Finalmente las repisas de supermercados, kioscos y almacenes se han llenado de octógonos negros que parecen indicarnos que comer un alfajor no dista mucho de masticar plutonio. Confieso que la medida me resultaría un tanto urticante incluso en otro contexto, en el de un país más o menos normal, sin inflación al galope y 18 millones de conciudadanos bajo la línea de pobreza. Pero en nuestra patética realidad socioeconómica, la multiplicación de figuras geométricas queriendo señalar que el Estado nos cuida la salud me parece casi insultante.
Sin embargo, voy a abstraerme aquí del pantano en el que vivimos e intentar brindar una opinión sobre la corriente filosófica llamada paternalismo estatal, a caballo de la que se fundan los octogonitos pero también otro millar de medidas. Una corriente que cala hondo en países desarrollados y, curiosamente, también en países en permanente vías de subdesarrollo, como el nuestro.
El paternalismo es la tendencia a aplicar las formas de autoridad y protección propias de los padres en la familia a relaciones sociales de otro tipo, en este caso políticas. El principio y la práctica de la administración paternal radica en que el gobierno se propone como un padre, en el intento de suplir las necesidades o regular la vida de una nación o comunidad de la misma forma que un padre hace con sus hijos.
El Estado siempre se ha arrogado el rol de padre de sus ciudadanos. La absurda idea de que los ciudadanos necesitamos un Estado para que nos tutele.
Quizás algunos recuerden a Alberto Fernández –el del “renunciamiento histórico”– diciendo, en medio de la pandemia, que él se consideraba respecto a los argentinos “el papá que le dice al nene que no se asome a la ventana, porque tiene miedo que se caiga”.
La perspectiva paternalista se presenta, como dice Norberto Bobbio, como “una política autoritaria y al mismo tiempo benévola, una actividad asistencial para el pueblo, ejercida desde arriba, con métodos puramente administrativos”. Necesariamente implica interferir o alterar el curso de acción que los ciudadanos elegirían libremente. Uno de los principales teóricos del paternalismo, Gerald Dworkin, lo define como “la interferencia con la libertad de acción que se justifica por razones concernientes al bienestar, a la felicidad, a las necesidades, a los intereses o valores de las personas coercionadas”. En buen criollo: es el Estado cuidándote de vos mismo.
Ahora bien, tristemente, el Estado siempre se ha arrogado el rol de padre de sus ciudadanos. Es larga la estabilidad de la absurda idea de que los ciudadanos necesitamos un Estado no ya para que provea seguridad, justicia y el cumplimiento de reglas de juego razonables, sino para que nos tutele como si los ciudadanos fuéramos parte de un régimen de minoridad perpetuo.
La historia muestra que, desde los reyes cuya autoridad emanaba del mismísimo Dios (cuya figura no casualmente también es la de un padre), hasta la figura paternal pretendidamente amable y moderna (que tan sólo busca darnos unos empujoncitos para corregirnos), en la contemporánea versión mal llamada “paternalismo libertario” de Richard Thaler, el Estado siempre ha estado fundamentado como una autoridad que contempla a la ciudadanía con cierta displicencia en materia de conocimiento. Como si eso que llamamos Estado no fuera en realidad un grupo de hombres y mujeres con los mismos sesgos, intereses y defectos que el resto de la ciudadanía.
En un paper de singular título, “Afraid to be free: Dependency as desideratum”, el Nobel James M. Buchanan advertía que “aunque las ideas colectivistas han caído en el descrédito en todas partes […] sin embargo, sobrevivirán y se extenderán en el nuevo siglo. Esta sombría perspectiva se avecina, no porque el socialismo sea más eficiente o más justo, sino porque ceder el control de sus acciones hacia los demás les permite a las personas escapar, evadir e incluso negar responsabilidades. La gente tiene miedo de ser libre; el Estado se encuentra in loco parentis”.
