IGNACIO LEDESMA
Domingo

Al Diablo, el beneficio de la ley

La reapertura de las causas contra Montoneros, propuesta por la vicepresidenta, estaría jurídicamente tan floja de papeles como lo estuvieron las de los represores hace 20 años.

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En otra boca, esta proposición sería católica”. Esto fue lo que La Sorbona adujo en 1656 para expulsar al teólogo Antoine Arnauld. Blaise Pascal, estupefacto, salió en su defensa: “Lo que es católico en los Padres, deviene hereje en Monsieur Arnauld; lo que era hereje en los semipelagianos, deviene ortodoxo en los escritos de los jesuitas; la tan antigua doctrina de San Agustín es una novedad insoportable”. La situación parece sacada del cuento de Borges «Los teólogos», si no es que en realidad fue al revés y Borges se inspiró en esta historia.

Hablando de Borges, la reacción de La Sorbona fue muy parecida a la respuesta que provocó en ciertos sectores el anuncio de la vicepresidente Victoria Villarruel de que se proponía reabrir las causas penales contra los Montoneros en aras de “justicia, verdad y reparación para las víctimas del terrorismo”. En efecto, no pocos parecen creer, al igual que la Sorbona, que: “En otra boca, esta proposición sería católica” (o kosher, si se quiere). A decir verdad, la reacción al proyecto de Villarruel no se debe exclusivamente a razones eclesiásticas, por así decirlo, sino que además se apoya en razones jurídicas. Por ejemplo: los actos cometidos por los Montoneros han prescripto debido a que no se trata de crímenes contra la humanidad, hay pronunciamientos con valor de cosa juzgada al respecto, los acusados fueron beneficiados por un indulto, etc.

En efecto, la jurisprudencia argentina se ha negado hasta ahora a considerar que los actos cometidos por organizaciones no estatales sean crímenes contra la humanidad. Sin embargo, la jurisprudencia siempre puede cambiar y, por más que respetemos la autoridad de las decisiones judiciales particularmente las de la Corte Suprema–, en el fondo dicho respeto se debe a que tenemos la expectativa de que las decisiones judiciales correspondan al derecho vigente en lugar de seguir a las preferencias o intereses de los propios jueces, para no hablar de la opinión pública, mayorías circunstanciales, etc.

Para saber cuánto derecho hay en la jurisprudencia actual de memoria, verdad y justicia, conviene detenerse en los argumentos de la decisión insignia de la política kirchnerista de derechos humanos: el fallo “Simón”.

Para saber entonces cuánto derecho hay en la jurisprudencia actual de memoria, verdad y justicia, conviene detenerse en los argumentos esgrimidos por los jueces en la decisión insignia de la política kirchnerista de los derechos humanos, es decir del fallo “Simón” de nuestro más alto tribunal, que el año que viene cumplirá 20 años. Se le atribuye a Otto von Bismarck la ocurrencia de que a quienes les gustan los chorizos y las leyes no deberían enterarse de cómo se hacen. Tal vez lo mismo se aplique a las sentencias.

Cabe recordar que se trata de la sentencia de la Corte que declaró constitucional la anulación por el Congreso de las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida, a la vez que declaró inconstitucionales a ambas leyes, lo cual permitió la reapertura de las causas; todo lo cual suele ser denominado como la segunda ola de juicios de lesa humanidad.

El resultado del partido fue una goleada histórica: Punitivismo 7 vs. Estado de derecho 1 (el noveno voto habría sido el de Augusto Belluscio si no se hubiera excusado). Los siete votos a favor del punitivismo correspondieron, en orden de aparición, a los jueces Enrique Petracchi, Antonio Boggiano, Juan Carlos Maqueda, Eugenio Zaffaroni, Elena Highton, Ricardo Lorenzetti y Carmen Argibay. El único voto en disidencia, el gol del honor a favor del Estado de derecho, fue el de Carlos Fayt.

Dado que se trata de un fallo de más de 300 páginas, tratar de analizarlo en unas líneas me recuerda el sketch de Monty Python en el que había que resumir los siete tomos de En busca del tiempo perdido de Proust en 15 segundos. Echemos un vistazo a los argumentos de los jueces.

