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Domingo

Milei y la casta global

El nuevo gobierno tiene que aprovechar la red internacional de políticos e intelectuales que se oponen a la "democracia diplomada".

(Esta nota fue publicada en nuestro Anuario 2023 en papelque nuestros suscriptores recibieron gratis y vos podés comprar en Mercado Libre.  Fue escrita en la primera semana de diciembre, antes del cambio de gobierno.)

En 2010, el biólogo e historiador Peter Turchin publicó un artículo en Nature donde afirmaba que, según sus cálculos, alrededor de 2020 el conflicto social estallaría en Estados Unidos. Las revueltas del movimiento Black Lives Matter, a mediados de ese año, y el asalto al Capitolio en los primeros días de 2021 mostraron el acierto de su pronóstico. ¿Cómo pudo predecir aquello con tanta certeza?

El método innovador de Turchin consiste en estudiar las sociedades humanas de la misma manera que antes lo hacía, como biólogo, para analizar las dinámicas de las poblaciones de escarabajos, mariposas, ratones o ciervos: a través de la ciencia de datos. Turchin emplea modelos matemáticos que rastrean las interacciones entre distintos indicadores en apariencia dispares, pero en realidad relacionados. Analizando así durante décadas registros históricos de todos los continentes, compilados durante generaciones, descubrió que las sociedades humanas complejas, en todas partes y en todos los tiempos a lo largo de los milenios, se ven afectadas por olas recurrentes de inestabilidad política, las cuales son causadas por el mismo conjunto básico de factores. ¿Podría entonces el caos político pronosticarse como se hace con el tiempo meteorológico?

Así lo cree Turchin, para quien la tormenta perfecta de las revoluciones y las guerras civiles se genera cuando convergen ciertas variables claramente identificables. La más importante de ellas: los conflictos de las élites, tanto hacia adentro (porque hay más individuos que puestos de prestigio por ocupar, lo que Turchin llama la “sobreproducción de élites”) o bien entre las élites y el resto
de la sociedad, por su acaparamiento de riquezas en tiempos de escasez. El diagnóstico del historiador converge así con una abundante literatura que ha florecido en los últimos años donde se acusa a las élites, más conocidas hoy en nuestro país como “la casta”, de ser la fuerza motriz que está empujando a numerosas naciones occidentales al abismo de la inestabilidad política.

A este fenómeno consagra Turchin su último libro, End Times: Elites, Counter-Elites, and the Path of Political Disintegration (Fin de los tiempos: élites, contra-élites y el camino a la desintegración política), publicado este año. El pronóstico que ahí establece para el futuro cercano de Estados Unidos es sombrío: todas las condiciones para el estallido parecen reunidas, y si no se ha producido ya se debe meramente a que ninguno de los sectores políticos en puja ha logrado encontrar un líder capaz de encauzar su clamor. Pero Turchin cree que el camino hacia la revolución puede darse de la mano de alguien que, por su capacidad para cristalizar la revuelta contra la casta, considera “un hombre muy peligroso”: Tucker Carlson, el periodista que viajó a la Argentina en septiembre para entrevistar a Javier Milei.

Prueba de ello es no sólo la fascinación que genera Milei en los adalides anti-casta del mundo, sino sobre todo el desprecio que por él demuestran los medios internacionales.

El interés de Carlson por Milei aparece así bajo otra luz: lo sepan o no el nuevo presidente y sus votantes, en la lucha contra la casta convergen problemáticas propias a nuestro país y dinámicas globales actualmente en ebullición. Prueba de ello es no sólo la fascinación que genera Milei en los adalides anti-casta del mundo, sino sobre todo el desprecio feroz que por él demuestran los principales medios internacionales, de Le Monde a El País pasando por The New York Times. Así, lo queramos o no, con Milei como presidente la Argentina ingresa oficialmente en la guerra global contra la casta: a partir del 10 de diciembre, nuestro país se ha vuelto el escenario de una batalla decisiva en este conflicto mundial. Entender esto es crucial, tanto para protegerse de los embates internacionales que Milei recibirá y que entrañarán un obstáculo más para la recuperación de la economía, como para ser capaces de aprovechar la oportunidad dorada que esta situación representa para la Argentina.

¿Pero quienes son la élite? Turchin no limita el concepto a la casta política, sino que define como élite a todo aquel que, de una forma u otra, posee poder. La riqueza, desde luego, vuelve poderosos a los billonarios y millonarios pero también a aquellos que, en virtud de profesiones lucrativas, logran ingresar en el decil más bajo de la franja más rica de la población. Asimismo, Turchin resalta otras dos formas de poder, más sutiles, pero no por ello menos importantes. El poder burocrático, es decir aquel ejercido por los funcionarios que disponen de algún tipo de autoridad por sobre sus conciudadanos; y el ideológico, desplegado por periodistas e intelectuales con la capacidad de influir sobre el público, categoría en la que podemos incluir también a los académicos y científicos
a cuya autoridad se remiten los decisores políticos.

