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El estado crítico de nuestro país podría resumirse en las siguientes dos afirmaciones. Primero: la Argentina posee formalmente un régimen representativo, republicano y federal de gobierno, pero en la práctica está organizada según un sistema corporativo de intereses particulares concurrentes, que depredan de diversas formas los recursos del Estado: administración pública en los tres niveles, empresarios prebendarios, organizaciones sociales, sindicatos y mil kiosquitos parasitarios.
Segundo: este sistema corporativo de intereses parciales ha hecho crecer al Estado a un volumen tal que ha terminado por aplastar las energías vitales del país, al tiempo que las consume para su propio engorde. Sólo el sufrimiento lento que el primero causa al segundo puede ser argumento de la viabilidad de esa relación. Vampirismo y asfixia.
Este estado de las cosas ha tenido dos consecuencias principales: por un lado, ha condenado al país a un presente de pobreza, atraso y declinación. También de tristeza, que es un estado anímico que nunca hay que subestimar. Un Estado caro e ineficaz, alimentado y acicalado por los sucesivos gobiernos, se ha convertido en un factor adverso en la vida de los argentinos. Por el otro, el uso inescrupuloso y discrecional de los recursos públicos ha generado un enorme sistema de corrupción, que profundiza la primera y más grave venalidad, que es la de la ineficacia: la incapacidad o la negligencia para cumplir los objetivos de la función pública.
Hacía falta un programa liberal. Un proyecto de restablecimiento del sistema político formal, vaciado de contenido durante décadas y décadas por la tenia saginata del corporativismo. Primero apuntar directamente al tamaño y las funciones del Estado. Paradójicamente, sólo un discurso contra el Estado podía ser la legitimación de un plan de reformas del Estado, en este país en que los discursos se han convertido en el camuflaje de acciones contrarias. Después iniciar la reconstrucción de la institucionalidad liberal, desfigurada por mil leyes y regulaciones que han cimentado el estado corporativo.
Sólo un discurso contra el Estado podía ser la legitimación de un plan de reformas del Estado.
Para ello hacía falta el concurso de dos factores: la circunstancia y el ejecutor. La circunstancia parecía remota, dado el extendido consenso contrario a los principios liberales que existen en la mayoría de la población. El sentido común argentino no es —aunque alguna vez lo fue— de orientación liberal. La idea del rol ordenador y previsor del Estado está —o estaba— muy arraigada entre nosotros. Las ideas liberales llevan casi un siglo de desprestigio en la Argentina.
Pues bien: ese sentido común explotó en añicos con la brutal cuarentena con la que el gobierno de Alberto Fernández castigó a la población. En ese momento el “Estado presente” (su ideología) se transformó ostensiblemente de aliado (con todas las limitaciones del tal concepto) en enemigo. Les prohibió a los argentinos ir a trabajar, mandar al colegio a los chicos, ir a la Iglesia, salir a divertirse. Cuidar a sus viejos, a sus enfermos, despedir a sus muertos. De golpe, las circunstancias se hacían favorables para un proyecto liberal.
Faltaba entonces el ejecutor. ¿Quién lo llevaría a cabo? Precisamente por su escaso arraigo entre la ciudadanía y también entre las élites dirigentes, los programas liberales siempre necesitaron un vector para llevar a cabo su programa. En los años ’80 circulaba un conocido chiste: “¿Cómo les dicen a los liberales? Chichones, porque salen después del golpe”.
Primero fueron los militares, después el peronismo de Menem. Nunca llegó por impulso y fuerza propia. Esos experimentos no terminaron bien. En esta ocasión no sería diferente, al menos al principio, a pesar de su popularidad creciente: por primera vez el liberalismo captaba la imaginación y las expectativas de capas de población tradicionalmente hegemonizadas por el peronismo. La explosiva popularidad de Javier Milei como personalidad de los medios empezó a trascender al plano de la política cuando decidió presentarse como candidato a diputado en las elecciones de 2021. Entonces parecía un fenómeno interesante y con proyección, pero con pocas capacidades para convertirse en un verdadero factor de poder a tener en cuenta.
Oportunidad inesperada
Lo que cambió esas modestas perspectivas fue la oportunidad que identificó el gobierno para dividir a la oposición y obtener la reelección. Milei aparecía como un competidor directo de la fuerza política opositora dominante, Juntos por el Cambio. Compartía con parte de su composición el programa liberal. Milei aparecía así como la opción liberal pura, frente a una coalición de centro con socios abiertamente socialdemócratas.
