LEO ACHILLI
Domingo

El pueblo libertario
de Javier Milei

¿Puede un político definirse como liberal y al mismo tiempo llenar todos los casilleros del líder populista? El candidato de Avanza Libertad muestra que sí.

Desde 2016 Javier Milei viene frecuentando los estudios de televisión y las radios presentándose como un abanderado del liberalismo. Su popularidad parece haber crecido dentro de una franja del electorado, que ve con simpatía la defensa encendida y vehemente que hace Milei de la libertad y disfruta, además, de su estilo políticamente incorrecto, gritón y no exento de insultos hacia la dirigencia política, de la que pasará a formar parte si en noviembre logra una banca de diputado. Las encuestas muestran que va en camino de conseguirlo.

Sin embargo, ¿puede un candidato definirse como liberal y al mismo tiempo tener una cultura política populista? La estrategia, el estilo y el discurso desplegados por Milei en esta campaña muestran, una vez más, las afinidades entre el populismo y ciertas versiones reduccionistas del liberalismo. A algunos podrá parecerles extraño el maridaje entre populismo y liberalismo, que a priori lucen incompatibles. Pero la realidad es que no es nuevo ni original.

Para desarrollar este argumento es preciso definir qué entendemos por populismo. En primer lugar no hay consenso dentro de la academia acerca de qué es exactamente el populismo. A veces se lo usa para designar un tipo particular de política económica, mientras que otras veces es usado para definir una estrategia de liderazgo. Además, ya no es sólo un concepto académico sino que se ha vuelto parte del discurso político. Los políticos y la prensa lo usan habitualmente, aludiendo de manera indistinta a alguna de sus distintas acepciones. Agreguemos que no se trata de un término que tenga una carga valorativa neutral: tanto en el campo de la política como de la economía, el populismo acarrea una connotación negativa, aunque ciertamente hay excepciones.

Neoliberales populistas

En lo económico, si bien la noción de populismo de Dornbusch y Edwards es útil a la hora de entender las características de cierto tipo de política económica, sus etapas y las condiciones que le dan viabilidad, en mi opinión no llega a capturar lo específico del populismo. Si limitamos el populismo a una política económica insustentable –o, para decirlo de modo simple, “pan para hoy, hambre para mañana”– Salvador Allende en Chile y Luis Echeverría en México serían casos de populismo. También lo sería Perón entre 1946 y 1949, pero no entre 1953 y 1955. Pero Carlos Menem, Alberto Fujimori y el segundo mandato de Carlos Andrés Pérez (considerados por los politólogos como ejemplos del nuevo populismo de fines de siglo pasado) no habrían sido populistas según esta definición. Más bien, la historia parece mostrar que las políticas económicas no sustentables, como las que describen Dornbusch y Edwards, no son patrimonio exclusivo de los líderes populistas, y que estos últimos en algunas ocasiones apelan a otro tipo de recetas económicas.

Definiciones como las de Kurt Weyland o Robert Barr me parecen más adecuadas para entender el fenómeno del populismo. Para Weyland, el populismo es una estrategia política a través de la cual los líderes personalistas buscan o ejercen el poder basados en el apoyo directo, no mediado ni institucionalizado, de un gran número de seguidores. Barr define al populismo como un medio para construir o mantener poder basado en la movilización de masas de seguidores a través de apelaciones en contra del establishment y un vínculo plebiscitario. Este tipo de estrategia política no es incompatible con las visiones que reducen el liberalismo a su faceta económica.

El caso extremo es el de Alberto Fujimori, quien en 1992 perpetró un autogolpe con apoyo de las Fuerzas Armadas (y un masivo respaldo de la opinión pública).

La afinidad entre populismo y lo que a veces se llama “neoliberalismo”, por lo tanto, no es novedosa. Muchos de los líderes populistas surgidos tras la tercera ola de democratización aplicaron o intentaron aplicar reformas neoliberales. Por convicción o por conveniencia se aferraron a las reformas de mercado, pero no mostraron el mismo aprecio por el liberalismo político. Más bien lo contrario. El caso extremo desde ya es el de Alberto Fujimori, quien en 1992 perpetró un autogolpe con apoyo de las Fuerzas Armadas (y un masivo respaldo de la opinión pública), cerrando el Congreso y arrestando a referentes opositores.

