededor y me preguntaba cómo podía la gente divertirse tanto solamente hablando. En todos esos asados, verdaderos acontecimientos, mi mayor aliado, mi único verdadero amigo, era Rafael. Siempre me sentaba al lado de él y le preguntaba qué quería decir tal palabra que alguno le había lanzado a otro en la discusión. Rafael me contestaba: “Quiere decir tal cosa, y ahora callate”.

Mis padres eran mucho más jóvenes que la pareja integrada por Rafael y Beatriz Sarlo. La primera vez que vinieron a uno de esos asados, mi padre estaba un poco intimidado por la situación. No sólo por la estatura intelectual de la pareja, sino, sobre todo, porque Rafael era un asador legendario. Pero, según me contaron, cuando Rafael llegó, en lugar de ponerse a hablar con mi padre sobre cualquier cosa o a inspeccionar el asado, se puso a jugar conmigo y eso fue lo único que hizo en toda la noche.

Cuando Rafael llegó, en lugar de ponerse a hablar con mi padre o a inspeccionar el asado, se puso a jugar conmigo y eso fue lo único que hizo en toda la noche.

Cuando yo tenía unos seis años Rafael filmó una trilogía sobre Buenos Aires. Aparezco en esa película bajando una escalera vestido de niño a la antigua, con saco y pantalones cortos. Algunos años más tarde, Rafael filmó la película Notas de tango. El protagonista está haciendo una investigación sobre tango para una película. Yo ocupo un papel un poco fantasmático, que nunca entendí del todo, pero que, creo, era algo así como un alter ego, infantil y como venido desde otra época, del protagonista. Me acuerdo de estar sentado en un sillón del living y que Rafael me estuviera filmando y mientras tanto haciéndome caras detrás de la cámara para que me tentara. Finalmente, lo logró. Yo creí que al reírme habría “arruinado” la escena. Cuando finalmente vi la película en el cine, no podía creer que allí estuviera yo riéndome, sin explicación alguna para el espectador. Rafael incluyó ese momento solamente porque le gustaba a él y esa había sido la razón por la que me había hecho reír en primer lugar.

Algo parecido ocurrió en la película Esas cuatro notas, pero no conmigo sino con mi padre. Es una película sobre Gerardo Gandini –de cuya muerte se cumplieron exactos diez años el día en que murió Rafael– y, en particular, sobre su ópera Liederkreis. El de mi padre era, como lo había sido el mío en Notas de tango, un rol un poco fantasmal. Iba, vestido de smoking, caminando por el Teatro Colón, mientras se leían en off algunos de sus textos sobre Gandini. En algún momento de la filmación, mi padre se sentó al piano y tocó, casi improvisadamente, un vals que había compuesto para su abuela muchos años antes. Es una de las pocas obras que compuso mi padre y la única que yo haya escuchado, porque él acostumbraba a tocarla en casa. Rafael estaba filmándolo en esos momentos, pero él no lo sabía, y mucho menos sabía que la grabación iba a ser incluida en la película. Se enteró al verla en el cine.

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Mariano Llinás me dijo una vez que Esas cuatro notas era la mejor película de Filippelli. Sé que ya no piensa lo mismo, porque en 2021 salió ­No va más. A mí también me gusta más No va más que Esas cuatro notas. Pero, antes que No va más, también Loca bohemia me había gustado más. En ella, Rafael retrata cinco días que pasó junto al pianista argentino Adrián Iaies y el resultado es una de las mejores películas sobre música que yo haya visto.

Intuición y amor puros

Más allá de los rankings, las películas de Filippelli sobre música (Esas cuatro notasLoca bohemiaNotas de tango) producen una atracción especial. Si dos de ellas forman parte de la serie de retratos de artistas de Rafael, las tres juntas ofrecen a su vez un retrato de él mismo. Todo director se muestra al filmar una película. En el caso de Rafael y la música, esto se vuelve ejemplar.

Rafael, por un lado, sabía muchísimo sobre música. Era un experto impar en tango y jazz y tenía un oído descomunal. Desde que yo era muy chico me impresionó ver cómo ante cualquier disco de tango que yo pusiera, él sabía cuál era la orquesta y cuál era el cantor antes de que empezara a cantar. Indefectiblemente, Rafael cantaba el tango entero durante la introducción orquestal. Era muy afinado y cantaba muy bien; no escuchar más esa voz será una de las cosas que más extrañe en los años que tengo por delante. Quienes hayan pasado alguna tarde en el Brighton con él lo habrán escuchado cantando “Gricel” acompañado por el pianista del bar. Quienes no hayan tenido esa oportunidad pueden contentarse viendo Loca bohemia.

Al ver sus películas nosotros somos espectadores de esa devoción. Creo que Rafael filmaba sobre música para aprender sobre ella. Y nosotros, al verlo, aprendemos con él.