Llegamos aquí al meollo del asunto. ¿Cuál es el punto en común entre profesionales, burócratas, formadores de opinión e investigadores? Todos ellos son parte de la “clase diplomada”: un club al que se accede a través de la obtención de un título universitario y que constituye el núcleo duro de la casta global. Como lo explican Mark Bovens y Anchrit Wille en Diploma Democracy (Diplomacia Diplomada, 2017), las democracias occidentales se han convertido en sistemas donde el poder político y económico lo poseen aquellos que ostentan títulos universitarios. Un fenómeno que detalla Michael Lind en The New Class War (La nueva lucha de clases, 2020): en la mayoría de los países desarrollados, los graduados universitarios representan apenas entre el 10% y el 15% de la población, pero proveen la casi totalidad del personal gubernamental, empresarial, de medios y de organizaciones sin fines de lucro, lo cual les permite poseer más del 50% de la riqueza. Lind concluye que los diplomas universitarios son los nuevos títulos de nobleza.

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La metáfora feudal no es anodina: existe hoy, como otrora entre señores y vasallos, un abismo entre las condiciones de vida de los graduados y las del resto de la población. Esto lo documentan Anne Case y Angus Deaton en Deaths of Despair and the Future of Capitalism (Muertes por desesperación y el futuro del capitalismo, 2021). En las últimas décadas, la esperanza de vida de los universitarios se alargó, mientras que la de otros grupos demográficos se redujo. Más elocuente aún es el caso de las muertes “por desesperación”: los suicidios y los decesos relacionados con alcoholismo y drogadicción se cuadriplicaron en los hombres blancos estadounidenses sin título universitario, mientras que se mantuvieron estables en aquellos con estudios superiores.

¿Pero no es acaso algo bueno que quienes lleven las riendas de la sociedad sean aquellos que recibieron una formación universitaria? ¿No estaríamos asistiendo finalmente a la realización del sueño de Platón en su República, de ser gobernados por los más capaces? ¿La casta constituida por la “clase diplomada” no sería una bendición que deberíamos agradecer? Muy por el contrario, dice un número creciente de autores, lo que acontece en Occidente es el advenimiento de una pesadilla. Más allá del problema evidente de representación de que no sea más del 15% de la población quien posea la suma del poder político, económico, mediático y burocrático, la realidad es que la universidad se ha convertido hoy en día en una institución que pone en peligro a las democracias liberales, por cuatro razones.

Para comenzar, las universidades fallan totalmente en la misión que pretenden alcanzar, como lo expone de manera contundente Bryan Caplan en The Case Against Education (El caso contra la educación, 2018). Movilizando una abrumadora cantidad de datos y de estudios experimentales, Caplan explica que, de manera general, los estudios universitarios no incrementan los conocimientos ni mejoran las aptitudes técnicas o las facultades de razonamiento de los graduados. El economista muestra que realizar una carrera universitaria sólo sirve para señalar ciertas cosas ante un potencial empleador: que uno posee un mínimo de inteligencia, que uno tiene disciplina y que uno sabe encajar en el molde. Ese es, hoy, el único valor real de la inmensa mayoría de los títulos universitarios, e imaginar que el conocimiento o el buen juicio vienen adosado a ellos es un error.

En segundo lugar, cursar una carrera universitaria genera hoy una auténtica distorsión cognitiva, que vuelve a los graduados incapaces de insertarse productivamente en la sociedad. Jonathan Haidt y Greg Lukianoff explican esto en The Coddling of the American Mind (La transformación de la mente moderna, 2018). En la mayoría de las universidades occidentales, y sobre todo en las más prestigiosas, la dinámica educativa está basada en tres principios nefastos: la sobreprotección, la subjetividad y el maniqueísmo. Durante sus años universitarios a los estudiantes se los aísla de ideas contrarias a sus creencias y de todo aquello que pueda “ofenderlos”; se toman sus emociones como la vara de la realidad que debe ser confiada por sobre los datos objetivos; y se presenta la Historia y la política como una lucha entre buenos y malos. El resultado: mentes frágiles, ansiosas y que son fácilmente heridas, así como intolerantes ante el disenso y convencidas de obrar por el Bien.

