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Domingo

Nosotros somos buenos

Cómo discutir con quienes están convencidos de pertenecer al lado correcto de la Historia

Cuando el gobierno de Mauricio Macri perdió las PASO en agosto de 2019 escribí un artículo largo y tedioso sobre la identidad de todos aquellos que lo apoyamos, un sector de la tambaleante clase media nacional siempre construida alrededor de lo que no es (ni peronista ni populista) pero con dificultades históricas para comprender lo que sí es, cuáles son sus valores y sus deseos imaginarios. Supuse que las marchas del Sí Se Puede eran una luminosa salida del closet y un primer paso hacia la afirmación de un horizonte positivo, ajeno a una afiliación partidaria pero firme en sus expectativas. En aquel momento mi proyecto era doble: no solo escribir sobre ese colectivo difuso del que formaba parte sino también sobre el otro, el de los compañeros kirchneristas, triunfantes en aquellos días de agosto con el voto de amplios sectores de la sociedad.

Ya en el ejercicio del poder, vemos con perplejidad cómo las causas elementales que los horrorizaban hoy parecieran no generarles la menor preocupación. ¿Qué hubieran dicho frente a las reiteradas violaciones de los derechos humanos que se dieron durante la cuarentena si el presidente hubiera sido Mauricio Macri? ¿Por qué hoy miran Masterchef en lugar de apedrear el Congreso Nacional frente al verificable ajuste a los jubilados y la enorme caída del poder adquisitivo? Creo que los liberales progresistas argentinos nos debemos una comprensión acabada del kirchnerista como sujeto de la historia y descubro que en este tiempo muchos hemos intentado descifrar ese misterio con la sana multiplicación de artículos y podcasts que, entre otras cosas, quieren responder algunas preguntas muy simples: ¿por qué los kirchneristas son tan contradictorios? ¿Les importa un bledo la realidad? ¿Comprenden mejor que nosotros que la política es un teatro? ¿Se puede establecer un diálogo razonable con ellos?

La reserva moral de la Nación

En realidad, el kirchnerismo replica un fenómeno con raíces profundas en la historia política argentina: la aparición de un conjunto de líderes que por izquierda o derecha imaginan ser la reserva moral de la Nación. El fraude patriótico, los golpes militares o los “movimientos nacionales” fueron posibles porque sus líderes se convencieron de que eran la encarnación correcta de lo argentino frente un adversario que es, de repente, un enemigo. En esos casos, el Partido no le presenta a los ciudadanos una serie de propuestas concretas sobre la administración de una nación sino que, en un extraño movimiento simbólico, se adjudica una superioridad moral desde la que interviene sobre los hechos con una mezcla de impunidad y falta de escrúpulos que nunca deja de generar asombro.

El kirchnerismo no administra el Estado sino, primero, administra la moral y decide quiénes son solidarios, quiénes son egoístas, quiénes son miserables, a quiénes absuelve o condena la historia, quiénes deben compartir lo que tienen y quiénes deben ser amparados bajo su rol de guardián de las buenas intenciones. Por supuesto, si el kirchnerismo es moral, quienes no son kirchneristas son inmorales. Este análisis puede resultar simplista pero no lo es de ningún modo y se manifiesta una y otra vez de manera muy directa.

En cada comunicación del kirchnerismo subyace el mensaje de que un grupo de dirigentes compasivos se encarga de velar por el bienestar de una sociedad a la que hay que cuidar como quien cuida a un niño indefenso.

“Fijate de qué lado de la mecha te encontrás… Yo del lado de la vacuna, el Indio y la gente”, dijo Daniel Gollan, ministro de Salud de la provincia de Buenos Aires, hace alguna semanas. ¿De qué lados habla? “Hablan, hablan y hablan. Nosotros vacunamos, vacunamos y vacunamos”, dijo Axel Kicillof. ¿Quiénes son los que hablan? En cada comunicación del kirchnerismo subyace el mensaje de que un grupo de dirigentes compasivos se encarga de velar por el bienestar de una sociedad a la que hay que cuidar como quien cuida a un niño indefenso, una sociedad que no puede ser libre porque la libertad es, simplemente, el imperio de los poderosos. Cuando dos grises empleados de la Secretaría de Comercio de la Nación aparecen en un corralón para verificar que el dueño de la empresa no esté acopiando material o cuando Télam ejerce sin pudor una obsecuencia rayana en lo indigno se está actuando desde un altar moral: “Puedo hacer esto porque esto es lo que está bien”.

Para erigirse en comisarios de la moral, el grupo de iluminados necesita ocupar el rol de víctima perpetua en una historia nacional que se transforma en fábula. Es la lógica de toda narrativa mesiánica, desde el cristianismo hasta las dictaduras socialistas del siglo XX. “A pesar de los muertos, los desaparecidos”, cantan triunfantes los jóvenes camporistas que llevan el victimismo como una medalla a la vez que borran de un plumazo la Triple A, los presos del peronismo y algún evento futuro en el que participen dirigentes del Partido. Si un joven es asesinado por la policía durante el gobierno de un presidente no peronista, el mártir es la prueba de todo un sistema dedicado a matar personas inocentes. Si, en cambio, esto sucede bajo un gobierno del Partido, se trata una desviación excepcional en un espacio al que solo pertenecen las víctimas. Esto puede sonar algo exagerado, y esa sombra me atraviesa mientras escribo, pero no hace falta dar nombres para verificar su ajustada representación en lo real. En su sabotaje histórico, el kirchnerismo es Dorrego y jamás Lavalle y ese posicionamiento ad eternum es tan arbitrario como su efectividad.

Para erigirse en comisarios de la moral, el grupo de iluminados necesita ocupar el rol de víctima perpetua en una historia nacional que se transforma en fábula.

