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Nexus.
Yuval Noah Harari
Debate, 2024.
672 páginas, $37.000
¿Vale la pena leer Nexus, el nuevo libro de Yuval Noah Harari? La respuesta corta es: para mí, sí. Lo empecé un jueves, con fiebre, y no lo solté hasta que lo terminé el domingo.
Ahora bien, vayamos a la respuesta larga. Desde su primer libro, Sapiens (2011), Harari ha tenido como meta redefinir nuestra comprensión de la historia humana. En Sapiens y Homo Deus (2015), postula que lo que diferencia a nuestra especie es la capacidad de crear relatos y ficciones compartidas (religión, dinero, estados-nación), lo que nos ha permitido tejer vastas redes de cooperación, dando lugar a lo que hoy llamamos civilización. En Homo Deus y 21 Lecciones para el Siglo XXI (2018), Harari va más allá y explora cómo estas ficciones interactúan con los desafíos del futuro, desde la inteligencia artificial y la modificación biológica hasta la crisis de la verdad, el cambio climático y la democracia.
Luego de su primer gran éxito, Harari institucionalizó su rol de pensador global. Se convirtió en un gurú con acceso directo a despachos de presidentes y CEOs de todo el mundo, y a foros internacionales. A través de Sapienship, su compañía, transformó sus ideas y su persona en una marca internacional. Su proceso de trabajo pasó a ser una maquinaria de thought leadership, donde decenas de jóvenes de distintos países y orígenes trabajan hoy, ayudándolo a construir ideas, textos, discursos y contenidos.
Nexus’ es otro ejemplo de la ambición de Harari por abarcarlo todo, pero este enfoque a veces se parece más a un ejercicio de acumulación que a una tesis coherente.
Nexus es otro ejemplo de la ambición de Harari por abarcarlo todo: redefine conceptos, revisita la Historia desde ángulos diversos e intenta incluso proyectar escenarios futuros, pero este enfoque a veces se parece más a un ejercicio de acumulación que a una tesis coherente. Harari quiere darle una nueva definición al concepto de información; quiere contar de nuevo la historia del surgimiento de las religiones, ayudarnos a entender que el nacimiento de la imprenta no fue un catalizador directo de la revolución científica; quiere enseñarnos cómo funcionaban los servicios de inteligencia de la Unión Soviética y llamarnos la atención sobre la posibilidad de que la inteligencia artificial sea el primer actor no humano con capacidad de decisión (y tal vez conciencia); quiere que imaginemos con él la dictadura que podría instaurar con el tiempo la inteligencia artificial, una distinta a todo lo que conocemos. Abarcar no es apretar, y a veces se siente cómo deja a mitad de camino el concepto que había empezado a desmenuzar.
Una de las ideas más importantes del libro es que las mejores redes de información son aquellas que, como la ciencia –y en contraposición a la religión o a los servicios de inteligencia–, tienen capacidad de autocorrección, es decir, que pueden autorregular sus errores y perdonar rápidamente la falibilidad de sus miembros e instituciones en pos de mejorar el sistema. Lamentablemente, esta tesis –que Harari presenta como de una importancia suprema para aprender a optimizar nuestras redes de información– queda perdida en un torbellino de ejemplos y ramificaciones, que, aunque interesantes, no necesariamente ayudan a entender cómo podemos convertir la autocorrección en una herramienta real y concreta para el futuro.
No obstante, esta falta de estructura teórica es también la mayor fortaleza del libro: lo que vuelve imposible dejarlo es precisamente la avalancha de ejemplos creativos que ofrece. Harari condensa momentos claves de la historia humana que nos hacen replantearnos quiénes somos y cómo llegamos hasta acá. Los pasajes sobre la canonización de los textos bíblicos, el servicio de inteligencia soviético y la caza de brujas en la transición entre la Edad Media y la Edad Moderna son particularmente fascinantes.
