LEO ACHILLI
Domingo

El liberalismo es globalista

Muchas de las críticas de Milei son correctas, pero la solución no pasa por debilitar a Naciones Unidas sino por mejorarla y fortalecerla. Es lo que proponía el propio Alberdi en el siglo XIX.

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Lo que sucede en la historia de cada Estado tiene que suceder en la formación de esa especie de Estado conjunto de Estados que ha de acabar por ser la confederación del género humano… Han de aparecer instituciones internacionales encargadas de decidir y de reglar, en nombre de la autoridad soberana del mundo-unido, las diferencias abandonadas hoy a la pasión y al egoísmo de las partes”.

No es la frase de ningún globalista del siglo XXI sino una de las tantas frases dedicadas a la construcción de instituciones internacionales que el más insigne de los héroes liberales argentinos, Juan Bautista Alberdi, escribió en el más anticipatorio de sus libros: El crimen de la guerra (1871).

Alberdi, que 20 años antes, con sus Bases (1852), había hecho una contribución decisiva a la constitución de instituciones nacionales, no carecía –20 años más tarde– de preocupaciones acerca de la insuficiencia de los Estados nacionales para reglar por sí solos el orden internacional. Corrían los tiempos de la Guerra de la Triple Alianza y del conflicto franco-prusiano que anticipó dos guerras mundiales, y Alberdi se preocupaba por la institucionalización de organizaciones internacionales garantes de la paz en un mundo cuyo desarrollo tecnológico llevaba, ya en esas épocas, hacia la unificación inevitable. Así lo escribió: “La opinión del mundo ha dejado de ser un nombre y se ha vuelto un hecho posible y práctico desde que la prensa, la electricidad y el vapor se han encargado de recoger los votos del mundo entero sobre todos los debates que lo afectan”. ¿Qué no diría hoy ante el advenimiento de Internet, las redes sociales planetarias y la Inteligencia Artificial? 

Alberdi se preocupaba por la institucionalización de organizaciones internacionales garantes de la paz en un mundo cuyo desarrollo tecnológico llevaba, ya en esas épocas, hacia la unificación inevitable.

Repicaban en sus palabras las viejas afirmaciones de uno de los más grandes pensadores liberales de la historia, Immanuel Kant, quien en La paz perpetua (1795) había propuesto organizar el mundo como “una federación de Estados que tenga por fin la evitación de la guerra”, no había considerado a esta federación supranacional un menoscabo a las soberanías nacionales sino “el único estatuto jurídico compatible con la libertad de los Estados”, y señalado el método para llegar al objetivo de la paz permanente: “Una federación de Estados libres… que se extienda poco a poco a todos los Estados… una federación de pueblos que, extendida sin cesar, evite las guerras”.

Ciertamente, el primer intento falló. La wilsoniana Sociedad de las Naciones, creada sobre el modelo confederal impotente para someter al Estado de derecho a naciones soberanas, fracasó. Dos guerras mundiales y la incapacidad para evitarlas pusieron fin a las ilusiones kantianas y alberdianas al mismo tiempo que les dieron razón: el modelo de las soberanías nacionales absolutas y la subordinación a ellas de las instituciones internacionales condujeron a la anarquía internacional, y la anarquía internacional condujo al abismo. Fue después, por 1945, que dos meses antes del fin de la Segunda Guerra, en San Francisco y por iniciativa de Estados Unidos, se creó la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Su antecedente fue la Declaración de las Naciones Unidas que los 26 estados en guerra contra el Eje habían suscripto en 1942.

La historia es clara: tanto para derrotar a Hitler como para fundar el orden internacional posterior fue imprescindible abrir la participación a países con gobiernos antidemocráticos y hasta totalitarios, como Rusia y China. ¿Resultado? La derrota del totalitarismo nazi, primero, y ocho décadas de inexistencia de guerras mundiales posteriores, después, le dan la razón a esta estrategia, cuyos costos no son pequeños. Sin embargo, como dijo su segundo secretario general, el sueco Dag Hammarskjöld, la ONU no fue creada para traer el Paraíso a la tierra sino para evitar el Infierno –el infierno de una tercera guerra mundial librada esta vez con armamento atómico– y su existencia fue fundamental para que cuatro décadas de Guerra Fría (1949-1989) no hayan tenido consecuencias apocalípticas; por ejemplo, durante la crisis de los misiles en Cuba (1962).