Petracchi ‘è mobile’

El caso de Petracchi, quien en aquel entonces era el presidente de la Corte, es un muy vívido ejemplo de que la jurisprudencia puede cambiar. Así como en el caso “Camps” (1987) había sostenido la constitucionalidad de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, y en el fallo “Riveros” (1990) había convalidado el indulto a un militar, en “Simón” (2005) Petracchi lideró la carga bajo el estandarte de la inconstitucionalidad de las mismas leyes e indultos.

No puede sorprender entonces que Petracchi se refiera a “modificaciones fundamentales” en el derecho argentino para explicar su cambio de posición. En las célebres palabras de Pablo Neruda: “Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”. De hecho, el dictamen de la Procuración General en este mismo fallo había hecho referencia a que en Argentina la reforma constitucional de 1994 había dado lugar a lo que Bruce Ackerman llama “un nuevo momento constitucional”. Lo curioso es que cuando Ackerman habla de “momentos constitucionales” se refiere a los cambios constitucionales irregulares, pero se supone que la reforma de 1994 fue hecha conforme a derecho. Y habría que ver qué opinaría un liberal como Ackerman si se enterara de que algunos usan su teoría del nuevo momento constitucional para justificar la aplicación de leyes penales retroactivas más gravosas.

Para ilustrar la relevancia del principio de legalidad en el razonamiento jurídico, no hay nada mejor que un chiste que solía contar Norman Erlich y que también cuenta Mel Brooks en su participación en Comedians in Cars Getting Coffee, el show de Jerry Seinfeld en Netflix. Un judío se encuentra con otro por la calle y le dice: “Me enteré de que se quemó tu negocio”. El otro le responde: “No, callate. La semana que viene”. Si un Estado criminaliza un acto retroactivamente, está cometiendo un fraude al imperio de la ley.

En su tratado Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, el jurista italiano Luigi Ferrajoli con mucha razón sostiene que “en el derecho penal nunca se inventa nada nuevo”. Durante el juicio revolucionario (si se me permite la expresión) a Luis XVI de Francia, Jérôme Pétion de Villeneuve sostuvo que “ningún crimen puede quedar impune”, bastante antes de que el eslogan nullum crimen sine poena (ningún crimen sin castigo) reemplazara al viejo adagio liberal nullum crimen sine lege praevia (ningún crimen sin ley previa) y se convirtiera en el lema del derecho penal nacional-socialista, inspirando el tristemente célebre nuevo artículo 2 del Código Penal de 1935: “Será castigado quien cometa un acto que la ley declare como punible o que merezca castigo según la idea básica de una ley penal y del sano sentimiento del pueblo” (énfasis agregado).

La argumentación de Petracchi (por no decir de los primeros siete votos), entonces, es una variación del tema punitivista, es decir, de la lucha contra la impunidad a expensas de los derechos de los acusados.

La argumentación de Petracchi (por no decir de los primeros siete votos), entonces, es una variación del tema punitivista, es decir, de la lucha contra la impunidad a expensas de los derechos de los acusados. Las modificaciones a las que se refiere Petracchi (a saber, la reforma constitucional de 1994 y los tratados internacionales de derechos humanos) conducen, según él, necesariamente a “la supresión de las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida”, “de tal forma que no pueda derivarse de ellas obstáculo normativo alguno para la persecución de hechos como los que constituyen el objeto de la presente causa. Esto significa que quienes resultaron beneficiarios de tales leyes no pueden invocar ni la prohibición de retroactividad de la ley penal más grave ni la cosa juzgada”. En caso de que algún lector se esté preguntando si leyó correctamente, voy a repetir lo que sostuvo Petracchi: “De tal forma que no pueda derivarse… obstáculo normativo alguno para la persecución de hechos como los que constituyen el objeto de la presente causa. Esto significa que quienes resultaron beneficiarios de tales leyes no pueden invocar ni la prohibición de retroactividad de la ley penal más grave ni la cosa juzgada”.