Pero, por otro lado, Rafael no sabía de música. No tenía formación técnica y no conocía las reglas del arte musical. Su aproximación era la de la intuición y el amor puros. Al ver sus películas nosotros somos espectadores de esa devoción, casi infantil por su intensidad. Creo que Rafael filmaba sobre música para aprender sobre ella. Y nosotros, al verlo, aprendemos con él. En un comentario sobre Notas de tango, Quintín escribió: “Jugando con la verdad y sus sombras, la película va desgranando un repertorio exquisito de temas musicales. En el fondo, es un film didáctico que le hace perder el acento peyorativo a la expresión”.

En Esas cuatro notas, Filippelli está investigando, en palabras del propio Gandini, “el misterio de la ópera”, que no es sino una de las versiones del misterio de la música que obsesionaba a Rafael. Esto me lleva a evocar una vez más la conocida definición de Borges: “La música, misteriosa forma del tiempo”. Extendiéndose sobre la idea de la música como una forma del tiempo, el filósofo alemán Odo Marquard escribe lo siguiente: “Dado que (para el hombre mortal) el tiempo es finito, se vuelve infinitamente precioso: si su uso más precioso es la música, toda tarea de la vida humana (más allá de las tareas relacionadas con la inmediata supervivencia) que no sea música está sometida a una presión legitimadora: ¿por qué –nos preguntamos– podemos realizar esta tarea, si no es música?”.

Rafael fue un marquardista avant la lettre. De la idea de que la música es el empleo más precioso del tiempo hizo la máxima que guió su existencia. Gran parte de su cine e incluso varios escritos rodearon la música obsesivamente para tratar de entenderla mejor. Rafael no era una persona precisamente modesta, pero siempre se rendía ante quienes él considerara que sabían más de música que él. Por más que conociera de punta a punta toda la historia del jazz, ante Adrián Iaies adquiría la posición de un alumno, como ante Gandini o ante mi padre. Esto lo llevaba a veces a decir cosas que eran objetivamente falsas, como que yo cantaba mejor que él, o que tenía más oído, dos disparates nacidos del cariño personal pero sobre todo de aquella humildad en la que la música lo sumía, porque yo había estudiado algo de música y él no.

La pasión modernista

De todas maneras, Rafael no vivía su relación de aficionado con pesar, sino todo lo contrario. En el tercer número de la revista Lulú, una revista de teoría y técnicas musicales de nivel especializado, publicó un artículo llamado “Miles in the Sky”, que en pocas páginas hacía un repaso por toda la historia del jazz tomando a Miles Davis como punto de observación. Miles murió en septiembre de 1991 y la revista salió en abril de 1992, y de la infinidad de notas sobre Miles que se publicaron en aquellos meses esta debe haber sido una de las mejores.

Hace unos pocos años, Rafael amplió esa nota para darle forma a un breve libro con el significativo título de Learning from Jazz, que creo que todavía no fue publicado. En el manuscrito, Rafael dice lo siguiente: “A veces me sucede capturar algo que está por encima de mi preparación musical. Un día, hace muy pocos años, le dije algo a Mariano Loiácono, mi amigo y el mejor músico de jazz argentino, y él me contestó: «Es así, pero vos no deberías saberlo, ni yo sé cómo te das cuenta»”. Muchos de los comentarios que Rafael incluye en “Miles in the Sky” y Learning from Jazz nos dan esa impresión: la de alguien que capta algo que no sabe del todo qué es y lo explica cómo puede. Esto, para el lector, es una ventaja, porque las cosas están dichas de un modo que todos podemos entender si escuchamos y leemos con atención.

Rafael era un caso ejemplar de aquello que dice Proust: “Quizá por no saber música le fue posible sentir una impresión tan confusa, una impresión de esas que acaso son las únicas puramente musicales, concentradas, absolutamente originales e irreductibles a otro orden cualquiera de impresiones”. Luego se las ingeniaba, a través del cine o la escritura, para devolver esas impresiones al orden de las imágenes o las palabras, muchas veces con gran éxito, como cuando nos dice, en “Miles in the sky”, que la trompeta de Miles “ha sido en la historia del jazz el instrumento que más sutilmente habló de la soledad”. Rafael terminaba su nota rememorando la única vez que lo había visto tocar a Miles, en 1987 en Washington:

Tocó la música de Tutu, en aquel momento su último disco. Confieso que no me gustó demasiado: ni los fenders haciendo un ritmo minimalista, ni las evocaciones de Philip Glass, ni la falsa obsesividad de la percusión, ni el público que lo escuchaba, ni la forma en que estaba vestido. Y sin embargo, cuando en un momento de su actuación, tocando “Portia”, hizo callar a sus fóbicos acompañantes electrónicos, y recostado en un borde del escenario se entregó a un solo con sordina, una vez más sin vibrato, de pocas notas, lleno de sutilezas y moderación, me pareció que estaba escuchando otra vez “My Funny Valentine”.