La culpa no es de la ONU

¿Inutilidad y fracaso de la ONU? Dato mata relato. Dos guerras mundiales, el peor genocidio de la historia humana y dos bombardeos atómicos ocurrieron en las tres décadas anteriores a su creación. Nada de magnitud lejanamente similar sucedió en las ocho décadas que siguieron a su creación. Desde luego, no todo puede adjudicarse a su existencia; pero –con todos sus defectos– es imposible negarle eficiencia en el cometido central para el que fue creada: evitar el holocausto atómico. En cuanto a sus insuficiencias, que son muchas, la mayoría no dependen de la organización ni de su burocratización, tan difícil de evitar a nivel internacional como nacional. Casi todos los vicios y desviaciones que con buenas razones se le adjudican, y que el presidente Milei ha criticado, no dependen de la organización en sí misma, carente de toda capacidad de imponer sus políticas a los Estados-miembro, sino de las decisiones tomadas por esos mismos Estados nacionales que sus críticos soberanistas reivindican.

¿Un ejemplo? La defensa de los derechos humanos está en el origen mismo de las Naciones Unidas, que ya en 1948 sancionaron una especie de Bill of Rights global: la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Para cumplir con ese compromiso, la ONU (una organización inter-nacional, entre-naciones), hace lo que puede: crear una institución ad hoc (el Consejo de Derechos Humanos) y poner el asunto en manos de sus Estados-miembro. Si después el Consejo de Derechos Humanos es cooptado por países que han hecho de su violación sistemática una política de estado, no es por culpa de la ONU sino por una decisión soberana de los Estados nacionales que la constituyen, sobre la cual la ONU y sus funcionarios carecen de capacidad de intervención a causa de las soberanías nacionales absolutas. 

Fue por obra de los Estados nacionales y no de la ONU, fue por la inexistencia de un poder supranacional por parte de la ONU y por su subordinación al sistema confederal basado en las soberanías nacionales, que se consolidó el apoyo a los regímenes más aberrantes, que han llegado a copar el Consejo gracias a la complicidad de otros Estados y al abandono sistemático al que la ONU ha sido sometida por muchos gobernantes de países democráticos; como los Estados Unidos bajo la administración Trump, en un giro por lo menos curioso de quienes habían sido sus padres fundadores.

No es la ONU sino los Estados nacionales que la componen los responsables de sus limitaciones. Es contradictorio criticarla por su impotencia y defender las soberanías nacionales absolutas, que son la causa de esa impotencia.

Algo parecido sucede con su Consejo de Seguridad, indiscutiblemente obsoleto y manifiestamente incapaz de encabezar acciones pacificadoras en caso de conflicto. También aquí, el Consejo de Seguridad no es otra cosa que lo que los Estados nacionales más poderosos han decidido que sea. Su estructura responde a una imposición de los cinco vencedores de la Segunda Guerra, que obedeciendo a sus intereses nacionales y no a sus obligaciones ante la comunidad internacional se autodesignaron “miembros permanentes”, se otorgaron capacidad de veto y se oponen hoy obstinadamente a la inclusión de nuevos países y a la limitación de sus privilegios. Limitación del derecho a veto, especialmente, que es defendida por innumerables países que proponen que sea abolido cuando un país lo ejerza en un conflicto del que es parte o en el que se cometan violaciones masivas a los derechos humanos. Avanzar en el levantamiento de estas prerrogativas antidemocráticas y sostener la incorporación de nuevos miembros permanentes al Consejo de Seguridad constituyen políticas racionales posibles que refuerzan el orden internacional de manera alberdiana y no propician su destrucción.

