Después de sucesivas derrotas electorales en 2006 y 2012, en diciembre de 2018 Andrés Manuel López Obrador (AMLO) llegó a la presidencia de México para comenzar un proceso que él denominó la “Cuarta Transformación”, o 4T. Las anteriores tres habían sido la Guerra de Independencia (1810-21), la Guerra de Reforma (1858-61) y la Revolución Mexicana (1910-17). Cuatro años y cuatro meses después, la transformación se ha expresado más en la retórica y la cultura política que en profundos cambios sociales y económicos, por no hablar del poder del narcotráfico. Sabiendo lo que sé hasta ahora, si en 2003 me hubieran preguntado qué prefería, si 12 años de kirchnerismo o seis de AMLO, probablemente hubiera preferido la segunda opción. Cada vez estoy menos seguro, pero todavía no cambio de opinión.
Cuando hay que elegir entre opciones malas, preguntarse cuál es la peor puede ser ingrato pero es necesario. Nunca esperé demasiado del gobierno de López Obrador, y en estos cuatro años no he visto mucho. Pero a diferencia de, por ejemplo, gastarse el bono demográfico o aprovechar un boom de commodities para llevar el gasto público a niveles insostenibles, al presidente de México más poderoso en dos décadas, cuya coalición goza de amplias mayorías en ambas cámaras, lo que más le interesa es cancelar un aeropuerto a medio terminar para construir otro, así como una refinería y un tren turístico.
Mi definición favorita de AMLO es la siguiente: un populista con responsabilidad fiscal.
Mi definición favorita de AMLO es la siguiente: un populista con responsabilidad fiscal. A contramano de los demás gobiernos de izquierda en América Latina, López Obrador es la rarísima avis no neoliberal que cree en la austeridad como principio. Una de sus primeras medidas al asumir fue reducir su salario, no sólo como gesto simbólico, sino también para disminuir los salarios de los altos escalafones de la burocracia federal, cuyos miembros no pueden ganar más que el presidente. El consiguiente retiro de funcionarios de alta jerarquía no representó un problema para un presidente que se caracteriza por una enorme desconfianza hacia las burocracias, y especialmente hacia los funcionarios públicos que por origen social o formación profesional podrían actuar con independencia. De ahí, también, su creciente confianza en las Fuerzas Armadas, a quienes puso a cargo de la construcción del nuevo aeropuerto y la seguridad del subte.
El creciente involucramiento de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad interior es ciertamente uno de los principales problemas que acechan a México mirando a futuro. Pero se trata de una política que comenzó con la administración anterior, si bien AMLO la profundizó y el año pasado el Congreso la prorrogó hasta 2028. Lo mismo vale para los otros dos grandes problemas estructurales de México. Entre 1999 y 2019, el PIB per cápita se incrementó en apenas un 15%, a pesar de las profundas reformas estructurales que sucesivos gobiernos vienen implementando desde mediados de los ’80. La tasa de homicidios, que se disparó con la “Guerra contra el Narco” iniciada en 2006 y aumentó aún más en 2016-18, parece haberse reducido brevemente recién en 2022. En ambos casos, la historia es similar: la herencia era mala; la 4T hizo poco por mejorar las cosas, pero tampoco las agravó. Como me dijo un brasileño que se dedica a las finanzas, el caso bullish a favor de López Obrador es que, teniendo tanto poder, haya hecho tan poco daño.
Polarización política
La principal transformación que ha traído el gobierno de AMLO ha sido en el campo de la retórica, la cultura política y la creciente polarización del espacio público. Aquellos que le caen mal son frecuente blanco de ataques en las mañaneras, las larguísimas (y aburridísimas) conferencias de prensa que AMLO ofrece todos los días laborales a las 7 de la mañana. De hecho, las mañaneras funcionan menos como mecanismo de rendición de cuentas u ocasiones para hacer preguntas punzantes que como un estrado para marcar la agenda del día, divagar sobre lo último que (se le) ocurrió, o atacar a sus adversarios. Algunos son políticos opositores, pero periodistas, comentaristas, y funcionarios públicos de organismos independientes también se han sumado a la lista. El pasado 18 de marzo, luego del discurso de AMLO en un acto conmemorando la expropiación petrolera de 1938, sus partidarios quemaron una efigie de la ministra Norma Piña, la primera mujer en presidir la Corte Suprema del país (otra integrante de la Corte, Yasmín Esquivel, plagió tanto su tesis de licenciatura como la de doctorado; pero como está casada con un empresario cercano a AMLO, el presidente no la ha cuestionado.)
