BERNARDO ERLICH
Domingo

El héroe solitario, la libertad
y la balanza (II)

Seguimos comentando 'Contra la corriente', el nuevo libro de Federico Morgenstern. Esta vez con una lectura crítica.

Contra la corriente
Federico Morgenstern
Editorial Ariel, 2024
384 páginas, $25.900

(Nuestro primer comentario sobre el libro lo escribió Gustavo Noriega hace dos semanas.)

En las líneas que siguen, quisiera avanzar algunos comentarios sobre Contra la corriente, el libro recientemente publicado por Federico Morgenstern. Confieso desde el comienzo que tomaré al libro como excusa para reflexionar sobre temas de teoría jurídica de primera importancia. Me refiero a cuestiones relativas a cómo debe interpretarse el derecho (¿de acuerdo a principios estrictos o –como señala irónicamente Morgenstern– conforme a “la cara del cliente”?); discusiones relacionadas con el modo en que pensamos las garantías penales (¿deben aplicarse a condenados por crímenes de lesa humanidad, como en el caso de la prisión domiciliaria?); y disputas sobre los vínculos entre “derecho y moral” (por ejemplo: ¿“moralizamos” indebidamente al derecho cuando pedimos –como ocurrió en el caso “Muiña”– que un condenado por crímenes de lesa humanidad no se beneficie por una norma que en apariencia no abarcaba a ese tipo de delitos y que rigió apenas meses, cuando él se encontraba prófugo?). Al tomar al libro como excusa para discutir sobre estos temas, estoy seguro, no estaré siendo injusto con el autor, que en buena medida hace lo mismo con Jaime Malamud Goti: es su excusa perfecta –tal como confiesa al comienzo de su obra– para “ajustar cuentas” con el “pasado y presente” del derecho argentino.

Antes de abordar críticamente al libro, permítanme elogiar el emprendimiento y los logros del autor. Estas serán, como otras veces, loas que precederán a (loas que anuncian) una serie de críticas. Me interesará decir, en particular, que la línea de argumentos principales que presenta el libro se basa en la descalificación de las posiciones que se le oponen, y la presentación de los “adversarios teóricos” en su peor o más absurda versión imaginable. En todo caso, aclaro, los elogios que quiero ofrecer para la obra y para Federico Morgenstern (un colega y exalumno a quien aprecio y respeto) son por completo genuinos. A favor del libro, y de quien lo escribe, quiero decir que se trata de un texto muy bien escrito, ameno, muy divertido (con vocación de excéntrico), que gira especialmente en torno a una figura excepcional que no ha conseguido el reconocimiento público que su obra y acción pública (a veces heroica) sin dudas ameritan: Jaime Malamud Goti. Jaime –también un querido y admirado colega– desempeñó (junto con Carlos Nino, Genaro Carrió, Eduardo Rabossi y Martín Farrell, entre otros) un papel decisivo en las primeras discusiones jurídicas de la transición democrática. Fue, sobre todo, una figura central en la arquitectura jurídica del Juicio a las Juntas, el logro más importante, emocionante y digno de la perturbadora historia jurídica argentina. Por esta sola razón –por la reivindicación que hace de Jaime–, el libro resulta valioso y digno de toda nuestra atención. En cualquier caso, en lo que sigue me ocuparé de examinar sólo algunos de los muchos e importantes hilos que el libro presenta y deja tendidos para que retomemos.

 

1. ¿Principios neutrales?

Si el sujeto que recorre la obra es Malamud Goti, un tema que la unifica parece ser el de la aplicación estricta o “neutral” del derecho, un compromiso que Morgenstern sostiene en modo polémico, políticamente incorrecto, y en directa confrontación con lo que dicen (o les hace decir a) muchos de sus colegas. Morgenstern batalla ferozmente, en su libro, contra una visión alternativa del derecho, conforme con la cual “la identidad de los litigantes” –y no la letra de la ley– aparece como la “variable decisiva” a la hora de pensar sobre las sentencias judiciales. De acuerdo con esta postura alternativa, el derecho aplicable aparece apoyado en “consideraciones construidas exclusivamente en función del resultado deseado”.

