Millet Ben Haim tiene 28 años. Es una de las sobrevivientes de Nova, el festival de música electrónica que se convirtió en el primer objetivo del ataque de la organización Hamas en Israel, del que hoy se cumplen seis meses. El festival se desarrollaba en una zona muy abierta, un amplio descampado a pocos kilómetros de la Franja de Gaza, cuando fue interrumpido abruptamente a las 6:29am por una lluvia de cohetes y el ingreso de comandos terroristas por aire y tierra mediante camiones, motocicletas y parapentes motorizados. De los múltiples y salvajes operativos llevados a cabo por Hamas aquel día, el del Festival Nova fue el que más víctimas se cobró: 370 asistentes fueron asesinados, 35 secuestrados y otros miles de personas resultaron heridas física y mentalmente.
Me encontré con Millet hace unas semanas en un café en Aventura, en las afueras de Miami. El lugar se llamaba La Boulangerie Boul’Mich. Millet vive en Israel, pero casualmente coincidimos las dos allá por unos días: ella estaba dando charlas en universidades y sinagogas, divulgando lo que le sucedió, y yo estaba de vacaciones. En el bar había bastante ruido de fondo. Antes de empezar, le pedí amablemente a la camarera latina, en castellano, si se podía bajar un poco el volumen de la música, porque íbamos a grabar algo, y accedió. Al desgrabar, sin embargo, noté muchas cosas que hacían ruido: la máquina de café, otras voces, algo de música, ruidos de vasos y tazas. Con Millet charlamos en inglés.
Le pregunto por dónde quiere empezar y ella me dice que por el principio, cuando llegaron al festival a eso de las dos de la mañana. “Todo era felicidad, una fiesta amorosa”, recuerda. “El clima era realmente único. Creo que lo hablamos después con los sobrevivientes. Incluso pensamos que se sentía distinto a otras fiestas. Yo sentí una especie de…”. Hace un silencio, como un espacio, mira para el costado, busca las palabras en el aire, o en algún lado: “Festejábamos como si no hubiera un mañana. Era como si hubiera percibido de alguna forma que algo iba a pasar. Quizás eso es algo que se dice sabiendo lo que pasó después, pero se sentía así. Unos minutos antes de que todo empiece, una amiga que tenía una bufanda muy grande por algún motivo vino hasta donde estaba yo con otra amiga y nos cubrió a las tres con la bufanda. Estábamos debajo de la bufanda gigante y les dije que me sentía como una nena de tres años, como en un pijama party. Estaba tan feliz y segura; fue un momento tan puro e inocente. Ésas son las chicas con las que después nos escondimos. Y de golpe, a las seis y media la música paró”.
Al principio pensé que aquello iba a pasar y que volveríamos a bailar pronto, pero los cohetes continuaban más y más fuerte, y después de 15 minutos decidimos irnos.
Millet retoma su relato con un yyyy estirado. “Y en los primeros minutos…”. Hace otra pausa, esta vez más larga. “Al principio pensé que aquello iba a pasar y que volveríamos a bailar pronto, pero los cohetes continuaban más y más fuerte, y después de 15 minutos decidimos irnos”. De golpe, pensar en 15 minutos con el ruido constante de los cohetes cayendo me parece una eternidad. “Tratamos de subirnos al auto para encontrar una salida y no interferir con nadie. Después llegamos a la ruta fuera de la zona de fiesta. Ésa es la 232, el nombre de la ruta, ya es conocida ahora”. Asiento.
Noto que hablamos despacio para que nadie escuche; da miedo hablar fuerte. Siento el horror presente en el medio de la mesa. “Salimos hacia la derecha, pero después de un minuto tuvimos que parar: los terroristas nos cerraban el paso en aquel extremo de la ruta. Llegué a doblar en U y avancé en sentido contrario. Había muchos autos delante del mío que no llegaron a hacer la maniobra, creo que fui de los últimos que pudieron hacer eso. Pero otra vez tuvimos que parar después de dos minutos porque también por el otro lado teníamos terroristas esperándonos. Nos habían cercado y había un montón de autos, cientos de autos deteniéndose. A los de más adelante ya los habían baleado. Entonces con otros cientos de personas salimos de los autos y tratamos de entender qué hacer. Estábamos rodeados desde ambos extremos del camino, así que abandonamos los autos y empezamos a correr. Se escuchaban los disparos acercándose más y más”.