Por supuesto que no todos los líderes populistas son partidarios del liberalismo económico. Basta con observar los ejemplos de Hugo Chávez o Rafael Correa, quienes justamente llegaron al poder criticando al neoliberalismo. Pero Chávez o Correa comparten con otros líderes populistas que sí implementaron reformas de mercado el estilo del liderazgo verticalista, el desprecio por las organizaciones de la sociedad civil y por los frenos y contrapesos característicos de la democracia representativa.

El discurso de la antipolítica propio del populista es compartido por muchos de los defensores de la necesidad de hacer reformas económicas de manera rápida. ¿Por qué? Porque ven a las demandas de organizaciones de la sociedad civil, las demoras que supone el trámite legislativo de las reformas económicas o las decisiones judiciales adversas como un obstáculo que sólo puede ser superado mediante la concentración de poder en la rama ejecutiva.

La accountability horizontal y una sociedad civil fuerte fueron señalados por Guillermo O’Donnell y Robert Putnam, respectivamente, como factores que hacen a una democracia sólida. Para los líderes populistas, sin importar sus ideas económicas, son una molestia. Para quienes priorizan las reformas de mercado por encima de todas las cosas, también. El ejemplo más reciente del maridaje entre populismo y liberalismo económico es, sin dudas, Jair Bolsonaro en Brasil.

¿Milei es populista?

Salvo que adoptemos la definición económica de Dornbusch y Edwards, la campaña, el estilo y el discurso de Javier Milei son un caso de populismo de manual. El populismo no es acerca de ideología, ya que no hay tal cosa como una ideología populista, sino acerca de método. En Milei está el líder personalista, cuyo vínculo con sus seguidores no es mediado ni institucionalizado. Y está también la apelación contraria al establishment que destaca Barr en su definición de populismo. De existir un manual de campañas populistas, su primera lección sería “atacar a la partidocracia corrupta”, máxima que el economista libertario y ahora dirigente político ha venido siguiendo al pie de la letra. Veamos.

En el cierre de su campaña, Milei señaló: “Lo primero que le voy a decir a la casta política de mierda, chorra, parasitaria e inútil es que jamás iré contra la propiedad privada. Jamás iré contra la libertad. Jamás voy a subir un impuesto. Jamás voy a crear nuevos impuestos”. Días antes había dicho, en relación a la reunión del Consejo de las Américas: “La casta política es la única que progresa y nos quiere pobres. El ajuste no deben hacerlo los jubilados, ni la ciudadanía, tiene que hacerlo la casta política (…) cuando se juntan los políticos es con la única misión de arruinarnos la vida, mañana lo hacen nuevamente”. Al comienzo de su campaña, Milei recordaba, para deleite de sus seguidores: “Hoy comienza la reconstrucción de la Argentina. El año pasado festejaba acá mi cumpleaños y me comprometía a que me iba a meter en política, que me iba a meter en el barro para sacar a los políticos con patadas en el culo”.

El discurso de Milei no parece diferir mucho del de Bolsonaro, quien en la campaña presidencial de 2018 decía: “En los últimos 20 años dos partidos sumergieron a Brasil en la crisis más profunda ética, moral y económica. Vamos a cambiar juntos ese ciclo”. Tampoco luce muy diferente al discurso de Andrés Manuel López Obrador, quien basó su campaña presidencial en la denuncia de la corrupción del “PRIAN”, la conjunción de las siglas del PRI y el PAN: “En estos tiempos, el sistema en su conjunto ha operado para la corrupción, la corrupción se ha institucionalizado. No se trata, como antes, de actos delictivos individuales o de una red de complicidades para hacer negocios al amparo de los cargos públicos; ahora, la corrupción se ha convertido en la principal función del poder político y el encubrimiento, la impunidad y la complicidad son el principal aglutinante de los grupos que se han sucedido en el ejercicio del gobierno, sean del PRI o sean del PAN, es lo que yo llamo la mafia del poder”. O del mismo Hugo Chávez, quien en su campaña presidencial de 1998 decía: “Yo soy un demócrata de pies a cabeza, pero no de esa democracia que ellos, los políticos tradicionales, hundieron en el fango y la podredumbre”. Las propuestas pueden variar, pero, como diría Led Zeppelin, la canción sigue siendo la misma.