Para que se entienda, esta visión, en la Argentina, aceptaría renunciar a los principios y garantías básicos del derecho liberal, si quienes son juzgados formaron parte del Proceso de Reorganización Nacional (por ejemplo, no les concedería la prisión domiciliaria aunque tuvieran la edad para reclamarla; o los mantendría en el encierro, aunque lleven años como procesados sin condena). En el sostén de estas posturas, y por el modo en que lo hace, Morgenstern se alinea con las posiciones defendidas por Andrés Rosler, uno de sus mentores y principales referencias académicas. Con Rosler, la obra de Morgenstern muestra notables coincidencias de fondo –las (saludables) obsesiones académicas que ambos comparten– y de forma: una vocación por incluir algún chiste culto o adelantar comentarios políticamente incorrectos que, en ocasiones, parece primar sobre la discusión del argumento sustantivo que presentan.

¿Por qué puede decirse que la línea ácida que define al libro resulta fundamentalmente implausible?

En lo personal, no coincido en absoluto con los contenidos del argumento teórico que recorre el libro (ni con los modos, más bien agresivos, en que se lo defiende). En todo caso, ¿por qué puede decirse que la línea ácida que define al libro –la crítica a la visión que piensa el derecho de acuerdo con “la cara del cliente”– resulta fundamentalmente implausible? Las razones son múltiples, comenzando por el modo en que el autor reconstruye las posiciones que va a criticar. A dicha reconstrucción le resulta aplicable el mismo tipo de críticas que Morgenstern le dedica a la posición que objeta. Se advierten ahí “consideraciones construidas exclusivamente en función del resultado deseado”.

En efecto, debiera ser obvio para cualquier lector (digamos así, neutral) que la posición que se critica en el libro –hacer derecho de acuerdo con “la cara del cliente”– resulta palmariamente indefendible: ¿quién podría argumentar públicamente en favor de algo parecido a ello? ¿Conocemos realmente a autores dispuestos a sostener una torpeza o enormidad semejante? Este solo dato debería constituir un llamado de atención para quienes pretenden leer el libro de Federico con la mejor buena fe posible. Buena parte de la argumentación que presenta Contra la corriente (un libro que hace y discute muchas cosas) se basa en la “construcción de un enemigo de paja”, precisamente “en función del resultado deseado”.

Una victoria fácil

Frente a la posición (ridícula, insostenible, y de hecho no sostenida por nadie) de quien propondría que el derecho se oriente “conforme a la cara del cliente”, Morgenstern presenta como correcta (“ganadora”) a la postura propia (o la de Rosler, o la del juez Rosenkrantz): una victoria demasiado fácil. Al respecto, Federico toma como modelo a la posición que defendiera Herbert Wechsler, en Estados Unidos –una postura que Wechsler desarrollara en polémica contra la result-oriented jurisprudence (la que se define conforme al resultado que pretende alcanzar). Para Wechsler, el test que debía aplicarse en la resolución de los casos era el de los “principios neutrales”. La pregunta clave, al respecto, es si el juez aplicaría el mismo principio si las personas beneficiadas por su decisión fueran otras, que le generan desagrado político o moral. Tratando de ser consecuente con el principio enunciado, Wechsler se hizo famoso (y ganó atractivo para el iconoclasta Morgenstern) criticando el fallo más elogiado en la historia de la jurisprudencia norteamericana: el fallo que terminó con la segregación racial en las escuelas (Brown v. Board of Education, 1952-1954), al que considera inconsistente y producto del mero deseo de los jueces de alcanzar dicho resultado (igualitario). Wechsler sostuvo entonces que no podía identificar, en el célebre fallo, cuál era el “principio neutral” igualmente aplicable a “un Negro o a un segregacionista”.