Es probable que el lector piense, con razón, que esta asumida superioridad moral no es más que una estafa de dirigentes mediocres pero muy inteligentes que han logrado hacerse millonarios en base a masivas campañas de comunicación. Creo que esta manera de ver el problema es errónea. En su ensayo Uno y el Universo, Ernesto Sabato escribe sobre Salvador Dalí: “Se discute si Dalí es auténtico o farsante. Desde luego, es auténtico. ¿Tiene algún sentido decir que alguien se ha pasado la vida haciendo una farsa? ¿Por qué no suponer, al revés, que esa continua farsa es su autenticidad?”. Si la historia deja de ser un hecho objetivo para convertirse en fábula e imaginamos que el mundo es una suerte de vasta conspiración de las elites, estamos habitando súbitamente un enorme simulacro enrarecido en el que la alternativa parece sencilla: o estamos del lado del Pueblo o estamos del lado del neoliberalismo.

En este punto, la política no es una elección racional sino una forma de ser y de estar en el mundo, una manera de evitar la angustia de la vida, un cuento que organiza el Universo. Los relojes de 50.000 dólares, los departamentos en Puerto Madero, los millones escondidos en una caja de seguridad, todo es compatible con un discurso que ataca la riqueza. ¿Por qué? Porque se emite desde el “lado correcto”. Como en el Cielo cristiano, allí están los que sufren, las víctimas, las buenas personas, los actores argentinos que graban videos por un imaginario negociado de Horacio Rodríguez Larreta.

“¿Qué suerte de hombre ideó y ejecutó esa fúnebre farsa? ¿Un fanático, un triste, un alucinado o un impostor y un cínico?”, escribe Jorge Luis Borges en “El simulacro”, uno de los pocos textos en los que habla de manera explícita sobre el peronismo. Acaso el sujeto kirchnerista sea todo eso a la vez, impunemente, pero jamás un ser escindido internamente. En relación al escándalo de las vacunaciones VIP, Alberto Fernández dijo: “Algunos protocolos se saltearon porque en sus diarios ustedes escribían que estábamos envenenando gente”. La frase es delirante y tiene la capacidad de generar indignación inmediata pero creo que no es una impostura sino su pensamiento genuino. El presidente es un fanático, un triste, un alucinado, un impostor y un cínico, todo eso a la vez y con una coherencia totalmente ajustada a la farsa en la que vive. En esa sentencia está, de hecho, todo el proceso intelectual del iluminado: con “algunos” se refiere a las excepciones que se han desviado del camino de la virtud, con “ustedes” hace alusión al enemigo imaginario y sobre el final se transforma en víctima de una persecución, todo sin el menor grado de pudor.

Contra la farsa

Por supuesto, no tengo la mínima voluntad de hacer de éste un ejercicio romántico. Lo concreto es que la superioridad moral es un enorme problema para la democracia. Nuestro país puede probar con creces que no da ningún resultado. Repartir, regalar o controlar son iniciativas basadas en buenas intenciones por las que los iluminados ponen a un grupo de ciudadanos por encima de otro y a ellos mismos por encima de las instituciones democráticas. Hay inflación, atraso tarifario, pocas reservas en el Banco Central, pocas empresas y altísimos niveles de pobreza porque no hay democracia real, porque el Estado (que siempre termina siendo el Partido) se pone por encima de las reglas y los compromisos.

Por otro lado, sobre esta base de pensamiento cualquier gobierno que no sea del Partido será considerado de manera inmediata un intruso. En nombre de la democracia, en el año 2017 los legisladores kirchneristas avalaron que se haya apedreado el Congreso nacional. En su lógica afiebrada, el edificio había sido usurpado por enemigos de una patria que decidieron custodiar sin que nadie se lo haya reclamado.

Sobre esta base de pensamiento cualquier gobierno que no sea del Partido será considerado de manera inmediata un intruso.

En paralelo, los sinuosos vientos de la historia hicieron que el progresismo global dejara de ser un movimiento difuso dedicado a reivindicar las libertades individuales para transformarse, por una misteriosa alquimia, en la reserva moral de Occidente. A partir de una interpretación ridícula de la historia humana, en la que el hombre blanco es una suerte de villano, ejerce el oficio de policía cultural en busca de pruebas que demuestren la vigencia de su conspiración. Para el devaluado progresismo argentino, el kirchnerismo fue un match made in heaven por el que pudieron ejercer con aval oficial su afán de comisarios y, además, obtener una buena remuneración en dependencias estatales pobladas de buenas intenciones. A su vez, la interpretación maniquea de la historia que ejerce la Iglesia desde tiempos inmemoriales (“felices los pobres porque en el Cielo serán ricos”) hace que toda esta ensalada mesiánica se alinee contra el “neoliberalismo” con la convicción absoluta de que todos ellos –kirchneristas, progresistas y católicos– están del lado correcto de una historia escrita solo para justificar su existencia.

Frente a esto, leí con placer y admiración los perfiles que hace algún tiempo la escritora Pola Olaixarac escribió en La Nación sobre Santiago Cafiero, Juan Grabois y Nicolás Trotta, entre otros. Pola no se introdujo en una improductiva discusión ideológica sino que saboteó de manera directa el banquillo moral desde el que los protagonistas hablan. La indignación que generó su texto es la prueba de su éxito: sin ese banquillo estamos frente a dirigentes de baja calidad e ideas muy pobres. Pelearse con ellos es tomarlos en serio. Para combatir la farsa, nada mejor que la risa.

 

 

 

 

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Pablo Siciliano

Estudió Cine en la Universidad de La Plata. Trabajó en equipos de contenidos durante el gobierno de Cambiemos. Actualmente es socio de una empresa que brinda servicios de comunicación.

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