LEO ACHILLI
Domingo

Ser progres hoy

Un verdadero progresismo debe aprender de los fracasos recientes y ayudar a ordenar de una vez la macroeconomía. Recién después pensemos en programas específicos contra los dramas sociales.

Hace unas semanas, tuve una conversación con una querida amiga, compañera y referente política, a raíz de una entrevista que di al suplemento económico del diario La Nación. Consultado sobre el programa económico del Gobierno y sus consecuencias sociales, en la nota destaqué que la estabilización macro (con reforma fiscal y monetaria) era condición necesaria para las aspiraciones de desarrollo del país. Pero también mostré preocupación por lo tosco (a mi juicio) del ajuste, sus consecuencias sociales en el corto plazo y la discontinuidad de ciertas políticas y programas de carácter “transformador”, como, por ejemplo, las de desarrollo de la primera infancia, prevención del embarazo adolescente o integración territorial de villas y asentamientos.

Después de leerla, mi amiga-referente me escribió por privado para cuestionar la efectividad de estas políticas: ¿sirvieron para disminuir la pobreza?, me preguntó. ¿Mejoraron las condiciones de vida de los sectores populares? ¿Y la calidad educativa? Según ella, hemos probado mucho, pero en muy pocos casos vimos resultados. Dado lo mucho que la respeto, me quedé pensando en esa charla. Y concluí que si ella, una persona progresista por donde se la mire, se estaba cuestionando esto que para mí es algo tan cercano, y que también me considero progresista, había una o varias cuestiones a atender.

Muchas acciones o políticas en respuesta a problemáticas socioeconómicas específicas han tenido un peso relativo menor, muchas veces marginal.

Lo primero que consideré, por obvio que parezca, es que en los últimos 15 años hemos maltratado tanto la macroeconomía, normalizado anomalías y roto tantos circuitos productivos, entre otros tiros en el pie, que muchas políticas específicas en respuesta a problemas socioeconómicos han tenido un impacto muchas veces marginal en este contexto de degradación continua.

A quienes nos dedicamos al desarrollo socioambiental, ya sea como hacedores de política pública, académicos, emprendedores, inversores de impacto o lo que fuere, metidos en nuestra rutina diaria y pegados a la vocación, nos puede costar abstraernos. Pero no podemos dejar de reconocer que la macro manda. No alcanza, pero manda. Por eso debemos partir de la base de que no es mucho lo que se puede hacer sin un mínimo de racionalidad económica y un sendero favorable al crecimiento, la producción, la exportación y el empleo. Esto se vuelve más tangible cuando los fundamentals de esa macro están, como ahora, por el piso, haciendo que pase a ser de orden secundario cualquier acción o política que no incida en este plano, por más evidencia que haya acerca de su importancia.

Lo segundo es que, cuando miramos de cerca, hemos chocado la gestión de muchas de esas políticas sociales que decimos valorar. O, de mínima, las hemos manchado al punto de deslegitimarlas ante la sociedad. No quiero ocupar este espacio con un tratado acerca de esto, pero va un ejemplo para ilustrar esta lógica (podrían ser otros, lamentablemente hay muchísimos).

Desintegración urbana

Durante el gobierno de Cambiemos tuve la responsabilidad y el honor de ser secretario de Integración Socio Urbana bajo la órbita del por entonces Ministerio de Desarrollo Social. Desde 2016, el Estado nacional, en conjunto con organizaciones sociales y de la sociedad civil, muchas de ellas opositoras, comenzó el primer relevamiento nacional de villas y asentamientos. Convencidos de que no se puede gestionar lo que no se conoce (nadie sabía cuántas villas había en el país, ni cuál era su población y condiciones de vida), y de que no se pueden construir procesos sólidos sin acuerdos amplios y genuinos, el relevamiento fue un paso clave para el diseño de una política pública orientada a promover la integración de esos más de 4.400 barrios vulnerables, donde vivían casi un millón de familias. Se sancionó una ley y se crearon un programa y un fideicomiso para habilitar su financiamiento de manera virtuosa, a escala y sostenible. Lo promovió el gobierno “menos pensado”, con los socios menos pensados, priorizando lo que correspondía hacer por sobre cualquier miseria política.

Al asumir el nuevo gobierno en diciembre de 2019, la arquitectura de la política pública se sostuvo sin cambios sustanciales, se fondeó (aunque con un mal tributo, como el impuesto PAIS) el instrumento reglamentado por decreto presidencial de Macri y comenzaron una serie de dificultades (por ser diplomático) en la gestión, que ralentizaron la ejecución al punto de casi paralizarla. La solución fue crear un programa de subsidios para mejoramiento habitacional asignados por sorteo a mujeres de los barrios, lanzado poco antes de las elecciones legislativas de 2021. La ejecución de los recursos estuvo a tiro de un giro de ANSES (o cientos de miles), pasó de casi 0% a casi 100% y el programa Mi Pieza fue un “éxito”, pero desvinculó a la política pública y al fideicomiso de su propósito originario de dotar a barrios informales de servicios básicos y otros atributos tendientes a su integración.

La expansión de nuevas villas corrió mucho más rápido que la oferta de soluciones.

