PATRICIA BRECCIA
Domingo

La memoria obligatoria

La propuesta kirchnerista de una ley anti-negacionismo tiene como objetivo retener la hegemonía del discurso sobre los '70. Pero es una mala idea. Aun si tuviera buenas intenciones.

El lunes Cristina Kirchner volvió con la propuesta de una ley para penalizar el negacionismo. Fue en el acto realizado en Aeroparque con motivo de la compra por parte del Estado nacional de un avión que había sido usado para los vuelos de la muerte. No es la primera vez que se plantea algo parecido. En 2017 la Legislatura bonaerense sancionó una ley que establecía la incorporación obligatoria del término “Dictadura Cívico-Militar” y el número de 30.000 junto a la expresión “desaparecidos” en todas las publicaciones oficiales de la Provincia de Buenos Aires, cada vez que se hiciera referencia al “accionar genocida en nuestro país, durante el 24 de marzo de 1976 al 9 de diciembre de 1983”. La norma fue promulgada por la entonces gobernadora María Eugenia Vidal en el contexto de la polémica generada por el fallo de la Corte Suprema aprobando el uso del 2 x 1 en un caso de lesa humanidad. No era estrictamente una ley para penalizar discursos que nieguen o minimicen los crímenes de la dictadura, sino que funcionó más en términos simbólicos, como forma de ejercer presión en su momento frente a declaraciones de funcionarios del macrismo que ponían en duda la cifra de 30.000 desaparecidos. Pero no me parece menor que se la haya llamado “ley anti-negacionista”. Las propuestas que pretendían revisar la cifra postulada de 30.000 fueron siempre razón suficiente para sostener acusaciones de negacionismo.

La discusión respecto a la cantidad de desaparecidos es inconducente. No porque la cantidad sea irrelevante. No estoy de acuerdo con la idea de que es lo mismo si fueron 8.000 que si fueron 30.000. El tamaño del horror se debe medir por las características criminales del plan sistemático de eliminación de personas, pero también por la cantidad de los crímenes cometidos. La abundancia de casos probados es una de las pruebas más contundentes de la monstruosidad del plan de exterminio. No es lo mismo hacer desaparecer 8.000 personas que hacer desaparecer 30.000. Pero es evidente, más allá de que casi nadie duda de que se trató de un plan sistemático masivo, que la propia modalidad clandestina del terrorismo de estado y el silencio persistente de los perpetradores a lo largo de los años no han permitido llegar a cifras precisas.

El problema no es que haya diferencias en las formas de calcular la cantidad de víctimas, sino que el tema se disputa en términos ideológicos o partidarios.

El problema no es que haya diferencias en las formas de calcular la cantidad de víctimas, sino que el tema se disputa en términos ideológicos o partidarios, cuando debería ser una cuestión a resolver a partir de las investigaciones históricas. La voluntad de proponer un número menor a 30.000 a partir de la base de datos ofrecida por la Conadep, o cualquier otra fuente más o menos confiable, no debería ser motivo de la acusación de negacionismo, pero también es evidente que se trata de una falacia, porque esa información es muy posible que no sea completa. Al mismo tiempo, resulta caprichosa e inmovilizante la postulación de los 30.000 si se la plantea como dato histórico sin lugar a una posible revisión.

Martín Kohan, en este debate con Darío Lopérfido, propone que “la cifra de 30.000 es abierta, es una interpelación al Estado, es una exigencia de respuesta”. El argumento de Kohan parece sólido, porque pone acento en el carácter clandestino de la represión ilegal: “no tenemos muertos, tenemos desaparecidos”. Sin embargo, implica una falacia no menor a la que se ampara en supuestos datos concretos que proponen una cantidad más baja. Lo que no parece ver Kohan es que no es cierto que la postulación de la cifra de 30.000 en el discurso público se proponga como una aspiración simbólica de reclamo de verdad, sino que está instalada como un dato congelado e indiscutible, lo que ha llevado a que se acuse de negacionista a cualquiera que quiera revisarla o ponerla en duda. El propio Kohan, en otra entrevista, ha dicho que “el que ajusta de 30.000 a 8.000, o la sola apertura de esa discusión, incurre a mi criterio en una canallada”. Al contrario de lo que sugiere Kohan, la cifra de 30.000 se ha impuesto como una verdad fáctica irrefutable. Es un evidente redondeo, pero que busca aproximarse a un número cercano a la verdad. En este contexto, todas las propuestas que arriesguen una cifra menor se leen como una minimización del terrorismo de estado, sin poder diferenciar las que verdaderamente tienen esa intención y las que apuntan a continuar un relevamiento que aporte mayor precisión histórica.