El lado oscuro de la imprenta
Me detengo en este último porque es espectacular. Para mostrar que más información y mejores tecnologías de información no tiene necesariamente un impacto positivo ni nos acercan a la verdad, Harari usa de ejemplo la invención de la imprenta. Cuenta que, hacia 1486, uno de los principales best-sellers era El martillo de las brujas, un libro que proponía un método para cazar brujas estilo “hágalo usted mismo” que desencadenó una matanza masiva en toda Europa. La imprenta potenció la difusión de libros y manuales llenos de mitos sobre brujería y creó un circuito de información y acción que generó una masacre. Harari nos muestra lo absurdo que era creer en brujas sin ningún tipo de evidencia empírica real en el siglo XV. E inmediatamente nos recuerda que las religiones siguen acá, después de miles de años, cambiando día tras día el mapa geopolítico, social y económico del mundo. Vivimos cada vez más llenos de información, aunque eso no implique necesariamente una correlación con lo real.
Hacia el final, Nexus mira hacia el futuro. Harari busca hacer hincapié en algo que sociólogos como Bruno Latour vienen diciendo hace décadas: los seres humanos hemos dejado de ser los únicos actores de la acción social. Nuestras prácticas cotidianas están aumentadas o estructuradas directamente sobre actantes no humanos como computadoras, máquinas, objetos y tecnologías. Y, como muchos otros, Harari ve en la inteligencia artificial un quiebre abrupto en relación a esto, ya que, con conciencia o no, es capaz de tomar decisiones no programadas (cosa que una computadora convencional no puede hacer). Harari ve en esto al menos dos grandes peligros: la IA dictatorial (como insumo para un dictador o como un dictador en sí mismo) y la IA como herramienta de guerra. El resultado para Harari es un pesimismo explícito sobre el futuro de la humanidad si no controla esos difusos mecanismos de autocorrección y control y logra supeditar la inteligencia artificial a la inteligencia humana.
El resultado para Harari es un pesimismo explícito sobre el futuro de la humanidad si no controla esos difusos mecanismos de autocorrección y control
El discurso de Harari se enfrenta de forma directa al que están pregonando hoy los popes del mundo tecnológico global. En especial contra el manifiesto tecno-optimista de Marc Andreessen (dueño de uno de los fondos de venture capital más influyentes del mundo), que rechaza abiertamente el pesimismo tecnológico y pregona que el emprendedurismo capitalista y la innovación tecnológica más temprano que tarde solucionarán los grandes problemas de la humanidad.
Esta semana Dario Amodei, fundador de Anthropic, la empresa detrás de Claude (un competidor de Open Ai) sacó un artículo muy bueno (y largo) donde sintetiza de forma bastante transparente ambas posturas. Acusado de ser un “doomer” por siempre estar marcando los riesgos de la IA, elabora de forma bastante detallada todas las mejoras que cree que la IA generará en los próximos 10 años, desde curar el cáncer o enfermedades neurodegenerativas hasta potenciar el crecimiento económico. Pero lo más importante de su tesis es que lo bueno y lo malo del futuro de la IA se está jugando ahora, y que ser conscientes de su riesgo y protagonistas de su desarrollo es importante si queremos determinar que sirva “para el bien”.
Vengo leyendo tanta ciencia ficción este año que algo de lo que dice Harari me queda resonando en la cabeza. No sabemos cómo este cambio va a modificar los cimientos de lo que va a significar ser humano en 100 o 200 años. Por un lado, siento que muchas de sus predicciones pueden volverse reales y, por el otro, que –como cualquier tecnología– tendrá un impacto muy distinto al que imaginemos hoy; quizá tenga muchas más aplicaciones inocuas de entretenimiento para consumo humano que respuestas a las grandes preguntas acerca de quiénes somos y cuáles son las posibilidades de un apocalipsis. Frente a la idea de una IA descontrolada que nos lleva a nuevas formas de dictadura me encontré muchas veces pensando: “Harari, si tan riesgosa se vuelve la IA la desenchufamos y listo, pa”. Pero debo admitir que algo de su paranoia se te impregna, porque después de escribir la última oración, dudé en darle a una IA este texto para corregirlo.
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