Domingo

Los eternos años ’80

Aunque no los veamos, siempre están.

Hace más de una década que venimos rememorando los ’80. La película del año se llama literalmente Argentina, 1985. Stranger Things es sólo el producto masivo de una moda que ya cuenta varios lustros y que, sin nunca adueñarse por completo de nuestra cultura audiovisual, subsiste como un sustrato privilegiado, como un imaginario del que siguen nutriéndose la música, el cine, el diseño y, por supuesto, los videojuegos: Undertale, uno de los mejores y más exitosos indies de la historia, es sólo uno de tantos títulos populares que siguen evocando los gráficos del DOS y la primera Nintendo. Antes, en 2007, ya habían vuelto los Transformers. Y si consideramos que bien a principios de los 2000 ya podíamos conseguir esas remeras de Thundercats y de Atari en la Bond Street, podríamos decir que los ’80 nos han acompañado a lo largo de todo este nuevo milenio. Cientos de miles los siguen en las redes sociales porque, evidentemente, nuestra fascinación por ellos sigue intacta. ¿A qué se debe? 

Hay quienes la desmerecen con una matemática generacional: las dos décadas de este siglo vieron la juventud y la madurez de esos creadores que, ante los cambios de la revolución digital, quisieron reivindicar su niñez “ochentosa” pero que ahora, pasados los cuarenta, cederían su lugar a una nueva camada. Veinte o 30 años nos dan un juego de relevos, y así como antes sufrimos la nostalgia setentona con That ’70s Show, la vuelta de los vinilos y los alaridos de Jet y Wolfmother, esa moda tocó su fin para dar paso a la de los ’80, que a su vez va reemplazando sus recuerdos con los de los ’90. El año pasado volvió Space Jam (a nadie le importó), este año volvieron Beavis & Butt-Head.

Pero la cosa no es tan lineal. Basta poquísima atención para notar que los ’70 nunca se fueron y que los ’80 ya estaban ahí cuando aquellos estaban en boga. Del mismo modo, en 2002 la Rolling Stone se entusiasmaba con la vuelta del rock “nirvanero” que prometía una banda de inútiles. Es decir, más que sucederse, estas épocas se superponen, conviven en nuestra memoria, y es dentro de esa mezcla que los ’80 se perfilan como una referencia más persistente que cualquier otra. Quizás sea porque en ellos no sólo encontramos el pasado de una franja etaria, sino la de todo este nuevo milenio: la infancia de nuestro presente digital. Con sólo retroceder unos años ya perdemos de vista las computadoras, las consolas, los walkman, los auriculares, el fax, los VHS, los teléfonos inalámbricos, la televisión por cable; perdemos de vista todo ese aparataje que nació a mediados o fines de los ’70 pero que recién conquistó el planeta en el decenio siguiente, dando una primera forma a este mundo que nos toca. En el álbum de fotos de la era informática, los ’80 le recuerdan el rostro que tenía cuando era niña.

La Internet dio una homogeneidad inusitada a estas últimas décadas y, así, la idea de una nostalgia de los 2000 se vuelve difícil: son años muy parecidos a los nuestros.

Pero, así y todo, conservan algo de irremediablemente ajeno. Falta conectividad. Sus objetos eran como cajas, como cubos cuyo encanto era ser impermeables a ese vapor que empezó a diseminarse a mediados de los ’90 y que terminó borrando la distinción entre los años y las cosas. Ya no existen los contrastes netos que aparecían entre, por ejemplo, Robert Plant, Robert Smith y Kurt Cobain. Hace 20 años que el rock se llama indie, sin palabra o estilo que logre articular un cambio, del mismo modo que hace 20 años que bailamos reggaetón. La Internet dio una homogeneidad inusitada a estas últimas décadas y, así, la idea de una nostalgia de los 2000 se vuelve difícil: son años demasiado parecidos a los nuestros. Sus imágenes, su música, sus acontecimientos están apoyados sobre la misma infraestructura. Los ’80, en cambio, resisten como una suerte de última frontera, el punto en el que se acabó lo que se daba y empezó lo que se da, sin estar decididamente ni de un lado ni del otro.

Suspendidos en esa tierra media, parecen habitar un espacio irreal. El maquillaje y los pelos locos eran la manifestación coqueta de una tendencia más profunda, que entre excesos y fantasías parecía llevar todo a otra dimensión. Eighties excess: lo veíamos en los músculos de Arnold y Sly, en las economías desatadas y la codicia de Gordon Gekko, en el auge y la caída de Tony Montana, de Pablo Escobar, y en los hoteles demolidos por las estrellas de rock, que cantaban baladas power y pedían que tiráramos para arriba porque aún existía la esperanza de salvar al mundo desde un estadio de fútbol.

