LEO ACHILLI
Domingo

Una carpa en la frontera

Patricia Bullrich Luro Pueyrredón: chica bien y montonera, fina y rea, piba y señora, heredera y hecha a sí misma.

En la última campaña presidencial, la gente estaba como loca porque Alberto Fernández tocaba la guitarra y tenía un perro que se llamaba Dylan. La decadencia nos hace sentir un país muy distinto del que en realidad somos, del que empezamos siendo cuando un puñado de criollos decidió que íbamos a ser libres y armó una nación de cero. Eso no pasó hace milenios, en otra era, ni en la frecuencia de la ficción o de la fe, donde suceden los mitos. Pasó acá hace apenas 200 años.

Fue ayer que a los pies de un algarrobo que todavía vive en el Museo Pueyrredón, dos hombres decidieron que era a todo o nada, urdieron un plan imposible —cruzar los Andes— y lo hicieron. José de San Martín y Juan Martín de Pueyrredón, héroes revolucionarios que se despojaron de sus partículas de nobleza en pos de la libertad. De uno de ellos desciende en línea directa nuestra actual candidata a presidente.

En el principio era el barro

“Patricia Bullrich Luro Pueyrredón”, Moyano pronuncia el triple apellido como si la estuviera insultando. ¿Sabrá que es en la chacra de su chozno donde empieza nuestra historia? Aunque apenas lo recordemos, Juan Martín de Pueyrredón fue el presidente de la Argentina cuando todavía no existían ninguna de las dos palabras. Nuestro primer líder. Nuestro primer servidor. El que escribió “resolví intentarlo todo” y así lo hizo. El que dejó su vida por nosotros, argentinos del siglo XXI para quienes su nombre es una estación de subte. Desde el baldío, concibió la libertad de un pueblo futuro. Acá estamos.

Es difícil imaginar hoy –una época en la que el poder de los apellidos ha sido desdeñado por izquierda y por derecha, vencido por la fuerza de los vientres libres y los valores republicanos– qué siente alguien cuya sangre remonta al génesis nacional, cuando no había nada. ¿Tendrá todavía sabor aquel antiguo entitlement o se habrá perdido después de tanto internet, un universo virtual por el que estrellas ascendentes como Bizarrap viajan del conurbano profundo a la cresta de Miami a la velocidad de su propia luz?

Ancestral o moderna, la distinción ha sido siempre un motor de la historia. La gente nace y, apenas aprende su nombre, ya quiere ser alguien, salvo que lo sea antes de nacer, como Patricia, que es desde antes de que nosotros fuéramos, desde antes de que hubiera país. No es como Milei, el tipo de barrio al que la casta termina convirtiendo en un increíble Hulk con campera metalera y cadencia evangelista; no es Massa, desesperado por llegar con Malena a Olivos para jugar a una House of Cards medio pelo; no es Cristina, el ícono tilingo que conmueve a cualquier alma aspiracional que anhele un The Crown peronista; ni siquiera es Macri, que por más Blanco Villegas sigue teniendo que demostrar cuán argentino es porque su padre nunca logró perder el acento italiano.

Ser (que precede a pertenecer) es precisamente lo que le reprocha Moyano a Bullrich en aquel debate de 2001: “Por eso te rajaste de la Argentina.” Ella mira para abajo, trata de absorber y neutralizar la violencia del líder camionero que sabe muy bien que ella se fue porque si no la mataban, y que él se quedó porque nadie le iba a tocar un pelo. Pero él no lo admite, no la va a dejar salirse con la suya. No acepta que en Patricia esté la élite, y ni siquiera puede sospechar que todavía hay otra por venir. En ella se encuentran dos aristocracias de las que no le está permitido jactarse: una, virreinal, de la sangre y el apellido, y otra más nueva que creó el kirchnerismo, la juventud maravillosa.

Patricia es chica bien y montonera (aunque insista en rechazar la hipérbole): en ella –en su cuerpo– los dos abolengos se cancelan.

Patricia es chica bien y montonera (aunque insista en rechazar la hipérbole): en ella –en su cuerpo– los dos abolengos se cancelan. Poseerlos deriva inevitablemente en una desposesión: el prejuicio de los demás la quiere incapaz, ilegítima, no apta (y por eso su mayor desafío es no creerles). Ambas pertenencias le restan, la dejan en un no lugar, un callejón sin salida del que se esfuerza por escapar por la vía del despojo, al parecer su único faro desde que empezó a militar en la Juventud Peronista a los 16 hasta hoy que pelea por la conducción del país.