Dicho lo anterior, y sin pretensión de refutar la teoría de Wechsler (que apenas he presentado), apunto algunas ideas, sólo para comprender mejor el debate en juego. Primero: la idea de que no es posible o no es fácil encontrar un “principio neutral” aplicable a una decisión como Brown es curiosa, apenas se la piensa un poco. Son muchos los “principios neutrales” que, bajo reflexión, se nos aparecen enseguida. Para citar solamente algunas propuestas conocidas, el profesor Louis Pollak sugirió un principio del tipo No majority race should subjugate a minority race. Ronald Dworkin (a quien el juez Learned Hand contratara para discutir, justamente, su “Holmes Lecture” sobre Brown) pudo sugerir un principio diferente: “Todas las personas deben ser tratadas con igual consideración y respeto”. Esto es decir –contra Wechsler o Morgenstern–, que parece perfectamente posible subsumir Brown bajo un “principio neutral”. Segundo, y lo que resulta más importante: la breve consideración anterior sugiere un problema más estructural o de fondo, que afecta a la teoría de Wechsler y explica en buena medida su pérdida de fuerza y su caída en desuso. Parece haber “principios neutrales” para todos los gustos (lo cual no es un argumento en contra, sino a favor, de los principios “con contenido moral”). Decir, entonces, que una cierta decisión jurídica se ajusta (o no) a un “principio neutral” implica, finalmente, decir demasiado poco. 

 

2. ¿El derecho “conforme a la cara del cliente”?

Frente a la aproximación teórica que defiende Morgenstern (la en su momento interesante, pero hoy pálida y alicaída, teoría de Wechsler), nuestro autor presenta a la que define como su contracara, esto es, la postura de Stanley Fish. Fish es un profesor de teoría literaria, posmoderno, seguramente muy valorado por sus estudiantes y seguidores pero a quien ningún juez ha tomado jamás en serio, y que resulta completamente marginal dentro de la teoría jurídica contemporánea.

De acuerdo con Morgenstern, para Fish “lo que cuentan son los compromisos morales”. Fish se quejaría porque –sigo citando a Federico– “los argumentos basados en principios llevan a resultados horribles” (sic) y “se hacen cosas malas” en su nombre (sic), cosas “contrarias a la agenda del liberalismo” (ibid.). Me pregunto: ¿qué puede explicar la necesidad de colocar en “el centro del ring” a un profesor de literatura, marginal en el derecho, a la hora de ilustrar las inconsistencias de la teoría que se critica? ¿Qué sentido tiene, por lo demás, recuperar de ese modo una postura como la de Fish, que –conforme a la curiosa reconstrucción de Morgenstern– propondría dejar de lado a los principios fundamentales del derecho porque generan resultados “horribles” y “cosas malas”? ¿Qué explica dicha actitud, sino la vocación de obtener una victoria fácil, ridiculizando al “enemigo”? 

Ahora bien, lo que le interesa a Morgenstern es intervenir en la discusión política-jurídica argentina, para “ajustar cuentas” contra algunos colegas que intervinimos en algunos debates particulares: especialmente los relacionados con “la segunda oleada de los juicios de lesa humanidad”. En este punto, Morgenstern se muestra molesto con quienes adoptaron posturas diferentes de la suya (o la de Rosenkrantz, o la de Rosler, o en parte a las del propio Jaime). En particular, aparece llamativamente irritado frente a posiciones tomadas en los temas de lesa humanidad por algunos ex miembros del grupo de asesores que trabajara con Nino (menciona a mis amigos Marcelo Alegre, Hernán Gullco y Roberto Saba y a mí mismo). El problema se habría originado por las críticas que todos nosotros hicimos a la decisión de la Corte en el caso Muiña, de 2017, cuando el tribunal aplicó el principio liberal de la ley más benigna –en este caso la ley “2 x 1”–, desde nuestro punto de vista incorrectamente, en un caso de lesa humanidad. 

Federico identifica mi visión en la materia como paradigmática de la de quienes, en la Argentina, hacen derecho ‘mirando la cara del cliente’.

