Domingo

Te regalo a Perón

La oposición no se enfrenta sólo al peronismo sino, sobre todo, a su concepción de la política. Por eso incorporar dirigentes del PJ o competir para representar a sus votantes es un error.

La elección de 1983, la primera ocasión en que los argentinos fuimos a votar luego de la dictadura del Proceso de Reorganización Nacional, estuvo precedida por una variedad de augurios de que el movimiento popular moldeado de acuerdo con la voluntad política de su extinto líder, el general Perón, y su segunda esposa Eva Duarte, se encaminaba hacia su disolución. El argumento no era uno relativo a la eventual incidencia electoral del peronismo en aquellas elecciones, en las que finalmente fue derrotado, sino que se trataba de una especulación sobre la deriva posible de aquella fuerza política cuyo récord previo había sido el gobierno o la proscripción, pero nunca la oposición.

Muchas personas, de un lado al otro del arco político, desde la izquierda marxista hasta conservadores y centristas, radicales, socialdemócratas, de izquierda democrática o liberales, parecían creer que aquella franquicia política inventada en las elecciones de 1946 para dar continuidad al gobierno surgido el 4 de junio de 1943 se aproximaba a su fin. Para usar una expresión entonces popular: “Muerto el perro, se acabó la rabia”. Privados de liderazgo, los peronistas se dispersarían entre diferentes opciones. En esa época, intelectuales ligados en el pasado al peronismo iniciaron un camino en esa dirección: algunos se aproximaron al liderazgo de Raúl Alfonsín; otros, menos pragmáticos (o con menos instinto de adaptación), orbitaron en diferentes grupos del nacionalismo de izquierda o peronistas más bien silvestres.

La elección legislativa de 1985, cuando Alfonsín arrasó casi sin excepciones en todo el mapa electoral de la Argentina, pareció confirmar esa conjetura que precipitaba el cierre de una era en la política argentina. Sin embargo, algunas notas disonantes parecían contradecir esa certeza, que era la materia prima de las revistas de ideas de aquella época como Punto de Vista o La Ciudad Futura. Incluso la revista Unidos, que nucleaba al segmento de los intelectuales aún ligados al peronismo, se interrogaba desde una de sus portadas: “Peronismo: ¿el fin?” (número de agosto de 1985). Sólo dos años después, el peronismo se imponía en la mayoría de las provincias, incluidas algunas gobernadas desde 1983 por la Unión Cívica Radical: Buenos Aires, Mendoza y Entre Ríos. Así volvía a encenderse la expectativa de esa colectividad que muchos daban por desahuciada. El peronismo, al fin, parecía tener aún una vida después de su muerte.

El peronismo, declarado muerto en 1983, controlaba el Senado y, desde 1987, privó al gobierno de Alfonsín de su mayoría en la Cámara de Diputados.

Como es habitual, la materia prima que anima el debate de los intelectuales suele ser poco sensible a los fundamentos institucionales donde se asienta el poder de los políticos profesionales. Más entusiasmados con los discursos, los actores sociales o las ideologías, suelen pasar por alto aquellos lugares de donde los dirigentes extraen recursos en sus períodos de auge o se resguardan en las épocas malas: las instituciones del Estado y, especialmente, las legislaturas. El peronismo, declarado muerto en 1983, controlaba el Senado (de hecho, siguió haciéndolo hasta hace unos meses) y, desde 1987, privó al gobierno de Alfonsín de su mayoría en la Cámara de Diputados. Además, se hizo del control de la mayoría de los gobiernos provinciales. Sin contar, por ejemplo, que tenía el control indisputado de las organizaciones sindicales, importantes en el período 1983-1987 como reemplazo de una organización partidaria anarquizada luego de la derrota electoral, y como fuente de financiamiento de los candidatos peronistas a nivel nacional y provincial.

Si se mira todo el período desde esa perspectiva, es bastante sorprendente que la retórica política peronista, que tiene una tendencia a mostrarlos como prisioneros de las restricciones impuestas por “el poder real”, supere la prueba más elemental de la crítica política. El peronismo, de Lorenzo Miguel a Cristina Kirchner y de Antonio Cafiero a Alberto Fernández, ha controlado sistemáticamente el Senado de la Nación, es decir, la llave para designar jueces, funcionarios, diplomáticos y otras posiciones de la alta burocracia donde varias capas geológicas deben gratitud al movimiento. Por otra parte, con la excepción de breves períodos como 1983-1985, 1997-1991 y 2009-2011, ha logrado impedir que sus rivales controlen la Cámara de Diputados. En otras palabras: no existe ninguna posibilidad de que se pueda entender la dinámica de la política argentina de los últimos 39 años sin entender el papel que le ha tocado al peronismo en ese proceso, en sus luces y sombras, en sus éxitos y fracasos.

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Ha sido el responsable de los únicos diez años de estabilidad macroeconómica, pero también del período precedente, de igual extensión, durante el que le dio la espalda a los hechos trágicos de los años ’70 y las violaciones masivas de los derechos humanos; de la reformulación del Estado que permitió modernizar amplios sectores de la economía, pero también del más reciente estatismo que empujó al país a un horizonte parecido, desde el punto de vista de la organización económica, al que hemos conocido en el largo período que va de 1975 a 1991, caracterizado por un derrumbe vertical del producto por habitante, un aumento de la inflación y la pobreza y una descapitalización sin precedentes. Pensar que cualquiera de esos hechos pudiera haber ocurrido sin la participación del peronismo es de una inocencia que merece llamarse de otro modo.