Es común escuchar que el PRI mexicano es como el peronismo, algo con lo que no estoy demasiado de acuerdo. Además de impulsar un boom (temporario) del consumo, el peronismo de 1946 generó una transformación mayúscula en la cultura política del país, que se volvió más informal y sobre todo más plebeya: Perón adoptó tanto una vestimenta informal como un lenguaje mucho más llano y directo. Cada uno a su manera, tanto Menem como Duhalde y los Kirchner han sabido representar y mantener viva esa identificación con los sectores populares. En México, algunos generales que completaron la carrera de la Revolución tenían un marcado toque plebeyo; pero en los últimos 50 años (si no desde antes), el PRI ha representado lo opuesto. Sea por origen social, formación profesional o disposición personal, ninguno de los últimos nueve candidatos presidenciales del partido se destaca por su “toque popular”; en un país extremadamente desigual, muchos crecieron en el seno de familias privilegiadas, y varios de ellos obtuvieron maestrías o doctorados en universidades de la Ivy League.
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En México los políticos campechanos suelen estar relegados al nivel local. La excepcionalidad de AMLO radica en ser uno de los pocos políticos prominentes a nivel nacional que ha mostrado una capacidad genuina de conectar con los votantes más pobres y relegados. En una sociedad mucho más desigual y jerárquica que la argentina, donde las diferencias fisionómicas, de ingreso y educación van sistemáticamente de la mano, esa capacidad de representar a los más pobres vale oro en términos electorales. De hecho, el principal activo electoral de AMLO probablemente sea la reacción estridente, inocultablemente visceral y a veces sin filtro que genera entre sus opositores, sean dirigentes políticos o miembros de la prensa y la sociedad civil. Son los villanos perfectos, no tanto por lo que hagan —muchos de ellos tienen escasa relevancia política— como por los grupos sociales que representan, en algunos casos hasta la caricatura.
Crónica de una reforma buscada
En ese contexto se inscriben los recientes intentos del presidente por reformar el Instituto Nacional Electoral (INE), el organismo encargado de organizar las elecciones e imprimir las tarjetas de identificación que los mexicanos utilizan como documento de identidad. Establecido en 1996 como parte de un acuerdo político para garantizar la presencia de un árbitro imparcial en las elecciones –así como la disponibilidad de fondos de campaña y minutos de TV para los partidos opositores–, el INE es una de las mejores instituciones de su tipo en el mundo. Es también un raro ejemplo de un organismo público que cuenta con una burocracia profesional de carrera y que llega a prácticamente todos los rincones del país.
De hecho, con las actuales reglas electorales no solo López Obrador arrasó en las elecciones de 2018, sino que su partido, el Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA) se impuso con comodidad en buena parte de las elecciones locales y nacionales celebradas desde entonces. Sin embargo, AMLO desconfía del INE por múltiples razones: porque dice que es “muy caro”, porque el INE no convalidó las acusaciones de fraude que López Obrador formuló luego de su ajustada derrota electoral de 2006, porque dio de baja las candidaturas de algunos morenistas que no se dignaron siquiera a dibujar sus gastos de campaña. El valor de los árbitros electorales imparciales también es más fácil de apreciar en la oposición que desde las alturas del poder.
El valor de los árbitros electorales imparciales también es más fácil de apreciar en la oposición que desde las alturas del poder.
Los ataques al INE —que incluyeron el hostigamiento a algunos de sus funcionarios más prominentes—, que el presidente comenzó a intensificar el año pasado, son ciertamente preocupantes. Pero en qué medida implican un “giro autoritario” o pueden conducir a la construcción de una hegemonía electoral, es menos claro. Por un lado, el INE está legalmente “blindado”. La opción de máxima de AMLO era reemplazarlo por un nuevo organismo, cuyos consejeros y magistrados serían elegidos por el voto popular de entre una lista de 120 candidatos propuestos en gran parte por el presidente y el Congreso. El proyecto también contemplaba eliminar el financiamiento público de los gastos de campaña, la principal fuente de recursos electorales de los partidos opositores.