Petracchi incluso cita las observaciones del Comité de Derechos Humanos de la ONU, que exigían la persecución penal de los casos de lesa humanidad “con toda la retroactividad necesaria”. De este modo, Petracchi al menos reconoce que está violando el principio de legalidad al aplicar una ley penal retroactiva más gravosa.

Asimismo, Petracchi invoca la sentencia “Barrios Altos” de la Corte Interamericana como precedente de su voto punitivista. Es bastante revelador, sin embargo, que el propio Petracchi agregue que “sería posible encontrar diversos argumentos para distinguir uno y otro caso, pero tales distinciones serían puramente anecdóticas. Así, por ejemplo, la situación que generó las leyes peruanas y su texto no son, por cierto, «exactamente» iguales a las de Punto Final y Obediencia Debida. Sin embargo, a los fines de determinar la compatibilidad de dichas leyes con el derecho internacional de los derechos humanos, no es esto lo que importa”. En realidad, decir que los casos “Barrios Altos” y “Simón” no son “exactamente” iguales es verdaderamente un eufemismo, y el hecho de que Petracchi considere que las diferencias entre los casos son “anecdócticas” indica que aquí Petracchi sigue la escuela Chavela Vargas de la teoría de la interpretación jurídica. Por si alguien todavía no conoce la doctrina, vale la pena recordar que una vez una periodista le preguntó a la inmortal cantante por qué decía ser mexicana si había nacido en Costa Rica, a lo cual la artista respondió: “Nosotros los mexicanos nacemos donde se nos da la rechingada gana”.

Django sin cadenas

El voto de Antonio Boggiano sigue la línea marcada por la topadora punitivista de Petracchi. Según él, “la Convención Americana sobre Derechos Humanos (art. 1.1) impone el deber a los Estados partes de tomar todas las medidas necesarias para remover los obstáculos que puedan existir” para la persecución penal de estos delitos, a pesar de que el art. 9 de esa misma Convención estipula: “Nadie puede ser condenado por acciones u omisiones que en el momento de cometerse no fueran delictivos según el derecho aplicable. (…). Si con posterioridad a la comisión del delito la ley dispone la imposición de una pena más leve, el delincuente se beneficiará de ello”. La única retroactividad penal que acepta entonces la Convención es la más benigna.

A diferencia de Petracchi, sin embargo, Boggiano no comparte la idea de que se puede aplicar “toda la retroactividad necesaria”. Según Boggiano, incluso antes de la reforma constitucional “los delitos contra el derecho de gentes hallábanse fulminados por el texto de nuestra Constitución Nacional”, más precisamente en su art. 118: “Cuando [el delito] se cometa fuera de los límites de la Nación, contra el derecho de gentes, el Congreso determinará por una ley especial el lugar en que haya de seguirse el juicio”. De este modo, Boggiano también parece adherir a la doctrina Chavela Vargas de la interpretación constitucional, ya que este artículo es de índole jurisdiccional y además tiene en cuenta los delitos cometidos “fuera de los límites de la Nación”.

Así y todo, Boggiano reconoce que en caso de conflicto entre el principio de legalidad (nullum crimen sine lege) y el punitivismo internacional (nullum crimen sine poena), “debe prevalecer este último, pues es inherente a las normas imperativas de ius cogens, esto es, normas de justicia tan evidentes que jamás pudieron oscurecer la conciencia jurídica de la humanidad”. La expresión misma, “ius cogens”, muestra que hasta los no especialistas pueden darse una idea de en qué consiste. Ahora bien, Boggiano no parece advertir que el principio de legalidad supo ser un logro de la conciencia jurídica de la humanidad y además se ha convertido en un derecho humano fundamental que figura tanto en nuestra Constitución como en los tratados internacionales de derechos humanos.

Yendo al voto de Maqueda, al mejor estilo de un western de Quentin Tarantino, comparte la necesidad de remover “con toda la retroactividad necesaria” todos los obstáculos que se interponen a la persecución penal.