Dejando de lado las inaceptables provocaciones que formula el autor, y que ninguno de mis amigos merece, voy a centrarme brevemente en la disputa que el autor encara conmigo. Según parece, Federico identifica mi visión en la materia como paradigmática de la de quienes, en la Argentina, hacen derecho “mirando la cara del cliente”. De manera especial, se aferra, en su crítica a mi postura, a un texto que escribí hace muchos años, primero en mi blog, y en donde hablaba, entre otros temas, de “el test de la mirada” que Morgenstern describe de un modo desopilante y que genera miedo de solo leerlo. Conforme al test que propongo, según la curiosa reconstrucción de Federico, “las garantías penales quedarían supeditadas a que los acusados puedan ver a los ojos al resto de la sociedad para convencerla de que son merecedoras de esas garantías”. Contra mi postura así descripta, Morgenstern sostiene que el derecho debe “procurar la consistencia y evitar el doble estándar” que aparece cuando “se condena a un oponente por hacer o decir algo que sería excusado o aprobado” si lo hubiera hecho un “amigo o aliado”.

La discusión que se abre en este punto –que me afecta directamente– es amplísima, pero aquí me contentaré con marcar unas pocas cuestiones que espero nos permitan hablar de los asuntos en juego en términos más generales. Lo primero que marcaría es que su reconstrucción de una postura como la mía reproduce el problema que ya habíamos detectado en su obra, en relación con su presentación de la posición con la que rivaliza (el “derecho según la cara del cliente”) o en su resumen de una postura como la de Stanley Fish (“estoy en contra los principios legales, porque generan resultados horribles y producen cosas malas”). Quiero decir, ante todo: no se puede hacer derecho o crítica teórica presentando al rival en su versión más implausible o ridícula.

En segundo lugar, yo, como tantos críticos de “Muiña”, no objetamos el fallo de manera inconsistente y a partir de un “doble estándar” (“no nos gustó porque favorecieron a un represor”). En lo personal, hace décadas que defiendo posiciones principistas y garantistas al extremo en la materia (y por ello muy polémicas). Por partir de donde parto, no he estado nunca de acuerdo con la negación de la prisión domiciliaria para los represores a quienes, por su edad, les corresponde dicho beneficio; ni me ha parecido jamás permisible el mantenimiento en prisión de personas procesadas pero sin condena; o me he pronunciado por el valor de las comisiones de verdad; o he criticado –para todos los casos, sin excepción– la privación de libertad como “primera y común respuesta” del derecho. Quiero decir, la crítica de Morgenstern en la materia (según la cual personas como yo mantenemos un doble estándar) es por completo falsa: a mi pesar, defiendo cotidianamente posiciones controvertidas, que generan respuestas agresivas hacia lo que digo desde los más diversos ángulos del espectro político.

Se trata, más bien, de una disputa entre garantistas que leen el derecho de modo diferente, a partir de los razonables desacuerdos que los separan.

En tercer lugar (algo que me resulta notable y llamativo), el texto en el que se basa Morgenstern para criticarme (el del “test de la mirada”) argumenta explícitamente contra los operadores jurídicos que recurren a artilugios interpretativos para hacerle decir al derecho aquello que tienen ganas de que el derecho diga. Esto es: como prefiere Morgenstern, el objeto de mi crítica son las interpretaciones cualunquistas o cínicas del derecho. Por lo tanto, la crítica de Morgenstern equivoca radicalmente su blanco cuando me ataca por no hacer lo que explícitamente hago; o me acusa por hacer lo que rechazo que se haga.

En cuarto lugar, y lo que es más importante, la crítica que hicimos a un fallo como el de “Muiña”, lejos de basarse en la mera preferencia por obtener un resultado determinado (result-oriented jurisprudence), se afirma en una postura garantista y principista, basada en una teoría interpretativa razonable que, simplemente, es distinta de la que afirma Federico. Quiero decir: la disputa en juego no es una que sitúa, por un lado, a “garantistas” que pretenden aplicar el derecho de modo estricto “caiga quien caiga” y, por el otro, a “salvajes” que quieren hacer trampas con el derecho para aplastar a sus enemigos. Se trata, más bien, de una disputa entre garantistas que leen el derecho de modo diferente, a partir de los razonables desacuerdos que los separan. Reconocer esto sería “tomar en serio la discusión,” y no sobrarla, de manera ofensiva o arrogante, para dejar a los rivales “cantando karaoke”. 

