En la Argentina, a los cultores de la Nueva Derecha se los suele ridiculizar con el apelativo de virgos. Son virgos, o sea vírgenes, los jóvenes que corean ¡Viva la libertad, carajo! en los actos de Javier Milei, aplauden las conferencias de Nicolás Márquez, consumen los videos de Agustín Laje o compran sus libros. Cosa interesante, también se usa en el mundo anglosajón: algunos dicen, por ejemplo, que Jordan Peterson es el gurú de los incels, o sea los célibes involuntarios.
¿Por qué prendió ese insulto? En parte, supongo, porque se los percibe —en sus peinados, su vestimenta, su fraseo— como conservadores católicos. Pero no sólo: también suena vagamente a cierto porque uno asocia con frustración sexual a esa furia explosiva que hizo la fama mediática y la zigzagueante carrera política de Milei, y que sus seguidores repiten. Además, el discurso de la Nueva Derecha muchas veces suena principista, desconectado de la experiencia, con poca calle; lo cual no le impide, por un lado, haber multiplicado de manera impresionante su número de seguidores en los últimos años, y por otro formular muchas críticas certeras contra la izquierda.
Pensé en estas contradicciones mientras leía Generación idiota, el nuevo libro de Agustín Laje. Tuve mi primera noticia de Laje por un video en el que discutía, calmo y burlón, con una estridente Malena Pichot, y simpaticé con él; años después, como editor, estuve a punto de publicarle un libro. Había leído El libro negro de la nueva izquierda, que escribió junto a su amigo Nicolás Márquez, y que me dejó impresiones encontradas. Los capítulos escritos por Laje examinaban, con argumentación minuciosa y abundancia de citas, la evolución de la izquierda desde el comunismo soviético hasta eso que ahora conocemos como izquierda woke. Su tesis era sugerente: consumado en 1989 el fracaso del socialismo real, la izquierda abandonó la idea de revolución en favor de una penetración gramsciana en la cultura. Su campo de batalla, en adelante, serían las cuestiones de raza y de género.
Su tesis era sugerente: consumado en 1989 el fracaso del socialismo real, la izquierda abandonó la idea de revolución en favor de una penetración gramsciana en la cultura.
Laje también exhumaba pecados algo olvidados de la izquierda posmoderna, como la firma de una petición al gobierno francés en 1977 para derogar la edad de consentimiento, lo que equivalía a legitimar la pedofilia. Entre sus firmantes estuvo, de modo previsible, Michel Foucault, pero también Roland Barthes, Simone de Beauvoir, Jean-Paul Sartre, Gilles Deuleuze y Jean-François Lyotard: la intelectualidad posmoderna en pleno. Laje también citaba el caso de Bruce Reiner, un chico al que obligaron a ser educado como nena, y cuyo final trágico es una impugnación bastante demoledora de la teoría de género… Todo esto, en la era de la corrección política, resultaba estimulante. Por lo demás, esos capítulos coqueteaban con el tono à la Aldo Rico de la extrema derecha católica; los firmados por Márquez, en cambio, lo asumían con franqueza y estaban llenos de palabras como zurdos, homosexualistas, pervertidos y faloperos. En la misma línea desaforada, calificaba al gobierno de Raúl Alfonsín de euro-comunista.
Recuerdo haber pensado, mientras dejaba el libro sintiéndome algo abombado, que Laje aportaba algo de valor como crítico de la izquierda cultural, pero que las emociones importan a la hora de construir un discurso político, y que siempre adolecería de serias limitaciones una política cuya principal emoción movilizadora es el desprecio.