Tercero, la universidad contemporánea ha sacrificado la realidad y la ciencia en el altar de la ideología. Disciplinas enteras en las ciencias sociales se han vuelto un fraude intelectual: meras empresas militantes dedicadas al avance de un sistema de creencias que niega las ciencias naturales. Ya en 1976, el biólogo Robert Trivers afirmaba, en su prefacio a El gen egoísta, de Richard Dawkins, que “en las ciencias sociales han surgido industrias enteras dedicadas a la construcción de una visión pre-darwiniana y pre-mendeliana del mundo social y psicológico”. Dicho de otra forma, la única manera de aceptar la mayor parte de la producción académica en ciencias sociales es negando la biología y la genética, lo cual abre la puerta a todos los terraplanismos, como lo señalan Paul R. Gross y Norman Levitt en Higher Superstition: The Academic Left and Its Quarrels With Science (Alta superstición: la izquierda académica y su lucha contra la ciencia, 1994).

Jóvenes contra la casta

El caso paradigmático de este fenómeno es el de los “estudios de género”, verdadero movimiento sectario disfrazado de disciplina académica, que considera la biología como un enemigo y promueve una negación desinhibida de la realidad, como lo explica Jean-François Braunstein en La Religion woke (2022). Los seguidores de la secta del género, así como quienes adoran otras quimeras provenientes de las ciencias sociales, han logrado la institucionalización de su mundo ilusorio, a través de un proceso que el biólogo Bret Weinstein y el filósofo Peter Boghossian llaman “el lavado de ideas”: posiciones militantes circulan por la universidad, apoyadas por círculos partisanos, y emergen con la etiqueta de “conocimiento”, lo que les otorga una legitimidad científica que no habrían obtenido de otro modo. Son estas disciplinas fraudulentas las que reinan en la universidad actualmente, como lo muestran Helen Pluckrose y James Lindsay en Cynical Theories (Teorías cínicas, 2020). Es tal la fuerza y la virulencia de las quimeras del género, la raza y la identidad que están desplazando a la verdadera ciencia, empezando por la biología, a la que la embestida militante tiene hoy en jaque, como denuncian los biólogos Jerry Coyne y Luana Maroja.

Finalmente, la universidad libra hoy una cruzada contra Occidente. Como cuenta Douglas Murray en The War on the West (La guerra contra Occidente, 2022), desde hace décadas las currículas de estudio han ido eliminado progresivamente todo lo referente al patrimonio cultural occidental, desde las artes hasta la filosofía y la literatura. Los “hombres blancos heterosexuales” deben desaparecer y con ellos sus ideas: en los nuevos planes de estudio, la cultura occidental es considerada la encarnación de todos los males del mundo, así como la responsable de los fracasos de los países pobres. Aborrecer a Occidente es hoy condición necesaria y excluyente en los estudios universitarios, así como lo es manifestar con sobreactuada vehemencia su apoyo a los supuestos desposeídos de la tierra. Ilustración macabra de este fenómeno: la ola de odio contra Israel y de apoyo a los terroristas de Hamás de parte de profesores y estudiantes universitarios por doquier, donde el antisemitismo más rancio se combina con una ideología que desprecia los valores y principios de Occidente, de los cuales Israel es la encarnación.

La universidad hoy está alejada de la misión que se supone debería perseguir, y funciona a las antípodas de los valores de la Ilustración que habrían de animarla.

En resumen, la universidad contemporánea está alejada de la misión de enseñanza y de investigación que se supone debería perseguir, y funciona a las antípodas de los valores de la Ilustración que habrían de animarla. Sus graduados conforman la élite que, desde los medios hasta las instituciones, pasando por la burocracia y la tecnología, pilotea las democracias desarrolladas. Una casta desconectada de sus conciudadanos, en guerra contra las realidades biológicas y sociales, y enceguecida ideológicamente. Es contra ella que se alzan los electorados occidentales, del Brexit a Marine Le Pen pasando por Donald Trump, Giorgia Meloni y más recientemente, Geert Wilders. ¿Pero es ésta la misma casta contra la que luchan los electores de Milei?

Sería una insensatez extrapolar a la Argentina la dinámica de rechazo a la “clase diplomada” propia de los países desarrollados. Pero también lo sería no ver los puntos en común. Si se observa con atención, el vínculo entre un caso y otro quedó patente durante la campaña presidencial. Numerosas bombas de estruendo de Milei fueron dirigidas contra las vacas sagradas de la “clase  diplomada”: feminismo, Conicet, Educación Sexual Integral (ESI), etc. Si esto resonó en el electorado es porque el libertario no hizo más que nombrar problemas que muchos veían, pero a los que nadie les había dado entidad anteriormente. ¿Cómo puede el Conicet pretender ser financiado por el contribuyente cuando alberga en su seno disciplinas fraudulentas? ¿Cómo es posible que exista un ministerio entero fundado en el terraplanismo de género? ¿Cómo puede la UBA decretar “transfeminista” a una de sus facultades, violando así el principio de la Ilustración postulado por Condorcet, de que determinar de antemano la forma de resolver una cuestión es atentar contra la libertad de pensamiento y la independencia de la razón?

