A veces, y con más frecuencia últimamente, pareciera que la vida analógica se mueve y desarrolla de forma más lenta que todo lo que ocurre en el entrópico mundo virtual. Si éste su caso, también le ronda esa extraña percepción y todavía intenta comprender por qué en las últimas semanas vio en redes sociales un tropel de mujeres de veintitantos –y más también– usando moños de color rosado y luciendo vestimentas de estilo aniñado, permítanme explicar: usted fue testigo y contemporáneo de la fugaz era coquette.
El coquette, del francés “coqueta”, fue (¿es?) una tendencia estética surgida de las entrañas de ese monstruo conocido como TikTok. Su autora y fecha de origen exactos son irremontables, pero podríamos decir que a partir de finales de 2021 comenzó a reunir adeptas. El resto es vorágine digital. Lo que define, en esencia, al coquette en términos estéticos es el uso de moños o lazos de color rosado de cabeza a pies, vestidos con cuello canesú, encajes, perlas, volados, faldas tableadas, tonos pasteles y un aura de reminiscencia a la nostalgia, la delicadeza y la hiper-femineidad.
Lo que diferencia al coquette de otros estilos surgidos de las maquinarias algorítmicas es que vino recargado de trasfondos y significantes con pretensiones políticas. Abocadas a su tarea, las influencers de (la industria de la) moda salieron en tropa a explicar a lo largo de los últimos meses que usar un moño en el cabello no era apenas una cuestión de postureo estético o de subirse a la ola rosa impulsada por la película Barbie. Ahí, dicen, había mucho más: una exigencia de reivindicación de lo estereotípicamente femenino, de eso a lo que presuntamente las mujeres debieron renunciar en virtud de volverse competentes y competitivas para ganarse su lugar en el sistema capitalista. Por eso el rosa y ese súbito abrazo también desde lo discursivo a esa niña interior a la que, desde su sentir, mandamos a dormir en pos de obligarnos a nosotras mismas a incorporar algunos matices masculinos que nos volvieran más rígidas y menos ornamentales.
Así, el coquette tuvo su momento dorado durante un par de meses dotando de otro cariz a la idea del empoderamiento femenino. Las chicas desfilaron en las calles y en la sección de “inicio” de casi todas las plataformas con prendas que mezclaban un extraño (e incómodo) dejo infantil con inspiración extraída directamente de la santa trinidad del cliché femenino: las novelas de Jane Austen, las películas de Sofía Coppola y la música de Lana del Rey. Esto no es algo menor, considerando que la moda como industria siempre fue considerada como el máximo regente de lo que se concibe buen gusto, y por eso resulta interesante ver cómo los consumidores son quienes dan origen a estéticas nuevas, imprimiéndoles un sentido lúdico y altamente personal.
Ah, pero el progresismo
Hasta ahí todo había sido una oda, un cántico, chicas celebrando ser chicas sin la presión de la rumia ideológica feminista. Pero era cuestión de tiempo para que el progresismo se colara en la fiesta a bajar línea y prorratear ácidas críticas en nombre de la cultura woke . El contragolpe, seco e inesperado, vino en forma de cierta noción de iluminismo: “¿Acaso no se dieron cuenta que al vestirse como niñas indefensas se devuelven grácilmente a las garras del patriarcado?”, señalaron. De repente, para las guardianas del faro moral, que una mujer usara un vestido rosa y se atara un moño en el pelo equivalía a desatender su compromiso con el feminismo. O peor incluso: equivalía a mostrarse como un objeto de consumo de las pulsiones del hombre blanco, heterosexual, capitalista, ultra conservador. ¿No será mucho?
Tirar demasiado del hilo provocó una cadena de debates e interrogantes muy válidos. No obstante, mientras todas aquellas acaloradas discusiones se sucedían en las redes y algunos medios de comunicación, nadie se detuvo a pensar que en toda esa tensión innecesariamente creada estábamos poniendo en escrutinio las decisiones personales e individuales de mujeres adultas.¿O es que acaso ahora debemos rendir cuenta también de nuestra elecciones estéticas?
Para las guardianas del faro moral, que una mujer usara un vestido rosa y se atara un moño en el pelo equivalía a desatender su compromiso con el feminismo.
Lo verdaderamente agotador del progresismo son sus infinitos vaivenes. En su afán de querer conducir a las mujeres hacia su liberación definitiva, terminan imponiendo un cerco a esa idea de independencia que sólo ellos, siempre biempensantes, alcanzan a dilucidar. De otra manera, no pondrían el grito en el cielo por una tendencia estética que nació y murió en el mismo lapso de tiempo en que ellos desplegaban todo aquel simulacro histérico.
Y no es que queramos revolverles más la cacerola, pero mientras se inventaban una confabulación trazada meticulosamente entre el mercado capitalista y el macho opresor, el hashtag #CoquetteAesthetic alcanzó 17.700 millones de visualizaciones en Tiktok en cuestión de días. Por otro lado, marcas como Coca Cola, Gillete, Cerave y Apple no tardaron en montarse a la tendencia con campañas de marketing que generaron la más auténtica simpatía entre sus consumidoras.
Lo personal no es político
Regresando al nódulo de la indignación, quizá en este punto ya es casi una obviedad decirlo, escandaloso y muy old fashioned, pero vale la pena insistir: si, desde su individualidad, una mujer elige llevar el pelo rapado o hasta la cintura, usar vestidos o joggings, maquillaje o la cara lavada, stilettos o chancletas, quedan absolutamente nulos todos los cuestionamientos que pretendan erigirse como un sermón eclesiástico, incluso si provienen de los frentes feministas. Identificar y rescatar esa línea que separa nuestros gustos, elecciones y decisiones de vida de todo aquello que configura como militancia de una causa, no es sólo otro acto político, es también auto preservación.
Ése es también el tímido aporte de la moda: permitirnos hacer uso de ella como una forma de expresión individual, sea desde lo estrictamente funcional o lo ornamental. En el multiverso donde conviven todas las nuevas aesthetics, lo que le permitió al coquette quedarse y resistir con tanta dignidad los embates moralistas de la progresía, fue que nos planteó un divertido y seductor juego de contradicciones: “Mirame, me calzo un vestido rosa de encaje y eso no aplaca mi voracidad de salir a comerme el mundo”. Y si faltara algún otro punto a su favor, agreguemos el hecho de que nunca el progresismo fue ridiculizado con tal elegancia.
En un momento en que conceptos como “individuo” y “libertad” generan altos niveles de efervescencia y reacciones desquiciadas, también es bueno resaltar que no es necesario hacer eco de cada ocurrencia o moda que se da origen en las capas más superficiales de Internet, donde abunda el mucho de todo. En la medida en que los lazos comienzan a soltarse de los cabellos y a desvanecerse lentamente de la conversación digital cual invasión de mosquitos en verano, apenas una conclusión se delinea: la única tendencia que jamás será demodé es el valor intrínseco del individuo por sobre todo, el resto es sólo coquettería. 🎀
Si te gustó esta nota, hacete socio de Seúl.
Si querés hacer un comentario, mandanos un mail.