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Una época, sin duda, propensa a la imaginación infantil. Desde Falcor a Beetlejuice, pasando por E.T., Freddie Krueger, Depredador y un enorme etcétera, los ’80 están poblados de monstruos y muñecos hechos a mano para que niños, jóvenes y también adultos pudieran transportarse a otro mundo. La fuerza de lo analógico: en virtud de sus propias limitaciones, esos efectos especiales todavía lograban que lo irreal se viera y se sintiera efectivamente irreal; poder que el cine cultivaba desde sus inicios. Y, conste, irreal no es lo mismo que falso. Hasta el T-1000 del ’91, sí, y semi-computarizado tenía la fuerza de una aparición en una década que aún no se había hundido entre unos y ceros. Imposible recrearlo: lo que vemos hoy en el cine está hecho con la misma sustancia con la que tratamos todos los días, de las mismas computadoras, y así ya no hay presupuesto que pueda sacarnos de lo mundano. 

La realidad paralela

También las estrellas pop habían quedado atrapadas en esa realidad paralela. No eran sólo los videoclips: por sí mismo, el look andrógino (que también encontrábamos, dicho sea de paso, en las series animadas de Japón) era otro modo de enloquecer la brújula, de correr las coordenadas cotidianas para mudarnos a un mundo de misterio y de humo, donde saxos y neones daban sonido y luz a la noche. Sumamos los sintetizadores y las cajas de ritmos, que robotizaban los acordes y regularizaban las corcheas, y el pop entero se trasportaba a un ámbito extraño, entre onírico y artificial, que se extendía al infinito en un eterno fade out.

Y ahí, desde ese horizonte, la música cultivaba una intensidad emotiva propia de la culminación de ese algo que se estaba dando y pronto dejaría de ser, como si la década ya llevara dentro la añoranza de sí misma. “Es indudable –dice Hobsbawm– que en los años finales de los ’80 y los primeros de los ’90 terminó una época de la historia del mundo para comenzar otra nueva”, y quizás por eso, aunque suenen a fiesta, tantas canciones, tantos estribillos de los ’80 parecen expresar de fondo un desgarro y un anhelo, un sentimiento que, en su expansión, siempre va más allá de sí mismo, como una mano que se extiende a una lejanía. “De música ligera”, sin ir más lejos (y a no confundirse), es una canción que engendraron los ’80. Y lo mismo vale para ese solo de Cerati, tan triste, y en general para los solos de guitarra de esos años, que son como el non plus ultra del furor rockero.

Esa capacidad para conjugar lo íntimo con lo gigante –como hacían los lentos de Phil Collins, como hacía “Purple Rain”– se fue perdiendo a medida que avanzaba nuestra sensibilidad virtual y todo se volvía, por así decir, más doméstico. Fue acaso el último gran respiro de algo que, de vuelta, habían gestado los ’70 pero que venía de lejos, e incluso de muy lejos. Así como los efectos especiales y los videoclips tenían todavía algo de títere y teatro, las baladas, bailadas cuerpo a cuerpo, tenían aún algo de folclórico o cortesano, de viejo baile de posada o salón, como ese entre David Bowie y Jennifer Connelly en Laberinto. En las últimas horas de un sábado de discoteca, una densidad histórica insospechada.

Del otro lado, los ’80 se ocupaban de imaginar el futuro. Y acá son de nuevo los colores negro y “flúo” los que diseñan el estilo más característico de ese futurismo retro, los que trazan la cuadrícula de luces en fuga hacia un oscuro punto del porvenir. Otro fade out. No solo el cine y los videojuegos; también los autos, los instrumentos y hasta las ametralladoras expresaban su modernidad con esa grilla que, por un lado, era el primer símbolo de la incipiente era digital, pero que, por otro, perdura como el camino que no tomamos, el horizonte de un futuro alternativo que transformaría visualmente todo nuestro entorno y nos daría, finalmente, ese otro mundo que una y otra vez parece proponer la cultura pop de los ’80.

En cierto modo, la digitalización nos priva de esa fantasía. Un chip subcutáneo no tiene nada de atractivo porque ni siquiera se ve.

Por eso la película futurista por excelencia es, como todos saben, Blade Runner. Ninguna como ella entendió que el romanticismo del mañana es menos una cuestión de desarrollo tecnológico que de transformación ambiental, de estética no sólo como colección de cosas e imágenes sino, en sentido etimológico, como un sentimiento, una sensación. Ahí tenemos el paquete completo: la noche, los neones y los sintetizadores que hacen de saxofón para transportarnos a un universo que de tan fascinante termina volviéndose un arquetipo, el modelo de un futuro imposible con el que venimos soñando desde entonces hasta hoy. Los edificios, los autos voladores, las pistolas, las computadoras, los teléfonos públicos (¡!) con un monitor sucio y el aparato ese para leer los ojos son propios de un tiempo que, anterior a la plena potencia digital, debía proyectar el futuro más sobre la forma que sobre la funcionalidad del objeto. Es decir, debía insinuar lo nuevo desde su aspecto exterior, conservando así esa relación física y trabadamente tangible que todavía teníamos con la máquina.

