Mi tuit, hace diez días, fue el siguiente: “Cosas que le hicieron pésimo al periodismo desde los 80: Página/12, TEA, CQC, Comunicación Social. Y bastante Humor, también, aunque tenía otro sentido hasta 1983. Aunque sí, ahí está todo”. Las reacciones fueron muchos me gusta y algunos comentarios que agradezco, más la pregunta de Seúl de si esto podía convertirse en nota. Dije que sí. Merece explicarse, más allá de la inmediatez a veces tendiente a la exageración de Twitter.
Aclaración personalísima: leo diarios desde los cinco años. Leí Página/12 desde el principio y estuve suscripto hasta 1995; después fue más esporádico. Conocí y trabajé con gente de TEA (incluso fui padre con una egresada de ese lugar; a muchos los quiero y les agradezco haberme hecho un lugar en este medio). Y necesitaba cada semana mi dosis de CQC en los años ’90. Fui (o al menos me camuflé como) un progre bastante típico, aunque siempre fui refractario al socialismo, al latinoamericanismo y al anti-imperialismo en el sentido más bobo del término. Ergo, lo que sigue proviene de mi experiencia como consumidor y como testigo.
Dejemos de lado a la revista mencionada en el tuit: Humor, hija de Satiricón y montada en los cinco años que van de la dictadura al gobierno de Alfonsín, era una revista más de opinión que de información aunque no faltaban las denuncias. Además les daba voz a quienes estaban vedados o prohibidos en cualquier otro medio. Eso permitió mostrar que la adhesión a los militares, si bien masiva, no era monolítica. El blanco de burla (pero también el blanco de ataque de Convicción, el diario de Massera) era José Martínez de Hoz. Y después, el resto del gobierno; aunque sí, Humor estuvo del lado más nacionalista posible cuando Malvinas. A la postre, uno de sus redactores más prominentes, Enrique Vázquez, sería el primer rector de la carrera de Comunicación Social de la UBA, también en parte su idea. Mucho de lo que vino tiene que ver con eso.
‘Página/12’ fue una novedad absoluta. No había diarios así: breves, irreverentes, con tapas disruptivas a cargo de Daniel ‘Sueco’ Álvarez.
Página/12 fue una novedad absoluta. No había diarios así: breves, irreverentes, con tapas disruptivas a cargo de Daniel Sueco Álvarez. Ese caos salía de la cabeza de Jorge Lanata y varios socios, y fue un cambio. Más allá de que había mucho de Libération en el estilo, más allá de ser un medio “de izquierda”, Página/12 se animaba a decir lo que otros diarios contaban de modo muy morigerado o, directamente, pasaban por alto. Uno leía Página/12 como quien lee novelas, especialmente a partir de los ’90, cuando comenzó a denunciar desde temprano la corrupción menemista.
Pero –siempre hay un pero– el problema era ése: la literatura. Contar, pero con estilo. Y opinar siempre desde el lado correcto. Esto hizo que ese periodismo se transformara muchas veces sólo en opinión. Empezaba a tener más importancia la firma que el qué, la forma más que el contenido. Muchos años más tarde, Lanata nos llamó a los editores de Espectáculos de Crítica de la Argentina para hablarnos de algo del diario. Comenzó la charla preguntándose, y respondiendo: “¿Qué es el periodismo? El periodismo es contar historias”. Ahí estaba la insatisfacción que en algún momento me causó Página/12, y por qué lo sustituí por La Nación y la breve pasada del dominical de El País: no creo que el periodismo sea “contar historias”.
Contar historias, transformar la información en relato, es sólo el medio para hacer comprensible la información dura, para explicarla. Puede darle color y generar el interés en el lector para que esa información se (le) transforme en pertinente. Ése es, para mí, el objetivo del periodismo: generar y difundir la información que un ciudadano debería conocer dentro o fuera de sus intereses. Página/12 transformó el estilo y, finalmente, el sesgo políticamente correcto, en la norma más importante, por encima de la información. Seguir todos los días el Yoma-gate cuando no siempre había novedades, leído hoy y a una distancia de décadas, muestra que la “novela” importaba a veces más que el hecho. Y eso influyó demasiado en los periodistas que vendrían. Que hoy sea un medio de propaganda del partido de gobierno, a veces hasta el absurdo, es una consecuencia lógica de la disolución constante de su importancia.
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Más o menos por la misma época arrancó el Taller Escuela Agencia (TEA), que nutrió a Página/12 también con gente que, para bien o para mal, hoy es de enorme peso en el periodismo. (Gabriela Cerruti es un caso paradigmático de lo segundo.) TEA era una novedad: una escuela de periodismo concentrada directamente en las técnicas y en cómo hacer notas, cómo hacer reportajes, cómo generar un archivo. Era práctica pura desde el principio y los trabajos se calificaban como “publicables” o “no publicables”. En un tiempo en el que muchos se anotaron en Comunicación Social para descubrir que hacer un salto de carro o entender el término “pirulo” no era esencial en las lecturas de la carrera, fue importante.