Al no alcanzar los dos tercios de los votos necesarios para cambiar la Constitución, la propuesta quedó rechazada. El oficialismo fue entonces por el “Plan B”: una serie de reformas legales (no constitucionales) que fueron aprobadas de forma relámpago en diciembre pasado. En nombre de la austeridad, estas reformas pretenden lograr economías en la administración electoral, por ejemplo reduciendo el número de autoridades de mesa. El conjunto está mal diseñado y es bastante chapucero, y probablemente genere más demoras, errores e irregularidades el día de la elección. Pero a contramano de lo que anuncian con tono alarmista ciertas voces académicas, nada de ellos es comparable con el reemplazo del INE por otro instituto controlado por voces afines al gobierno.
Mayorías de corto plazo vs. permanentes
En suma: la voluntad de construir una hegemonía electoral está, pero los medios escasean. Lo que le queda al oficialismo es aprovechar sus mayorías electorales para ir reemplazando a los actuales consejeros del INE —que duran 9 años en el cargo pero se renuevan en grupos de tres o cuatro cada tres años— por otros más afines. Y aquí viene la ironía de la cuestión, para López Obrador pero también para la oposición.
Por un lado, la capacidad de AMLO de beneficiarse de este “Plan C” es limitada, ya que su mandato concluye en diciembre del año que viene y está imposibilitado de reelegirse. AMLO seguramente juegue un papel crucial en la elección de su sucesor, pero las opciones sobre la mesa no son suficientemente populares a los ojos del electorado, ni lo suficientemente confiables a los del presidente. Las experiencias de Santos y Duque en Colombia, Moreno en Ecuador, Rousseff en Brasil, Alberto Fernández en Argentina o Arce en Bolivia sugieren que la estrategia de nombrar sucesores “controlables” suele terminar en “traiciones” —el sucesor elegido a dedo termina gobernando según su propio criterio— o en gobiernos débiles e ineficaces —la tensión entre el sucesor y el sucedido termina bloqueando el funcionamiento del gobierno—, con previsibles consecuencias electorales.
Dar por sentado que MORENA se fortalecerá (en lugar de debilitarse) luego de 2024 es extremadamente prematuro.
Más aún, MORENA es un partido heterogéneo en el que desertores de todos los grandes partidos mexicanos confluyen más por oportunismo e identificación con un líder que en función de un programa o un proyecto político definido. Si la próxima presidenta (o el próximo presidente) no logra conservar la popularidad de AMLO, no hay que descartar la posibilidad de una ruptura que impida la hegemonía electoral del oficialismo. O MORENA podría mantenerse unido, pero perder popularidad (y bancas) y ser derrotado en 2030. Alternativamente, la próxima presidenta (o el próximo presidente) también podría triunfar donde AMLO se estancó, y construir una hegemonía electoral propia. No podemos descartar ninguna posibilidad; pero dar por sentado que MORENA se fortalecerá (en lugar de debilitarse) luego de 2024 es extremadamente prematuro.
El punto es que la democracia es un juego entre gobierno y oposición, y es allí donde reside el principal activo electoral de AMLO y su partido. A fin de cuentas, no importa si MORENA no consigue los dos tercios o si la Corte Suprema frena las reformas electorales que impulsa el oficialismo. En la medida en que la oposición siga mostrándose carente de ideas y no se decida a relegar a los dirigentes y las actitudes que espantan a los votantes —en la medida en que la oposición siga siendo tan horrible como hasta ahora—, los candidatos de MORENA van a seguir ganando cómodamente. Como los argentinos venimos aprendiendo desde 2023, defender las instituciones es más fácil cuando hay equilibrio entre las fuerzas políticas; si la cancha se desequilibra durante suficiente tiempo, lo raro es que no haya cambio institucional. Las instituciones pueden ayudar a sostener un equilibrio allí donde éste existe —por ejemplo, asegurando elecciones libres y competitivas—, pero no pueden crearlo de la nada; el equilibrio sólo puede surgir orgánicamente, por decirlo así, de la sociedad y el sistema político.
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