“Mi historia es parte de mi personalidad”, dice al recordar su adolescencia. Nada que negar: ella es la que aprendió que poner bombas no es hacer política. La que se opuso a la 125, a la expropiación de YPF, a la confiscación de los ahorros que la gente había puesto en las AFJP, al pacto con Irán, a la cuarentena eterna que terminó destruyendo mucho más de lo que hoy llegamos a dimensionar; la verdadera semilla –si lo pensamos– del éxito de Milei, porque lo que pega y resuena en el corazón de los argentinos que lo votaron cuando escuchan “La Libertad Avanza” es la desesperación del encierro que vivieron en 2020.

Parece encenderla un ideal de austeridad, un desapego que le permite continuar el camino de la tradición sin caer en la trampa del privilegio. Bullrich encarna mejor el legado argentino cuanto más lo deja ir. El fruto inesperado de esa renuncia es la libertad. Libertad de plantarse, de no responder ni a las demandas de su familia, ni a las de Moyano, ni a las de los kirchneristas que le siguen levantando banderas negras con la cara de Santiago Maldonado, ni a las de los que le dicen borracha y la filman tomando un vaso de cerveza para hacerle escraches por TikTok.

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“Ella es la Argentina”, me dice un amigo en éxtasis cuando le cuento esta idea. Es una mujer libre. Como ella, todos los argentinos merecemos ser lo que queramos ser en cada momento de nuestras vidas. Nos merecemos una Argentina libre, sin sacrificios tribales, sin lealtades corporativas, sin mafias gremiales ni sorteos cínicos de licuadoras. Vivir sin castigos ni sobornos todas las vidas posibles que quieran ser vividas en el suelo argentino.

¿Patricia es la casta? La veo en archivos de 1993, cuando era diputada; de 2001, cuando era ministra de trabajo; de 2015 cuando asumió como ministra de seguridad. En cada época ocupa un lugar distinto pero en todos tiene la misma actitud: enfocarse en la tarea específica que le toca. “A mí me gusta concentrarme en lo mío”, le dice a Mirtha; por esa razón, le cuesta entender que lo preciso e indispensable nunca sea lo urgente: “Cada vez que se habla de un tema concreto, surge la historia universal”, refuta, agotada, a un panel de hombres en Contragolpe, un programa de ATC que pocos recordarán.

Su objeto cambia pero su posición se mantiene: conciliar “el contraste entre las palabras y los hechos”. “Estamos buscando un camino, ayúdenos a seguir buscándolo”, nos pedía en el ’93. Su guerra es contra la hipocresía, lo que no significa –y esto es crucial– estar afuera de la política, ser un caballo blanco, como Milei, listo para que el pozo ciego de la Nación lo devore en un segundo. “Ustedes confunden verdad con política”, les reprocha Patricia a sus contrincantes en Contragolpe, que la chicanean y se escabullen para nunca hablar de lo que hay que hablar. Su frase es contundente: los muestra frágiles, hombres cómodos apoltronados en una ilusoria superioridad moral.

El ícono gay que no supimos conseguir

Una de las primeras veces que salí a caminar después del ASPO (Aislamiento Social Preventivo Obligatorio), le pregunté a un amigo de amigos –que no es kirchnerista pero casi– qué pensaba de Cristina. “Es una señora”, me dijo, lo que significaba: no me interesa. ¿A quién le interesan las señoras? Sinónimo de insignificancia, queja o babia, las señoras son inapreciables, salvo que seas Pedro Almodóvar, Manuel Puig, o que los íconos de nuestra humilde cultura te puedan.

En Argentina, vivimos bajo un matriarcado disonante: Mirtha, Moria, Susana, Nacha, pero también Cristina, Carrió, y la ola joven con Vidal, Acuña, Lospennato, Villarruel, personajes olvidados como Blackie o absurdamente conocidos como Yanina Latorre, abstracciones como Amalita Fortabat, artistas como Marta Minujín, referentes políticos como las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo y eminencias morales como Graciela Fernández Mejide. De ninguna puede decirse con más tino que de Bullrich: “No se nace patricia, se llega a serlo”.

De ninguna puede decirse con más tino que de Bullrich: “No se nace patricia, se llega a serlo”.

En ningún archivo se la ve preocupada por su aspecto. Sólo en una entrevista que le hace Diego Korol en los comicios de 2001. Muestra a cámara la foto carnet de su DNI y acota, pícara: “Linda mujer, ¿no?” De su hermana Julieta, la linda, la pareja de Galimberti, la subteniente que muere joven en un accidente de auto en el exilio, no encontré ningún video.

