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Si alguien me hubiera dicho hace tres o cuatro años que yo elegiría vivir en el microcentro de Buenos Aires, me habría reído. ¿El centro? ¿El de las marchas, el ruido, la basura? Alquilar para salir del paso podría haber sido entendible. Con algo de capital, hacer una inversión y lucrar con turistas también. ¿Pero vivir en el microcentro por elección?
Sin embargo, acá estoy. Acá estamos, en realidad, porque mi novia y yo nos hemos mudado a microcentro hace unos seis meses, específicamente a la más bien ignota Plaza Suipacha. En 2023 vimos una oportunidad de compra, una señal de piso histórico: en un país pasado arrasado por décadas de destrucción, al centro de Buenos Aires solo podían verlo con esperanza especuladores que confiaran en un futuro promisorio. Todavía está por verse si ese futuro llegará, pero en caso de que alguien se esté preguntando cómo es vivir en el microcentro de Buenos Aires en 2025, nosotros compramos un departamento, lo reformamos y ahora vivimos en él.
La característica definitoria del microcentro –tanto para verlo como (ahora descubro) para vivirlo– es su monumentalidad. Nos retrotrae a la época en la que Argentina fue una potencia generadora de riqueza. Pero no se trata solamente de salir a caminar y encontrar a pocos pasos el Obelisco o el Teatro Colón, que sacan sonrisas en cualquier admirador de la arquitectura o en cualquier nostálgico de la Argentina potencia. Caminar por el microcentro también permite ver fachadas coloniales, neogóticas, neoclásicas, art decó, art nouveau, racionalistas, cúpulas, gárgolas, fuentes, pequeños monumentos, pasajes, adoquines, farolas, espacios verdes escondidos, jacarandás, cafés históricos, locales antiquísimos e hiperespecializados: bellezas de tanta intensidad que no dejan de conmoverme cada vez que paso por delante. Cuando camino por Diagonal Norte, no puedo creer lo que veo.
Quizás pueda argumentarse que lo que es lindo del microcentro es aquello que ya no es lindo del resto de Buenos Aires o del país.
Quizás pueda argumentarse que lo lindo del microcentro es aquello que ya no es lindo del resto de Buenos Aires o del país, una muestra de lo que quisimos pero no pudimos ser. Pero el microcentro está ahí hoy para cualquiera que lo quiera vivir, sea o no un vecino del lugar. Ni el arte ni los locales cada vez más elegantes de las Galerías Pacífico son un espejismo; tampoco lo son el Brighton, la London, Paulín, Rhoder’s, Glenmore ni tantos otros históricos locales de distinto tipo. Están ahí. La confitería Ideal, por caso, brilla ahora con un esplendor original que había perdido y solo ahora ha recuperado: es un privilegio que por muy poco dinero uno pueda tomar un café dentro de un monumento viviente.
Para mí, vivir en el microcentro se siente como ser parte de una historia más amplia. Quizás donde estoy sentado ahora mismo en el comedor de mi casa alguien haya seguido los avatares de la Segunda Guerra Mundial. ¿Por qué no? Después de todo, mi edificio estaba en pie en aquella época y no se veía muy diferente respecto de hoy: he visto fotos de hace un siglo donde se puede ver la que hoy es mi casa. Ese valor en sí mismo es incomensurable.
De hecho, una de las razones por las que disfruto vivir en el microcentro es que hemos podido trasladar su monumentalidad a nuestro propio hogar. No son tantos los barrios donde un particular pueda acceder a techos de tres metros y medio, pisos de pinotea o paredes de verdad mientras simultáneamente obtiene un precio por metro cuadrado irrisorio: el microcentro es uno de ellos. Sí, sabemos que si viviéramos seis cuadras al norte, del otro lado de la avenida Santa Fe, nuestro departamento costaría tres veces más, pero precisamente por esa razón no sería nuestro. No lo hubiéramos podido comprar.