Israeli knowledge
Millet busca el video de ese momento en su celular y nos inclinamos sobre la mesa para verlo. El video dura ocho segundos. Se escuchan disparos de ametralladora, todo el tiempo. Gente hablando en hebreo, algunos bajan de los autos, uno maniobra para girar hacia el lado contrario. Hay autos parados sobre la ruta de doble mano, en ambos sentidos. Otros están parados en las banquinas, algunos para un lado, otros para el otro. Ya es de día. Son todos jóvenes.
Las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) sólo disparan con disparos individuales, me explica Millet, por eso se dieron cuenta de que les estaban tirando con armas automáticas y que así confirmaron que eran terroristas: sólo por el sonido de los disparos. “Es Israeli knowledge, todos fuimos al ejército”, me dice. Cierra el video, hace una pausa, respira profundo. Sigue: “Y después empezamos a correr. Mucha gente corriendo por el campo”.
Nos sobresaltamos con unos ruidos fuertes de sillas que se arrastraban en el fondo. Me muestra una foto. Debería decir fotaza, en realidad. Es impresionante. Ganaría cualquier concurso. Perfectamente encuadrada: de fondo el amanecer, un sol hermoso rodeado de algunas nubes, apenas nublado, como me gusta a mí. Entre el sol y el campo se ve gente corriendo entre canaletas de tierra y piedras, como un sembradío, se levanta una nube de polvo de la tierra. Cuento cuánta gente hay: se ven 21 personas. Algunos caminan, una pareja va abrazada, otros corren, van hacia una parte con árboles y arbustos, pero se los ve un poco lejos, como a unos 300 metros.
Fue una especie de juego brutal, loco. Estábamos corriendo de un lado al otro entre terroristas en un campo abierto, y ellos sabían lo que hacían.
“Fue una especie de juego brutal, loco. Estábamos corriendo de un lado al otro entre terroristas en un campo abierto, y ellos sabían lo que hacían: querían que pensáramos que eran soldados. Serían las siete, quizás las siete y diez. Pasó todo rápido. Fuimos para un lado, terroristas. Para el otro lado, terroristas. Y tenés que correr. Fueron dos horas corriendo en el campo, dos horas corriendo de un lado al otro. Estaba con mis dos amigas y otros dos chicos con los que fui a la fiesta, y con un montón de gente que realmente no conocía. Tratamos de encontrar algún lugar para escondernos. A veces avanzamos gateando, en algunos momentos corriendo. Hasta que vimos un grupo de soldados, corrimos hacia ellos, y entonces nos dimos cuenta de que cargaban lanzagranadas RPG. Y otra vez, Israeli knowledge, supimos que esas armas no son las que llevan los soldados. Y empezamos a correr para el otro lado”.
Hace otra pausa; nunca sé bien cuándo preguntar o cuándo dejarla retomar sola su relato. La pausa sigue y pregunto si los terroristas los vieron corriendo hacia ahí, y ahora, cuando desgrabo, siento que son todas preguntas de una ingenuidad apabullante. Me responde: “Estaban como a 100 metros de nosotros. Venían hacia nosotros, y nosotros íbamos corriendo hacia ellos. Después supimos que habían asesinado a soldados israelíes y les habían sacado los uniformes para confundirnos, para que nosotros corriéramos hacia ellos. Esperaban a que llegáramos lo más cerca posible para disparar. Por suerte nos dimos cuenta antes, y corrimos en la dirección contraria. Es espeluznante darte cuenta de que estás corriendo hacia terroristas”.
De fondo se sigue escuchando música, voces, gente desayunando un sábado en una de las cafeterías más cool de la zona linda de Aventura. Me sigue contando: “Te sentís tan desamparada, porque están tan cerca y… no soy tan rápida, y como podés ver en la foto no es un lugar fácil para correr, tiene tantos baches y es tan… había disparos por todos lados y la gente se iba cayendo. Era imposible no caerse. Y es una cuestión de estadística, si vos va a ser el próximo o no, si hacés un paso a la derecha o a la izquierda. No podés determinar si vos vas a sobrevivir o no. Y estás tratando de… de correr agachado y moverte lo más posible”. De sólo imaginarme corriendo con tanto miedo, en un terreno tan complicado, siento mis músculos agotados, aunque esté sentada.