No es la ONU sino los Estados nacionales que la componen los responsables de sus limitaciones. Y es por lo menos contradictorio criticarla por su impotencia al mismo tiempo que se defienden las soberanías nacionales absolutas, que son la causa de esa impotencia. En cuanto a la Agenda 2030: ninguno de sus objetivos (fin de la pobreza, hambre cero, salud y bienestar, educación de calidad, igualdad de género, agua limpia, energía no contaminante, trabajo decente, crecimiento económico, reducción de las desigualdades, producción y consumo responsables, cuidado del medio ambiente, paz, justicia e instituciones sólidas, etc.) es extremista, colectivista, comunista o criticable. Lejos de constituir disposiciones que limitan las soberanías nacionales, se trata de meras declaraciones de principios y objetivos que cada país puede adoptar o no, e intentar alcanzarlos de la manera que considere más afín a su idiosincrasia e intereses, sin ningún mecanismo de sanción en el caso de que no lo haga.

Las críticas de Milei

En su alocución ante la Asamblea General, el mes pasado, el presidente Milei tuvo el mérito de poner en evidencia muchas de las falencias del orden internacional existente. En particular, los argentinos hemos asistido a los abusos cometidos por el feminismo trucho que inundó nuestro país de ministerios inútiles que funcionaban como cuevas de ñoquis, a los delirios de un presidente que se vanagloriaba de haber destruido el patriarcado al mismo tiempo que golpeaba a su mujer, y a la imposición de reglas absurdas y atentatorias contra la libertad como la obligación de hablar con la e. También sufrimos los embates de un extraño ecologismo que a nivel mundial recogía los absurdos emitidos por la adolescente Greta Thunberg y a nivel local imponía limitaciones irracionales a la actividad agropecuaria al mismo tiempo que subsidiaba el consumo irresponsable de combustibles fósiles.

Pero también aquí, la responsabilidad no es de la ONU ni de la agenda 2030 sino de los gobiernos nacionales que la han utilizado como excusa para sus enjuagues políticos. Lo mismo vale para las situaciones de conflicto, en donde la pasividad ante la criminal invasión rusa a Ucrania, los aberrantes crímenes de Hamás y las despiadadas violaciones de los derechos humanos por parte de la dictadura de Maduro han sido resultado, no de la ONU, sino de las políticas antidemocráticas de muchos (¿la mayoría?) de sus estados miembros. 

En su alocución ante la Asamblea General, el presidente Milei tuvo el mérito de poner en evidencia muchas de las falencias del orden internacional existente.

Entre la caída del Muro de Berlín (1989) y la de las Torres Gemelas (2001), el mundo perdió una enorme oportunidad de avanzar en esa combinación del federalismo y la democracia tan exitosa en Estados Unidos, a nivel nacional, y en la Unión Europea, a nivel regional; los mayores hitos de la libertad y del progreso de la Historia. Por tibieza y por interés, poco se hizo. A nivel nacional, federalismo y democracia. A nivel internacional, soberanías nacionales, anarquía y ley de la selva. Pagamos hoy las culpas de aquella claudicación de norteamericanos y europeos a los principios en que están basadas sus sociedades. Pero tirar al niño por la canaleta junto al agua del baño nunca ha sido una buena política, y nuestro país tiene todo el interés en alinearse en defender el federalismo, la democracia y el Estado de derecho internacional junto a los países democráticos del mundo, en vez de unirse a los parias que se han apartado del orden multilateral internacional que limita sus políticas liberticidas. Hoy es esencial continuar la política de acercamiento con las democracias abierto por este gobierno, allanando el camino a acuerdos como el de Unión Europea-Mercosur y a la incorporación del país a la OCDE, fundamentales para una inserción inteligente de nuestro país en el orden político internacional y en las cadenas económicas de producción globales. Atacar a la ONU y apartarse de agendas que todos ellos comparten, no ayuda.

Atacar a la ONU y apartarse de agendas que todos ellos comparten, no ayuda. 

Reforzar las instituciones internacionales garantes del Estado de derecho y la libertad universales por las que abogaba Alberdi es parte del proceso de la integración del país al mundo. Para decirlo con sus palabras: “Es preciso que las naciones de que se compone la humanidad formen una especie de sociedad o de unidad para que su unión se haga capaz de una legislación y de un gobierno más o menos común”. La ONU no es un obstáculo en esa trayectoria, sino su primer paso. Bienvenidas las críticas por haberse quedado a mitad del camino y las contribuciones a que se ponga en marcha. 