Las formas y el fondo

Milei tal vez sorprenda hoy con una excelente elección y otra vez en noviembre. O tal vez no. Es posible que obtenga una banca de diputado. Supongamos que ese sea el caso. ¿Hay algo de riesgoso en ello? Para nada. Tendrá la oportunidad de defender desde su banca en el Congreso la propiedad privada, la baja de impuestos y la reducción de la injerencia estatal sobre la vida de las personas, todos principios con los cuales estoy de acuerdo. Pero a fin de cuentas el líder de Avanza Libertad será uno entre 257 diputados, o en el mejor escenario comandará una bancada pequeña desde la cual se supone que se opondrá a las iniciativas de un gobierno cuya política va a contramano de lo que propone.

Ni las propuestas –algunas difícilmente viables, otras más sensatas– ni las figuras de la historia argentina en las que se referencia Milei deberían ser motivo de preocupación para nadie. En su acto de cierre mencionó, aparte de Alberdi y Gorostiaga, a Mitre, Roca, Sarmiento, Urquiza y San Martín, las mismas figuras que eligió curiosamente Juan Domingo Perón para nombrar las líneas de ferrocarril compradas a los ingleses.

Sin embargo, su estilo agresivo y la conducta de sus seguidores sí deberían preocuparnos un poco más.

Sin embargo, su estilo agresivo y la conducta de sus seguidores sí deberían preocuparnos un poco más. Durante la campaña pudimos escuchar a Milei declarar, probablemente para satisfacción de sus militantes: “¿Sabés qué, Larreta? Como el zurdo de mierda que sos, a un liberal no le podés lustrar ni los zapatos, sorete. Te puedo aplastar aun en silla de ruedas, a ver si lo entendés… (…) Soy el que te dijo que no. El que no quiere ir a reunirse con vos porque considera que sos un gusano asqueroso arrastrado. Capaz de hacer cualquier cosa con tal de ganar una elección. Sabés dónde la vas a ir a buscar, pelado asqueroso de mierda”. Este tipo de discurso dista de ser inocuo. ¿Qué lugar ocupan el pluralismo y la tolerancia, dos valores que son esenciales al liberalismo, en la visión de quien es definido por uno de sus principales socios como “el político liberal más eminente de nuestra época”?

Mientras Milei deleita a sus votantes con sus ataques contra la casta política, ellos cantan “los zurdos tienen miedo”, algo que plantea varios interrogantes: ¿quiénes serían los zurdos? ¿Todos los que estamos a la izquierda de Milei? ¿O sólo los afiliados del Partido Comunista, el Partido Comunista Revolucionario, el Partido Socialista, el Partido Obrero y otros tantos partidos de izquierda? Vaya tolerancia la del político liberal más eminente de nuestra época y la de sus seguidores.

Pero no es sólo eso. ¿A qué deberían temerle los zurdos? A algunos observadores estas amenazas podrían parecerles un detalle, un hecho menor. No lo es. Tampoco debe sorprendernos. Ya hace tiempo que las hemos naturalizado, lamentablemente. Quienes minimizan este tipo de discursos probablemente relativizan también las violentas declaraciones que solemos escuchar en boca de Hebe de Bonafini. Es más, a algunos hasta les debe haber resultado simpática la muestra “Homenaje al pensamiento y al compromiso nacional” que organizó Enrique Albistur en 2011 y en la que una de las atracciones era “tirarle un pelotazo al gorila”.

Las formas hacen al fondo. La convivencia democrática se dificulta cuando el otro es percibido como un enemigo. La democracia es un régimen en el que los oficialismos a veces pierden elecciones y deben ir al llano. Pero ¿cómo tolerar esto si quien está enfrente es un enemigo? Volver a hablar de “zurdos”, “gorilas”, “lucha contra el comunismo” es un verdadero triunfo cultural de la nostalgia setentista. Como en el final de “Deutsches Requiem“, de Jorge Luis Borges, es menos importante la identidad del vencedor que el triunfo del método.

 

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Ignacio Labaqui

Analista político y docente universitario.

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