LEO ACHILLI
Domingo

Por qué Horacio (III)

Porque es un buen momento para imaginar un país con un clima más pacífico, menos tenso y conflictivo, más afable y más vivible.

En esta elección a presidente, que podría llegar a tener dos o tres instancias, se produce una paradoja que no sé si existió en otras ocasiones. En las PASO, a pesar de haber 27 fórmulas presidenciales, somos muchos a los que nos costó elegir un candidato y apostar con entusiasmo y convicción a esa decisión. En cambio, intuimos que en octubre nos va a resultar más fácil, aunque sólo queden cuatro o cinco opciones para la elección general, y más aún en un eventual balotaje. La explicación a esta paradoja es fácil: hay un gran porcentaje de los votos que es por la negativa, que busca evitar que gane un candidato y no tanto a favor del que se elige. Este fenómeno se da en votantes informados y politizados. Me cuesta imaginar qué pasa por la cabeza de los que están más ajenos a las disputas partidarias y al día a día de la política local, esos electores que no miran programas políticos en televisión, que no siguen las encuestas, que tal vez ni siquiera saben quiénes son los candidatos. Esos son los que muchas veces definen las elecciones.

La dificultar para elegir con convicción un candidato en las PASO puede deberse a algunas de estas razones: una apatía y decepción general en los ciudadanos respecto a los políticos, una oferta electoral no muy atractiva, faltas de propuestas novedosas y consistentes. Tal vez hay un poco de cada una, pero creo que hay algo más, algo que todavía nos cuesta ver y entender, una lógica que tiene que ver con un cambio de época y una renovación generacional de los votantes. La falta de interés y entusiasmo electoral y partidario, sobre todo en los jóvenes, al menos en comparación con décadas anteriores, tal vez nos esté hablando de un tiempo que viene en el que gran parte de la población ya no depositará tantas expectativas en los políticos, no porque crea que son corruptos o mentirosos, sino por la intuición de que sus vidas pueden depender cada vez menos del Estado y más de ellos mismos.

El alto nivel de informalidad económica que tiene la Argentina, un dato que en un contexto de pobreza alto es preocupante porque deja a mucha gente fuera de toda protección social y laboral, puede leerse al mismo tiempo como un síntoma de una autonomía de los ciudadanos frente al poder del Estado, una época que comienza en la que la gente no estará tan pendiente de cada una de las decisiones que toma el Gobierno. No porque crea que no es importante el rol de los gobernantes, sino porque la confianza en sus propias capacidades y potencial les permitirá anular la sensación de estar dependiendo tanto del Estado para su vida cotidiana.

Somos muchos los que querríamos un gobierno de tono bajo, con un liderazgo casi impersonal, con la menor mística posible.

El exceso de regulaciones, aun con una supuesta voluntad de proteger a los más débiles, nos ha llevado a situaciones fatalmente discrecionales (porque la dinámica social y económica nunca es totalmente regulable, lo que hace que se recurra muchas veces a la lógica de la excepcionalidad), a una sobredimensión burocrática (cada regulación pide otra regulación para corregir las deficiencias de la anterior, y así hasta el infinito) y una energía de los recursos públicos, económicos y humanos, que se pierde en sus propias trampas en vez de ocuparse de hacer su trabajo de la mejor forma posible. Vamos lentamente hacia un mundo en el que las personas quieren cada vez más que los dejen hacer su vida, ser más felices y más libres, preocuparse menos por eventuales inestabilidades y más por su propio bienestar y el de su comunidad, un ideal que tiene más que ver con la paz que con el conflicto.

La utopía revolucionaria, tal como se la entendió en el siglo XX en todas sus variantes, se nos hace visible hoy con una lógica a la vez conservadora y destructiva. No sólo porque los movimientos revolucionarios que llegaron al poder fracasaron rotundamente en sus objetivos de liberación e igualdad, sino porque la propia lógica de la revolución tiene una carga implícita de muerte y épica religiosa que está lejos de los ideales del mundo moderno. Frente a este panorama global, del que la Argentina no es ajena, la gran utopía que nos ofrece esta oportunidad electoral es la de un país normal. Somos muchos los que querríamos un gobierno de tono bajo, con un liderazgo casi impersonal, con la menor mística posible, sin épica más allá que la de tratar de hacer bien las cosas, sin sobreactuaciones innecesarias.

