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Domingo

Cancelados pero
extrañamente libres

Los varones denunciados son el material literario de 'Bad hombre', el nuevo libro de Pola Oloixarac que recorre los caminos colaterales de la revolución feminista.

Bad hombre
Pola Oloixarac
Random House, 2024
221 páginas, $26.999

 

Hace tiempo que siento la necesidad imperiosa de escribir un libro sobre lo que viene pasando en las últimas décadas entre los hombres y las mujeres con el feminismo, las denuncias por violencia de género y la cultura de la cancelación, especialmente en el mundo universitario, que es mi ámbito vital y profesional hace más de 25 años. Cuando salió Bad hombre de Pola Oloixarac sentí una mezcla de entusiasmo (¡un libro sobre mi tema, quería leerlo ya!) y bronca (¡de nuevo me había quedado enredado en reflexiones mientras otra escritora más resolutiva se me había adelantado!).

Estaba bien –me consolaba– que una mujer lo publicara primero. Los hombres hemos tenido el privilegio de la palabra pública legítima y hemos hecho mansplaining durante demasiado tiempo, no está mal que nos toque quedarnos relegados a un segundo plano, o a un segundo turno, no quiere decir que no tengamos nada para decir, y para decirles a las mujeres, si es que ellas tienen interés en escucharnos. Queda demostrado en este libro, cuyo gesto fundamental es justamente ese: la narradora quiere escuchar lo que algunos hombres, acusados de violencia contra algunas mujeres, tienen para decir al respecto. No le interesa apoyarlos, militar su causa, reeducarlos, ayudarlos a “deconstruirse” ni acostarse con ellos. Sólo quiere escucharlos. Un gesto profundamente político, en una época signada en todas partes por enfrentamientos a muerte, donde ambos bandos solo quieren gritar para tapar la voz del otro, escucharse a sí mismos y empoderarse en ese oírse-gritar.

En su campaña presidencial de 2016, Donald Trump se refirió a los inmigrantes latinos ilegales como “bad hombres” a los que había que deportar. Durante la misma época, entre 2016 y 2018, Pola Oloixarac –la autora de este libro a mitad de camino entre la novela non fiction y el ensayo, que en ese momento vivía en la ciudad de San Francisco, California–, fue contactada por distintas mujeres que buscaban sumarla a campañas de denuncia y desprestigio contra hombres acusados de violencia de género, abuso y violación: “El plan era unirnos para darles un castigo ejemplar: que las vidas normales de estos hombres, tal como habían transcurrido hasta entonces, desaparecieran bajo los escombros de una revelación que los marcaría de manera irreversible”.

Eran dos guerras culturales muy diferentes que, sin embargo, descargaban su furia contra el mismo sujeto y con un mismo objetivo: que un hombre fuera expulsado del sistema.

Las militantes feministas y los seguidores de Trump no eran las mismas personas; estaban de hecho en extremos opuestos del arco ideológico. Eran dos guerras culturales muy diferentes que, sin embargo, descargaban su furia contra el mismo sujeto y con un mismo objetivo: lograr que un hombre, declarado culpable antes de todo proceso, fuera expulsado del sistema, sin reparos de ningún tipo. En ambos casos, el bad hombre encarnaba el estereotipo del primitivo macho latino que, por más simpático y entrador que pueda resultar, terminará develando una conducta peligrosa e indeseable. Su figura representa a la cultura latina en su fase más abyecta y patética. Como sentenció hace un tiempo un amigo culto, sofisticado (y ligeramente clasista): “El chongo argentino es lo menos”.

Pola enfrenta una disyuntiva que no admite tibiezas: ¿suma su apoyo a las denuncias o duda, y por el solo hecho de dudar corre el riesgo de ser sindicada como cómplice de los bad hombres? En tiempos de #Yotecreohermana, el paradigma de la solidaridad sorora ha reemplazado el de la sospecha. Es en ese punto preciso que se produce un desplazamiento inesperado: cuando la convocan para que suscriba a las denuncias, en lugar de negarse, Pola  pide que le cuenten más detalles de lo que pasó. La respuesta es siempre decepcionante: no te podemos contar nada, no te podemos dar detalles, sería exponer a las víctimas, pero tenés que creernos, pasó, de lo contrario no estaríamos pidiendo tu apoyo.