El entusiasmo que Boggiano siente por “un sistema internacional bajo el cual el delincuente no puede encontrar un refugio ni en el espacio ni en el tiempo” asume que los acusados de haber violado los derechos humanos quedan automáticamente fuera de la ley (outlaw, hors-la-loi), como si no fueran seres humanos y por lo tanto no tuvieran derechos humanos, como por ejemplo el principio de legalidad.

Yendo al voto de Maqueda, al mejor estilo de un western de Quentin Tarantino, comparte la necesidad de remover “con toda la retroactividad necesaria” todos los obstáculos que se interponen a la persecución penal. Para eso apela a “valores esenciales que todo ordenamiento nacional debe proteger independientemente de su tipificación positiva” y se refiere a los “presupuestos básicos que, en el actual estado del desarrollo de la ciencia jurídica, influyen en la actuación misma de esta Corte a la hora de considerar el ámbito de su competencia para decidir respecto de un crimen de lesa humanidad”. Que en un juicio penal se hable de “valores esenciales” que deben ser protegidos con independencia de la “tipificación positiva” muestra que el garantismo (por no decir los derechos humanos) no es el fuerte de Maqueda. De hecho, la cita siguiente de Juan Bautista Alberdi que figura en el voto de Maqueda parece escrita por Carl Schmitt en 1934: “El derecho penal ordinario no es el derecho de los delincuentes, sino el derecho de la sociedad contra los delincuentes que la ofenden en la persona de uno de sus miembros”.

La referencia de Maqueda al “desarrollo de la ciencia jurídica” en ocasión de un juicio penal tiene una reminiscencia jacobina. Durante el juicio al rey de Francia, Louis Antoine de Saint-Just había alegado precisamente: “Las formas en el proceso son hipocresía; se os juzgará según vuestros principios. Yo no perderé jamás de vista que el espíritu con el cual se juzgará al Rey será el mismo que aquel con el cual se establecerá la República. La teoría de vuestro juicio será la de vuestras magistraturas [republicanas]; y la medida de vuestra filosofía, en este juicio, será también la medida de vuestra libertad en la Constitución”. Cuando en un juicio penal tenemos que referirnos a la ciencia, los principios, el espíritu, la teoría y la filosofía, es porque el derecho vigente no nos da la razón.

En la misma línea jacobina, Maqueda sostiene: “El castigo a ese tipo de crímenes proviene (…) directamente de estos principios surgidos del orden imperativo internacional y se incorporan con jerarquía constitucional como un derecho penal protector de los derechos humanos que no se ve restringido por alguna de las limitaciones de la Constitución Nacional para el castigo del resto de los delitos” (énfasis agregado). Si bien Maqueda reconoce al menos que está violando el principio de legalidad, llama la atención que un juez de la Corte crea que el derecho argentino es una marioneta de un ventrílocuo internacional y que los jueces argentinos son jueces internacionales.

Garantismo ma non troppo

En cuanto al voto de Zaffaroni, llama la atención que forme parte del equipo punitivista alguien que manifiesta estar en contra del derecho penal del enemigo y por eso cree –o creía– que hablar de “un derecho penal garantista en un Estado de derecho” es “una grosera redundancia, porque en él no puede haber otro derecho penal que el de garantías, de modo que todo penalista, en este marco, se supone que es partidario de las garantías, es decir, que es garantista”.

Si bien Zaffaroni critica la supralegalidad en derecho penal –y por eso niega que exista una “naturaleza de las cosas” en materia penal–, no sólo sostiene que el ius cogens (un derecho que no es creado por nadie, sino que precisamente existe en “la naturaleza de las cosas”) más gravoso puede ser aplicado en un juicio penal, sino que además, al igual que Norman Erlich y Mel Brooks, cree que la aplicación de una convención internacional sancionada en 2003 “no importa una aplicación retroactiva de la ley penal” a hechos cometidos antes de 1983.