Pero TEA hizo algo más: estandarizó periodistas, impuso un estilo “de la casa” que se reconocía fácilmente. Por otro lado, hizo algo peor: que quienes salían de allí se auto-percibieran periodistas por haber tenido formación en periodismo. Hay (muchas, por suerte) excepciones: personas que hicieron TEA como algo que se sumaba a su formación en otras carreras; y otros que salieron de TEA y siguieron formándose en el oficio. Ahí está la palabra: el periodismo no es algo que necesariamente se estudie. El periodismo se aprende, que no es lo mismo. En ese sentido, el periodista está mucho más cerca de un zapatero o un plomero (lo digo con todo orgullo) que de un médico o un sociólogo. Aunque un periodista puede ser, claro, médico o sociólogo. En general, los peores productos de TEA, que son los que más abundan, cayeron en la trampa de creer que egresar de ahí los hacía dignos de ingresar a una redacción como columnistas. Y no.
Y esto también es pertinente: los mejores periodistas que tuvo la Argentina hasta por lo menos los años ’70 no se formaron (o no se formaron exclusivamente) en periodismo. O bien llegaron al oficio desde cierta diletancia no exenta del imprescindible componente yeca, o lo hicieron desde otras carreras. De Pucho Guibourg a Susana Viau, esto fue así durante gran parte del siglo pasado. Algo como TEA no está mal, el problema consiste en lo que TEA –supongo que no ex profeso– les hizo creer a demasiados de sus egresados.
Ganó el poder
Mario Pergolini era el irreverente de la radio. Bueno, parecía: era divertido e incorrecto en Rock&Pop a diferencia de su primer coequiper, Ari Paluch. En TV había hecho Rock&Pop TV y La TV ataca antes de que, finalmente, surgiera Caiga Quien Caiga. CQC era un noticiero satírico, en principio, un programa de humor. Ese humor tenía como blanco el gobierno de Carlos Menem y algunos apuntes sociales que hoy podrían considerarse “cancelables” (desgraciadamente). Había mucho del “Weekend Update” de Saturday Night Live y Pergolini, Eduardo De la Puente y Juan di Natale tenían no poco de histriónicos: Pergolini el irónico, De la Puente el loco, Di Natale el cool. Los noteros (ahí surgieron, lo saben, Andy Kusnetzoff, Daniel Tognetti y Daniel Malnatti, entre otros) se metían en todas partes, rompían protocolos y hacían preguntas incómodas. Se reían de todos sin distinción ni, esto es básico, diferencias. Estaba bien en parte: implicaba romper con el respeto debido a lo que se supone que es la autoridad.
Pero generó el hecho de que nadie merecía respeto. Nadie. Salvo quizás Fidel Castro (¿recuerdan con qué reverencia se le acercó Tognetti?). En otro sentido, aquellas notas no tenían nada de periodístico: de hecho, Pergolini rechazó una nominación a los premios Martín Fierro en esa categoría. Pero, y aquí está el otro problema, miraba el mundo desde arriba, como un permanente objeto de burla. La razón, el pensamiento correcto, la mirada justa estaba en los conductores. Por otro lado, una vez que el truco quedó perfectamente establecido, los entrevistados se prestaban a la canchereada boba, o a fingir una indignación impostada. En algún sentido, los burlados se burlaban de los burladores y recuperaban –o adquirían– algo nuevo: impunidad ante el periodista. No olvidemos aquel momento en el que Tognetti le preguntó a Felipe Solá, entonces gobernador de la Provincia de Buenos Aires: “¿Cómo hay que hacer para permanecer ocho años en el poder?”. La respuesta de Solá fue, mientras colocaba un habano en su boca y miraba fijamente a la cámara: “Hay que hacerse el boludo”. Esos escasos cinco segundos están grabados a fuego en la historia de la televisión y del periodismo argentino. En el segundo caso, fue la prueba de que el poder, a ese periodismo, lo había derrotado.
‘Página/12’ hizo del estilo, la opinión, el sesgo y la firma lo más importante; TEA estandarizó la técnica como algo suficiente; ‘CQC’ creó el ‘todoeslomismismo’ y entronizó la mirada pedante.
En síntesis: Página/12 hizo del estilo, la opinión, el sesgo y la firma lo más importante; TEA estandarizó la técnica como algo suficiente; CQC creó el todoeslomismismo y entronizó la mirada pedante. Es cierto que esto no es lo único, pero esos tres gestos se hicieron carne en mucho periodismo; sobre todo en demasiada producción periodística, especialmente en el audiovisual. Si hoy ven cualquier canal de noticias (los “pases” en radio o en canales como TN y LN+ son pruebas sencillas) van a notar que la combinación de las tres cosas ha dado estos, y no otros, resultados. Si escuchan las conferencias de prensa de Cerruti, notarán también lo mismo. Si ven a Carlos Pagni, descubrirán que su editorial de apertura a veces disfraza insustancialidad y alguna falacia con un relato que muchas veces es fascinante, aunque es sólo un truco, un efecto especial.
Hay algo más: todo esto es anacrónico e inútil. El periodista ya no es el único en generar información. Su autoridad se ve minada todo el tiempo, especialmente en el caso de los masivos de TV, radio y cable. Tienen fans, no espectadores u oyentes. Son un show que, a veces, se nutre más de nuestros gratuitos tuits que de la producción paciente de una pieza relevante de información. Y esa frivolidad logra una y sólo una cosa: que, de lo que dicen o informan, únicamente nos interese el espectáculo, que nos produce una catarsis pero nos aleja de decidir sobre la base de los datos de la realidad. Y después, como cuando salimos de ver algún blockbuster lleno de superhéroes y proezas fantásticas, cuando llega el final pensamos en otra cosa. La información, la realidad, está en otra parte: lo que le pasó al periodismo argentino (y no creo que sea la excepción este país) tiene sus raíces en esos tres lugares.
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