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In loco parentis es una locución latina que significa “en lugar de los padres”. Muchos ciudadanos tienen, según Buchanan, una tendencia a requerir del Estado el trato que un niño espera de su padre y madre: que lo cuide, que lo guíe, que le inculque valores, que le diga qué hacer y qué no, que lo sostenga cuando le vaya mal y le diga que al final del día todo estará bien.
¿No es nuestro miedo a la libertad, acaso creciente, lo que nos lleva a demandar políticas paternalistas? El socialismo, tal como decía Friedrich A. Hayek, puede haber sido derrotado en gran parte, pero tanto el Nobel austríaco como el Nobel estadounidense coinciden en que el espíritu paternalista se mantiene intacto. “El socialismo, como una ideología coherente, ha perdido la mayor parte de su atractivo. Pero en un sentido más amplio y en una perspectiva histórica integral, durante el transcurso de dos siglos, el Estado ha reemplazado a Dios como el padre-madre de último recurso, y las personas exigen que este papel de protectorado sea satisfecho y amplificado”, apunta.
Si queremos libertad –y bien sabemos que en este país la necesitamos urgentemente y en todos los rubros– vamos a tener que militar la idea de responsabilidad, la cara menos deseada de la libertad. El liberalismo, nos apunta Deirdre McCloskey, es básicamente “adultismo”: tratar a los individuos como adultos y respetar sus decisiones.
Ortega y Gasset en La rebelión de las masas lamentaba la actitud de irresponsabilidad que se iba extendiendo en la sociedad. Pedro Schwartz se para en esta observación y elabora una causa ideológica para “esta nueva forma de concebir al hombre, como un ser de cera, sin voluntad propia y en el fondo irresponsable”, a quien el español llama homo psychoanaliticus, un ser preso de complejos, convencido de dislates tales como que la delincuencia se debe a la pobreza; la envidia de los más desafortunados está justificada; los impuestos progresivos son justos; que hay que pedir perdón por la riqueza heredada; y que hay que eliminar la emulación como resorte del progreso personal y social.
Si queremos emanciparnos de un nivel de estatismo asfixiante e inviable debemos refundar el concepto de responsabilidad, tratando de convertirlo en un valor, en lugar de una carga, como es percibido por mucha gente. Como sostenía John Stuart Mill, “cada uno es el guardián natural de su propia salud, sea física, mental o espiritual. La humanidad sale más gananciosa consintiendo a cada cual vivir a su manera que obligándole a vivir a la manera de los demás”.
Críticas al paternalismo ‘soft’
Los octógonos en los alimentos pueden catalogarse como una medida de paternalismo soft o incluso dentro del oxímoron llamado “paternalismo libertario” que han desarrollado fundamentalmente Thaler y Cass Sustein. Ambos intelectuales son consultados por gobiernos de todo el mundo y sus ideas basadas en behavioral economics inspiran políticas públicas en muchos países avanzados.
Sin extenderme demasiado, su propuesta se basa en las imperfecciones que tiene la gente a la hora de tomar decisiones y la supuesta necesidad de que recibamos un empujoncito (un nudge) que nos saque de la senda de la procrastinación, la irracionalidad y los sesgos cognitivos. “Los nudges consisten en impulsos que no fuerzan a nadie a hacer nada y que no afectan a la libertad de elección, pero que tienen la capacidad de generar gente más sana, más rica y más feliz”, explica Thaler en uno de sus libros.
Uno de sus ejemplos es, justamente, los chocolates. Comer chocolate no es bueno, piensa el regulador. Vamos a legislar que los chocolates deban estar lejos de la caja registradora así la gente no se tienta. O, como en nuestro caso, pongámosles unos carteles negros de advertencia que parecen indicar que uno va a comer veneno.
Por supuesto, a esto del ‘paternalismo soft’ le caben muchas críticas, entre ellas, que es una pendiente resbaladiza a paternalismo ‘hard’ o a liso y llano prohibicionismo.