Al mismo tiempo, el severo deterioro de las condiciones económicas, por la pandemia primero y la albertodemia después, sumó al defecto de gestión el primer efecto macro del que hablé: la expansión de nuevas villas corrió mucho más rápido que la oferta de soluciones. Una política con potencial, pero ejecutada con ánimo cortoplacista y efectista (eso sí, con mucha épica), fue en efecto una huella en el mar del deterioro social, que llevó a otras miles de familias a resignarse a soluciones informales de hábitat. Pasó la gestión, el problema empeoró, la solución no escaló y, a la postre, quedó regalada para su desguace en los albores del mileísmo.

No me interesa el contrafáctico de qué habría pasado con otra economía u otro vuelo en la gestión, ni menos una insinuación de quién lo habría hecho mejor, sino el puente al título de esta nota para el que comparto algunas intuiciones con la esperanza de que se vuelvan un llamado a la acción.

Seamos progres mañana

Desprovisto de herramientas de análisis semántico, histórico, antropológico, cultural y tantas otras, diré, desde mi lógica economicista profesional y política aficionada, que ser progre hoy (quizá siempre, pero hoy más), al menos en la Argentina, es contribuir a la construcción de sentido común y de acción en favor de una economía estable, previsible, abierta al mundo, destrabada y a favor de la producción, la inversión, el empleo y la exportación. Desde luego, en contra de la inflación y, por la suma de todo lo anterior, a favor de los pobres. Sin peros, sin medias tintas, sin distancia entre narrativa y realidad.

En cuanto a la microeconomía, enfrentamos (me subo primero al colectivo) el desafío de dejar de ser progres de cotillón, progres con intenciones, folklore y moral de progres, pero secos de resultados. El tiempo de volvernos progres con delivery. De no ser más el borracho de la fiesta que pierde distancia y tacto con la realidad, normalizando el ridículo. De no ser personajes de Capusotto. De no hacer que la buena de Malena Pichot añore los tiempos en que “progre” no era una mala palabra.

Mal que me pese, siento que hace tiempo que somos ese progre: luchadores de las causas populares que se oponen al desarrollo de complejos exportadores.

Mal que me pese, siento que hace tiempo que somos ese progre: luchadores de las causas populares que se oponen al desarrollo de complejos exportadores. Guardianes fofos de un mercado laboral con condiciones que hace mucho que no existen para la mayoría y cuya conservación statuquoista como fin en sí mismo es parte de la estructuralización de condiciones denigrantes para al menos la mitad de los trabajadores del país. Teóricos incansables del debate Estado vs. mercado en un país de Estado quebrado y mercados viciados. Militantes y afines que, por lealtad o lo que fuere, callan e inventan justificaciones baratas ante la pobreza dirigencial o la propia corrupción, que es inherentemente antiprogre.

Hace poco leí dos tuits con vaticinios complementarios y distintos. Uno de Lucas Llach decía que “como el progresismo está muy perdido y no tiene agenda socioeconómica, sino tan sólo cosas woke ya pasadas de moda, Milei les representa un salvavidas, la oportunidad de sentir que lushan toda la vida (leído en cubano de Silvio) aferrándose a algunos anacronismos simbólicos”. No quiero que tenga razón, pero, si no levantamos el nivel, la va a tener.

Militantes y afines que, por lealtad o lo que fuere, callan e inventan justificaciones baratas ante la pobreza dirigencial o la propia corrupción.

El otro es del propio editor general de esta revista, con una predicción para 2024-25: “Vuelve el progresismo. Recuperará prestigio y tendrá oferta electoral propia (no sé si le irá bien). Periodismo, cultura y clases urbanas profesionales se harán más progresistas, como en su apogeo de 1996-2007. Podría evitarlo un resurgimiento K”. Espero que tenga razón, pero no sucederá por generación espontánea. Por delante tenemos el desafío de pasar la rompiente hacia la etapa superior del mero rebote post-debacle.

El propio Néstor Kirchner, de quien creí en 2003 que le hablaba directo a mi yo de 20 años, hacia 2008-2009 (y también Cristina en los años que siguieron) machacaba una y otra vez con que “nos habían sacado del infierno”. Y yo pensaba “sí, capo, te lo agradezco”, pero las demandas y aspiraciones de desarrollo empezaron a ser otras, más sofisticadas, complejas, estructurales y definitorias que morfar, que contener el estallido. A esas no supimos responder. Ninguno de los que gobernamos.

Mientras tanto, la gente vive peor y los sistemas naturales colapsan. No quiero eso. Millones de otras personas, tampoco. Toca reconectar con las bases de aquello por lo que muchos soñamos y trabajamos. Este desafío, generacional en mi opinión, definitorio del futuro del país, requerirá un modo de construcción no ensayado hasta ahora, la superación de falsas antinomias, el mismo sentido del propósito y energía idealista o lo que sea que a cada quien convoque, pero dotado de contenido y resultados. O abrazamos al progresismo, bien entendido y con todas las letras, o nos resignamos, patéticos, a ser el meme del perro en llamas.

 

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Sebastián Welisiejko

Economista (UBA). Máster en Economía del Desarrollo (Sussex). Ex secretario de Integración Socio-Urbana. Jefe de políticas públicas de The Global Steering Group for Impact Investment (GSG).

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