Domingo

Mi amigo el comodoro

Miguel Vicente Guerrero, oficial de la Fuerza Aérea, piloto en Malvinas, cerebro del misil Cóndor II. Y vecino de La Lucila.

Miguel Vicente Guerrero, el comodoro, podría haber recuperado las islas Malvinas. Pero un país que desconoce a sus valores y recuerda a sus héroes demasiado tarde no merece llamarse país. El comodoro fue mi mentor y amigo. Piloteó un Mirage en la guerra y craneó el misil Cóndor. Murió hace dos años frente a mi casa.

La cerámica es el gran secreto de la muralla china: “Ese célebre ladrillo azul”, me dijo una vez. Vicente Guerrero fue mi vecino de las ciencias. Una Navidad en el súper, haciendo la compras, dijo: “No tengo mejor compañía que la mía”. Fue un Google de mi vida. Yo simplemente dictaba una palabra o hacía una pregunta y él abría los links del complejo buscador universal. Era el vecino que dio la vuelta al mundo en la Fragata Libertad. El hombre que no conectaba con ciertas civilizaciones, como me dijo una vez: “Con ciertas civilizaciones no religo, no establezco ningún tipo de conexión”.

Miguel era frases y fragmentos dispersos que tenía que amar por mi cuenta. No era un tirapostas. Derramaba las pistas y después yo tenía que unir los puntos, como tenía que unir los pinos plantados en La Lucila que marcaban el camino de lo que una vez había sido la gran casa de Anchorena. Vestigios de una historia. Somos únicos, originales y complejos, me decía. Los momentos son originales y complejos en su tiempo pero ojo que el número de elementos en cada universo es limitado, por eso todo tiende a repetirse. “Porque todo esto usted lo va a volver a vivir”.

Miguel era frases y fragmentos dispersos que tenía que amar por mi cuenta. No era un tirapostas.

El comodoro fue quien me decía: “Vos solo no vas a poder”. El que decía que el amor es un truco, una trampa de la naturaleza que se vive solo, una carnada para seguir tejiendo el telar de la abundancia, la insaciabilidad, los sindicatos familiares, la guerra, los clubes de fútbol, los talleres literarios, las salas de espera. El amor es un cuento, un señuelo para darle continuidad a la larga novela de cada civilización. Tenemos que ser menos, no más. Pero es un gran truco. El mejor invento es el amor al prójimo.

Miguel Vicente Guerrero, ¿nos volveremos a ver? Qué difícil saber. Habría tantas cosas que contar. Sé que estuve escuchando las historias de Malvinas, de masones, tu Mirage, el Pucará, el Arsat de los ’80, el misil Cóndor II. Sus salidas sigilosas, tus reuniones misteriosas. Siempre andabas de traje, Miguel.

Vicente, mi vecino de los cielos, decano de la Facultad de Ciencias y Tecnología, miembro honorario del MIT. Por qué me hablabas a mí. Por qué me prestabas los libros de Curzio Malaparte, de Montaigne, Camus, Honoré de Balzac, Séneca, Borges y Forsyth. Calvino. Era extraño que compartieras su número de teléfono. Y con los años mandabas WhatsApp con notas rarísimas de conflictos lejanos, conspiraciones presuntas, soberanas.

Por qué me hablabas a mí. Por qué me prestabas los libros de Curzio Malaparte, de Montaigne, Camus, Honoré de Balzac, Séneca, Borges y Forsyth. Calvino.

Dicen que naciste en San Juan, un año antes del gran sismo del ’44. El Comodoro Miguel Vicente Guerrero, Master of Science del MIT y ex presidente de la Comisión Nacional de Investigaciones Espaciales. Volabas, Miguel. Eras demasiado grande para ser vecino mío. ¿Eras consciente de que yo no entendía nada? Te gustaba decir que eras uno de los chosen ones, un sobreviviente elegido. En la guerra fuiste reconocido por el enemigo por tu coraje. Tenías más en común con los enemigos que con tus amigos.

Una foto en un Skyhawk

Me dejaste una foto donde se los ve en el cockpit, piloteando un Skyhawk, esas naves usadas en Vietnam. Eras un distinto. Una vez en unos de nuestros encuentros casuales te dije: “Vicente, pienso en la muerte”. Me dijiste: “Es normal, no me sorprende”. Te tomaste tu tiempo, dejaste la bolsa del Día en el piso y te apoyaste sobre una reja de una casa. Y dijiste: “Después del paracaídas llega la angustia, el vacío después de la boda, la angustia del estudiante después de aprender tantas cosas y el fin de su carrera, ese gap year, Para el soldado que vuelve de la guerra, la vida puede ser insoportable. Uno tiende a pegarse un chumbazo. La adrenalina acumulada y sostenida se acaba y la carencia de serotonina lo aniquila. Wilson, todos, o casi todos queremos irnos después del mayor ruido de nuestras vidas. Nos queremos sacar esta piel como Henri Charrière Papillon en la cárcel de las Islas de la Salvación, en la Guayana francesa”.