Estos interrogantes y estas temáticas son constitutivos de la lucha global contra la casta, de Ushuaia a Toronto y de San Francisco a París. Quienes más fácil lo entienden son también quienes apoyaron masivamente a Milei: los jóvenes. Quizá sea porque son los argentinos más cercanos al mundo: cuando la televisión es Netflix, la música Spotify y la información Tik Tok, el mecánico de Illinois, el desempleado de Normandía y el estudiante de Córdoba comulgan en la indignación. Indignación cultural: basta mirar unos pocos minutos de cualquier serie de Netflix para quedar hastiado por la artificialidad bobalicona de los personajes “diversos” y la narrativa feminista. Indignación educativa: son los jóvenes quienes sufren o han sufrido más recientemente la realidad de una universidad obscenamente ideologizada, que nada tiene que ver con la visión idealizada que de ella aún tienen quienes no pisan las aulas desde hace lustros. Indignación legal: la legión de hombres jóvenes que temen que sus vidas sean destruidas por la falsa denuncia de una mujer. Distintos matices de una misma indignación que sirve para identificar a propios y a ajenos: quienes no se indignan, o peor aun, quienes desprecian a quienes se indignan, probablemente formen parte de la casta.

Particularmente elocuente de este fenómeno es el huracán que generó en octubre la propuesta de la electa diputada Lilia Lemoine en relación con el aborto y la renuncia de paternidad. La extravagancia del personaje eclipsó una realidad tan evidente que convierte a quien no la ve en un misándrico que se ignora, y a quien la ve y calla en un hipócrita: la ley de aborto es profundamente injusta con el hombre. El aborto legal institucionaliza un valioso principio humanista: no se puede forzar a una mujer a llevar adelante un embarazo no deseado. ¿Pero dónde está el humanismo para el hombre, cuando se le impone la manutención de un hijo no deseado? Los argumentos de Lemoine para defender su posición no estuvieron a la altura del debate. Pero sus críticos no fueron mejores: recurrieron a un razonamiento análogo al de los antiabortistas que arguyen falazmente que, si se puede eliminar un feto de ocho semanas, entonces uno también se podría deshacer de un niño de cuatro años. La propuesta de Lemoine fue transformada así en una supuesta renuncia de paternidad a voluntad y aplicable de por vida. ¿Pero por qué no podríamos, con todas las herramientas burocráticas y tecnológicas de las cuales disponemos en esta tercera década del siglo XXI, darles a los hombres una opción de reconocimiento de paternidad circunscripta al número de semanas legales para la realización de un aborto? Sólo así tendríamos una ley de aborto justa, con derechos y obligaciones en igual medida para hombres y mujeres. Esto lo entendió el campo de Milei, y mismo sin ser capaz de formularlo, logró transmitir el mensaje a su electorado. Por el contrario, quienes se escandalizaron por la propuesta, no se dieron cuenta de que estaban señalando su pertenencia a la casta cultural.

El electorado anti-casta en la Argentina comparte así mucho más de lo que aparenta con el movimiento global contra la “clase diplomada”.

El electorado anti-casta en la Argentina comparte así mucho más de lo que aparenta con el movimiento global contra la “clase diplomada”. Desde luego, en nuestro país el nepotismo permite a quienes carecen de un título universitario ocupar puestos de poder que en otros países requerirían estudios superiores. Pero la diferencia entre, por ejemplo, militantes sin título alguno que gozan de abultados sueldos estatales e investigadores en ciencias sociales que obtuvieron sus galones académicos tras consagrarse a fraudes intelectuales como los estudios de género, es similar a la diferencia entre el vendedor de autos en una concesionaria y el senior account executive de una automotriz multinacional: ambos venden el mismo producto, lo único que cambia es la sofisticación discursiva. De esta forma, la Argentina tiene enquistado en sus instituciones lo peor que producen las universidades del mundo, aun careciendo relativamente de los graduados.

Batallar para librarse de esta casta implica necesariamente convertirse en beligerantes de un conflicto global. Los riesgos de esto para nuestro país son altísimos. Pero también lo son los potenciales beneficios.