En el perfil que hizo de ella en Galería de celebridades argentinas, Pola Oloixarac analiza la representación femenina de la actual candidata presidencial en relación con su hermana. O en contraste. Patricia no es mujer de, no es hija de, ni amante de ni novia de. No es tampoco femenina. Ella es “la piba” que con 21 años y dos novios ya desaparecidos se va al exilio con un tercer romance montonero, con quien tendrá un hijo lejos de su patria. “Voy a tener 90 años y me van a seguir diciendo la piba”, dice riéndose en una mesaza de hace dos décadas.

Patricia deja de ser cheta cuando se convierte en rea, e ingresa en un mundo donde la belleza masculina reluce en cuerpos entrenados y uniformes impecables, el mundo de las armas y las fuerzas. Vestida de Rambo en una sociedad traumada por la última dictadura y ajena a lo que significa tener un ejército mixto y sexy como el israelí, no puede apreciarse su enorme potencial como ícono gay de derecha. “Yo soy lo que soy, como cantaba Sandra Mihanovich, ¿se acuerdan?”, dice en lo de Mirtha para definirse a sí misma, casi como si tuviera que justificarse.

Con Sandra jugaban de chicas al hockey. La cantante estaba en Río de Janeiro cuando escuchó “I am what I am” por primera vez en una discoteca gay. “Eran todos varones, y arriba de una tarima había una drag queen haciendo la mímica de la canción en inglés que cantaba Gloria Gaynor. Yo quedé alucinada y dije: ‘Yo quiero cantar eso, pero en castellano’. Y eso que cuando era chica, para mí era una grasada cantar en castellano canciones escritas en inglés”.

Ella y tantas otras, como Patricia, que llega a la candidatura presidencial sola, por su propio peso, sin haber perdido su vocación política en el bosque del amor.

Sandra sintió que era ella misma hablando. Ella y tantas otras, como Patricia, que llega a la candidatura presidencial sola, por su propio peso, sin haber perdido su vocación política en el bosque del amor, como le pasó a María Eugenia Estenssoro, que también jugaba con ellas al hockey, y años después dirá, feliz tras su fracaso electoral como candidata a diputada nacional: “No accedí a la banca, pero conseguí novio”, aludiendo a Haroldo Grisanti, su jefe de campaña.

“Yo no soy virgen, pero no robé nunca, ¿viste?”, le contesta Pato a Moyano, que la acusa de hacerse la valiente en el debate de 2001 (“Chorros, todos chorros”, les dice en la cara a los sindicalistas. “Palacios en Miami tienen”). Empiezo a romantizarla; se puede, tiene con qué. ¿Será? De ella depende mostrarnos si al final era o no la que, además, se enfrentó a los narcos, a Yabrán, la que cuidó las reglas del hogar republicano, la ama de casa de hierro y de fierro, la abuela con fusil (como la llamó Pola), el único ícono anti K que tenemos, nacido no de una teoría, sino en el ejercicio del poder.

Seguro no es el sueño mojado de una progresía envejecida ni el pingo blanco que todavía no se probó en la cancha. Tampoco cualquier señora ni cualquier cheta. Es una mujer libre con una vocación que parece venir de lejos y correr todavía por sus venas: servir. “Me siento útil” le responde a Mirtha cuando le pregunta si está contenta (es ministra de trabajo de De la Rúa).

Ser firme, soportar la presión, no tirar gendarmes por la ventana ni hacer hipótesis partidistas como hizo Cristina cuando el cuerpo de Nisman estaba todavía tibio, ilustran bien su estilo de liderazgo. Para servir a otro, hay que dejarse atrás. Ponerse en segundo plano, como hacemos con nuestros hijos. Pero esta actitud, que se parece a un voto de pobreza voluntario, nada tiene que ver en ella con la doctrina católica que impera y opera mentes perokirchneristas desde el Vaticano y, peor aún, desde las entrañas mismas de nuestra farisea idiosincrasia.

Precursora del aborto, laica y liberal

A pesar de llevar la catequesis marcada a fuego, como toda chica bien, Bullrich no es creyente. En 1994, junto con Fernández Mejide, llevó al Congreso una propuesta de ley para despenalizar el aborto, casi 30 años antes de que el tema inundara la agenda cultural argentina. Los progres que hoy se espantan con Milei y votan a Massa, ya en 2017 la tildaban de represora, ignorantes de que la Rambo contra la que escupían sus peores insultos era una auténtica pionera del pañuelo verde, una batalla feminista de la que no buscó ser el centro de atención cuando se puso de moda.