Por otro lado, llama la atención que a Zaffaroni le preocupe el menoscabo a la soberanía representado por el hecho de que si Argentina no hubiera ejercido la jurisdicción nacional en casos de lesa humanidad, otros países lo habrían hecho invocando el principio de la jurisdicción universal. Después de todo, Zaffaroni no percibe el menoscabo a la soberanía que resulta de subordinar la supremacía constitucional al ius cogens internacional. Esto último implica que el voto de Zaffaroni, y para decirlo en sus propias palabras, “firma el certificado de defunción de la propia Constitución”.

Por obvias razones de espacio, del voto de Highton sólo vale la pena mencionar que hace referencia a una Opinión Consultiva de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, según la cual: “El que el acto se ajusta al derecho interno no constituye justificación desde el punto de vista del derecho internacional”. Highton olvida enfatizar que para poder ser incorporado o aplicado por el derecho interno, el derecho internacional debe pasar primero el test de constitucionalidad.

En cuanto al voto de Zaffaroni, llama la atención que forme parte del equipo punitivista alguien que manifiesta estar en contra del derecho penal del enemigo.

La opinión de Lorenzetti empieza refiriéndose a la metáfora que popularizó Carlos Nino, según la cual “la práctica constitucional, al igual que las catedrales medievales en cuya edificación intervenían varias generaciones, es una obra colectiva que se perfecciona a través de los años y con el aporte de varias generaciones”. Y agrega: “Nuestro deber en la hora actual es garantizar, de modo indubitable, la vigencia plena y efectiva del Estado de derecho para quienes habitan esta Nación y para las generaciones futuras”. A juzgar, sin embargo, por la decisión que tomó, Lorenzetti no advierte que en esa catedral que es el Estado de derecho, el principio de legalidad es sagrado, por no decir que se trata de la nave central de la catedral, y que su voto la destruyó.

A diferencia de Petracchi y de Maqueda, quienes a su modo reconocen estar violando el principio de legalidad, Lorenzetti, por el contrario, cree no estar haciéndolo: “No hay una violación del principio «nulla poena sine lege», en la medida en que los crímenes de lesa humanidad siempre estuvieron en el ordenamiento y fueron reconocibles para una persona que obrara honestamente conforme a los principios del estado de derecho”. Pero si fuera cierto que las conductas ya estaban prohibidas, habría que preguntarse para qué Argentina firmó los diferentes tratados internacionales que se supone creaban nuevos delitos precisamente que debían ser agregados al derecho nacional.

Además, Lorenzetti sostiene que “no hay dudas en nuestro sistema ni en el derecho comparado” acerca de si la “ilicitud de las conductas existía con anterioridad a los hechos”. Evidentemente esto indica que, al momento de escribir su voto, Lorenzetti todavía no había leído, por ejemplo, el voto de Fayt (al cual vamos a volver muy próximamente en esta sala).

Del voto de Carmen Argibay convendría indicar que si bien su garantismo le impide sacrificar la cosa juzgada en el altar del punitivismo de los derechos humanos (lo cual anticipa su voto en el fallo “Mazzeo”), su compromiso con el garantismo no obsta a que, por ejemplo, la jueza no incluya a la prescripción de la acción penal dentro del principio de legalidad. El argumento que usa Argibay es que la modificación de las reglas de prescripción “no implica cambio alguno en el marco de ilicitud que el autor pudo tener en cuenta al momento de realizar las conductas por acciones lícitas al momento de la comisión, ni se aplican penas más graves”. Sin embargo, bajo el Estado de derecho las reglas penales se dirigen al razonamiento judicial en primer lugar y sólo subsidiariamente al razonamiento de los ciudadanos en general. Además, la prescripción de la acción penal, que es la que abre la puerta a la persecución, no puede ser considerada una cuestión meramente formal. Asimismo, llama la atención que para Argibay sea “indiferente” el momento de la ratificación de una Convención Internacional, sobre todo si nos interesa aplicar el principio de legalidad.

Estado de derecho o derecho penal del enemigo

Llegamos finalmente a la solitaria disidencia de Fayt, que bien podría ser descripta en líneas generales como un ABC del Estado de derecho constitucional. Que un juez de la Corte se vea obligado a recurrir a consideraciones francamente elementales ilustra la escasa juridicidad de los siete votos precedentes.