El “idiotismo contemporáneo”
Y es pertinente hablar de política: Generación Idiota es un texto de batalla, una intervención en el campo cultural donde la Nueva Derecha quiere disputarle la hegemonía a la izquierda. Es pronto para saber si lo conseguirán, pero es un hecho que avanzan, mientras que la izquierda cultural parece en franca decadencia; aunque sólo sea por eso, se los debe tomar en serio. En cuanto a Laje, en estas páginas confiesa que siempre quiso oficiar de “intelectual comprometido”: un ideólogo para la Nueva Derecha. Esta vez se propone caracterizar a la “generación idiota”, una categoría que trasciende las edades y que se emparenta con el “hombre-masa” de Ortega y Gasset. Como suele pasar, Laje tiene más éxito para señalar las taras y los sinsentidos de la generación idiota que para oponerles una alternativa.
La generación idiota, dice Laje, carece de vínculos: ha perdido toda referencia al pasado, a Dios, la familia, la Razón o el pueblo. Es idiota en el sentido original del vocablo griego que designa a quien sólo se ocupa de sí mismo. La sociedad, por su parte, lo reconforta con mil maneras de disfrazar su idiotez de belleza moral. Entre esas maneras Laje cita el perreo o twerking, el culto de la farándula, Black Lives Matter, las remeras de Everyone should be a feminist, las letras de Bad Bunny (“No me hables de amor verdadero / Yo tengo una colombiana y se lo meto entero”), el lenguaje inclusivo, Planned Parenthood, la frivolización del aborto, la desaparición del respeto al padre, la atomización de la familia. Cosa interesante, Laje ya no atribuye la causa principal de estos males a la “nueva izquierda”, como en libros anteriores, sino a la sociedad de consumo, que utiliza las consignas de aquella para dar contenido político a la única pulsión que mueve, en realidad, al idiota: el narcisismo. En ese proceso, sostiene Laje, cae todo lo que confiere dignidad a las personas: la cultura, la libertad, la nacionalidad, la religión, el afán de trascendencia.
Uno se agarra la cabeza de espanto, en efecto, cuando Laje recuerda que en 2021 Coca-Cola organizó un curso para que sus empleados aprendieran a ser “menos blancos”.
Generación idiota brilla cuando expone las contradicciones y los disparates de la cultura woke. Uno se agarra la cabeza de espanto, en efecto, cuando Laje recuerda que en 2021 Coca-Cola organizó un curso para que sus empleados aprendieran a ser “menos blancos”; o que Demi Lovato acusó de “gordofóbica” a la cadena de heladerías The Big Chill por obligar a sus clientes a pasar al lado de “un montón de galletas sin azúcar y otro puñado de productos dietéticos” antes de llegar a la caja. Otras veces Laje acierta a poner el dedo sobre contradicciones sangrantes: por ejemplo, cuando señala que el feminismo actual quiere erradicar en los varones las actitudes que identifica como “masculinidad tóxica” —combatividad, estoicismo, competencia, afán de dominación—, pero exalta esas mismas actitudes en las mujeres. (Pola Oloixarac, dicho sea de paso, hace una observación análoga acerca de los gays: sólo a ellos se les permite exhibir ciertos atributos de la feminidad tradicional, la coquetería, la emotividad, el gusto por el color rosa o la decoración hogareña, que el feminismo reprueba en las mujeres.)
En el fondo, lo que está en juego —y ésta es la gran denuncia de Laje, su impugnación de la sociedad actual— es el aplastamiento del individuo en una colectivización forzada. El culto de la subjetividad es una trampa que busca uniformarlo todo. “Es un error”, escribe Laje, “creer que, por el énfasis en asuntos otrora personales, estas ideologías identitarias no serían colectivistas… El ‘reconocimiento’ que demandan es de carácter estatal, lo que equivale a decir que es coercitivo.” Creo que acá Laje hace una observación importante, que ayuda desentrañar el modus operandi de la ideología woke. Por un lado, se encumbra la subjetividad como único criterio de verdad; pero esa subjetividad se reglamentará desde del Estado. Puedo autopercibirme mujer, niño, gato o mesa, y el Estado me legitimará, pero a cambio se reservará el poder para separar las percepciones permisibles de las que no lo son. ¿Puede imaginarse una tiranía mayor? De alguna manera, es el fracaso catastrófico de la generación boomer. Se trataba de llevar “la imaginación al poder”, pero de hecho fue el poder el que irrumpió en la imaginación. Al abrir las compuertas que separaban lo personal de lo público, algunos creyeron introducir la calidez de la subjetividad en las frías estructuras del Estado, pero sucede al revés: el Estado invade la subjetividad y la congela en sentimientos obligatorios e identidades prefijadas.