Tampoco se jacta de su entourage gay-lover ni de su natural camaradería con las travestis de Devoto con las que compartió pabellón cuando estuvo presa en el ‘75. A veces la veo tan clara que me impresiona lo desdibujada que está en la campaña; otras, pienso que la invento, o que, incluso si existiera, puede que no sepa escucharse a sí misma, y termine siendo la que se mareó y se perdió para siempre. Muchas cosas sorprenden cuando se la estudia de cerca. Por ejemplo, su curiosidad por el futuro.

En los ’90, organizó con la Universidad de Quilmes, la de Belgrano y la de Buenos Aires una investigación cuyo fin era disminuir el consumo de violencia en dibujos animados. Entendiendo el sentido de una comunidad científica y universitaria, logra resultados. Los investigadores concluyen que los niños veían una imagen de violencia por minuto. “Los acostumbra al uso, se vuelve parte de sus vidas, así es como funciona la cultura”, dice tan de avanzada como incomprendida. ¿Se habrán burlado de ella por haber contado 31 muertes efectivas en un episodio de Robotech?

Ahí está la síntesis de lo que buscó toda su vida y la revelación de cómo imagina su gobierno: estar en la cocina de las cosas, en el centro mismo de la acción, sin por eso creérsela.

Hace poco fue a Silicon Valley con su mano derecha, Alberto Forhig, a explorar nuevas startups. Una muy exitosa es de difícil acceso: calles que parecen basureros, barro. “No, no puede ser acá”, piensa ella, pero era. Patricia le comenta al CEO su impresión del lugar. “Sí –le responde él– es a propósito, para que no se la crean”, dice señalando con los ojos a sus jóvenes y brillantes empleados. Ella se ríe, no podría estar más de acuerdo. “Para crear, lo importante no es estar en un espacio falso, sino ahí donde puedas desarrollar tu cabeza”, le explica a Fantino, a quien le está contando la anécdota. Ahí está la síntesis de lo que buscó toda su vida y la revelación de cómo imagina su gobierno: estar en la cocina de las cosas, en el centro mismo de la acción, sin por eso creérsela.

Las condiciones de creación se dan en la intemperie. Es anclarse en un barrial o perder el alma. Sos útil porque dejás de ser: porque te ponés al servicio del otro, y en general, estás solo. Fuera del confort del pensamiento único, sin el amparo del lujo. Se crea desde el baldío: ése es el Estado con el que sueña Bullrich, un espacio de función, de utilidad, de orden, y, por eso, de belleza. Una carpa en la frontera.

El voto duro

El invierno que tanto miedo nos da imaginar llegó hace rato. Vivimos horas oscuras, pero lo que tenemos por delante, si la votamos a ella, no es otra larga noche. Es un cambio tan inmediato como total en la forma de organizar nuestra vida como argentinos. Un cambio que va a tener costos, sin dudas, costos que alguien —durante el corto espacio que dure el momento crítico de la transformación— va a tener que asumir.

La verdadera pregunta frente a estas elecciones empieza con un examen de conciencia: nadie está a favor de la violencia, pero las fuerzas del orden existen y, cuando no pueden disuadir, están obligadas a ejercerla. Ninguno de nosotros ignora que vivimos en un mundo difícil ni que venimos de un país vertiginoso. Para poner orden, quien sea que elijamos tendrá a su disposición todas las herramientas de la ley, de la justicia y de la protección de las personas y de los bienes, que no son pocas. Sólo alguien responsable tendrá por ambición que sean las únicas a las que se recurra.

La pregunta, entonces, no es (como vi en X) a quién le comprarías un auto usado, ni (como dijo Canosa) a quién le dejarías a tus hijos, sino a quién le vas a entregar los fierros. ¿Querés dárselos a Milei, a Massa o a Bullrich?

Una inteligencia con tradiciones

En La amiga estupenda de Elena Ferrante, Lenù Greco y Nino Sarratore son dos mentes brillantes que, habiendo nacido en un barrio pobre de Nápoles, van a llegar muy lejos en el mundo universitario de Florencia. Dos trepas deslumbrantes, ágiles en una gimnasia noble, la de la movilidad social ascendente, que van a pasar años sin verse.