Historia viva
En mi vida cotidiana, y dado que quiero conocer tanto del microcentro como me sea posible, aprovecho cada oportunidad para entrar en edificios cuyas fachadas esconden lugares extraordinarios. Ver desde afuera la central del Banco Nación o la sede de la Fundación Bunge y Born me dio una idea de que adentro había una historia que valía la pena conocer, pero no me preparó para el hecho de que solo entrar allí hoy fuera impactante. Nuevamente, este principio es cierto para edificios simbólicos o para otros comunes y corrientes: mi otorrinolaringólogo, si vamos al caso, atiende en un edificio de oficinas de Córdoba y Carlos Pellegrini que no se ve bien mantenido por fuera, pero que deslumbra con su lobby de mármol y ascensores de reja antiguos. La oficina en sí misma, saturada de vitraux y muebles de más de cien años, parece haber sido un palacio familiar. Es historia viviente.
Algo similar me ocurre en una cuadra común y corriente: Hipólito Yrigoyen entre Chacabuco y Perú, donde un amigo canadiense que conocí cuando vivía en Retiro decidió comprar un departamento, remodelarlo e irse a vivir. El caso es diferente al de mi otorrinolaringólogo pero igual de extraordinario: en lugar de mantener el departamento tal y como se veía hace décadas, está convirtiendo un espacio abandonado en un loft espectacular, ecléctico en cuanto a luces, espejos y cuadros, donde se vendrá a vivir cuando liquide su actual residencia en Montreal. No hay errores en esta historia: mi amigo, sexagenario él, se irá de Canadá y vendrá definitivamente a Argentina a retirarse.
Como si la belleza contemporánea del microcentro fuera poco, hay noticias alentadoras. La recuperación del Edificio del Plata, la mudanza de la Universidad del CEMA a la vieja Tienda Maple, el avance de la peatonalización de las calles y algunos nuevos edificios de pequeños departamentos en construcción dejan ver un futuro en el que, quizás, vuelvan al centro algunos grupos que huyeron en las últimas décadas. Claro, cualquier soñador quiere que se recupere Harrod’s o que galerías como la Güemes funcionen como funcionan en Europa. Algunas veces esos deseos parecen sueños, pero en otros casos la renovación empieza a llegar: ¿quién hubiera pensado que el Pasaje Roverano, a metros del departamento de mi ex vecino y durante tanto tiempo caído, hoy tendría una nueva e impecable tienda de sombreros? Los monumentos vuelven a la vida.
¿Quién hubiera pensado que el Pasaje Roverano, durante tanto tiempo caído, hoy tendría una nueva e impecable tienda de sombreros?
La innovación en el microcentro no viene solo de parte de grandes inversores, sino también de parte de otros pequeños y de quienes pueblan actualmente el barrio. Así, con escasos meses de diferencia pueden abrir, a pocas cuadras de distancia, locales tan distintos como el bohemio Acuario y el japonés Sansei. Los locales asiáticos, por cierto, han conformado en el microcentro un verdadero polo gastronómico que atrae a locales y no locales. Chinos, coreanos, japoneses proliferan con locales atendidos por ellos mismos y que por eso mismo resultan atractivos para un público porteño cada vez más globalizado. El primer día que fui a Toki, que sirve un café excelente, quedé impactado porque me parecía solo ver empleados y clientela japoneses. Hoy mismo veo todos los días, a la vuelta de mi casa, un enorme local de comida china sin un solo cartel en español, con frecuencia al tope de su capacidad, y donde nunca hay menos de 75% de concurrencia probablemente china.
Además de los asiáticos, también dejan su impronta gastronómica en el microcentro los latinos. Muchos viven acá, aunque es probable que sus novedades vengan impulsadas más por la necesidad que por un amor particular por el barrio. Después de todo, deben haber llegado acá por un motivo similar al mío: los bajos precios.