Laje, de nuevo con razón, enumera algunas de esas subjetividades obligatorias: “Un homosexual no puede no ser progresista, una mujer no puede no apoyar el aborto, un afroamericano no puede siquiera pensar en votar a Donald Trump”. Recuerda la ocasión en que un periodista negro, durante la campaña presidencial estadounidense, cuestionó al entonces candidato Joe Biden, y éste respondió: “Si dudas entre Donald Trump y yo, entonces no eres negro”. “Esta forma de colectivismo es atroz”, remata Laje, “porque deshace a la persona en un único atributo arbitrario que se postula como el núcleo de su identidad político-ideológica”.
De la denuncia a las pasiones tristes
A pesar de esos momentos de agudeza indiscutible, sin embargo, Generación idiota, en tanto que crítica de la sociedad posmoderna y llamado a la resistencia, tiene algo de una torta que no llega a levantarse en el horno. Por un lado, es un libro curiosamente desordenado, como si Laje lo hubiese escrito distraído o como si un editor poco criterioso hubiera metido mano: a veces inicia un argumento, lo abandona y vuelve a empezarlo más tarde, cuando todo parecía dicho, como pasa con su diatriba contra Deleuze y Guattari. Hay también una profusión abrumadora de citas, de Aristóteles a Paul Preciado, de Nietzsche a Baudrillard, de Camus a Butler, como si quisiera agotar las posibilidades bibliográficas de su tema, y dos o tres amagues de autobiografía política que no parecen llegar a ninguna parte.
Por otro lado, en todo pensamiento conservador suele haber una delgada línea que separa al lúcido y severo crítico de la modernidad del boy-scout, y Laje más de una vez la cruza: por ejemplo cuando deplora, capítulo tras capítulo, la pérdida del debido respeto a los ancianos, o cuando explica, con la distancia asqueada de quien sólo manipula ciertos materiales con pinzas, que la canción de un trapero contiene “incontables referencias a su pene, a cómo las drogas pueden servir para que la mujer se excite, a la conveniencia de mantener relaciones sexuales en autos de lujo y no en marcas de menor estatus, a que el buen sexo debe prescindir de cualquier sentimiento de amor y a lo divertido y conveniente que resulta que una mujer engañe a su pareja”. No es que la canción me parezca buena; pero en esa enumeración hay algo fóbico (¿algo virgo?) que la debilita. Como dice David Rieff acerca de San Agustín: denunciar algo por lo que no te sientes tentado rara vez es persuasivo.
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Pero la verdadera limitación de Laje –quizá la verdadera limitación de la Nueva Derecha, en la que habrá que pensar a la hora de evaluar su derrotero en la política actual– aparece al final, cuando propone a sus lectores algunas formas de resistencia contra el modo de vida “idiota”. ¿Qué ofrece Laje contra la dictadura posmoderna? Algunas cosas no despreciables: el sano consejo de leer libros en lugar de mirar videos de YouTube –aunque sean los del propio Laje–, la recuperación de las raíces y la convicción orgullosa de que “la rebeldía se volvió de derecha”. También un poco de martirologio cristiano: “Nada más fácil que reírse de nosotros”, advierte Laje, y de nuevo es difícil no simpatizar. Frente a la dificultad titánica de enfrentar al complejo económico-cultural de la izquierda woke, Laje propone como virtud cardinal el coraje: “Ellos, que hacen política con su sexo y su ombligo, con su menstruación y sus dietas a base de lechuga, no conocen el verdadero coraje de hacer política por tu libertad, por tu familia, por tu Patria, por tu Dios”.