Hecha la ley

Rápida para los mandados, dos días después de las declaraciones de Cristina Kirchner, la diputada nacional por Jujuy Carolina Moisés presentó un proyecto de ley para penalizar el negacionismo. Es muy posible que el proyecto quede en la nada, tal como ya sucedió con otros intentos previos. Pero igual resulta preocupante la insistencia con una propuesta de ley que sería al mismo tiempo ineficaz, peligrosa y de dudosa legalidad. Una ley que prohibiera la expresión de ciertas ideas, porque consideramos que atentan contra un consenso democrático, aun cuando le atribuyamos la mejor de las intenciones, no traería de ninguna manera una disminución de dichas manifestaciones públicas indeseadas. Incluso podría ocurrir lo contrario, como forma de reacción frente a una norma que limita peligrosamente con la supresión de la libertad de expresión.

Por otro lado, como sucede en este tipo de propuestas a las que es muy afín el kirchnerismo, resulta muy difícil delimitar los delitos vinculados a la emisión de opiniones, existiendo el riesgo de que sean utilizadas con una lógica facciosa. Es muy posible que la voluntad de penalizar discursos que se consideran como antidemocráticos, se convierta paradójicamente en una acción con una lógica fascista, un método de control de la opinión pública y una policía del lenguaje. Pero aun en el supuesto, casi imposible, de que la norma se ejecute con imparcialidad y buenas intenciones; aun en el caso de que sirviera para identificar y castigar explícitas e inequívocas manifestaciones de negacionismo; aun así se trataría de una ley inapropiada.

En Argentina, donde las políticas de la memoria han sido apropiadas con una lógica facciosa, una ley como esta se convertiría posiblemente en un instrumento totalitario.

Defender la libertad de opinión, incluso la libertad para sostener aberraciones históricas u opiniones en disidencia con el consenso democrático y con lo que ya ha sido probado por la justicia es una buena manera de recordar que hubo una época oscura en la que había cosas que no se podían decir, que la palabra estaba bajo la tutela de un estado policial que perseguía y mataba para impedir que ciertas ideas se manifestaran libremente. En un país como la Argentina, en el que las políticas de la memoria han sido apropiadas con una lógica facciosa que se arroga el monopolio de la verdad y la corrección del lenguaje, una ley como esta se convertiría muy posiblemente en un instrumento totalitario.

En 2021 la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación publicó un cuadernillo de 128 páginas dedicado al tema del negacionismo. Tuvo casi nula difusión, pero resulta interesante para entender de qué se está hablando cuando se habla de negacionismo y cuáles son las argumentaciones teóricas que sostienen esta clasificación. Como ya se dijo, la discusión de la cifra de 30.000 ya motiva la acusación. Las otras dos conductas que más se le asocian son la memoria de los muertos por acciones guerrilleras y las denuncias por violaciones al principio de igualdad ante la ley en los juicios por crímenes de lesa humanidad.

En cuanto a lo primero, el juez Daniel Rafecas sostiene que el reclamo de verdad y justicia respecto a los crímenes cometidos por miembros de las organizaciones armadas tiene como único objetivo la relativización del genocidio perpetrado por la dictadura. No puede aceptar que las luchas por visibilizar los crímenes de la guerrilla puedan tener un afán reparador y de justicia. Las víctimas de acciones violentas de la guerrilla, sobre todo las víctimas civiles, son tal vez el más grande tabú de nuestra historia reciente. Las organizaciones armadas han asesinado policías, políticos, militares, soldados conscriptos, empresarios, sindicalistas, militantes propios acusados de traidores. Han matado incluso a niños. Esas muertes dejaron un tendal de dolor, impotencia y sensación de impunidad. Son heridas que no cicatrizaron, en gran parte porque son muertes invisibilizadas, vergonzosas, negadas por el Estado. Los que las nombran, increíblemente, pareciera que deben pedir perdón.

Hay muchas cosas para criticarle a Victoria Villarruel, pero su tarea al frente del Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas (CELTyV), clasificando y denunciando esas muertes, ha sido importante. ¿Desde qué lógica puede argumentarse que su lucha por un reconocimiento histórico y legal de las víctimas de asesinatos políticos se considere un acto de negacionismo? Rafecas propone, sin una lógica sostenible, que es inadmisible cualquier tipo de condena (aunque sea moral o social) contra las organizaciones armadas, ya que se trata de sectores que fueron fuertemente diezmados por el terrorismo de estado a través de asesinatos, desapariciones, torturas o exilios. ¿Es posible, se pregunta Rafecas, sostener un discurso de acusación a los miembros de las organizaciones armadas si la mayor parte de ellos fueron exterminados ilegalmente y los que sobrevivieron sufrieron torturas o exilios? Según Rafecas, el carácter de víctimas los releva de su carácter de victimarios. Es una argumentación al menos curiosa.