Una buena historia

Hay por supuesto una dimensión ética en su pedido: no precipitarse a tomar partido sin recabar primero toda información posible, algo que hasta hace muy poco era una obviedad, aunque ahora haya dejado de serlo. Pero no es solamente una preocupación por la verdad lo que guía a la narradora; en su pedido, se esconde un impulso fundamentalmente literario. Ella quiere una historia, es decir, la singularidad viviente de un sujeto. “Si no me vas a contar una buena historia, no me interesa tu revolución”, parece decir Pola, parafraseando la célebre divisa de la anarco-feminista Emma Goldman: “Si no puedo bailar, no quiero ser parte de tu revolución”. Es su avidez por la literatura la que la lleva a escuchar lo que estos hombres tienen para decir. No quiere ayudarlos, ni darles su apoyo, ni organizar una lucha para defenderlos; tampoco quiere acostarse con ellos. A la autora sólo le interesa escucharlos, y eso es toda una provocación en un momento en que nadie dentro del progresismo parece tener demasiado interés en escuchar lo que los hombres tienen para decir. “Ya hablaron y ocuparon el centro de la escena demasiado tiempo, ahora les toca callarse la boca”.

Pola se encuentra con estos hombres caídos del sistema, existencias que han sido quemadas en un instante, hundidas, como las que evoca Michel Foucault en La vida de los hombres infames. Y se sienta a escucharlo a Laurent, profesor en la Sorbona, al que acusan desde una cuenta de Twitter de abusar sexualmente de sus alumnas. Conversan los jardines de Luxemburgo mientras los hijos de él juegan alrededor. Laurent le entrega su historia: tras la denuncia anónima, la institución lo separa de su cargo, lo que le hace perder un concurso clave para su carrera. Pierde miles de euros en abogados. Un año después se demuestra que las acusaciones eran falsas, pero los daños son profundos.

El Perro Alonso, otro bad hombre, es un periodista freelance que tiene una historia apasionada con su jefa de redacción, una importante figura del feminismo porteño. Todo va bien hasta que, en un viaje, aparece una tercera en discordia, él la traiciona,  ella se siente violada en sus sentimientos más profundos, e inicia una campaña en su contra. Primero lo acusa de violento y después de violador. Entre estas y otras historias, en las que se cuela Victoria Ocampo –pionera del “no es no” en un mundo de hombres– se va tramando una red de anécdotas sobre la cual la narradora enhebra sus reflexiones. Pero sus pensamientos nunca toman la pesadez de lo serio; por el contrario, se mantienen en un nivel de ligereza que roza incluso una superficialidad desconcertante, aunque también ventajosa.

Pola detecta esos galanteos con una ternura casi maternal; los deja hacer, pero no se engancha. No está ahí para eso. Ella quiere la historia.

La narradora juega a ponerse en el lugar de la chica light, un poco tonta y vanidosa, que puede reírse “sin querer” cuando estos hombres destrozados, pero aún capaces de iniciar con ella algún tímido intento de levante (son hombres, después de todo), se permiten deslizar algún chiste. Pola detecta esos galanteos con una ternura casi maternal; los deja hacer, pero no se engancha. No está ahí para eso. Ella quiere la historia: “Desde el principio, consumí a cada uno de estos bad hombres que de pronto habían llegado a mis manos como se consume una historia”. Ellos se le entregan, dóciles, sin nada que perder, y ella observa el sadismo inusitado que le produce tenerlos así, expuestos, destruidos, desnudos y en sus manos: “Eran como perros secuestrados, arrancados de sus vidas para ser animales de riña; eran los villanos de las historias que me habían contado, que yo rescataba como a perros robados no para devolverles su vida sino apenas para contar otra historia, la historia que yo perseguía sin saber muy bien qué era lo que se agitaba debajo”.