¿Basta con esto para conquistar el codiciado centro del discurso político, para convertir lo que nos resulta extremo o fringe en la Nueva Derecha en un nuevo sentido común? Las opiniones pueden variar, pero yo creo que no. Y con esto vuelvo a la impresión que tuve después de leer El libro negro de la nueva izquierda: es difícil construir un discurso político dominante sólo con pasiones tristes. A este concepto, que proviene de Spinoza, lo redefine el ensayista francés François Dubet en un ensayo reciente: la indignación, el resentimiento, el desprecio son pasiones tristes. No importa cuánto las merezcan los desatinos que denuncia Laje. Si buscamos el sustento emocional de esta política —y toda política tiene un sustento emocional, sobre eso no hay dudas—, sólo encontramos el desprecio. Pero el desprecio no alcanza para construir otra sociedad. Un enemigo de la posmodernidad que tenga verdadera vocación de poder necesita proponer algo mucho más abarcador, más complejo, más espacioso. ¿Cómo? En realidad, creo que Laje tiene la respuesta al alcance de la mano; pero, ya sea por falta de imaginación o por temor a las etiquetas, no la formula.
Una visión trágica de la vida
Al comienzo de esta nota mencioné a Jordan Peterson. Me pregunto si Laje lo habrá leído, si habrá visto sus videos. Peterson, que es psicólogo clínico y fue profesor universitario, coincide con Laje, casi punto por punto, en sus críticas a la izquierda woke. Al igual que Laje, saltó a la fama por su negativa a plegarse a las demandas de esa ideología: en 2016 avisó que desobedecería la ley, recién aprobada en Canadá, que obliga a emplear con las personas trans los pronombres de su elección. Después publicó un best-seller, Doce reglas para la vida, desarmó los ataques de la periodista británica Cathy Newman en una entrevista que se volvió viral, expuso sus exégesis bíblicas en videos con millones de vistas, se hizo muy rico dando conferencias y se consolidó como uno de los intelectuales más influyentes del mundo. En un estilo campechano, que disimula una sutileza intelectual de primer orden y un enorme talento literario, Peterson dice cosas como ésta:
Estoy sugiriendo que la gente se aparte del resentimiento, aunque la vida sea dura y aunque exista malevolencia en el mundo. Es cierto: podés contar una historia donde todo el mundo es una víctima, porque todos morimos, todos nos enfermamos, y nos pasan cosas amargas y terribles: traición, engaño, gente que nos lastima a propósito. El problema es que si contás esa historia y actuás en consecuencia, todo empeora. Por eso empleo una imaginería cristiana; porque en el cristianismo tenés que agarrar tu maldita cruz y caminar monte arriba. Y eso es dramáticamente correcto: tenés una pesada carga de sufrimiento que soportar, y una parte considerable de ese sufrimiento será injusta. ¿Qué vas a hacer al respecto? Aceptarlo voluntariamente, y procurar transformarte en consecuencia. Ésa es la respuesta correcta; el resto es tribalismo.
Es como si Peterson redescubriera el cristianismo; o más precisamente, como si describiera las condiciones objetivas de la existencia y encontrara, casi con sorpresa, que coinciden con la visión judeocristiana. Laje, que es católico, parece dar por sobreentendido que Dios es el camino, pero no se detiene a argumentar cómo o por qué. Su religiosidad es más convencional, menos explorada y reflexiva. Peterson, por su parte, juzga verdaderas las doctrinas de la Biblia porque dan la medida exacta de las grandezas y miserias humanas, de los caminos de ruina y los caminos venturosos que están al alcance de las personas, y para aceptarlos no es necesario siquiera creer en Dios, al menos en un sentido metafísico, aunque la creencia en una medida absoluta del Bien que podemos llamar Dios se impone por sí misma.
