Una amiga que trabajó durante muchos años en publicidad tiene en su bio de Twitter una frase célebre en la industria que siempre me resultó muy graciosa: “People hate advertising until they lose their cat” (“la gente odia la publicidad hasta que pierde a su gato”). Recordé la sentencia los otros días, cuando la precandidata a presidente Patricia Bullrich dijo en una entrevista con Carlos Pagni que “el fin del marketing es el inicio de ideas más fuertes y más nítidas; la gente pide que digas la verdad y que no vengas con globitos”. No es cierto que el marketing tenga que ser necesariamente falso o chapucero ni tampoco es cierto que esté llegando a su fin, pero en este artículo no voy a contradecir a Bullrich, por el contrario, voy a tratar de explicar por qué tiene razón incluso a pesar de su prejuicio.
Con la masificación de los celulares, la representación se transformó en un espejo roto en miles de pedacitos. Los mensajes ya no viajan unívocamente desde un centro hacia las masas sino que se producen y comparten horizontalmente entre expertos, psicópatas, mentirosos, fascistas y sabios capaces de capturar cada instante de la vida. Esto se complementa con un sistema global de cámaras que bajo la excusa de la seguridad no deja nada por fuera de su vigilancia. Imágenes fragmentadas de lo real se nos presentan en redes sociales una y otra vez de manera casi pornográfica y allí somos los que graban, los que observan y los observados; “teatro, actores y auditorio”, según el alma soñadora de Joseph Addison.
Un candidato es una persona que decide someterse al escarnio público y su única posibilidad para moderar el ataque es ser honesto con lo que piensa y lo que quiere hacer.
La disposición fragmentada de la realidad constituye un vasto rompecabezas en permanente mutación compuesto por millones de piezas que cada ciudadano va armando en base a prejuicios y opiniones personales. Como miembros de un tribunal infinito, los usuarios buscan el fragmento que les permita confirmar sus propias ideas para agitarlas frente a su adversario, de quien sólo conocemos las más desafortunadas de sus declaraciones a lo largo de tiempo y que por eso mismo va dejando de ser humano para transformarse en una suerte de villano perfecto editado al calor del Adobe Premier de un desconocido.
Esta voluntad inquisidora hace que la autenticidad no sólo sea un imperativo moral sino también una estrategia de supervivencia. Un candidato es una persona que decide someterse al escarnio público y su única posibilidad para moderar el ataque inevitable es ser honesto con lo que piensa y lo que quiere hacer, ya que de lo contrario, un pequeño lapsus, una mentira, será capturada y reproducida hasta el infinito, transformando 20 años de coherencia en un viral de 15 segundos.
Autenticidad
El vídeo más memorable de la campaña de Alberto Fernández (y probablemente de toda su carrera política) es el panzazo que le da a un señor que pasa a su lado en un restaurante de Puerto Madero. Esa imagen fue capturada por una cámara de seguridad que esquivó decenas de filtros hasta llegar a las redes sociales. No hubo fotógrafos oficiales, no hubo curiosos, simplemente el ojo gélido de la vigilancia urbana. En paralelo, su foto más memorable es el cumpleaños clandestino que organizó en la Quinta de Olivos en plena cuarentena. No es un acto, no es una inauguración; usando las palabras de André Bazin, es el afán humano por embalsamar el tiempo.
No vi el acto oficial en el que se inauguró el gasoducto Néstor Kirchner, pero al día siguiente encontré un video grabado con un celular en el que uno de los trabajadores nos muestra que el caño terminaba en el vacío tan sólo unos metros por fuera del campo visual. Lo primero costó literalmente millones de dólares entre aviones privados, traslados y logística televisiva. Lo segundo no costó nada y arriesgo que cuadruplicó su audiencia.
No vi la entrevista que Santiago Fioriti y Nicolás Wiñazki le hicieron en TN a Horacio Rodríguez Larreta, pero me llegó por Twitter un fragmento en el que se lo ve visiblemente incómodo tratando de esquivar una respuesta sobre su voto en la Ciudad de Buenos Aires. La imposibilidad de ser auténtico por restricciones propias de la dinámica política se exhibió como una herida, y aunque quizás la entrevista haya sido fantástica, ese pequeño instante de 40 segundos es todo lo que queda de ella.
El devenir de los hechos se recorta y distribuye con una particularidad: ese recorte no complementa lo real sino que lo suplanta. Es lo real.