El alfa y omega del razonamiento de Fayt es la Constitución (“mientras nos rija”) y por eso toda su argumentación supone que “la Constitución Nacional sea lo que es” y parte de la supremacía constitucional. Para Fayt, el pensamiento universal, la conciencia jurídica de la humanidad, el desarrollo de la ciencia jurídica y otras frases similares son solamente eso, frases, y por lo tanto son jurídicamente irrelevantes.

Por ejemplo, Fayt les recuerda a los preopinantes (sobre todo a Petracchi, lo cual hace frecuentemente a lo largo de su voto) que la ley de Obediencia Debida había sido declarada constitucional por la Corte Suprema en varias oportunidades. De hecho, en la causa “«ESMA» se estableció además que la alegada vigencia de la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes no la alteraba, por tratarse de una norma ex post facto y por lo tanto inaplicable (voto de la mayoría y voto concurrente del juez Petracchi)”. De este modo, Fayt hace referencia a la “línea trazada” por la Corte en el pasado y se pregunta cuáles serían los argumentos que podrían justificar “un alejamiento tan drástico del precedente para conducir a propiciar una solución contraria”. Los términos con los que Fayt se refiere a la argumentación del Procurador General nos dan una idea de cuál debió haber sido la respuesta del juez: “Lo que parece un simple silogismo resulta un razonamiento sofista, toda vez que no puede arribarse a esa conclusión sin incurrir en artificiosas interpretaciones acerca de la Constitución Nacional”.

Fayt aclara que el caso “Barrios Altos” de la Corte Interamericana invocado por los preopinantes “no resulta trasladable” al caso “Simón”. Evidentemente, Fayt no cree que las diferencias entre los casos sean tan anecdóticas como pensaba Petracchi. El origen de las normas en cuestión es diferente (en un caso –en Perú– la amnistía fue sancionada por los mismos que habían cometido los delitos, no así en el otro), así como lo son los efectos (en Argentina las leyes en cuestión no afectaron la responsabilidad de quienes ya habían sido condenados y la de los militares de mediano y alto rango).

Para Fayt, el pensamiento universal, la conciencia jurídica de la humanidad, el desarrollo de la ciencia jurídica y otras frases similares son solamente eso, frases, y por lo tanto son jurídicamente irrelevantes.

Del principio de legalidad previsto en el art. 18 de la Constitución –un verdadero derecho fundamental previsto incluso en los tratados internacionales de derechos humanos–, agrega Fayt, se sigue que “la ley penal no puede ser retroactiva en cuanto a la descripción del tipo legal ni en cuanto a la adjudicación de la sanción”. Como dice Fayt, la ley penal debe ser previa, cierta, estricta y escrita. Por lo tanto, de la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas (1995-1996) “no puede predicarse que haya contemplado un tipo penal ajustado al principio de legalidad entendido por inveterada jurisprudencia de esta Corte como aquel que exige para su configuración la doble determinación por el legislador de los hechos punibles y la pena a aplicar”.

Asimismo, Fayt explica que la jurisprudencia de la Corte ha determinado que “el principio de legalidad comprende «la exclusión de disposiciones penales posteriores al hecho infractor –leyes ex post facto– que impliquen empeorar las condiciones de los encausados”. Para ser más precisos, a los efectos del principio de legalidad, la noción de “ley penal” comprende “todo el complejo de las disposiciones ordenadoras del régimen de extensión de la pretensión punitiva’ (Fallos: 287:76)”, y por lo tanto la prescripción de la acción penal no puede quedar afuera. Después de todo, la prescripción de la acción es la que decide finalmente si se activa o se reinicia la persecución penal.