Yo pensaba: no hay nada que hacer, nos están rodeando. No hay salida. Están cada vez más cerca y lo mejor que podemos hacer es escondernos.
En su relato ya pasaron más de horas de huida desesperada, primero en auto, luego corriendo de un lado al otro por un terreno difícil y en medio de los disparos. Por eso dice que en cierto momento trataron de esconderse: “Encontramos un valle con algunas plantas. Al principio éramos como diez personas, nos escondimos abajo de este árbol, y nos dimos cuenta de que éramos blancos móviles. Nos estaban rodeando. Hasta ese punto es como que esperaba que el ejército apareciera, o la policía, y que podríamos escaparnos de ellos. Pero ya para ese momento asumimos que no iba a venir nadie. Yo pensaba: no hay nada que hacer, nos están rodeando. No hay salida. Están cada vez más cerca y lo mejor que podemos hacer es escondernos, porque no importa a donde vayamos nos vamos a encontrar con terroristas. Y en ese punto estábamos tan débiles, veníamos corriendo ya desde hacía dos horas. Lo sé porque después miré mi teléfono, cuándo había sido la primera llamada que hice a la policía. Desde que me di cuenta de que éramos blancos móviles pensé que no era inteligente que estuviéramos diez personas juntas. Propuse que nos separáramos. Y así todos nos fuimos para lugares diferentes”.
Mientras escribo, ahora en mi escritorio, suena una lista de Spotify de Afterlife, otro festival de música electrónica; nunca antes había escuchado música electrónica para escribir. En realidad, sólo en alguna fiesta. Años atrás escribía con música clásica, playlist de violines, guitarras o pianos; siempre instrumental, nunca con letra. Pero eso era antes.
“Y las dos chicas y yo, y otra chica que conocimos en ese momento, nos metimos debajo de un arbusto, gateamos, y tratamos de cubrirnos con un poco de pasto, pero no es… la gente se imagina que nos escondimos bien…”. Busca unas fotos en su celular y me las muestra: en la primera se ve la mitad del cuerpo desde la panza al descubierto, un pantalón negro, y hasta las zapatillas blancas, apenas cubiertas con paja y pasto. Más adelante se ve más pasto, una plantita con tres ramas finas que no medirá más de un metro, más pasto, crecido, y después otra vez el cielo celeste con algunas mini nubes.
Me muestra la segunda foto. Se ven las caras de las cuatro chicas juntas. Los ojos les brillan del miedo. Todavía conservan el maquillaje. Las pestañas bien marcadas. Los labios rosados, y también las mejillas. Una tiene una trencita que le cae en medio de la frente. Las pieles tirantes. Cero arrugas. Chicas de veintipico. Dos castañas y dos rubias. Las cuatro hermosas y aterrorizadas. Una tiene en la muñeca la misma pulsera de Nova que llevo yo; la de ella es la original; la mía, una réplica.
Millet pasa a contarme sobre las horas que pasaron así, escondidas: “Una de las chicas, cuando nos metimos debajo del arbusto, dijo que no podía mantener sus ojos abiertos, y se desvaneció. Durmió todo el tiempo. Las seis horas estuvo así. Otra estaba en modo misión como yo, pero estaba muy nerviosa, le resultaba difícil estar en silencio y todo el tiempo pensaba que nos teníamos que ir, ella decía, ella me decía todo el tiempo que qué estábamos haciendo, que se acercaban, estamos esperando que nos maten, nos tenemos que ir. Y ellos realmente se acercaron, pero no puedo explicarlo: estaba muy segura de que yo estaba en lo correcto. Así durante todo el día. También sabía que aquel arbusto era el lugar para escondernos, porque casi nos metemos en otro, pero seguimos avanzando y en el otro nos habrían descubierto. Sentí que era como un animal, y todos mis instintos estaban muy afinados, y como que entendí de una forma que nunca había sentido, como que vi, para mi todo se veía rojo y verde. Durante todo el día rojo y verde. Como si algunas áreas que miraba se me aparecían rojas y entonces como que decía ‘no’, y otros lugares eran verdes y entonces era como ‘ahí es a donde voy’”.