La trama que se descubre a medida que avanza el libro es la construcción de una figura de narradora vanidosa, presumida, que nos cuenta detalles de su vida glam de escritora global, entre San Francisco, Berlín, los barrios chic de Buenos Aires y el programa internacional de escritores de la Universidad de Iowa, que además escribe en una lengua neutra (frases como “Tobías es espigado y tiene el pelo castaño”, o el barrio de Warnes en la ciudad de Buenos Aires presentado como “una zona fabril”). Esta Kardashian de la literatura rioplatense resulta por momentos irritante, pero su construcción autoral –que por momentos nos hace pensar en Fogwill– es una verdadera anomalía para los modelos culturales hegemónicos: no es de izquierda, no es feminista y no es peronista, lo que le permite enfocar el asunto desde un ángulo único y desafiar los tabúes más fuertes del progresismo contemporáneo.

Perder el mundo

Por supuesto, Pola Oloixarac tiene bien presente que además de estas acusaciones falsas, están las miles de acusaciones verdaderas, las mil situaciones de violencia asesina contra las mujeres. Ahí está la historia de Ana, su tía abuela, asesinada a golpes por su pareja en 1956 en Lima: “No merecía morir desnuda en un corredor, llorando por su vida, pidiendo que la soltaran, que la dejaran vivir. Todavía es así como viven y mueren las mujeres en los márgenes de la sociedad; […] ¿Pero es justo usar el sufrimiento de Ana y de tantas mujeres asesinadas como la coartada virtuosa que disimula las venganzas personales?”.

Como lectores, no podemos dejar de imprimir sobre esa pregunta la contraria: ¿por qué centrar el libro en estas denuncias, las falsas, las infundadas, las caprichosas? ¿No habría que entenderlas como el “daño colateral” de un proceso histórico virtuoso? ¿No sucede así en toda transformación cultural? ¿La Revolución Francesa, con sus excesos atroces, no fue aun así, mirada en perspectiva, un progreso necesario y favorable para la vida de los pueblos? Es un interrogante que el libro deja abierto.

Una posible respuesta –incómoda, como puede esperarse– se esboza en un comentario que la fiscal de su caso le hace a Laurent, el profesor francés, cuando queda demostrada su inocencia. La abogada le menciona las teorías de Peter Turchin, creador de la cliodinámica, una disciplina que apunta a la modelación matemática de los procesos histórico-sociales, para quien hoy estamos ante un problema de superproducción de élites: la cantidad de personas que acceden a la educación superior es cinco veces mayor que hace 40 años, pero el trabajo no se multiplicó de igual manera; estudian, pero no hay más puestos para ellos. A esto, se suma el aumento de la expectativa de vida y la incorporación de las mujeres al mercado laboral: “MeToo es un reclamo legítimo de las mujeres, pero lo interesante es que se da en un contexto donde es necesario que una cantidad masiva de gente salga de escena”.

Como en grandes clásicos de la no ficción (pienso en El adversario y en Limónov de Emmanuel Carrère) la verdadera pregunta termina siendo qué es lo que va a buscar la narradora en esas vidas ajenas. ¿Qué tienen ellos –que ya no tienen nada– para atraerla de esa manera? Son caídos, pobres, parias, cancelados, no existen para el mundo de competencia y éxitos en el que se mueve la narradora. Es justamente ahora que se han quedado afuera del juego, ahora que ya no necesitan competir porque no tienen ninguna chance, que logran transmitir una extraña serenidad: no se los ve tan mal, después de todo. Han perdido el mundo entero, por lo que ya no necesitan preocuparse por él; han recuperado su alma, y son extrañamente libres.

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Diego Peller

Ensayista, crítico y profesor universitario. Doctor en Letras (UBA). Integra el comité editorial de la revista Otra Parte. En 2016 publicó el libro "Pasiones teóricas. Crítica y literatura en los setenta".

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