Domingo

No te necesito

Un cuento inédito de la autora de 'Hielo seco' para rodar la pendiente final del fin de semana largo.

“El tomillo es sexy”, dice Inés. Sabe que el adjetivo va a surtir efecto, lo comprobó en otras ocasiones (“el fuego es sexy”, “el lapsang souchong es sexy”); nunca falla. Ve los ojos de su interlocutor, el chef aficionado, brillar con una luz nueva, acaso la luz de la anticipación. No sabe qué quiere exactamente, pero hace unos minutos se instaló entre los amigos como si los conociera de toda la vida. Tres hombres de cuarenta y pico hablando animadamente alrededor de una mesa y de una botella de vino. “¿Puedo sentarme con ustedes mientras espero a una amiga?”

La amiga no va a llegar, pero solo ella lo sabe. “No puedo arrancar, venite a casa y pedimos algo”, propuso Paula por whatsapp cuando ella ya estaba en la calle. “Me está costando salir de la cama. ¿Lo dejamos para mañana?”, escribió Inés desde el taxi, peinada y maquillada. “Mañana tengo a las chicas”, contestó Paula. Inés reaccionó con la carita que derrama una lágrima. No quiere ir a la casa de su amiga, pedir delivery y hundirse en un sillón; tampoco quiere volver a la suya. Pasó casi media hora escuchando “Bad guy” en loop mientras se pintaba las uñas de azul oscuro sentada en el piso del baño, y, después, con el volumen al máximo, bailó frente al espejo, sinuosa y precisa. No hay vuelta atrás.

“¿Qué pidieron?”, les pregunta tras advertir, para su asombro, que ninguno es feo. Uno pidió un risotto; el otro, ñoquis de espinaca; el tercero, milanesa con ensalada. Pronto va a enterarse de que juegan al fútbol los martes, de que se conocieron hace más de treinta años y de que están separados.

–¿Te sentís invadido? –le pregunta al que tiene a su derecha.

–Para nada –responde, y sonríe.

Se llama Lucas. Tiene pelo oscuro, cejas negras, melancólicos ojos verdes. Inés se da cuenta de que no solamente no es feo sino de que, además, es atractivo.

–Igual, en un rato me voy, chicos, no se preocupen –aclara, ocultando el hallazgo detrás del plural.

–Por mí no hay problema –dice Lucas–. Quedate todo lo que quieras.

Acariciada por el suave modo imperativo, por la mirada honda que lo acompaña, por la palabra “todo” (que le sugiere, en igual medida, abundancia y ruina), Inés se endereza.

–¿Estás separada? –le pregunta el de la izquierda, que se presentó como Martín.

–No. Estoy casada hace quince años. ¿Se me nota? –contesta, decidida a ser punzante y a que la extrañen cuando se vaya.

–Lamento informarte que, tarde o temprano, vas a ser de nuestro club –comenta Javier, el chef aficionado, cuya cara redonda y apacible lo vuelve, a ojos de su interlocutora, inofensivo.

–La pregunta ya nos dice algo, ¿no? –señala Martín, rubio y flaco (más flaco, según Inés, de lo que conviene a un hombre), con una sonrisa maliciosa en la que sobresalen los colmillos–. Sé sincera: ¿seguís sintiendo por tu marido lo mismo que hace quince años?

–Qué pregunta más rara. ¿Qué quiere decir “lo mismo”? –responde desde lo alto, izada por el interés de su vecino, y se refugia en Javier–: ¿Qué tal el risotto? Parece poco ortodoxo con esa salsa de tomate.

Javier asiente: el tomate está de más.

–Una chica fina –acota Martín cuando el mozo le trae a Inés el bellini que pidió.

–Yo hago un risotto bastante digno –continúa ella. Quiere que Martín se sienta ignorado, pero también quiere que se sepa que ahí como la ven, maquillada y con las uñas pintadas de azul oscuro, se da maña en la cocina y podría alimentarlos a los tres, si quisiera.

Le pregunta a Javier si él agrega un toque final de crema, además de manteca. Javier se escandaliza, e Inés le agarra la mano como gesto de alianza entre dos personas que cocinan y que pueden prescindir de la crema. Todo lo que hace y dice, sin embargo, está dedicado a otro. ¿Le importará a Lucas que le agarre la mano a su amigo? ¿Se sentirá relegado, mínimamente celoso? Martín quiere volver al tema del deseo y el matrimonio.

–¿Sabés lo que hacía yo con mi mujer? La citaba cada tanto en un bar para verla llegar. La miraba con distancia, como si no la conociera, y ahí decidía si me gustaba o no.

–¿Y ella sabía que estabas poniéndola a prueba?

–Obvio que no.

–¿Y qué pasó?

–Un día la vi llegar, no me gustó y me separé.