Te vas, solo, te vas. Necesitás algo externo para salir del barro, de la arena movediza. Y la rama se rompe aunque esté a tu alcance, por eso el amor es un buen truco, la religión es un bastón para poder caminar. Todo sirve pero nada sirve si no creés. Creés en Boca Juniors, les creés a tus padres. Me creés a mí. De nada sirve no creer. Y vos ya no creés. Qué vas a creer. Pero existe la ciencia y la medicina para empezar. Basta ya de los excesos, las mujeres, el vinito. Ahora, si usted elige continuar su vida va a ser otra con vínculos nuevos, y algún dios. Nadie quiere morir solo. “Nadie puede morir solo”, dijiste. Usted va a hablar con gente, y entre esa gente va a haber quien le arregle el cortocircuito, la sinapsis, como analgésicos para la cabeza.

“Nadie puede morir solo”, dijiste. Usted va a hablar con gente, y entre esa gente va a haber quien le arregle el cortocircuito.

Con vos Miguel se daba la luz entre dos logos. De la nada me dijiste que la V de Perón la había inventado Churchill y que no era de victory, sino que era por la 5° Sinfonía de Beethoven, ta ta ta taaaan, ta ta ta taaan, que significaba la renovación del hombre y todas las radios trasmitían fuerte esa sinfonía en todas las radios cuando atacaban los países ocupados.

¿Te fuiste solo? En quién pensaste cuando te tiraron el fierro como a Matutito. “Sea libre de todo esto”, me dijiste. Me costaba seguirte el hilo, Vicente, la persona más nacional que conozco, el de la ciudad de los primeros. Cuando hablabas parecías mirar los átomos de los que estamos hechos y adentro de esos átomos que nos rodean aunque me diga: “Tranquilo que yo no me disperso. Yo rezo por usted”. Se reía hacía años cuando miraba las vías del ferrocarril y me decía que íbamos a terminar todos vendiendo tomates. Y de ahí pasábamos al Tratado de Tordesillas. Ah, la bula papal que sigue con la línea punteada que marcó el nuevo territorio, y de ahí el eu fico de los portugueses: yo me quedo.

“Sea libre de todo esto”, me dijiste. Me costaba seguirte el hilo, Vicente, la persona más nacional que conozco

“Por algo me llamo como me llamo”, me dijo aquella vez cuando lo alcancé hasta la avenida. Cuando le dije que ciertas cosas me confundían, que la realidad me resultaba confusa, Guerrero me contestó: “No existe tal cosa, no se confunda. Libérese de todo esto. Ni Nelson creyó en Trafalgar”. Hablaste del Palacio de las Aguas Corrientes y el museo en Riobamba y Viamonte. Y de Bateman, su constructor.

Acá no iba a haber nada, por eso la fiebre se los llevó a todos. Acá de repente, como todo, todo de un momento a otro hubo hacinamiento y el cólera mató a 1.500, la tifoidea mató a 500, y en 1871 pasó la histórica epidemia de la fiebre amarilla que se llevó a 14.000 de las 178.000 personas que vivían en esto que no era el Alto Perú. Y ahí lo mandaron a traer a Bateman, el ingeniero, y esto fue el tanque de agua más grande del mundo. Nadie había hecho un depósito así. Y empezaron a venir porque había agua. “La cosa pasaba por Potosí”, y me dice el número de la población. “Acá no pasaba nada. Con Buenos Aires nadie quería saber nada”.

Vicente se murió un domingo por la mañana. Puteó y dijo, según me contó el hijo, que ni a patadas lo sacarían en silla de ruedas. Dio un último suspiro sintiendo el ataque más tremendo. Miró al techo, vio el cielo y sintió el pedazo de fierro caer del cielo de la segunda bandeja de local como cuando mataron a Matutito.

Miro el cielo de La Lucila. Veo las copas de los pinos que plantó Lucila de Anchorena, la que se tiró de la torre de su quinta. Alguien vendió su anillo y construyeron la catedral. Miro el cielo y los imagino volando juntos a él, Guerrero y a mi abuelo. Arriba de nosotros hay una ruta aérea. El cóndor pasa. “¡Wilson! No se olvide. Jesús era palestino”.

Miguel Vicente Guerrero, no sé por qué me puse a pensar en usted. Será que no tuve tiempo para entenderlo todo aquella vez. Vicente, generoso me dejó caminar con él.

Miguel
científico y poeta de verdad.
En la pequeña gloria cotidiana
Dios me hablaba a través de vos.
Siempre al frente temerario o valiente

Un ejemplo de talento y gente. Un tipo de San Juan que zafó del sismo, sobrevivió a la guerra y dejó una huella en Capitán Justo Bérmudez, un punto neurálgico de La Lucila y del Gran Buenos Aires, nuestro espacio en un tiempo fugaz del universo.

Si quieren las islas ahora hagan la colimba ustedes y sus hijos.

 

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Martín Wilson

Autor de 12 Barrancas y Qué paja ir al centro (Notanpuan) y El que no salta es un inglés (Tenemos las Máquinas). Trabajó como redactor en agencias de publicidad y en televisión. Vive en Canelones (Uruguay). 

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