Un caso no obvio

Para el caso particular del fallo “Muiña,” me interesó sostener no que Muiña debía ser privado de los beneficios derivados de la vigencia del derecho penal liberal y la ley más benigna, sino que no era nada obvio que la persona del caso (no importa si era un represor o un monje que había cometido crímenes aberrantes) pudiera alegar en su favor una norma que rigió muy poco tiempo, mientras estaba prófugo de la justicia y regía una amnistía para los crímenes de lesa humanidad (lo cual nos permite reconocer que los legisladores dictaron el “2x1” sin reflexionar, naturalmente, sobre el impacto que podía tener en relación con los crímenes aberrantes de la dictadura). Quiero decir: el caso “Muiña” estaba lejos de tener una solución obvia. 

Por todo lo dicho, una conclusión como la que me atribuye Morgenstern, conforme con la cual las garantías constitucionales deben resultar –a mi criterio– dependientes de la capacidad del acusado de (mirarnos a los ojos y) convencernos de que las merece, es falsa (a sabiendas, diría), absurda y, por lo tanto, ofensiva: las garantías constitucionales son incondicionales y en todo caso el problema consiste en delimitar los alcances precisos de su extensión. La mala noticia, en todo caso, no es que el derecho liberal no rige, sino –simple y obviamente– que el derecho actúa y se aplica dentro de un marco social de desacuerdos, que nos obliga a pensar, precisar y justificar nuestras teorías interpretativas, en lugar de simplemente darlas por buenas. Morgenstern, en todo caso, y frente a sus críticos, adopta la estrategia del “lecho de Procusto”: asumiendo que quienes no pensamos como él tenemos determinada ideología repudiable, deduce entonces que debemos estar pensando lo que no pensamos; que defendemos resultados que repudiamos; y que desconocemos garantías que incondicionalmente reivindicamos: una pura “tontería en zancos”.

 

3. Sobre leyes y teorías interpretativas

El último giro que trajo la saga Muiña (giro interesantísimo, sobre el que he escrito, pero que aquí sólo mencionaré de modo breve) tiene que ver con la Ley interpretativa 27.362. Dicha norma fue aprobada de forma unánime (menos un voto) por el Congreso luego de una multitudinaria movilización popular, y dispuso la inaplicabilidad del cómputo del 2×1 a los crímenes de lesa humanidad. La ley fue seguida de una nueva decisión (razonable) de la Corte, en “Batalla” (con disidencia de Rosenkrantz), para revertir su decisión previa en “Muiña”. Para Morgenstern y su círculo, la resolución de todo ese proceso (críticas a “Muiña”, movilización popular, ley interpretativa aprobada de forma casi unánime, “Batalla” revirtiendo “Muiña”) representó un escándalo jurídico: “La muerte del derecho penal liberal en la Argentina”.

Desde mi punto de vista, lo ocurrido nos habla de una situación difícil y trágica, pero no de un horror jurídico que derivó en (algo así como) el fin del derecho penal liberal en la Argentina. Para comenzar por lo obvio: debe resultar claro para cualquiera, apenas mira a su alrededor, que nada de lo ocurrido desde entonces representó, de ninguna manera, el colapso del derecho penal liberal en la Argentina. Las garantías penales regían entonces y siguieron rigiendo desde entonces y ningún analista serio puede afirmar que “se terminó el Estado de derecho en la Argentina”. 

Morgenstern o Rosler parecen sostener, en cambio, la tesis de un “antes y un después” de “Muiña”. Permítaseme señalar, como nota al pie, que es curioso que Morgenstern se refiera al desmoronamiento del derecho penal liberal en la Argentina a partir de la discusión de un caso difícil y acotado, a la vez que celebra el coraje cívico y la “adultez” de Jaime Malamud Goti al redactar y propiciar la controvertida Ley de Obediencia Debida. Como dijera Nino en su momento, dicha ley implicó vulnerar gravemente el principio de igualdad ante la ley, reivindicando socialmente a quienes habían secuestrado y torturado. En todo caso, cabría señalar que, si en la Argentina hubo una quiebra grave del derecho penal liberal (una construcción del derecho a partir de “la cara del cliente”), fue a partir de esa ley de obediencia debida que –debe quedar claro– excedía indebidamente los compromisos anunciados en campaña por el presidente Alfonsín. Como se le criticó en los debates legislativos, la obediencia debida abarcó casos de secuestros extorsivos o torturas que se asumían originalmente excluidos de cualquier “obediencia razonable” o “esperada”: se trataba de excesos inaceptables y que la Ley de Obediencia Debida, a pesar de las limitaciones que establecía, todavía receptaba como “obediencias debidas”.