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Hay mucho para cambiar en la Argentina y eso será responsabilidad del gobierno que viene, pero ese cambio será más efectivo y sostenible si se hace con convicción pero sin énfasis, con coraje pero sin prepotencia. No se trata de la discusión entre gradualismo o shock, sino de empezar a romper una lógica de tensión que hoy se manifiesta en las relaciones sociales, en la calle, en los vínculos comerciales o laborales, en casi todos los ámbitos vinculares más allá del mundo de la política. La Argentina vive un estado de conflicto permanente, que no creo que se solucione con más conflicto. Necesitamos un gobierno que se meta menos en nuestras cosas y nos deje hacer, que guarde las energías y recursos para lo que le corresponde.

Siempre se ha dicho (ya es un lugar común, aunque no deje de ser cierto) que las prioridades del Estado deben ser las de brindar educación, salud y seguridad. Pero hay otro factor en el funcionamiento de una sociedad, menos palpable, más abstracto, que también depende mucho de los gobiernos y que también debería ser una prioridad o un objetivo a alcanzar. Se trata de algo que podemos definir como clima social y cultural. Cada gobierno, al menos en la Argentina, ha dejado su marca, incluso estética, en la época en que le tocó ejercer el poder. No me parece un mal momento para imaginar un país con un clima más pacífico, menos tenso y conflictivo, más afable y más vivible.

Mejor “normalidad” que “orden”

La gestión de Horacio Rodríguez Larreta como Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires posiblemente no ha sido brillante. Hay muchas cosas que deberían funcionar mejor y muchas veces tengo la sensación de que es una ciudad que se ha afeado en estos años y que parte de eso es responsabilidad de su gestión del espacio urbano. Pero su forma de gobernar, su firmeza cuando fue necesaria pero también su sobriedad cuando las circunstancias así lo pedían, me llevan a pensar que es el mejor candidato para conducir los cambios que el país requiere en los próximos años.

Mi elección, que no tiene tanto que ver con el entusiasmo sino con una intuición, lleva implícita obviamente una preferencia por sobre la propuesta de Patricia Bullrich. Frente a las ideas de “orden” y de “si no es todo, es nada”, me siento más cómodo con las de “normalidad” y “vivir mejor”. Sé que se trata de eslóganes y tal vez no deberíamos tomarlos tan en serio, pero son buenas síntesis de las ideas de cada uno acerca de cómo se debería gobernar.

Creo que la vocación auténticamente liberal de JxC no tiene que llevar a convertir a ese espacio político en una fuerza asimilable a lo que suele definirse como “la derecha”.

Creo que la insistencia de Bullrich con el “orden” es algo peligrosa. Es evidente que uno de los males principales de la Argentina actual es el desorden, en todos los aspectos de nuestra vida en comunidad. Es indiscutible que hace falta ordenar al país para que funcione mejor. Pero las palabras llevan una carga de connotación que no podemos desatender. Cualquiera que haya vivido la última dictadura militar o haya leído un poco de historia, sabrá que la noción de orden fue el principal argumento aglutinador y justificador de las políticas autoritarias y criminales a partir del golpe de marzo del ’76. Se podría argumentar que es hora de que palabras y conceptos que fueron monopolizados por la dictadura sean recuperadas para la democracia, pero la realidad es que eso no parece ser posible por el momento y que el énfasis en el orden se lee inevitablemente como una opción autoritaria, aunque no necesariamente debiera serlo.

Creo que la vocación auténticamente liberal de Juntos por el Cambio, su desprecio explícito por las formas del populismo y las trampas conceptuales y retóricas de la tradición progresista, no tiene que llevar a convertir a ese espacio político en una fuerza asimilable a lo que suele definirse como “la derecha”. Creo que se puede construir un consenso de políticas públicas que sostengan los valores de convivencia democrática y respeto de las garantías constitucionales, que ofrezca una opción clara en oposición a las políticas de los gobiernos kirchneristas que nos han llevado a más atraso y más pobreza, sin necesidad de sobreactuar posiciones que terminen llevando a JxC a ser lo que sus adversarios dicen que es. La coalición que seguramente gobernará al menos los próximos cuatro años tiene que sostener los valores democráticos, promover el crecimiento económico y construir una base fuerte para el sostenimiento de la paz social. Creo que Horacio Rodríguez Larreta es hoy el más capacitado para hacerlo.

 

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Juan Villegas

Director de cine y crítico. Forma parte del consejo de dirección de Revista de Cine. Publicó tres libros: Humor y melancolía, sobre Peter Bogdanovich (junto a Hernán Schell), Una estética del pudor, sobre Raúl Berón, y Diario de la grieta.

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