Lenù va a la Normale y entra en la familia más prestigiosa, culta y tradicional: su suegro es una eminencia, su marido un erudito, su suegra una editora de culto. Ella es quien publica su primer libro, quien la descubre, la apoya y la recibe, con orgullo, como nuera. Nino escala a su manera, por su lado. En la cima, cuando se encuentran, el éxtasis narcisista es demasiado fuerte. Lenù deja al marido, abandona a las dos hijas y corre tras Nino, el exitoso, despampanante Nino, su primer amor. En uno de sus regresos a la casa de sus suegros, los escucha hablar de él como “una inteligencia sin tradiciones”. El término le da curiosidad. Su suegra la mira con ironía cuando le pregunta qué significa. ¿Tiene que responderle?

—Que no es nadie. Y que, para el que no es nadie, convertirse en alguien es más importante que cualquier otra cosa. La consecuencia es que el señor Sarratore es una persona en la que no se puede confiar.
—Yo también soy una inteligencia sin tradiciones.
Sonrió.
—Sí, vos también, y por eso no sos confiable.

Es, probablemente, el momento más despiadado de la tetralogía de Ferrante, no por el desagradable clasismo, sino por el dolor que le produce a esta mujer de privilegios y buenas intenciones confirmarlo. La familia Ariota cree en las almas bellas, en la aristocracia del espíritu, y es guiada por esa beldad que acoge en su seno a Lenù y luego a Nino. Con ferviente progresía, les dan lugar y respaldo, y terminan estafados por ambos.

En ese sentido, a pesar de ser un argumento imposible por falso y por vano, me pregunto si no será Patricia Bullrich la única disrupción honesta que tengamos en este país ya que, pudiendo encarnar sin desvíos la mismísima tradición, elige la experiencia “aprendida en los buenos y en los malos momentos”. Contra la historia, se elige a sí misma, y ese acto de libertad es una entrega: “No estoy acá para hacerme ni rica ni famosa. Vengo de una familia con posibilidades, que siempre las tuvo. Dediqué mi vida a pensar la política como un modelo de austeridad, y mi gobierno va a ser el más austero que recuerde la Argentina”.

“Patricia tiene una experiencia que no habla de lo que sueña ser, que todos soñamos, sino de lo que ya vivió. ¡Ella ya se enfrentó con Moyano!”, dice Macri en LN+. El más temido le teme a ella, los más picantes también: “Salió primero en las cárceles; yo, última”, dice de Massa. Cuando habla de la pandemia o de la situación actual, Patricia se preocupa por aclarar el matiz de su existencia política: no es “una locura personal de ‘yo quiero esto’; emana de la sociedad. Después podés ganar o perder, pero emana de la sociedad”, explica convencida.

El más temido le teme a ella, los más picantes también: “Salió primero en las cárceles; yo, última”, dice de Massa.

Porque posee el pasado, porque lo lleva en el cuerpo (porque estuvo presa nueve meses en Devoto en 1975 y volvió a esa misma cárcel décadas después como ministra de Seguridad), puede soltarlo y mirar para adelante. Parece incoherente y, sin embargo, no hay nada más auténtico que su pasaje de la clandestinidad a la función pública. De la violencia a la responsabilidad. Su faro es una forma de estar en el mundo: sentirse útil y saberse austera.

Contra el voto transversal a Milei y la oscuridad que avanza, la tradición aparece como un humilde refugio. Todos quieren ser alguien, y Patricia, en cambio, quiere dejar de ser. Dejar de ser Bullrich Luro Pueyrredón. Dejar de ser montonera. Dejar de ser peronista. Dejar de ser la Alianza, dejar de ser el macrismo. Dejar de ser todo eso para poder ser el futuro. Su guerra es sin cuartel porque, como rea, su elección fue el rechazo de la pertenencia. No hay cuartel para ella: es a muerte.

Frente al célebre algarrobo de la vieja chacra, Victoria Ocampo recuerda un verso de Paul Valéry. Un verso que ambos dicen de pie mientras miran el paisaje  de su tierra natal. También podría decirlo la próxima presidente de los argentinos; podría mirar el horizonte desde la barranca de su chozno y decir: “Acá respiro mis futuras cenizas”. Así se resume el arco argentino de Patricia Bullrich Luro Pueyrredón: nacer inmortal y aprender a morir.

 

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Victoria Liendo

Doctora en Letras (Universidad de Paris 8 Vincennes-Saint-Denis). Investiga, da clases de literatura y escribe artículos de opinión.

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