La delegación o tercerización de aspectos sustantivos de las políticas sociales no es nueva en nuestro país ni es ajena a la historia de las políticas sociales del peronismo. Las obras sociales sindicales son un ejemplo de cómo el Estado delegó en el movimiento obrero la gestión del seguro de salud. En el caso de la política social orientada a mitigar los problemas laborales de la población vulnerable, la participación de las organizaciones de la sociedad, en particular los movimientos sociales, fue parte de un proceso que se remonta a la década del ’90, en el marco de la crisis ocupacional que caracterizó a aquella etapa de reformas estructurales de la economía argentina. Con la crisis de ese modelo, que comienza a mediados de 1998 y se extiende hasta la salida de la convertibilidad, la devastación económica y social en los grandes centros urbanos del país generó que se multiplicasen las organizaciones sociales que agrupaban desocupados y desposeídos, cuyo rol, además de protestar por la situación social, era promover actividades económicas de subsistencia en el contexto de la economía informal: comedores populares, ferias variopintas y economías de trueque constituyeron un entramado de relaciones comunitarias que se consolidó como un nuevo tipo de informalidad económica en los barrios más golpeados por la crisis. Los planes de empleo y los movimientos sociales que veríamos después, y seguimos viendo, son la consecuencia de este proceso.
Desde los inicios del Plan Trabajar a mediados de los ’90, los planes de empleo preveían que los beneficiarios fueran obligados a realizar contraprestaciones laborales a cambio de una asignación monetaria modesta. El Estado nacional pagaba la asignación y las provincias y los municipios eran responsables de organizar y gestionar las contraprestaciones. El supuesto de este diseño era que sólo aquellas personas con serios problemas económicos y laborales tendrían incentivos para reclamar el plan. Sin embargo, con la profundización de la crisis laboral, la población demandante de planes se multiplicó y los reclamos sociales se volvieron cada vez más constantes y numerosos, lo que hizo crecer el músculo político de las organizaciones piqueteras. El Plan Trabajar terminó por establecer sistemas de “cupos” para asignar los planes a los municipios y, en menor medida, a las organizaciones piqueteras. Los cupos permitían ejercer con discrecionalidad la asignación de los planes por parte de las autoridades y las organizaciones y se convirtieron en un factor de control social y político formidable.
El supuesto de este diseño era que sólo aquellas personas con serios problemas económicos y laborales tendrían incentivos para reclamar el plan.
Hacia el final del gobierno de Menem, los cuestionamientos hacia los intendentes y gobernadores por ejercer el clientelismo político con los planes de empleo se manifestaron como un problema que debía ser corregido. Así lo exigieron los organizamos internacionales, que habían financiado durante todos los ’90 las políticas de planes de empleo. La participación de las organizaciones de la sociedad civil y de la Iglesia se promovió activamente como un mecanismo de contralor y de transparencia en la asignación y gestión de los planes. Paulatinamente, el Estado nacional fue delegando en estas organizaciones la gestión de los emprendimientos sociales en los que los beneficiarios de los planes debían realizar sus contraprestaciones. A medida que se profundizaba la crisis económica y social, los planes comenzaban a ser un factor fundamental para sostener las actividades económicas informales de los barrios marginalizados de los centros urbanos del país. Con el tiempo, este proceso comenzaría a ser llamado “economía popular” por varios referentes sociales y políticos.
La crisis final de la convertibilidad fue un punto de inflexión. Los planes de empleo asumieron un formato más amplio y universal, se abrieron los registros y se eliminaron los cupos. Para mediados de 2002 se llegó al récord de dos millones y medio de personas cobrando un plan. La masividad del programa determinó que las organizaciones sociales tuvieran un rol cada vez más importante y decisivo en la gestión del universo de personas beneficiarias y los proyectos asociados a las contraprestaciones, en el marco de la “economía popular”, se fueron ampliando.
En este sentido, hay que señalar que el plan de empleo no es un régimen del trabajo alternativo a la ley de contrato de trabajo. La obligación de los beneficiarios a hacer una contraprestación laboral supone, por lo tanto, introducir por fuera del sistema legal un formato absolutamente precarizado y tutelado de relación laboral. Las contraprestaciones laborales realizadas en ambientes estatales (en general municipios) siempre fueron conflictivas, ya que las tareas que podían realizar los beneficiarios de planes a veces se superponían con las de los propios empleados municipales, cuyos sindicatos rechazaban el modelo. Por este motivo, con el paso del tiempo y en la medida que los planes de empleo fueron creciendo en cantidad, el propio Estado fue quien comenzó a delegar o tercerizar en organizaciones sociales la gestión de las contraprestaciones laborales de los beneficiarios de planes.