El peronismo existe por ustedes

La pregunta fundamental es la siguiente: si el peronismo no es eso que los intelectuales de los años ’80 creían que era, es decir, una versión distorsionada del proyecto popular a ser reemplazada por alguna variante criolla de la socialdemocracia, ¿qué cosa ha sido finalmente ese movimiento que ha sobrevivido no a uno sino a varios ocasos? Mi hipótesis es que no se entiende al peronismo por una ideología económica (ha sido casi de todo, tanto en vida de su fundador como, sobre todo, después de su desaparición) o por su fidelidad a ciertos actores fundamentales (ha sido sindicalista con Perón y Eva, anti-sindicalista y villero con los Montoneros, de clase media con los renovadores, todo eso junto con Carlos Menem, etc.), sino por una amplia y reconocida plasticidad para adaptarse a las cambiantes circunstancias en que le ha tocado actuar y por su generalizada disposición a hacer uso de una variedad de recursos que lo colocan en el límite mismo de la legalidad democrática.

Por esa razón, juzgar al peronismo desde la perspectiva de un liberal demócrata típico, es decir, de alguien que cree que existen ciertas restricciones morales o normativas a aquello que es legítimo hacer en política o a los recursos a movilizar en el campo de la lucha política, es desconocer el rostro genuino del movimiento. El peronismo que en los años ’40 removió a la Corte Suprema no es diferente del peronismo de Cristina Kirchner que quiere llevar sus miembros de 4 a 25 en un insólito episodio de inflación de miembros del máximo tribunal. El peronismo de los dirigentes sindicales millonarios, de Vandor a Santamaría, no es diferente del que pone en manos de políticos profesionales la regencia de los planes sociales, es decir, la distribución de la prosperidad en cuentagotas que dispensa el Estado a la creciente proporción de los argentinos que fueron excluidos de la educación, el trabajo y el acceso a la vivienda.

La supervivencia del peronismo tiene menos explicaciones en el campo de la ideología, de sus actores fundamentales o de sus logros o fracasos, que en la subestimación de los demás actores del grado de desnaturalización al que ha llevado a la lucha política; subestimación ampliamente palpable en las apelaciones de los dirigentes de la oposición a nutrir con dirigentes peronistas las opciones que desean ofrecer a la consideración popular en las elecciones previstas para el año próximo. Buena parte de esas expresiones desconocen la clave del fracaso de las opciones no peronistas no ya para derrotarlo electoralmente, sino para erigir una plataforma y unos compromisos de naturaleza completamente diferentes a los que caracterizan al movimiento de Perón. No luchan contra un adversario político sino contra una concepción de la política en varios aspectos rival de la idea de la democracia liberal y del Estado de derecho. Una concepción de la política que, de hecho, concibe a su dimensión institucional como ampliamente supeditada a la búsqueda del poder y del control del Estado.

¿Qué lugar deberían ocupar los peronistas no alineados con el actual gobierno? ¿Podría la coalición opositora beneficiarse de la incorporación de dirigentes peronistas?

Entender ese aspecto de la política peronista es muy importante porque ordena un conjunto de debates que hoy tienen lugar en la política argentina. ¿Qué lugar deberían ocupar los políticos peronistas no alineados con el actual gobierno? ¿Podría la coalición opositora de radicales y simpatizantes del expresidente Macri beneficiarse de la incorporación de dirigentes peronistas? ¿Qué aporte singular podrían hacer esos dirigentes a Juntos por el Cambio que sea reconocido como algo valioso por los votantes de esa coalición de fuerzas políticas? Un hecho inobjetable es que esa coalición no está en condiciones de resolver un problema que el propio kirchnerismo ha generado al peronismo: la crisis de representación de los sectores populares que tradicionalmente ha sido la pretensión, ampliamente indiscutida, de los peronistas.

El error que podrían cometer los grupos políticos que rivalizan con el peronismo es creer que ellos podrían competir por representar a unos votantes que, en general, suscriben posiciones y sostienen creencias no muy conectadas con la tradición liberal democrática. En general, creencias más relacionadas con las temáticas del mundo sindical, del nacionalismo popular y de las diferentes familias del catolicismo de base políticamente operativas en el país. El desafío de la actual oposición es ofrecer a esos argentinos (como deberían hacerlo con cualquier otro grupo social o de creencias políticas) un programa para el país, sin hacerse cargo de una crisis de representación que no les es propia. Como en un inesperado bucle de la historia, los políticos peronistas tienen hoy su propia crisis de representación como la tuvieron en 2001 los partidos no peronistas, crisis que sólo parcialmente se ha empezado a resolver y que fue magistralmente descripta por Juan Carlos Torre en su artículo publicado en 2003 “Los huérfanos de la política de partidos”. Sería una enorme paradoja que, sin poder resolver su propio galimatías (cómo gobernar una Argentina casi siempre gobernada por peronistas), la oposición pretendiera resolver la crisis de una organización que hasta cierto punto desconocen.

En ese contexto, la participación de políticos peronistas en la coalición opositora no es otra cosa que un gesto de deferencia (si se quiere, como un gesto calculado de amplitud, como el que tuvo en 2007 Néstor Kirchner con la UCR) antes que una apertura genuina hacia una tradición política que, en última instancia, debe elaborar su propia crisis. Naturalmente, una democracia de alternancia entendida como un sistema de toma de decisiones dotado de grandes dosis de legitimidad social necesita de un peronismo renovado bajo líneas democráticas y pluralistas, pero esa es tarea de los propios peronistas y no veo cómo la tendencia secular a cooptar a alguno de sus dirigentes (que siempre serán presentados como “traidores” por el núcleo dirigente de esa fuerza política) para “ampliar la legitimidad y la gobernabilidad” vaya a hacer algo diferente que empeorar las cosas, confundir al electorado y volver tortuoso el trabajo de la sociedad civil de entender mínimamente la lógica de su sistema político.

 

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Claudio Iglesias

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