Un hecho particularmente agradable de vivir en el centro es estar en contacto con turistas nacionales y extranjeros, para los cuales la zona es imperdible. Ver que otros ven belleza, que miran para arriba, que sacan fotos, que se asombran de lo que ven me recuerda que vivo en un lugar extraordinario. Son los turistas, además, quienes dan la nota en el barrio los fines de semana cuando los oficinistas ya no están y no solamente en Corrientes, el Broadway que supimos conseguir, sino también dentro del barrio. Nunca había imaginado hasta qué punto la existencia de hoteles en las calles internas es buena para mantener un barrio seguro.
La densidad del microcentro, en efecto, es muy diferente en días hábiles e inhábiles. Como habitante del barrio y persona que trabaja (pese a difamaciones varias), es muy agradable que el ruido comercial de la semana deje paso a silencios sabatinos y dominicales, porque esa diferencia se alinea con mi estilo de vida. Permite, al mismo tiempo, disfrutar de todo tipo de servicios al alcance de la mano y descansar el fin de semana.
¿Cómo no ser optimista?
La famosa “ciudad de 15 minutos”, que algún lunático cree parte de agendas que buscan el control de las personas, es el orden espontáneo del microcentro porteño. En solo cien metros a la redonda tengo al menos dos supermercados, tres farmacias, cuatro cafés de especialidad y otros que no lo son, varios restaurantes o locales de comida para llevar, estacionamientos, kioscos, una plaza, consultorios de un hospital, un banco: lo que sea que uno quiera lo puede conseguir en el microcentro. Increíblemente, mientras miro el mapa para escribir esta crónica me doy cuenta de que tengo una pileta de natación enfrente de mi casa. Abajo comenzaron obras para un nuevo café. Ahora hay una oficina en el local a la calle que estaba vacío, y restauran la fachada de un edificio neoclásico.
Vivir en el microcentro permite, además, irse rápidamente a cualquier lado. Decenas de colectivos, casi todos los subtes, avenidas monumentales, incluso las sendas peatonales son caminos que funcionan razonablemente bien. Los marplatenses como yo, si quieren irse de visita de vuelta a casa, acceden rápido a la autopista hacia el sur. Los que gustan de zona norte pueden, con solo transitar unas cuadras, salir hacia allá también vía autopista. Afortunadamente, la era Milei ha traído consigo un poco de cordura con el fin de los cortes de calle permanentes: el tránsito fluye.
Afortunadamente, la era Milei ha traído consigo un poco de cordura con el fin de los cortes de calle permanentes: el tránsito fluye.
“Si todo es tan perfecto, ¿por qué nadie quiere vivir en microcentro?”, me podría preguntar cualquiera de ustedes con razón. No lo es, claro. ¿Qué le falta para ser un barrio atractivo para familias? ¿Viviendas? El gran desafío es reconvertir viejos edificios de oficinas, tarea que no es nada sencilla, pero sigue habiendo hoy un buen stock de viviendas disponibles para cualquiera. ¿Escuelas? Quizás. Los colegios públicos de la zona, joyas de otra época, tienden cada vez más hacia la marginalidad; una verdad incómoda, pero no por eso es menos cierta. ¿Hospitales? Los hay en buenas cantidades y suficientemente cerca.
Varios de los problemas que afectan al microcentro, en realidad, no son diferentes de los que afectan a otros barrios y tienen su raíz en la decadencia económica que ha vivido nuestro país. La basura en la calle, el olor a pis en los contenedores, las peleas por las noches encuentran su explicación en el aumento de la indigencia, y si parecen exacerbados en el microcentro eso solo ocurre por una cuestión de densidad. Que existan inmuebles tomados o edificios deslucidos, a su turno, también tiene que ver con la no protección del derecho de propiedad y la penuria económica. Sí, si hubiera una policía mejor entrenada y menos impotente podría ponerse un poco de orden en medio del desorden, pero en realidad pocos de estos problemas son de naturaleza barrial. El corolario es que si Argentina mejora, el microcentro debe mejorar.
Seis meses después de habernos mudado, seguimos eligiendo el microcentro. A la gente grande le trae buenos recuerdos y eso está muy bien. Nosotros estamos creando los nuestros.
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