Se trataba de excesos inaceptables y que la Ley de Obediencia Debida, a pesar de las limitaciones que establecía, todavía receptaba como “obediencias debidas”.

Desde mi punto de vista, a partir de “Muiña” nos enfrentamos a una trágica cuestión interpretativa, propia de un caso muy difícil, y optamos por buscar la respuesta de un modo que, en principio, podemos considerar democrático y constitucional, esto es, recurriendo a todo nuestro aparato institucional, en sus máximos niveles (incluyendo al Congreso, que respondió de forma casi unánime, y a los tribunales, que incluyeron la intervención de la Corte, es decir, a su máxima instancia). En una democracia constitucional, dicha vía de respuesta –o, más bien, el procedimiento escogido para obtenerlo– resulta razonable y sensato: se trata del modo en que las democracias consolidadas buscan actuar, esto es, consultando a los órganos democráticos y habilitando la intervención de todos sus organismos de control.

Lo dicho nos refiere a (o torna visible) un último punto, que aquí meramente menciono, y que tiene que ver con las teorías interpretativas. El hecho es: lo admitamos o no, siempre recurrimos a teorías interpretativas para dar respuestas a los interrogantes y dudas jurídicas que se nos aparecen. Estamos interpretando el derecho cuando decimos “el problema se resuelve así porque es lo que dijo el constituyente”; o “esto es lo que había escrito Alberdi en su proyecto originario;” o “esto es lo que significa la expresión ‘más benigna’ según el diccionario”; o “esta es la conclusión a la que llega toda la doctrina comparada;” o “esto es lo que establece la Declaración de los Derechos Humanos”; o “esto es claramente inconstitucional, como se deduce de la rápida lectura que hago del artículo 18”. Cualquiera de estas afirmaciones nos compromete con una particular teoría interpretativa (originalista, del living tree, teleológica, de interpretación literal, etc.).

El mundo de la interpretación jurídica no se divide entre quienes nos proponemos interpretar el derecho y quienes simplemente “lo leen” y nos revelan su sentido “verdadero”. El mundo jurídico se divide, más bien, entre doctrinarios que sostienen teorías interpretativas diferentes. La teoría interpretativa por la que yo abogo tiene que ver con las concepciones “dialógicas” y sostiene que, ante los casos difíciles (cómo pensar el aborto, el matrimonio igualitario, las leyes del perdón), lo mejor que podemos hacer es (no votar simplemente, ni imponerle a nadie nuestra visión, sino) recurrir a un proceso de discusión colectiva, que incluya a la sociedad civil y a todo el aparato institucional y de controles del que disponemos. 

 

Concluyo volviendo al comienzo. Me interesó, en los párrafos anteriores, tomar la ocasión de la llegada de este nuevo libro de Federico Morgenstern (que celebro) para debatir sobre algunos de los muchos temas y las muchas cuestiones jurídicas fundamentales que plantea. Contra la corriente nos ayuda a revalorizar el enorme trabajo y los aportes realizados por un jurista algo olvidado como Jaime Malamud Goti; nos fuerza a repensar cuestiones fundamentales de teoría interpretativa; nos exige discutir sobre los modos en que pensamos sobre los casos difíciles en la Argentina (muy en especial, los relacionados con los juicios de lesa humanidad); nos sugiere volver a indagar en torno a las relaciones entre derecho, moral y política, etc. Por todas las razones anteriores, y más allá de las muchas críticas que me merece, quiero aplaudir la publicación de Contra la corriente.

 

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Roberto Gargarella

Sociólogo y jurista. Su libro más reciente es 'El derecho como una conversación entre iguales'.

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