Una, bien fundamentada por Milei, ha sido el progresivo abandono por parte de la ONU de su rol pacificador original, del cual la actual situación de conflicto generalizado es prueba evidente. Retomar el objetivo fundacional de la ONU, preservar la paz, es un enorme desafío, y Argentina puede cumplir un rol importante en este terreno. Para lograrlo, hay que considerar que el organismo específico creado con ese fin –el Consejo de Seguridad– es obsoleto, consagra privilegios, responde a la realidad de fines de la Segunda Guerra Mundial y preserva mecanismos institucionales –como el de veto– que lo hacen impotente en las ocasiones que cuentan. Apoyar su limitación y su abolición es parte de ese desafío. 

Otro punto importante es que el actual Consejo deja afuera de su composición permanente a continentes enteros, como África y América Latina, mientras que incluye a dos representantes por Europa. El reemplazo de las sillas de Francia y Gran Bretaña por una sola representación de toda Europa, unida a la inclusión de la Unión Africana y de Brasil, serían pasos en el sentido correcto. Argentina debería apoyarlos, superando su histórica rivalidad con su vecino a cambio de un acuerdo para que ejerza esa representación en beneficio de todos los países sudamericanos y a la espera de que el avance de la integración regional habilite una representación conjunta de Sudamérica o de América Latina.

Qué debe hacer el Gobierno

Los posibles efectos negativos del discurso de Milei en la ONU han sido magnificados con fines de política interna, como mostró la exitosa reunión que un día después sostuvo con la principal autoridad de la Unión Europea, la presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen. Justas o erradas, las declaraciones de Milei en Davos y en la Asamblea de la ONU difícilmente se constituyan en un obstáculo para avanzar en tratados pendientes. Sin embargo, es previsible vaticinar que los roles simultáneos de líder de la derecha global y de presidente de la República Argentina presentarán contradicciones más y más evidentes. Por ejemplo, en la cuestión Ucrania, en la que VOX, Orbán, los “patriotas europeos” y gran parte de la derecha nacionalista juegan un evidente rol de apoyo a Putin; situación que podría verse agravada si Trump accede a la presidencia de Estados Unidos y recorta, como ha prometido, los apoyos financieros y militares a Ucrania. 

Dicho esto, es de ignorantes o de malintencionados pretender subestimar los avances logrados en el plano internacional por el actual gobierno. Hace menos de un año, la Argentina jugaba del lado de la dictadura de Maduro y hoy apoya con decisión a la oposición venezolana que lucha heroicamente por restablecer la democracia. Hace menos de un año nos gobernaban quienes intentaron un escandaloso pacto de impunidad con Irán, y hoy la Argentina ha calificado de organización terrorista a Hamás, reconoce la legitimidad del Estado de Israel y sostiene su derecho a defenderse. Hace menos de un año estábamos destinados a ser la puerta abierta para Rusia en América Latina y hoy defendemos con convicción a Ucrania y su derecho a la integridad territorial, hasta el punto de que Milei ha sido galardonado con la Orden de la Libertad, recibida de manos del presidente Zelensky. 

En un mundo global, la inserción internacional de un país define su propia alineación interna. La afirmación vale para 1943, cuando la Argentina abandonó el campo de las naciones democráticas para comprometerse con el eje nazifascista al mismo tiempo que se adentró en el autoritarismo y desechó los principios económicos liberales que habían garantizado su progreso durante las anteriores ocho décadas. Y vale doblemente hoy, cuando los fenómenos globales determinan las realidades nacionales y las relaciones internacionales constituyen la política más importante de todo gobierno. Por eso mismo, el presidente Milei debería adoptar el rol de estadista que desempeñaron quienes a fines del siglo XIX alinearon a nuestro país en el orden internacional correcto y lograron transformarlo en uno de los más ricos y prósperos del mundo. Para eso es necesario evitar disputas innecesarias y posicionamientos que generen interferencias con objetivos estratégicos como la aprobación del acuerdo Unión Europea-Mercosur, la incorporación de la Argentina a la OCDE y el refuerzo del Mercosur y del proceso de integración regional, que debería culminar, cuanto antes, en la creación de una moneda regional regida por un banco independiente por encima de las tentaciones populistas de las clases políticas nacionales.

El presidente Milei debería adoptar el rol de estadista que desempeñaron quienes a fines del siglo XIX alinearon a nuestro país en el orden internacional correcto y lograron transformarlo en uno de los más ricos y prósperos del mundo.