Las hostilidades ya comenzaron, y creerlas balas de fogueo sería un error. Los argentinos en el extranjero estamos asistiendo a un fenómeno preocupante: los conciudadanos de nuestros países adoptivos nos hacen llegar su pésame por el triunfo de Javier Milei, líder de “extrema derecha, misógino y clima-escéptico” (lo cual, en el léxico de la casta global, equivale a “pedófilo, asesino y caníbal”). Dejando de lado si se debe perdonar o no la ignorancia de los europeos que vienen a explicarles a los argentinos cómo deben votar, la realidad es que no hacen más que repetir lo mismo que leen, escuchan y ven en prensa, radio y televisión. El tratamiento mediático global del triunfo de Milei es tan feroz como falaz: para el establishment mundial, los argentinos hemos pasado a unirnos al deleznable grupo de los “racistas” que votaron a Trump, de los “ignorantes” que votaron por el Brexit y de los “xenófobos” que votaron por Marine Le Pen.

El problema de esto para la Argentina no es sólo reputacional, sino económico. Como explica el multimillonario y precandidato presidencial republicano Vivek Ramaswamy en Woke, Inc. (2021), las corporaciones multinacionales son hoy tanto beligerantes como rehenes de la guerra cultural, lo que para el caso es lo mismo: cualquier asociación personal o corporativa con “la extrema derecha” es considerada un pecado irredimible. Las empresas prefieren entonces la pérdida financiera a la reprobación social en sus países, y, para la casta global, ser clima-escéptico es peor que quedar pegado a Venezuela.

Buscar aliados

Es capital entonces que la administración Milei pueda articular ante el mundo las realidades argentinas que le dieron un apoyo rotundo del electorado, así como el fervor nacional por esos mismos principios y valores de Occidente por los que tantos están luchando hoy en Europa y en Estados Unidos. Como entendió Israel, las relaciones publicas internacionales son capitales para asegurar la defensa nacional y la pedagogía sobre sus razones y objetivos, un arma tan necesaria como un escuadrón de cazas. Quedan entonces definitivamente atrás para Milei los tiempos de la campaña donde podía decir algo sin formularlo. A partir de ahora, la claridad ideológica será un requisito económico, tanto como lo serán los matices y la sutileza argumentativa: por ejemplo, no es necesario negar la realidad del cambio climático antropogénico para rechazar el “culto de la extinción” (como lo llama Elon Musk) de algunos militantes ambientalistas.

Para llegar a eso se deberán encontrar aliados. Afortunadamente, en esto la administración Milei no deberá crear nada nuevo: basta ligar las aspiraciones de la Argentina con las de los lideres políticos, intelectuales y movimientos civiles que libran distintas batallas contra la casta global. En las cuestiones ambientales, por ejemplo, con quienes buscan soluciones tecnológicas para los problemas climáticos, que a su vez aumenten la prosperidad humana. En las cuestiones científicas y educativas, con los numerosos movimientos anglosajones y europeos que están combatiendo la ideologización de los saberes y defendiendo el legado cultural occidental. En la política, finalmente, con aquellos que luchan por la libertad ante las élites que imponen por la fuerza su visión del futuro de la humanidad.

Es aquí, en esta red de aliados, donde se presenta una oportunidad dorada para la Argentina. Elon Musk, quien declaró recientemente que compró Twitter para impedir la expansión del “virus mental” promovido por lo que aquí hemos llamado la “casta global”, consideró que el triunfo de Milei traerá prosperidad para la Argentina. Ramaswamy felicitó al nuevo presidente a través de un video publicado en X. En Francia, las críticas al despilfarro del gobierno están siendo acompañadas de un “ça donne envie d’Argentine” (dan ganas de Argentina). La imagen de Milei con la motosierra se ha convertido en un símbolo ecuménico de la lucha contra la casta. Los electores occidentales que están dando vuelta los tableros políticos de sus países no disimulan su fervor por el libertario. Nunca hubo un mejor momento para vender la marca Argentina como promesa de Occidente, sobre todo ante quienes están dispuestos a poner su dinero donde ponen sus palabras.

Uno de los ejes de campaña de Milei fue el regreso de la Argentina al protagonismo mundial que alguna vez supo tener. Eso es algo que el nuevo presidente, aun desde antes de asumir, consiguió para nuestro país. La pregunta es si la Argentina del cambio será paria o heroína de Occidente.

 

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Leonardo Orlando

Doctor en Ciencia Política y Relaciones Internacionales (Sciences Po, París). Pos-doctorado en Ciencias Cognitivas y Psicología Evolucionista (École Normale Supérieure de Paris). En Twitter es @leogabo.

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