Le pregunto si había recibido mensajes por WhatsApp de las personas que estaban rescatando gente en el campo, si sabía lo que estaba pasando en los otros lugares. Me explica que la policía le contestó por primera vez a las 9:26, una hora y media después de que empezara a llamarlos. Y que le dijeron que ellas estaban en el mejor lugar posible, dadas las circunstancias, que no se movieran ni fueran a ningún pueblo cercano, que las iban a ir a buscar. “Estuvimos escondidas seis horas, pero no sabíamos cuánto tiempo íbamos a estar ahí y si alguien te iba a matar en cinco minutos, así que no lo sabíamos. Cuando la policía dejó de contestar, le empecé a mandar mensajes a mi familia. A las 9:05 les mandé un mensaje diciendo que necesitábamos ayuda. Les dije que los amaba y que estaba contenta con la vida que había tenido. Me pedían que les respondiera cada cinco minutos. Pero no podía, tenía que ahorrar batería. De a ratos les respondía que estaba bien o les decía que los amaba, pero la mayor parte del tiempo no les respondía. Realmente quería hablar con ellos. Pero si podía aumentar las posibilidades de sobrevivir, entonces preferí sacrificar mis últimas palabras si eso me daba una oportunidad de volver con ellos”.
Antes me contó que hacía unas 16 horas que no comía. Tiene el estómago cerrado, apenas empieza a comer le dan ganas de vomitar.
Le traen un desayuno, un smoothie, pancakes, banana, syrup. Antes me contó que hacía unas 16 horas que no comía. Tiene el estómago cerrado, apenas empieza a comer le dan ganas de vomitar. Así que come rápido porque sabe que en cualquier momento se llena y ya no le entra nada más: “Es como que mi cuerpo sabe que tiene que estar liviano por si tengo que salir corriendo otra vez”. Cinco minutos después, en el plato queda un pancake y la mitad de las bananas cortadas en rodajas. Ya no puede comer más, y seguimos: “Entre toda la gente con la que tratamos de comunicarnos, pudimos contactarnos con Rami Davidian, que es una persona increíble que voluntariamente decidió ir a rescatar gente con su propio auto”.
Leo una nota del Jerusalem Post, del 10 de marzo de 2024:
Rami Davidian, el heroico granjero israelí de Moshav Patish, cerca de la Franja de Gaza, arriesgó su vida para salvar a jóvenes inocentes el 7 de octubre. Sin haber servido nunca en una unidad de combate, confió en su instinto, que le permitió estar a la altura de las circunstancias, desarmado y rodeado de terroristas de Hamás.
Tras recibir una llamada de socorro a primera hora de la mañana, Davidian se embarcó en una misión de rescate, sin ser consciente de la magnitud del asalto. De camino al rescate, recogió a otros asistentes a la fiesta que huían hacia los huertos y arboledas. Con la ayuda de otros voluntarios, montaron una sala de situación improvisada y condujeron a los participantes a un lugar seguro. Su rápida actuación salvó a numerosos jóvenes en medio del caos del atentado, y Davidian realizó innumerables viajes para salvar cientos de vidas.
Millet me cuenta que Rami no había ido al Nova, que tiene cincuenta y pico de años y que vive en un pueblo cercano. Que, simplemente, decidió ir y ayudar. “Nos dijo que iba a tratar de encontrarnos, porque todo el tiempo seguíamos recibiendo mensajes de nuestra familia y amigos que decían que tal unidad está tratando de encontrarlas, o estas personas las van a buscar, la policía está en camino. La policía no decía lo mismo. La policía apenas contestaba. A eso de las 12, escuchamos acercarse a terroristas, hablaban y se reían. Cerca de nosotros encontraron a un chico israelí, que también se había escondido. Lo escuchamos gritar ‘me encontraron, ayuda’, y después un montón de disparos…”.
El sonido de fondo en el bar es cada vez más fuerte, más voces, más vasos, más ruido. El relato continúa: “Pudimos ver a dos de ellos que por suerte no nos vieron, siguieron caminando. Ni siquiera podíamos respirar, y es difícil porque todo el tiempo querés llorar y no podés: ni siquiera podés llorar. No te podés mover, no podés hacer nada. Sólo rezar. Pero en ese punto yo estaba… pensaba ‘ok, lo que más quiero es que me alcance un cohete, y si no, ojalá que nos pulvericen antes de que nos hagan cualquier cosa’, porque…”.
Sabía que, si nos veían, nos iban a violar y…. en ese punto no podía soportarlo más, es tan aterrorizante, sólo querés que se termine.
