Leyenda negra. Las múltiples vidas de Raúl Grigera o el poder de los relatos raciales en la Argentina
Paulina L. Alberto
Prometeo, 2024
463 páginas, $ 32.900
Es sábado, ya son casi las siete de la tarde y la hora del cierre de este número de Seúl apremia. Terminé hace apenas un par de horas de leer el libro que me dispongo a reseñar en esta nota, cuando a mí —como a cualquier articulista medianamente responsable, doy por descontado— me gusta que los libros leídos tengan una lógica etapa de maduración en mi propia cabeza. La lectura y su posterior procesamiento son, probablemente, actividades rumiantes: se trata de masticar y masticar, con ganas y paciencia, de ir acomodando las ideas, de comparar aquí y allá, de buscar otros materiales relacionados, de practicar las asociaciones libres que pueden funcionar gugleando o buceando en los propios recuerdos.
Este libro, sin ir más lejos, durante su lectura en estos últimos días me llevó a comprar la reciente edición a cargo de la Biblioteca Nacional de la historieta Las aventuras del Negro Raúl, originalmente publicada en la revista El Hogar en 1916. También, a conocer o revisitar tangos y milongas que escuché muchas veces en discos en la casa de mis abuelos, o quizás de más grande en el programa de radio de Dolina. También me llevó a un podcast muy interesante sobre los orígenes negros del tango, gracias al cual llegué también a una grabación en piano de la partitura del tango “El negro Raúl”, de 1912, y también a distintas versiones de “La mulateada”, notable milonga de raíz musical afro y letra que exalta la figura de Rosas, el Restaurador. Por ejemplo, ésta a cargo de la orquesta de Carlos Di Sarli, de 1941, muestra un arreglo propio de la época mainstream del tango como género masivo, mientras que esta otra mucho más reciente tiene todas las marcas visibles y audibles de las reivindicaciones que enfatizan el origen marginal, prostibulario y negro del tango, muy propias de estos tiempos kirchneristas que parecen irse. Todo esto está muy bien y es algo muy disfrutable de este trabajo, pero resulta que, después de incluir los links de estos videos, ya son las 19:37 y además, oh, suprema ironía de los dioses, en la plaza de enfrente de casa suenan atronadores los bombos de una murga que ensaya todos los sábados para tortura de todo el barrio y disfrute únicamente de los ejecutantes, ya que público presente no tienen. Porque pasa esto, que cuando la cultura popular de antaño se hace oficial mediante subsidios para ver quién tiene el tambor más grande, resulta que el impacto real en la cultura efectivamente existente es tendiente a cero.
Surge entonces la tentación de imaginar una analogía fácil con esta situación en la publicación en castellano de Leyenda negra, un libro que bien podría tratarse de la avanzada de un tanque no de Hollywood, sino de la teoría crítica de la raza que hoy domina en las universidades de la Ivy League. Paulina Alberto, su autora, es una académica argentina radicada en Estados Unidos, en donde se ha dedicado a los estudios africanos y afroamericanos. Es profesora titular en Harvard, goza de un prestigio indiscutible y ha recibido premios importantes por sus libros, incluyendo éste, con lo cual más de un exaltado podría imaginarlo como la pata sofisticada de una conspiración multipolar —que incluiría además al Washington Post, la Federación Francesa de Fútbol e influencers de Instagram— cuyo objetivo de máxima sería la demostración del racismo estructural e histórico de los argentinos. Lo más grave: esta conspiración estaría ganando adeptos aquí mismo.
Miralo al pobre Edinson Cavani, sancionado por su tan rioplatense ‘Gracias, Negrito’ en una liga que proclama con orgullo: ‘No room for racism’.