El pensamiento posmoderno juzgó a la cosmovisión judeocristiana, de acuerdo con sus propios parámetros, como una cruda forma de dominación. Peterson, tomando revancha, juzga a la izquierda woke en términos judeocristianos: así, por ejemplo, califica al victimismo resentido que mueve a la ideología de género o la Teoría Crítica de la Raza como cainita. Lo explica de este modo: en la historia bíblica de Caín y Abel, el segundo representa la excelencia. Caín, por su parte, fracasa, pero en lugar de intentar mejorar, asesina a su hermano; es decir, destruye tanto como le es posible la medida de la excelencia. De esta forma, el fracaso de Caín deja de ser tal porque ya no existen parámetros para medirlo. No otra cosa, argumenta Peterson, hace el relativismo posmoderno, que niega la noción de excelencia o mérito, e incluso la existencia de una verdad objetiva. El pensamiento posmoderno, a partir de Foucault, explica todas las desigualdades como resultado de las relaciones de poder. Esto, dice Peterson, es cainismo.
De modo que ahí donde Laje y los demás representantes de la Nueva Derecha sólo ofrecen una visión despectiva de la vida, Peterson ofrece una visión trágica. Venimos al mundo pavorosamente mal preparados, la mayor parte del tiempo nos comportamos como patanes o imbéciles, somos cobardes o monstruosos y a veces los dos el mismo tiempo; además de eso, padecemos la enfermedad, la malevolencia y la muerte. Tenemos motivos de sobra para desesperar o hundirnos en la amargura; y aun así, podemos generar sentido trascendente si decimos la verdad, si ordenamos nuestra propia vida, si nos hacemos responsables por otros, a ser posible nuestros hijos. Por encima de todo, tenemos que estar dispuestos a levantar algo muy pesado para hacer (paradójicamente) que la vida sea soportable. De modo que ahí donde Laje y los demás representantes de la Nueva Derecha sólo ofrecen una visión despectiva de la vida, Peterson ofrece una visión trágica.
Podés levantar una cruz o esperar que te caiga una encima; no hay una opción sin cruz en este mundo. Todos sabemos que tu hedonismo idiota e inmaduro se va disipar como humo apenas surjan los problemas. Y sabés que es una opción de cartón piedra. Por eso sos hedonista y desesperanzado al mismo tiempo. Por eso necesitás algo más allá de eso. ¿Por qué? Porque la vida, en algunos aspectos, es insoportable. Por eso necesitás algo digno de ser cargado para hacerla soportable. Y la vida es una carga muy pesada, y eso significa que tenés que cargar con algo muy pesado para justificarla.
El discurso de Peterson, que insiste en que el dolor y la malevolencia son esperables, y que lo deseable no es evitarlos sino confrontarlos para transcenderlos, no es deprimente sino muy estimulante, como parecen confirmar los millones de jóvenes que veneran a Peterson y aseguran haber dado un vuelco a sus vidas gracias a su prédica. ¿Y qué tiene de raro, si no es otra cosa que una adaptación laica de las doctrinas judeocristianas, que han demostrado durante 5.000 años su aptitud para ordenar la existencia? El mismo Peterson, un hombre sufrido, formado en las inclemencias del norte de Canadá, padre de dos hijos, uno de ellos con una enfermedad crónica, él mismo ex alcohólico, con un largo historial de lucha contra la depresión y de sobreponerse a dificultades inmensas con tenacidad y, a veces, con un torvo sentido del humor, no tiene nada de virgo; y esto carga su prédica con la urgencia de la salvación personal.
Es muy pronto para saber qué va a pasar con la Nueva Derecha, por supuesto, pero sospecho que si tiene algún futuro fuera de los márgenes, en el centro de nuestro modo de vida, es por los senderos que esboza Peterson. Que tienen como ventaja sobre sus contrapartes sudamericanas una virtud crucial: la generosidad.
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