–Gracias por el dato –declara fríamente, sin revelar que durante unos segundos, en su cabeza, ella también caminó, fue juzgada y fracasó–. Si mi marido empieza a citarme en un bar, sabré que es una emboscada.

Dice “mi marido” con el propósito de pasarle a Martín el siguiente mensaje: “Sé que me imaginás aburrida y sin mucho sexo, pero no estés tan seguro, y sobre todo: tengo a alguien que me cuida, no te necesito”. Un segundo mensaje está destinado a Lucas: “Después de quince años de casados, un hombre insiste en seguir al lado mío; va a estar, de hecho, esperándome despierto cuando vuelva, ¿por qué será?”

Ajeno a los mensajes cifrados que circulan a su alrededor, Lucas comenta que a la milanesa le faltó limón, y a la ensalada, matices. Deja los cubiertos en el plato, ensombrecido como un chico de diez años.

–Nunca me va a emocionar una ensalada –dice Inés con la cabeza apoyada en una mano, segura de poder sacarlo de la ofuscación que lo aleja de ella.

–Yo no pretendía que me emocionara –dice él, y por primera vez no sonríe.

Inés sabe que no le queda mucho tiempo. Martín está impaciente, Javier seguramente quiera hablar de fútbol, y Lucas, después de arañarla, se recluyó en el teléfono.

–¿Qué onda tu amiga? –le pregunta Martín–. ¿Va a venir o no?

–Sí, tal cual. Es muy raro que no haya llegado –Inés consulta el chat con el ceño fruncido–. No saben lo linda que es, y está separada –agrega, sin levantar la vista. Su intención ahora es comunicar: “Soy un cúmulo de virtudes, buena amiga, generosa, segura de mí misma, insensible a las comparaciones”.

–¿Cocina? –pregunta Javier.

–¿Hace cuánto se separó? –-indaga Martín–-. No es un dato menor.

El instinto le ordena que se pare y que vaya al baño.

–Dejo esto acá y ya vengo. ¿Me lo cuidan? –se refiere a una cartera de cuero verde y a un saco negro.

Se para sobre sus tacos altísimos, consciente de que será observada, analizada y comentada. Sabe que Martín va a ser descarnado, y confía en el elogio de Javier. Pero es Lucas –que está de espaldas al baño, y que no va a girar ciento ochenta grados– para quien Inés camina. Frente al espejo se pone brillo en los labios y mira el teléfono. Tiene un mensaje de su marido: “Qué tal todo”. El “todo” la aplasta. Otro de su hijo de doce años: “Ma, me duele la panza”. Hay movimiento en el grupo familiar y en el de las madres del colegio; un mensaje de Paula (“¿Ya te dormiste?”) y otros que no va a leer.

Cuando vuelve a la mesa, los encuentra hablando de fútbol.

–Así son cuando no hay mujeres, ¿no? Más relajados y felices. ¿O es un acting? ¿Son, realmente, más felices?

La pregunta surte efecto: Martín y Javier opinan, hacen chistes. Lucas, sin embargo, no contesta. Inés lo ve chequear el teléfono, escribir algo, esperar una respuesta mientras finge interesarse en lo que dice Javier, y volver a escribir. Ve, también, el brillo de la anticipación en sus ojos y en su boca, que se transforma en una sonrisa tenue mientras escribe, esa sonrisa que lo convierte desde siempre en el chico lindo de la playa, el que ilumina un fogón, un médano, un acantilado –el chico indiferente con el que sueñan dos hermanas sin decírselo entre ellas–, y siente un mordisco de celos que no previó cuando se instaló con desparpajo entre los amigos, convencida de poder reinar por el hecho de ser la única mujer en la mesa, sin tener en cuenta que sus rivales habían estado siempre (podía ser la mujer que había visto esa mañana en el subsuelo del Mater Dei, envuelta en un tapado largo, a cara lavada y espléndida; la madre joven a la que perdonó mientras el hijo gritaba como un poseído, y acerca de la cual concluyó después –con más envidia que piedad– que la belleza era el consuelo supremo, capaz de aniquilar, incluso, la pesadilla de tener un hijo desquiciado), y toma un trago y anuncia que su amiga está en la guardia (nada grave), que le encantó conocerlos y que le gustaría probar algún día el risotto de Javier, tal vez en otra vida, y hace el ademán de dejar plata para pagar su copa y es disuadida y se levanta, agarra el saco, la cartera, se despide y se aleja, pendiente de caminar erguida y etérea, aunque esta vez no será observada; apenas comentada y ni siquiera.

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María del Carril

Nació en Buenos Aires en 1976. Es licenciada en Filosofía (UBA) y autora de tres libros de cuentos: Humus (2003), El utrabosque (2008) y Hielo seco (Mansalva, 2023). 

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