Sucede además que todos escucharon y la bola se corrió, entonces tendemos a indignarnos con facilidad porque puede ser que la Scaloneta se haya extralimitado un toque y los otros no sean todos de Angola, pero miralo al pobre Edinson Cavani, sancionado por su tan rioplatense “Gracias, Negrito” en una liga que proclama con orgullo: “No room for racism”. En cualquier caso, lo más justo y apropiado es discutir siempre con la mejor versión de los rivales, y eso fue exactamente lo que me pasó tanto con la lectura de esta Leyenda negra como con aquel otro libro dedicado a la historia de la revista Billiken: son estudios académicos rigurosos, resultado de años de trabajo y de un rastreo exhaustivo de fuentes históricas, que tienen el respaldo de decenas de libros y papers publicados en los últimos años para defender sus postulados e interpretar sus hallazgos. Este tipo de libros universitarios o derivados de tesis de posgrado, además de estas virtudes básicas, comparten también ciertos problemas: un estilo de escritura con todas sus marcas de origen, capaz de agobiar bajo el peso de sus centenares de notas al pie y referencias bibliográficas no sólo a los lectores, sino incluso a su mismo objeto de estudio.
En el caso de Leyenda negra, estas virtudes y defectos parecen expandirse en la extensión de sus más de 450 páginas, fiel reflejo de lo que el texto plantea explícitamente como una triple ambición que toma la forma de tres historias superpuestas: en primer lugar, la de Raúl Grigera, un afroargentino nacido en Buenos Aires en 1886 y convertido hacia 1910 en toda una celebridad porteña, incluso en el sentido actual de ser famoso por el simple hecho de serlo. Su historia y su leyenda de figura, maestro de ceremonias o facilitador de la noche de Buenos Aires, de conocedor tanto de sus ambientes más selectos y refinados como de los más bajos y reventados, habrían sido la clave para un ascenso social fulgurante y para sus relaciones con los niños bien de la oligarquía. Estos mismos jóvenes caballeros, afectos al derroche, al descontrol en todo tipo de locales de diversión nocturna y al accionar en patotas, pudieron ser alternativamente tanto sus contratantes, sus amigos o quienes lo volvieron el objeto del escarnio y sus bromas más pesadas.
Del Negro Raúl conocemos antes a su familia, para lo cual el libro retrocede hasta sus ancestros de la época virreinal y avanza en detalle con las siguientes generaciones, un detalle nada menor que expone la magnitud del trabajo historiográfico y documental que se propone. Y conocemos también su caída y declive acelerado, expresado en el alcoholismo, la mendicidad, la enfermedad y la miseria hasta el punto de que Raúl es dado varias veces por muerto antes de su fallecimiento real en 1955.
El peso de lo narrado
La segunda historia que narra Leyenda negra es la presencia del Negro Raúl como personaje recurrente en la producción cultural de buena parte del siglo XX, y la tercera es la de los discursos institucionales del proyecto de la Argentina liberal ejecutado a partir de la organización nacional luego de la batalla de Caseros, al menos en lo que a la cuestión racial se refieren. Si el libro parece tan ambicioso en su propuesta y alcance es porque, de acuerdo a la hipótesis de la autora, estos dos últimos aspectos determinaron la suerte del primero. Es decir, que la elección de Raúl Grigera como objeto de estudio en tanto que representante por excelencia de la comunidad afroporteña viene dada por un recorrido de investigación que permite rescatar o incluso descubrir la historia completa de una comunidad que, a lo largo de tres siglos distintos, se entiende como víctima de procesos de discriminación que posibilitaron esos dos movimientos opuestos y complementarios: la visibilidad de los racializados es el resultado del escarnio de una ideología oficial que los postuló como ejemplos de la barbarie que debía evitarse a toda costa, a la vez que se planteaba la invisibilidad de una negritud que se había quedado supuestamente sin representantes “puros”: tal era incluso la blanquitud oficial de la Argentina entendida como el destino deseado de sus procesos de mestizaje.