Ciudadanos ‘Afuncionales’
En un texto famoso de 1969, José Nun polemizó con el marxismo clásico sobre la relación entre el tamaño de la población disponible para trabajar y el sistema económico de reproducción social. La sobrepoblación, en un modo de producción determinado históricamente, no necesariamente se expresaba como “ejército de reserva”, funcionales al sistema porque presionan los salarios hacia la baja. Nun argumentaba que en modelos de desarrollo económico heterogéneo, la sobrepoblación se podía configurar como “masa marginal”, personas inempleables, socialmente incapacitadas para valorizar su fuerza de trabajo a un precio razonable como para integrarse a la sociedad de consumo. La masa marginal no es funcional al sistema capitalista, no deprime los salarios de los que tienen trabajos formales en las condiciones normales del régimen del trabajo asalariado. Son afuncionales al sistema: no lo integran, pero tampoco lo amenazan. La cuestión es cómo evitar que se vuelvan “disfuncionales” y se conviertan en un problema para el orden social. En este sentido, las políticas sociales de los últimos 20 años han operado para mantener a los excluidos como sujetos afuncionales.
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Siguiendo a Nun, podemos decir que durante el primer kirchnerismo la gran masa de desocupados contenidos en el Plan Jefes y Jefas de Hogar funcionó como un gran ejército de reserva que pudo mantener los salarios deprimidos (entre 2002 y 2006 los salarios medidos en dólares fueron los más bajos de la historia contemporánea argentina) o que ayudó a estimular la creación de empleos formales en la incipiente sustitución de importaciones de aquellos años. Sin embargo, aun en un contexto tan favorable, la población con planes se mantuvo en algunos cientos de miles. Principalmente las mujeres no tuvieron las mismas chances que los varones de salir del plan para integrarse al empleo formal. Las tareas de cuidado y su baja calificación laboral impidieron que las mujeres tuvieran un recorrido rápido hacia el empleo formal y los trabajos informales a los que estas mujeres podían acceder eran tan mal remunerados que no constituían una alternativa demasiado motivadora para dejar el plan.
En 2005 el Gobierno cierra las altas al plan Jefas y Jefes y traslada a todas las beneficiarias con hijos menores al Plan Familias, antecedente de la Asignación Universal por Hijo, que pagaba el mismo monto que el plan Jefas y Jefes pero no exigía ninguna contraprestación laboral. En aquellos años, entre el Plan Familias y el impulso del empleo formal por la recuperación económica, quedaron en los planes de empleo menos de 200.000 personas. La expectativa era que el mismo proceso económico resolvería el tema definitivamente.
Lamentablemente, esto no fue así. A partir de 2007 la creación de empleo se ralentizó y, con la derrota electoral de 2009, el Gobierno lanzó una iniciativa que se proponía unificar en un mismo esquema las formas de trabajo informal generadas por la exclusión económica de los ’90 con las contraprestaciones laborales exigidas en los planes de empleo. Y, de paso, castigar a los intendentes del Partido Justicialista de la provincia de Buenos Aires a quienes el kirchnerismo culpó por la derrota.
La expectativa era que el mismo proceso económico resolvería el tema definitivamente. Lamentablemente, esto no fue así.
El programa Ingreso Social con Trabajo, más conocido como Argentina Trabaja, estableció el formato de “cooperativas” para agrupar a los beneficiarios de los planes de empleo. Este ensamblado entre la economía informal, las formas discursivas de la economía popular, las tutelas políticas y los subsidios estatales construyó una potente narrativa que funcionó como un mecanismo para legitimar la delegación de la gestión de los beneficiarios y sus actividades en organizaciones autónomas pero dependientes del Estado en sus recursos económicos. Este modelo de gestión delegada tuvo, en lo términos de Nun, la intención de configurar a una masa marginal, económicamente afuncional, en un espacio no estatal, pero tampoco privado, en el cual pudiera desarrollarse sin constituir un problema político para el orden social.