En el momento en que Miles recupera esa soledad que para Rafael era su marca más distintiva vuelve a ser interesante. El párrafo trasluce el que quizás fuera el principal credo de Rafael, como aficionado a la música pero también a la literatura y a su propia profesión: el modernismo. En varios de los textos de despedida que leí en estos días, como los que escribieron Juan Villegas y Alejo Moguillansky, los dos discípulos y amigos de Rafael –era imposible ser una cosa sin ser la otra–, se dice que Rafael era un moderno. Respecto de la música, la pasión modernista de Rafael se expresa en los dos momentos que más le interesaban tanto en el jazz como en el tango. Primero, el momento del origen, es decir, por definición, el momento de la modernidad más radical: Gardel y Armstrong, por quienes Rafael sentía verdadera devoción. Luego, los innumerables momentos, dentro de cada género, en los que distintas personas, en la búsqueda de su propia voz, su propio sonido, estiraban los límites del género, sin romperlo del todo. Esa tensión entre la espontaneidad personal y el canon del género creo que era lo que más conmovía a Rafael.

Rafael era experto en encontrar paralelismos entre el jazz y el tango y creo que de haber sido musicólogo se debería haber dedicado a eso y habría hecho aportes valiosísimos.

Las músicas que expresaran esa tensión son las músicas verdaderamente modernas, tengan cinco, cincuenta o cien años; las músicas que no habiten ese espacio liminal, o bien por no expresar ninguna voz (en opinión de Rafael, Wynton Marsalis), o por expresarla sin preocuparse en absoluto por el género (el propio Miles con Tutu), no le interesaban demasiado. Del jazz actual, a Rafael le gustaban los músicos que hubieran logrado un sonido personal, inimitable, que estuviera al mismo tiempo en diálogo con la tradición: el dúo de Ralph Alessi y Fred Hersch, Rudresh Mahanthappa, Vijay Iyer, y algunos más. En el tango, no creo que hubiera nada actual que a Rafel le interesara demasiado. Troilo y sus cantores habían expresado mejor que nadie esa tensión entre el pasado y el futuro, entre el universal y el individuo, y luego de ellos todo había acabado, en todo caso con algún destello excepcional.

Rafael era experto en encontrar paralelismos entre el jazz y el tango y creo que de haber sido musicólogo se debería haber dedicado a eso y habría hecho aportes valiosísimos. Sin embargo, aun sin serlo, nos dejó algunas pistas. Esto leemos en el artículo “Fue lindo mientras duró”, dedicado al tango y escrito a cuatro manos con mi padre:

Puede pensarse que Piazzolla desarrolla y lleva a un punto de no retorno el modelo orquestal heredado de Julio de Caro, la matriz del tango moderno, que es al género orquestal lo que Carlos Gardel es al tango cantado. Pero tal vez en De Caro esta marca es más fuerte por la ruptura y la división de campos que produce; su coincidencia cronológica con los Hot Five de Armstrong, de 1925, trompeta, clarinete, trombón, piano y banjo, o los Hot Seven, de 1927, los mismos instrumentos más tuba y batería, es uno de los paralelos entre los ciclos vitales del jazz y del tango que merecería ser considerado.

La propia existencia de la dupla creativa Filippelli-Monjeau nos habla de la dualidad entre maestro y alumno tan característica de Rafael y que la película Notas de tango expone a la perfección. Mi padre aprendió prácticamente todo lo que sabía sobre tango de Rafael. Pero luego Rafael aprendió de mi padre muchas otras cosas. Mi padre había estudiado música y era profesor universitario de estética musical y sé que para Rafael no había nada más importante que escuchar lo que él tuviera para decirle sobre Raúl Berón, cosa que nunca habría sucedido si Rafael no le hubiera mostrado a Berón a mi padre en primer lugar en alguno de los primeros asados en conjunto.

Fue por esos asados que, en alguna medida, puedo decir que Rafael fue mi primer amigo. No deja de sonar raro, porque teníamos casi cincuenta años de diferencia de edad y yo tenía compañeros del jardín, primero, y de la primaria, después. Pero sí fue mi primer amigo en un sentido importante: fue la primera persona, fuera de mi núcleo familiar, con la que me dediqué a escuchar música sin hacer ninguna otra cosa. Varios de los nombres que se volverían centrales en mi vida como melómano vinieron directamente de mis encuentros con Rafael, que tenían lugar por lo general en aquellos interminables asados pero también en su casa o, años más tarde, incluso en algunos bares porteños en los que teníamos permiso de elegir la música. Siguiendo, sin saberlo, las instrucciones de Marquard, poníamos la música a todo volumen, para que nadie pudiera hablar. Lo bueno era que, ante Miles Davis, Louis Armstrong o Raúl Berón, todos en seguida se rendían, y se daban cuenta de que lo correcto era precisamente dejar de hablar.

No había nada, para Rafael, más importante que la música; lo único que podía mejorar la música era escucharla con amigos. Me pasa lo mismo y, como tantas otras cosas, lo aprendí de él.

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Eugenio Monjeau

Licenciado en Filosofía (UBA). Master en Educación (Universidad de Harvard). Autor de La mala educación (Sudamericana, 2017, con Helena Rovner).

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