Leyenda negra machaca una y otra vez con esta triple dimensión de su trabajo, y es esta circularidad e insistencia lo que no sólo traba por momentos el avance de la lectura, sino que la agobia con el peso de la empresa que está en juego. El rigor puesto en la búsqueda de fuentes históricas, muchas de las cuales consisten en verdaderas novedades y hallazgos de indudable valor, contrasta con pasajes en que la interpretación parece depender demasiado de enunciados introducidos por “quizás” y “tal vez”. Es cierto que Leyenda negra es un libro por momentos fascinante en su retrato de la vida de los afroporteños en los siglos XIX y XX, que aporta información novedosa sobre aspectos ignorados o desconocidos de esta comunidad que (y éste es otro de sus planteos fuertes) nunca dejó de estar presente en la vida social argentina por más peso relativo demográfico que haya ido perdiendo con el paso del tiempo. Pero este recorrido que nos muestra la evolución de la ciudad de Buenos Aires, su gente, sus personajes históricos, su desarrollo urbano, su arte y sus costumbres, todo eso a la par de los acontecimientos políticos y la historia de las ideas, puede generarle a un lector no tan convencido a priori de la pertinencia de este tipo de crítica de fondo al proyecto liberal argentino la sensación de que, al menos dentro de las páginas de este libro, no hay escapatoria alguna.
Nadie podría discutir el racismo desembozado de autores como José Ingenieros, José María Ramos Mejía u otros adherentes al positivismo científico de principios del siglo XX.
Porque desde luego que nadie podría discutir el racismo desembozado de autores como José Ingenieros, José María Ramos Mejía u otros adherentes al positivismo científico de principios del siglo XX, o los vaivenes doctrinarios de Sarmiento con sus planteos de civilización y barbarie, o las representaciones literarias de los negros en obras canónicas de nuestra literatura, como en El matadero, de Esteban Echeverría, o en Amalia, de José Mármol. Tampoco tiene sentido negar el peso discursivo de los diarios y revistas que ganaron masividad coincidiendo con los años de mayor fama de Raúl Grigera, de la segunda década del siglo pasado en adelante, y mucho menos se puede soslayar la importancia institucional de la ideología oficial que bajó del Estado en el período de estudio. En todo caso, lo que persiste es la sensación de que ni todo eso junto alcanza para justificar el fatalismo que se le adjudica a Raúl: el relato de ese intento rebelde y orgulloso por vivir la propia vida que la autora le adjudica a su personaje está condenado de antemano a sucumbir por las narrativas que operan en su contra. La aventura de vivir se convierte en el resultado puesto de una sobre-narración. La vida de Raúl tal como fue, la realidad de los afroporteños y el valor de sus propias opiniones, decisiones y estrategias, todo eso queda relegado a un segundo plano, a una excusa para una contra-narrativa que en estos últimos años ha ganado un peso institucional notable, no tan lejos incluso de convertirse en una nueva hegemonía.
Del mismo modo, no hace falta pecar de ingenuidad y creer que con la libertad de vientres de la Asamblea del año XIII y con la abolición de la esclavitud decretada por la Constitución de 1853 (y reafirmada luego en 1860 con la incorporación definitiva de Buenos Aires a la Confederación) se terminaron instantáneamente los problemas para los afroargentinos, pero sucede que el peso institucional de aquellas decisiones se relativiza y se empequeñece en la comparación que hace Leyenda negra con los discursos estatales posteriores a Caseros. Leemos entonces que la comunidad afroporteña no dudó en muchos casos en plegarse a un proceso de asimilación a los valores dominantes sin ningún tipo de garantía o contraprestación significativa a cambio del abandono de la propia identidad afro. Es decir, que las connotaciones racistas de los discursos dominantes no alcanzaban a ser compensados por el hecho de que los afroporteños podían ejercer sus derechos civiles, incluido desde luego el del voto, que sus títulos de propiedad eran respetados y que contaban con acceso formal a los servicios esenciales del Estado (educación, salud, seguridad, justicia), al menos con aquellos mismos que otros sectores sociales populares (criollos o inmigrantes) a los que fueron asimilados en su época. En todo caso, los límites del ascenso social rondaron los de una incipiente clase media que empezaba a formarse y tomar conciencia de sí. Puesto en perspectiva histórica, aquel panorama no parece inadecuado en términos de lo posible para la época, pero sucede que en Leyenda negra la importancia de lo simbólico supera siempre a ese criterio de lo posible, planteando en cambio un ideal de lo deseable formulado en términos que distan de ser precisos.