Desde entonces, la cantidad de beneficiarios no paró de crecer. Se pasó de menos de 200.000 beneficiarios en 2010 a casi un millón y medio en 2022. El estancamiento del empleo formal desde 2011 y la caída sostenida de los salarios reales fueron los determinantes para el incremento en la demanda de planes por parte de los sectores informales regimentados por las organizaciones sociales que el propio Estado había empoderado. El objetivo de la contraprestación laboral y de las organizaciones sociales no es la empleabilidad. Para las organizaciones, los planes de empleo no son un paliativo transitorio a la crisis del empleo formal: son un dispositivo fundamental para desarrollar un proyecto alternativo de organización del trabajo, la “economía popular”, a partir de la cual construyen su propia legitimación como un actor social relevante. Por eso es que buscan controlar el diseño y la instrumentación de políticas públicas que permiten sostener su centralidad política. Eventualmente, en la medida en que la presión por más recursos y planes choca con los límites fiscales y políticos, estallan conflictos entre el Estado y las organizaciones y entre las propias organizaciones por el control de los fondos públicos. Estos conflictos se manifiestan exacerbando el carácter disruptivo de la protesta social. Así, la exclusión social se vuelve disfuncional y por lo tanto exige un rediseño de las políticas sociales que la gestionan.
Ingreso universal sí, salario universal no
En esta clave hay que leer la disputa por la gestión de los planes de empleo. La creciente agitación social encuentra en los movimientos sociales el catalizador que organiza y moviliza a los excluidos contra el propio aparato estatal que los configuró. Desde estas organizaciones no se pide un cambio, sino mucho más de los mismo: avanzar hacia un sistema de tutelas laborales masivo, financiado por el Estado, pero gestionado por ellas. La propuesta del “salario básico universal”, que empuja en estos días el Frente de Todos en el Congreso, no tiene otro objetivo que organizar en los márgenes del sistema económico la regimentación de los trabajadores informales en el marco de las propias organizaciones sociales, que pasarían a ocupar el rol de ser la contraparte patronal del “salario universal”. No hay nada de progresista en esta propuesta, más emparentada con la organización medieval del trabajo y con formas de dominación social premodernas. Un modelo de este tipo es claramente disfuncional para la integración social de los sectores informales, ya que los aísla del mercado de trabajo formal y los condena a una existencia tutelada por las organizaciones.
No hay nada de progresista en esta propuesta, más emparentada con la organización medieval del trabajo y con formas de dominación social premodernas.
Muchas veces se confunde esta propuesta del salario universal con la del ingreso básico universal. Ambas propuestas comparten las dificultadas fiscales para sostener un sistema masivo de transferencias monetarias. La diferencia radical es que el ingreso básico no pretende ser un “salario” ni financiar el funcionamiento de tutelas laborales de organizaciones sociales que actúen como “patronales” universales, con un régimen de trabajo diferente al del resto de la sociedad. El ingreso básico pretende ser un complemento al ingreso laboral que las personas obtengan en el marco de la libertad de trabajo dentro del régimen laboral vigente. Es incondicional y de libre acceso a todos los ciudadanos. Su viabilidad económica y fiscal dependerá de cómo se lo integre con el régimen tributario (por ejemplo, como un impuesto negativo a la renta) y de cómo se articule con el sistema de protección social y con las regulaciones laborales.
Existen, además, propuestas para modificar el carácter de las contraprestaciones para incrementar la empleabilidad de los beneficiarios. Las propuestas van desde establecer una asignación educativa, para que todas aquellas personas sin secundario terminado se reintegren al sistema educativo, o programas de formación para el trabajo como instancia previa a la inserción laboral. En el mismo sentido, hay propuestas para acompañar por medio de apoyo económico a la búsqueda activa de empleos o al desarrollo de emprendimientos económicos personales. Lo que unifica a estas propuestas es que no se proponen que desde el Estado se incentiven emprendimientos económicos de baja productividad, regenteados por organizaciones sociales y con un régimen laboral precarizado que segmente aún más al mercado de trabajo.
La disfuncionalidad del modelo de planes de empleo que tenemos en la actualidad es cada vez más clara. Sin embargo, el debate sobre cómo y qué es lo que hay modificar es mucho más difuso. Es imprescindible que el país encuentre un rumbo económico sostenido a partir del cual lograr una recuperación del empleo asalariado en el sector privado, pero también es necesario discutir una reforma laboral que incentive la contratación de personal en los empleos que requieren menor calificación y que por su naturaleza son menos estables, temporales o con rutinas laborales flexibles. Este tipo de empleos son los que en mayor medida podrían incorporar a la población que se encuentra dentro del sistema de planes y requieren un sistema legal que contemple su especificidad y que les dé un marco de protección social a los trabajadores.
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