En cierto modo, la digitalización nos priva de esa fantasía. Un chip subcutáneo no tiene nada de atractivo porque ni siquiera se ve, y la ausencia de un piloto en un auto o un avión es más “tecnológica” (y más aburrida) que cualquier diseño de carrocería. Pero, sobre todo, una tecnología que circula entre pantallas y pantallitas que pueden reproducir cualquier imagen y ejecutar cualquier función y que ni siquiera necesitan un cable para conectarse; una tecnología a la que le basta una lámina de vidrio o un holograma para filmar, hablar y escribir y operar sobre la realidad, ya no necesita fantasear con armatostes raros. Sea porque desaparece o porque se confunde con lo que vemos, hoy el futuro pasa más bien por lo invisible.

Ya era el futuro

Los videojuegos, por su parte, no necesitaban representar nada porque ellos eran el futuro. Y no sólo como forma de entretenimiento propia de la era informática, como industria que desarrollaba una tecnología de punta en constante superación, sino también porque, durante los ’80, los videojuegos definieron gran parte del vocabulario y la gramática sobre los que se apoyaría su historia. Los planos bidimensionales en sentido horizontal y vertical, los planos isométricos y tridimensionales; los juegos, entre otros, de pelea, de rol, de plataformas, puzzle, deporte, aventura e incluso los juegos en primera persona; es decir, todos esos formatos visuales y operativos que crearon o perfeccionaron los ’80 siguen siendo usados por un enorme porcentaje de los videojuegos de hoy. Que se vean distintos no quita que su estructura de base, su organización del espacio y de la perspectiva, la mecánica de saltos, golpes y disparos y de todo lo que se quiera, siga siendo fundamentalmente la misma. En sus líneas esenciales, Ori no es distinto de lo que se jugaba hace 35 años. Y es sólo un ejemplo entre miles.

Si existe algo así como un legado de los ’80, de seguro pasa más por estos modelos que por cualquier recuerdo puntual. Pasa más por una idea que por una imagen, o una “onda” más que una copia. El tipo que se carga solo a un ejército es una invención –excesiva, desde ya– de los ’80, y así John Wick no necesita ni músculos, ni música, ni nada directamente “ochentoso” para estar en deuda con Arnold o con Bruce Willis. Del mismo modo –y con disculpas por la repetición–, el neón y la noche son tan justos para expresar algo canchero y urbano y enigmático, que el estilo visual termina trascendiendo la época, sin por eso dejar de prolongarla como un eco. La tapa del último disco de Tini es retro y contemporánea a la vez, pero más lo último que lo primero. Lo mismo las películas de Winding Refn o la música de MGMT, que recuerda –sin repetir– los sintetizadores y los estribillos y la gran emoción del pop de entonces. 

La herencia audiovisual de los ’80 –y de cualquier época– sólo es vital cuando se transforma y, al hacerlo, va dejando de ser lo que fue.

La herencia audiovisual de los ’80 –y de cualquier época– sólo es vital cuando se transforma y, al hacerlo, va dejando de ser lo que fue. La nostalgia tipo Stranger Things, por el contrario, hace de los ’80 un fetiche y, por eso, una cosa falsa, una cosa muerta. Escuchar a Kate Bush en medio de la tontería general de la serie es más feo que ver un pescado boqueando fuera del agua, saltando de un lado a otro mientras se seca bajo los rayos HD de Netflix. Todos esos guiños “ochentosos” no son más que cadáveres embalsamados que saludan y sonríen con un par de piolines. Marionetas para un show rigurosamente contemporáneo. Es la nostalgia traicionándose a sí misma. En su peor versión, la moda retro extiende un mismo título de validez a todo lo que pueda alimentarla, como si toda película fuese memorable o todo videojuego valiera nuestro tiempo, como si toda canción nos llegara al alma por el solo hecho de devolvernos nuestro pasado. Como si aferrándose a esas figuras, en definitiva, pudiera recuperar lo que ellas tenían de esencial y lo que ella misma ya no posee: la imaginación mágica de esa cultura pop.

Hay quienes dirán que ella no es más que un espejismo, algo que construimos a la distancia; pero ¿acaso es falso calificarla de extraña y soñadora, de extravagante y emotiva? ¿Con qué rebusque podríamos negar lo que se ve y escucha con tanta claridad? Que los ’80 fueran menos especiales, más prosaicos de lo que parecen, no cambia en nada el hecho de que una gran porción de su cultura audiovisual fuera rara y fantasiosa y, sobre todo, real en tanto genuino producto de un momento histórico. Lo que lo falsea, en todo caso, es nuestra identificación enfática con ese pasado, su repetición superficial, nuestra resistencia a dejar que se vaya eso que ya se fue o nuestra voluntad de retenerlo y detenerlo en su forma original. Visto, en cambio, desde lejos y desde un tiempo como este, tan aplastado por su propio presente, ¿cómo no deslumbrarse con una década que, con sus vestimentas y sus modas, con sus juegos, su música y su cine, con el conjunto de sus imágenes y sonidos, habría de inventar un mundo propio, un mundo aparte?

 

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Alejandro Grimoldi

Ensayista, periodista y traductor. Fue periodista cultural en Perfil, El Cronista, revista G7 y otros medios.

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