Mientras desgrabo esta parte, en mi escritorio, en Colegiales, Argentina, mi perro ladra y me asusto. “Sabía que, si nos veían, nos iban a violar y…. en ese punto no podía soportarlo más, es tan aterrorizante, sólo querés que se termine, y es como ‘ok, ya murámonos y espero que sea con el menor dolor posible’. Y… y… y…”. Se queda como trabada en un montón de “yyyy…”, entonces le pregunto cuándo habló con su hermano para que la sacara de ese lugar. Me contesta que su hermano menor le mandó un mensaje en el que le decía que confiaba en ella más de un 100%, y que sólo le recordó que tenía que volver, que no podía rendirse, y que a pesar de que no tenía el control de la situación, que al menos hiciera lo que estuviese a su alcance, que no lo fuera a decepcionar.
“Ahí fue cuando traté de postear en Instagram para encontrar más contactos con gente y ahí fue cuando tuvimos el contacto con Rami, y él dijo que trataría de encontrarnos. Después de una hora y media pensé que quizás la localización no era correcta porque, durante todo ese tiempo no nos pudo encontrar, entonces le pedí que nos mandara él su localización, que hiciéramos a la inversa. La mandó y yo pude bajar una parte del mapa donde pude ver el punto de él y el nuestro. Y tratamos de ver el sol y la hora, y tratamos de darle indicaciones; era como una forma muy extraña de navegar, pero hacíamos todo lo que podíamos y en un momento hasta pensamos que quizás tuviéramos que llegar hasta él arrastrándonos. Le dije a Rami: ‘Ahora voy a apagar mi teléfono, me queda 3% de batería, no nos vamos a mover, por favor no te rindas, no nos dejes’. Él dijo que iba a tocar la bocina de su auto hasta encontrarnos. Realmente no tengo las palabras para describir lo que siento por eso que hizo, ser tan desinteresado, arriesgarse así por nosotras”.
Las chances de salvarse
Ni hace falta decir que ya me convenció de que Rami es un verdadero héroe. “A eso de las dos, quizás un poco más tarde, escuchamos un auto y encendí mi celular otra vez, y me quedaba un 2% de batería. Lo llamé y le pregunté si era él, y me dijo que creía que era él, y me di cuenta de que tenía que salir de mi escondite y avanzar cuerpo a tierra, como dos minutos, tratando de no hacer ruido, quizás tuvimos que arrastrarnos como 30 o 40 metros. Yo estaba en el suelo, otra cosa buena de tener conocimientos militares. Entonces iba gateando y escuché un auto, y pensé ‘no puede ser él’, porque venía muy rápido, pero tuve un buen presentimiento con ese auto. Traté de agudizar mi visión y entender qué estaba pasando dentro de ese auto, y vi un sticker en hebreo en el auto, entonces levanté mi cuerpo por dos segundos y volví a agacharme porque los tiroteos, por supuesto, nos rodeaban. Y este auto nos vio, retrocedió y nos levantó. Nos sentamos uno encima del otro, y el que manejaba puso a dos de las chicas en la parte de atrás del auto”.
Millet me pregunta cómo se le dice en inglés a la parte de atrás del auto, a ninguna de las dos nos sale la palabra, ella dice que en hebreo se dice “bagash”, y yo que en español se dice “baúl”. “Nos sentamos una encima de la otra, y los demás estaban sentados unos arriba de otros, lo que también era un problema porque cuando hay tiroteos alrededor necesitás estar abajo, pero no podíamos agacharnos. Entonces el conductor nos llevó al auto de Rami, que estaba a un minuto de ahí. No pudo encontrarnos con tanta exactitud, pero fue un milagro, porque no habríamos salido si no hubiéramos escuchado este auto; y cuáles son las chances de que en ese mismo momento viéramos otro auto de alguien que venía a rescatarnos. Realmente un milagro. En el auto de él también había más gente, pero eran menos que en el primero. Nos llevó a Patish. En Patish, esperamos por unas dos horas más”.
Millet se tiene que ir. Ofrece pagar, pero yo le digo que no, que invito yo. Nos abrazamos y nos sacamos una foto juntas. Cuando se va, pido la cuenta y termino de comer las rodajas de banana que había dejado en su plato.
Si te gustó esta nota, hacete socio de Seúl.
Si querés hacer un comentario, mandanos un mail.