Toda aquella “vibración”, un panorama social novedoso y oculto hasta ahora para los lectores, parece volverse irrelevante ante la figura contracultural de Raúl.
Para decirlo de otro modo: si aquellos afroargentinos que hacia fines del siglo XIX eran parte de una “comunidad vibrante”, con una vida social y cultural destacable que se veía reflejada en periódicos y asociación de protección y fomento propias, con conciencia de la propia identidad y con discusiones internas en las que se planteaban distintas formas de actuar frente a la realidad social que los veía con un protagonismo cada vez más disminuido por la avalancha inmigratoria; si aquellas expresiones culturales, como la música de raíces africanas que se expresó en los candombes y milongas que influyeron en la formación del tango antes de su “blanqueamiento” y adopción como música ciudadana “oficial”, o también las actividades intelectuales que se expresaron en aquellos periódicos comunitarios y que, desaparecidos estos, no se explica con claridad dónde o cómo pasaron a ser ejercidas; en fin, toda aquella “vibración”, un panorama social novedoso y oculto hasta ahora para los lectores, parece volverse irrelevante ante la figura contracultural de Raúl. Más allá de su fama y de los testimonios históricos, ¿por qué es Raúl el ejemplo de la negritud deseable en los términos actuales, qué hace que su vida sea más interesante que la de su padre, el organista y candombero que había sofocado su identidad en busca de la respetabilidad, o la de su hermano, que optó por seguir los pasos de su padre y someterse al “blanqueamiento” del anonimato o la intrascendencia, más que a cualquier otro tipo de asimilación?
En Leyenda negra, de Raúl tenemos esa tensión entre su condición de víctima de su época (podríamos apuntar con cinismo que no fueron ni Ingenieros ni Ramos Mejía quienes lo metieron en un reformatorio a los 18 años, sino su propio padre) y su condición de rebelde, de negro autoconciente, que si no alcanza a gritar “I´m black and I´m proud” es porque se presume que no sabía inglés. En cualquier caso, los términos positivos con los que se asocia la negritud de Raúl en este libro son apenas un puñado: “bello”, “sensual”, “orgulloso”, “vibrante”. La estatura o la manera de justipreciar en algún tipo de escala comparable todo este bagaje de valores que no dependen tampoco estrictamente de la raza como concepto étnico, genético o geográfico, que parecen ser construcciones culturales maleables —aunque a la vez inaccesibles para todo aquel que sea visible y corporalmente blanco—, se me escapa por completo.
En cualquier caso, no podemos dejar de observar que, de acuerdo a los términos planteados aquí, a los afroargentinos en general y a Raúl en particular, les resultó imposible eludir su condición de víctimas. De la esclavitud, desde luego, como estigma imborrable e irredimible para el proyecto liberal. Pero también de los procesos de liberación opacados por el racismo subyacente en los discursos antirrosistas y sus sucesores. Víctimas también cuando luego la Generación del ’80 procedió a la “desmarcación racial” o “blanqueamiento”, víctimas por asimilación voluntaria o forzada. Víctimas también cuando el positivismo científico los asoció con la etiqueta de “degenerados”, víctimas cuando la oligarquía aceptó la ampliación de los derechos electorales con la Ley Sáenz Peña y víctimas también cuando aquella misma ley llevó al poder al radicalismo y víctimas también cuando éste cayó en 1930. Un destino irrevocable.
Ya son las 23:52 del sábado y no creo que vaya a quedar muy conforme con el resultado de esta reseña. Pero en fin, esto que ahora voy a tratar de revisar y corregir todo lo que se pueda fue la nota posible, no la ideal.
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