La campaña presidencial de Milei en su primera fase fue vectorizada por recursos humanos, comunicacionales y materiales proveniente de la estructura del candidato del oficialismo, Sergio Massa. Massa pensó que podría vencer a la oposición alfa y controlar a la oposición beta con facilidad. El proyecto salió mal. Es lo que les pasa a quienes adelantan demasiadas jugadas del adversario. El peronismo subestimó la indignación de los argentinos. Juntos por el Cambio subestimó la esperanza. Ni el securitismo de Patricia Bullrich ni el talante burocrático y dialogante de Horacio Rodríguez Larreta fueron intérpretes eficaces de esa mezcla de rabia y esperanza que supo capitalizar Milei. Mauricio Macri lo entendió y su apoyo fue decisivo para que alcanzara la victoria en el balotaje de noviembre de 2023.
Se constituía en gobierno una fuerza política con un programa radical de reformas, un estilo característico de choque y confrontación y fuerzas muy menguadas para llevarlo a cabo. El menos auspicioso de los escenarios. La mayor parte de los análisis políticos, sin abandonar sus principales impugnaciones hasta el momento —el equilibrio mental del flamante presidente, la radicalidad de sus postulados ideológicos, la debilidad de su estructura— se entretuvieron en ponerle una fecha de caducidad al gobierno. Que marzo, que abril, que agosto. Tiempo después tuvieron que abandonar los diagnósticos fáciles —el psicológico, el ideológico— para hacer análisis político en serio. No les fue fácil reconocer que estaban equivocados.
Todos quieren subirse al carro del vencedor. Y al contrario: los nuevos dueños del poder deben apelar a cuanto recurso humano se les ofrece.
Pero no nos adelantemos. El nuevo gobierno asumió con dos características propias. Por un lado se presentó como un fenómeno aluvional, que es lo que sucede cuando se producen cambios profundos en los elencos y las estructuras políticas. Todos quieren subirse al carro del vencedor. Y al contrario: los nuevos dueños del poder deben apelar a cuanto recurso humano se les ofrece. Ocupan los puestos decisorios y subordinados un sinfín de arrimados, provenientes de diversas extracciones políticas. Massistas, el PRO, peronistas de diversos pelajes, hasta radicales. Ocurrió con Yrigoyen y también con Perón.
Se ofrecía una posibilidad de apelar a buenos profesionales de clase media, provenientes de la actividad privada, no contaminados con los vicios del Estado o de la política. Maquiavelo decía que las mejores tropas eran las propias, las mercenarias eran malas y las prestadas por otros príncipes eran las peores. Fernando Escalante contradijo las enseñanzas del maestro florentino: mejor los viejos sirvientes del poder que los entusiastas capacitados. Estos últimos tienen un serio inconveniente: contrariamente a los viejos militantes, no entienden el imperativo de subordinarse cuando es necesario.
Esa situación hizo al Gobierno sospechoso de entrar en los juegos de la casta. Lo cierto es que todo régimen nuevo es obra de hombres surgidos y formados en el anterior. De hecho, la decisión de confiar la conducción de la economía a referentes del PRO fue decisiva para el mayor logro del Gobierno hasta hoy.
El recurso humano con el que se constituyó en gobierno contrastó violentamente con las iniciativas radicalizadas con las que abrió su gestión: la Ley Bases —un ambicioso programa de reformas de varias áreas sensibles— y un extenso paquete de desregulaciones de múltiples actividades. La primera fue contundentemente derrotada en el Congreso, lo que sirvió para poner en evidencia la estrecha colusión de la clase política con los intereses corporativos.
Siempre la economía
Mientras tanto, con Luis Caputo en la conducción del Ministerio de Economía, el gobierno puso en marcha un decidido programa de reducción de la inflación, sin reparar en ajustes severos ni en medidas recesivas. Arrancaba así un plan económico que debía comenzar por restablecer el valor de la moneda, echar las bases de un sistema financiero confiable y recomponer la estructura de precios y equivalencias. A un año de asumir el Gobierno ha conseguido índices siempre menguantes de inflación, ha estabilizado el valor del dólar y se apresta a liberar su intercambio.
Esta política central del Gobierno responde a las prioridades que se ha fijado. Al principio explicamos cuáles eran las consecuencias del corporativismo encubierto que organiza la vida pública del país. En virtud de sus prioridades y también del capital político del que dispone, ha decidido avanzar en el restablecimiento de las bases para la prosperidad de los argentinos (economía) postergando otro de sus objetivos enunciados: la lucha contra la casta en sus formas más aberrantes (corrupción). Es apenas el principio de un largo camino que lleva a la reactivación de la economía. Pero no era posible tomar ningún atajo.
Motivan esta decisión razones elementales de realismo político. En primer lugar, lo que verdaderamente supone un cambio en la vida de los argentinos es volver a la senda del crecimiento económico. En segundo lugar, para una fuerza política con minoría en ambas cámaras como La Libertad Avanza resulta imprescindible contar con capacidades de presión y negociación con la llamada casta. Sin su anuencia es imposible consolidar políticas de largo alcance. Si se la hostiliza con iniciativas de lucha contra la corrupción sencillamente se extravían los objetivos fijados.