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El sociólogo Daniel Feierstein, respecto a lo que él llama “el procedimiento de equiparación de violencias”, ofrece una mirada audaz. Propone dejar de usar los conceptos clásicos para nombrar los crímenes de la dictadura: “terrorismo de Estado” y “crímenes de lesa humanidad”. Sugiere reemplazarlos definitivamente por el término “genocidio”. Sostiene que si decimos que hubo un “terrorismo de Estado” quiere decir además que hubo otros terrorismos. Pero para Feierstein, la insurgencia de las organizaciones armadas en Argentina no fue terrorista, porque no hubo acciones terroristas sino acciones violentas puntuales de resistencia armada: “Su sentido, su lógica, sus efectos políticos, su evaluación ética, requieren muchas discusiones, pero no la del terrorismo”. Su argumentación se basa en la idea de que el terrorismo implica acciones de violencia indiscriminadas contra alguien en particular.

Parece una conceptualización un poco sesgada, pero es interesante porque explicita la idea de que las acciones violentas cometidas por la guerrilla entrarían en una categoría excepcional de violencia, lo que lleva a condicionar todo posible juicio moral o judicial. Por otra parte, al plantear las acciones de la dictadura como un genocidio propone una diferencia cualitativa respecto a la violencia de las organizaciones armadas que no es la habitual. La diferencia no pasa ya sólo por el hecho de que los crímenes se cometieron desde el Estado, sino porque los objetivos estratégicos del uso de la violencia fueron de distinto orden. Para Feierstein, las violaciones a los derechos humanos de la dictadura son más graves porque se cometieron en nombre de un plan político e ideológico de destrucción de un enemigo determinado. Por eso, se trataría de un genocidio y no de simples crímenes o delitos, ni tampoco de actos terroristas.

Feierstein se refiere también a los cuestionamientos a los juicios por crímenes de lesa humanidad. Sostiene que se ha dado un proceso de victimización de los perpetradores. Según su punto de vista, los reclamos por las condiciones de detención, las exigencias de garantías procesales y los planteos a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, entre otras acciones, sólo tienen como objetivo poner a los genocidas en el lugar de víctimas, para relativizar su lugar de victimarios. Feierstein dice que no tienen derecho a ser protegidos por las garantías que rigen a todo ciudadano, ya que ellos ejercieron el aparato punitivo estatal con la mayor violencia en toda la historia argentina. Una lógica de Ley del Talión que va en contra de cualquier tradición democrática.

Retener la hegemonía

Al contrario de lo que sugieren los que proponen leyes contra el negacionismo, o los que redactan largos párrafos para denunciarlo, no creo que vivamos una época de auge de discursos que nieguen o minimicen el terrorismo de estado. El consenso acerca de un plan criminal y sistemático de exterminio sigue en pie. Es un consenso que nunca fue absoluto pero que se mantuvo firme desde el Nunca Más y el Juicio a las Juntas. En todo caso, lo que es una novedad es el cuestionamiento sobre algunos usos indebidos de la memoria.

Los que recuerdan a las víctimas de la guerrilla no niegan el terrorismo de estado; en todo caso hacen una interpretación distinta de las causas que llevaron a ese terrorismo. Hacer una crítica de las responsabilidades de las organizaciones armadas en la tragedia de los ’70 no sólo no es negacionismo, sino que se trata de una cuenta todavía pendiente en la revisión de la verdad histórica. Ni siquiera los propios perpetradores han negado sus crímenes, sino que los han justificado amparándose en la idea de la “guerra contra la subversión”. Es una justificación cínica e inconsistente, pero no es una negación.

Existen discursos que definitivamente niegan la existencia de un plan criminal por parte de la dictadura, otros que pretenden minimizar su gravedad o que justifican el horror. Pero se trata de manifestaciones marginales, escondidas en mensajes anónimos en las redes o en irrelevantes foros de discusión en internet. Una ley como la que propone la diputada jujeña sirve sólo para darle entidad a un fenómeno inexistente. En este contexto, la insistencia en plantear un escenario negacionista sólo puede leerse como la voluntad de retener la hegemonía de cierto discurso sobre la memoria de los años ’70 en detrimento de otros posibles.

 

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Juan Villegas

Director de cine y crítico. Forma parte del consejo de dirección de Revista de Cine. Publicó tres libros: Humor y melancolía, sobre Peter Bogdanovich (junto a Hernán Schell), Una estética del pudor, sobre Raúl Berón, y Diario de la grieta.

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