De la misma manera que es imposible desarrollar Google o Microsoft con las ideas y estructuras de la Ford, no se puede gestionar racionalmente una sociedad global basada en los flujos planetarios de conocimiento e información con los mismos instrumentos creados y desarrollados para una era industrial y nacional basada en la producción de objetos materiales y dividida en estados territoriales compartimentados. La creación de instituciones internacionales y globales de carácter no ejecutivo, sino jurídico y parlamentario, y la extensión del federalismo y la democracia a escala mundial no comportan un riesgo de acumulación del poder. Por el contrario, limitan el poder y los abusos de los principales enemigos de la libertad en el mundo, que han sido siempre los poderes ejecutivos de los Estados nacionales. Distribuyendo el poder estatal hacia arriba y hacia abajo, limitando sus abusos, y controlando “las diferencias abandonadas hoy a la pasión y al egoísmo de las partes interesadas en servirse del daño ajeno”.

El poder de los Estados nacionales, librado a su propia suerte, es una amenaza para el mundo. Alberdi lo había entendido bien. Por eso, 20 años después de sentar las Bases de un gobierno liberal limitado a nivel nacional, propuso el desarrollo de instituciones internacionales jurídicas y parlamentarias a nivel global. Quería evitar El crimen de la guerra. Y la suya fue solamente una de las muchas contribuciones liberales a la integración regional y el orden internacional multilateral. Winston Churchill propuso la unificación política de Francia y Gran Bretaña para luchar mejor contra el nazismo. Su asesor Emery Reves era un federalista mundial cuyo libro The Anatomy of Peace abogaba por la unidad política mundial y fue el best-seller político de 1945. El economista de la London School of Economics Lionel Robbins, uno de los fundadores de la Escuela Austríaca y mentor de Hayek, es el autor de otro clásico federalista: The Economic Causes of War (1939). De las actividades y congresos de los movimientos federalistas mundiales y europeos participaron George Orwell, Albert Camus y Albert Einstein. En Italia, las posiciones políticas y los tratados académicos federalistas incluyen a las mayores figuras liberales, como Carlo Rosselli, el primer presidente de la República, Luigi Einaudi, y Norberto Bobbio. Para no mencionar que el fundador del Movimiento Europeo fue Winston Churchill ni recordar su célebre discurso a favor de los Estados Unidos de Europa en 1948. Además, todas estas acciones retomaban a nivel regional y mundial los principios federalistas de los padres fundadores del primer gran estado democrático del mundo: los Estados Unidos de América, nacido de la fusión de trece colonias independientes.

No fue el comunismo. Fue el Estado nacional soviético dirigido por Stalin. No fue Hitler. Fue el Estado nacional alemán dirigido por Hitler. No fue la dictadura. Fue el Estado nacional argentino dirigido por la dictadura. Destruir el orden multilateral internacional es volver al reino anterior a la Segunda Guerra Mundial, el de las soberanías nacionales absolutas. Y es abrirles la puerta a los viejos monstruos, como anuncian los ayatolás y Putin, dotados esta vez de arsenal atómico.

No es la ONU la insuficiente en este mundo global; es su estructura inter-nacional, el orden de las soberanías absolutas y el carácter no democrático de muchos (¿la mayoría?) de los Estados nacionales que la conforman. No es la protección del medio ambiente; son las Greta Thunberg de la vida, quienes han convertido el ambientalismo en un terraplanismo hostil al desarrollo y el progreso. No son los reclamos de igualdad de las mujeres; es el Ministerio K de la Mujer lleno de ñoquis. No son los derechos humanos; es Hebe de Bonafini. Con todos sus defectos, la ONU y las agendas 2030 y 2045 constituyen un primer paso hacia “la autoridad soberana del mundo-unido” propuesta en 1871 por Alberdi, y forman parte de un orden internacional multilateral inevitablemente imperfecto y obsoleto, pero que no debe ser demolido, sino mejorado. Así lo habría aconsejado a Javier Milei el gran Alberdi, ese empecinado constructor de instituciones.

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Fernando Iglesias

Diputado Nacional (PRO-CABA). Su libro más reciente es El Medioevo peronista (Libros del Zorzal, 2020).

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