Para una fuerza política con minoría en ambas cámaras como La Libertad Avanza resulta imprescindible contar con capacidades de presión y negociación con la llamada casta.
Como resulta evidente, tales reacomodamientos en las metas propuestas motivan el desencanto de unos y la sorna de otros: “Les dijimos que (también) son la casta”. Lo cierto es que todo fin demanda medios proporcionados. Si no lo son, o no alcanzan, es preciso revisar los objetivos. A todos nos indigna el desfile de impunes, de corruptos y abusadores. Pero contra lo que pudiera parecer, no es el centro de la batalla. El programa liberal se ensucia, parece revuelto, contaminado con la escoria del régimen anterior. ¿Podía realmente esperarse otra cosa?
El problema de fondo es el siguiente: ¿cuáles son las condiciones para la realización de un programa político liberal en la Argentina? Como hemos venido tratando de explicar, la institucionalidad liberal en el país ha sido reducida a un mera caparazón formal, que oculta un organismo de otra índole. Es preciso una tarea de refundación. Esa refundación no puede sujetarse voluntariamente a la moralidad que pretende fundar. Es necesario apelar a recursos habituales, luchar contra el antiguo régimen con sus propias armas. No me consta que Borges haya dicho que hay que tener cuidado al elegir al enemigo porque uno termina pareciéndose a él, pero es una gran verdad. Leo Strauss explica en qué consiste la fundación de un nuevo orden:
El planteamiento tradicional estaba basado en la asunción de que la moralidad era algo sustancial: ésta es una fuerza en el alma humana, a pesar de lo ineficaz que puede ser, especialmente en los asuntos propios de los estados y los reinos. Contra esta idea, Maquiavelo argumenta del siguiente modo: la virtud puede ser practicada sólo dentro de una sociedad; el hombre debe ser acostumbrado a la virtud a través de las leyes, las costumbres y demás. Los hombres deben ser educados en la virtud por seres humanos. Pero, para citar al maquiavélico Karl Marx, los propios educadores deben ser educados. Los educadores originales, los fundadores de la sociedad, no pudieron ser educados en la virtud: el fundador de Roma fue un fratricida. La moralidad es posible sólo dentro de un contexto que no puede ser creado por la moralidad, puesto que la moralidad no se puede crear a sí misma. El contexto dentro del cual la moralidad es posible es creada por la inmoralidad. La moralidad se apoya en la inmoralidad, la justicia se funda en la injusticia, del mismo modo que toda legitimidad en definitiva descansa sobre fundamentos revolucionarios. El hombre no está dirigido naturalmente hacia la virtud.
¿Qué vendría a ser el momento fundacional de un régimen? Durante todo el año pasado, cuando vieron que se trataba de algo más que de un mero epifenómeno, los analistas, comentadores y dirigentes políticos repitieron hasta el hartazgo una categoría que les parecía que definía a la perfección a Milei: es la antipolitica, el embate contra la política como actividad rectora de la vida social. Pues bien: a un año de su investidura como presidente, la Argentina vive un presente intensamente político, principial, tal como le gustaba a Hannah Arendt. Dicha fundación supone, por un lado, aceleración de los cambios. Por el otro, la repentina obsolescencia de las antiguas estructuras, creencias, presupuestos.
Lo que resulta más propio para nuestra mentalidad racionalista e ilustrada es analizar los procesos políticos por los fines que se ha fijado, los medios de los que dispone y el resultado que obtienen. Eso está muy bien y es un procedimiento correcto. Pero también es posible observar la magnitud de su impacto en los efectos secundarios que producen.
Hace poco más de un año se discutía sobre la bomba de las LELIQ, la monstruosa tarea que suponía desacelerar la inflación, el problema del dólar como valor de referencia de intercambio y de ahorro.
Hace poco más de un año se discutía sobre la bomba de las LELIQ, la monstruosa tarea que suponía desacelerar la inflación, el problema del dólar como valor de referencia de intercambio y de ahorro. Un estudioso tan atento de la realidad argentina como Juan Carlos Torre afirmaba que la gobernabilidad estaba en estrecha relación con la capacidad de acordar con las organizaciones sociales. Nada de eso está en la agenda pública hoy.
Por otro lado es notoria la incapacidad de la oposición política de responder eficazmente a los planteamientos gubernamentales. No es del todo claro que los impulsores del cambio sean conscientes de las consecuencias que producirán sus acciones, pero la oposición y buena parte de los analistas, los medios de comunicación y la academia parecen completamente aturdidos, sin reacción, aferrándose a esquemas analíticos y categorías que han perdido vigencia. Han extraviado por completo la iniciativa.
Para poder afirmar que lo nuevo es sustancial y no aparente es preciso —terminamos con otra paradoja— que se consolide con el tiempo. Falta todavía para que podamos decir que estamos en el inicio de un ciclo diferente. Pero hasta el momento, aun con todas sus contradicciones y contrastes, todo parece indicar que es así.
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