La disidencia nos recuerda que al art. 18 de la Constitución, que impide la aplicación de leyes penales más gravosas, habría que agregarle el art. 27, según el cual “el Gobierno federal está obligado a afianzar sus relaciones de paz y comercio con las potencias extranjeras por medio de tratados que estén en conformidad con los principios de derecho público establecidos en esta Constitución” (énfasis en el original). Los tratados internacionales no pueden entonces ir en contra de los principios de derecho público establecidos en la Constitución, uno de los cuales es el principio de legalidad. Y por si alguien creyera que la reforma de 1994 hizo alguna diferencia, habría que recordar que en el art. 75, inc. 22, segunda parte (producto de la reforma), consta que los tratados incorporados con jerarquía constitucional “no derogan artículo alguno de la primera parte de esta Constitución y deben entenderse complementarios de los derechos y garantías por ella reconocidos” (énfasis agregado). Como muy bien dice Fayt, algunos tratados “tienen jerarquía constitucional, pero no significa que sean la Constitución misma”.

La conclusión de Fayt es que “pese al indiscutible carácter aberrante de los delitos investigados en esta causa, sería de un contrasentido inadmisible que por ese motivo se vulnerasen las garantías constitucionales básicas de quien se encuentra sometido a proceso. Precisamente, el total respeto de esas garantías y de un derecho penal limitado son las bases sobre las que se asienta y construye un verdadero Estado de derecho”. De otro modo, y bajo el pretexto de defender el Estado de derecho, estaríamos aplicando el tan justamente denostado derecho penal del enemigo. Fayt hubiera estado de acuerdo entonces con lo que dice el personaje de Jodie Foster en la película El mauritano (2021), una abogada que defiende a un detenido en Guantánamo: “La Constitución no tiene un asterisco al final diciendo «se aplican términos y condiciones»”.

No cantemos victoria

Volviendo entonces al proyecto de la vicepresidente, el razonamiento jurídico no puede compensar un error –aunque en este caso se trata en realidad de dos décadas de aberraciones jurídicas: cancelación de la cosa juzgada, de la prescripción, de la irretroactividad más gravosa, del principio in dubio pro reo– con otro error. Se supone que ni siquiera un árbitro de fútbol puede compensar un penal mal cobrado o no cobrado, con otro de la misma clase.

El razonamiento jurídico no puede compensar un error –aunque en este caso se trata en realidad de dos décadas de aberraciones jurídicascon otro error.

Sin embargo, quienes creen que el fallo “Simón” (y todo lo que ocurrió después) es kosher (es decir, creen que, por ejemplo, es constitucional aplicar disposiciones penales retroactivas más gravosas), no pueden darse el lujo de decir que “en otra boca, esta proposición sería católica”, ya que así como se reabrieron las causas contra los militares (por razones políticas teñidas de color jurídico), del mismo modo se podrían reabrir las demás: como se dice en inglés, lo que es salsa para el ganso es salsa para la gansa. Hay que recordar que no hay nada en el derecho internacional que impida que actores no estatales puedan cometer crímenes de lesa humanidad. Según el Estatuto de Roma, es suficiente contar con una organización de tipo estatal: no hace falta que se trate de Estados. Habría que ver entonces caso por caso si se cumplen los demás requisitos del delito en cuestión.

Para no correr riesgos, siempre conviene tener en mente una escena de El hombre de dos reinos (1966), una película sobre la vida de Tomás Moro. Su futuro yerno le reprocha a Moro que esté dispuesto a concederle al Diablo el beneficio de la ley. El yerno, en cambio, “para perseguir al Diablo” está dispuesto a “derribar todas las leyes”. Es entonces que el personaje de Moro pronuncia la célebre frase: “Y cuando la última ley ha sido derribada y el Diablo se dé vuelta y se dirija hacia vos, ¿dónde te esconderás una vez que todas las leyes hayan sido eliminadas? Este país está densamente plantado con leyes de costa a costa –leyes humanas, no de Dios–, y si vos las derribaras –y sos justo el hombre capaz de hacerlo–,¿vos realmente creés que podrías permanecer erguido en medio del viento que soplaría entonces? Sí, le daría al Diablo el beneficio de la ley, en aras de mi propia seguridad”.

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Andrés Rosler

Doctor en Derecho (Oxford). Profesor de Filosofía del Derecho (UBA). Investigador del CONICET. Su libro más reciente es 'Estado o revolución' (Katz).

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