El devenir de los hechos se recorta y distribuye con una particularidad: ese recorte no complementa lo real sino que lo suplanta. Es lo real. Los medios tradicionales, por su parte, no constituyen un espacio neutral en el que lo verdadero puede ser constatado sino que replican esa lógica fragmentaria en el afán de agitar las emociones de los ciudadanos. Así, el candidato es examinado en el gran laboratorio de la conversación pública y cualquier desliz ya no es un desliz sino una prueba irrefutable de su hipocresía.
No estoy diciendo de ningún modo que la autenticidad sea el único factor relevante en la carrera electoral, sino que lo que dijo casi intuitivamente Patricia Bullrich se explica en esta fragmentación que ha modificado para siempre nuestra relación con la propaganda y la publicidad. Las marcas ya no crean su aspiracional basándose en estereotipos sino en valores identitarios, el candidato ya no es una estatua de bronce sino un ser humano capturado perpetuamente en cámara. Eso sería, a fin de cuentas, el fin del marketing: su adaptación a un consumidor ejercitado en la desconfianza.
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Agrego una última complejidad, acaso más abstracta. Desde aquellos espectadores asustados por la llegada del tren en el cortometraje de los hermanos Lumière o la mítica intervención de Orson Welles en La guerra de los mundos hemos recorrido un largo camino. El aumento exponencial de nuestro consumo de contenidos ha eliminado casi todo vestigio de ingenuidad y hoy, en los albores de la inteligencia artificial, podemos distinguir con relativa facilidad aquello que parece genuino de aquello que parece una pose. No se trata de diseño gráfico o efectos de video sino de un misterio que escapa al control de los asesores y se trasluce en los gestos y las miradas de los protagonistas. Si un candidato posa de fanático de los Strokes cuando lo único que escucha es Radio Rivadavia, se nota. Si la arenga que Patricia Bullrich le hace a Carolina Losada no es verdadera, se nota.
Pienso en State Funeral (2019), la película de Sergei Loznitsa que reconstruye los funerales de Joseph Stalin a partir de un impresionante material de archivo. El director busca la objetividad en un ejercicio que por momentos es increíblemente tedioso pero que extrae de la propaganda su reverso exacto: en las imágenes se exhibe la tristeza de vivir bajo una dictadura, la locura faraónica del dictador, el miedo como motor de una obediencia rayana en la locura. No hay gobierno que pueda ocultar la angustia en los ojos rusos.
La campaña
Si la comunicación carece de centro, las campañas políticas replican su dinámica: no constan ya de un momento cúlmine sino que funcionan como una conversación constante alrededor del candidato y sus ideas. La convicción no se pone a prueba en un discurso sino en múltiples intervenciones públicas. En algún momento de su entrevista con Pagni, Bullrich dice que hacer campaña
es muy complejo dado el estado de ánimo sombrío de la sociedad. Aquí ingresa una hipótesis propia que le da sentido a su idea del “fin del marketing”: la población comprende la profundidad del drama argentino y acepta que la solución no será un camino de rosas. Usando sus palabras: no hay tiempo ni espacio para globitos.
Delinear el horizonte esperanzador es lo que hará tolerable la sangre, el sudor y las lágrimas mientras el kirchnerismo agita los fantasmas de un apocalipsis neoliberal.
Su video de lanzamiento presenta al kirchnerismo como una anormalidad y adelanta la tesis del conflicto por venir, algo inédito para los espacios no peronistas de los últimos años. Por supuesto, todo esto constituye a su vez una estrategia de comunicación (o de marketing), pero diferente a otras en tanto la Tierra Prometida que comercializa todo candidato es, en su caso, el resultado de un gran esfuerzo colectivo.
El proceso electoral que comienza nos dirá si el diagnóstico de Bullrich es correcto. Si gana la interna de Juntos por el Cambio, es probable que deba moderar su discurso para retener el voto de Rodríguez Larreta. También es válido pensar que su narrativa le será de utilidad para gobernar: las expectativas han sido un problema para las coaliciones no peronistas. Al mismo tiempo, delinear con claridad el horizonte esperanzador es lo que hará tolerable la sangre, el sudor y las lágrimas mientras el kirchnerismo agita los fantasmas de un apocalipsis neoliberal sin la épica de otros años, tras un gobierno penoso en sus propios términos, liderado por un hombre sin moral ni convicciones, un político en el sentido más nocturno y argentino de la palabra.
Los equipos de comunicación trabajarán intensamente en estos desafíos. Como dice la frase: todo el mundo odia a los publicistas hasta que pierde a su gato.
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