Por supuesto, a esto del “paternalismo soft” le caben muchas críticas, entre ellas, que es una pendiente resbaladiza al paternalismo hard o a liso y llano prohibicionismo. Ejemplo: se avisa que el cigarrillo hace mal (soft), se ponen fotos de fetos muertos en la caja (menos soft), se prohíbe lisa y llanamente fumar incluso en establecimientos privados (hard) y hasta incluso en algunos lugares al aire libre, donde ya no hay siquiera externalidades negativas.
Otra réplica, que ya esbocé antes, es que el sector público no está gobernado por “la ciencia” (menos mal), sino por personas como todas las demás, que también tienen habilidades cognitivas limitadas, falta de fuerza de voluntad y sesgos que los hacen defectuosos. ¿En quién deberíamos confiar más? ¿En personas que enfrentan los costos y beneficios de sus propias elecciones, o en políticos y burócratas que no lo hacen?
También existe el argumento crítico que apunta que “el paternalismo soft es un impuesto emocional sobre el comportamiento que no produce ingresos”. Crear una impresión de peligro es bastante similar a crear un impuesto. Programas de gobierno sobre lo malo que es el cigarrillo o la obesidad tienen el efecto de convertir el fumar o comer en un ejercicio que produce vergüenza y culpa. Estas formas de paternalismo blando hacen que el comportamiento parezca poco atractivo y reducen los niveles de utilidad de aquellos que continúan usando el producto. El paternalismo suave crea pérdidas de utilidad puras sin transferencia de compensación al gobierno.
Por otro lado, es interesante ver que el paternalismo soft puede generar disgusto o incluso odio hacia subgrupos de la población. Los individuos que no participan en el comportamiento criticado suelen llegar a pensar que las personas que sí participan en este comportamiento (el que maneja un auto, el que come carne, el que come chocolate, el que fuma, etc.) son seres humanos poco atractivos y se crearán divisiones sociales y, posiblemente, conducirá a las personas que participan en este comportamiento a estar cada vez más incómodas.
Pero acaso el argumento más creativo contra los empujoncitos paternalistas sea el de Guido Pincione, que sostiene que, siempre y cuando los empujones de un gobierno en particular presupongan que tiene el poder de empujar, “la justificación pública de cualquier empujón en particular chocará con cierta postura anti-paternalista con la que los partidarios de la democracia liberal estamos comprometidos”. Pincione se basa en que, si un empujón particular está moralmente justificado por sus consecuencias para mejorar la libertad y el bienestar, cualquier justificación de este tipo también debe aplicarse al poder de hacer ese empujón. El gobierno no puede, como tal, permitir empujones sin los poderes legales para hacerlo, pero si la libertad y el bienestar justifican tales poderes, entonces las preocupaciones sobre el comportamiento de voto imprudente (debido a información errónea) también deberían justificar los poderes gubernamentales para empujar a los votantes. De hecho, las razones paternalistas para conferir a los gobiernos tales poderes (influir en el proceso electoral) serían posiblemente más fuertes que las razones paternalistas libertarias para intentar que la gente elija comer más sano. Esto llevaría a un sistema totalmente reñido con la democracia liberal.
Por las dudas no demos ideas.
Concluyo. No creo que los octógonos en algunos alimentos (los que provienen de grandes empresas, verdaderos demonios) vayan a cambiar nada. No creo que hacer que el envase del Nesquik parezca Ensure (copyright de @brancowitz) haga menos rica a la chocolatada. Los que saben del asunto dicen que, incluso aceptando estas medidas paternalistas, había mecanismos mucho más útiles y precisos para dar información al consumidor que estos cartelones de peligro.
Lo que sí me animo a decir es que seguir tonteando con la idea de que el Estado debe cuidarte de vos mismo es siempre peligroso. Y en un país donde el Estado es el problema, es acaso insultante. Sugiero que soltemos la agenda de una progresía que vive en Narnia y nos dediquemos a las cosas importantes.
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