JOLLY
Domingo

Flores blancas y rojas

El casamiento de la cantante lírica Regina Pacini con el millonario bohemio Marcelo T. de Alvear revolucionó a la sociedad porteña. Él llegó a Presidente, hace justo 100 años. Ella lo acompañó hasta el final.

La rutina es siempre la misma desde hace 20 años; lo único que cambia es el ritmo, porque la protagonista camina cada vez más lento. La mujer viaja 20 kilómetros hasta el cementerio de la Recoleta, lleva unas rosas blancas y rojas, los colores preferidos y radicales de su esposo, despliega un banquito y se sienta a su lado. Conversa con él. Regina le cuenta a Marcelo la nada cotidiana de los días.

Después vuelve a casa.

Tiene más de 90 años. Está sola en su propiedad de Don Torcuato, lo único que le quedó de su marido, que fue Presidente de la Nación, antes millonario y el soltero más codiciado de Buenos Aires.

Tal vez cante hacia adentro y sólo ella escuche su propia voz de soprano que sonaba como la de los pájaros cuando tenía 15. Doña Regina Pacini de Alvear hace mucho tiempo era Regina y dejó todo lo que tenía para casarse: un país, una familia, una carrera.

Aclaración

Hay figuras de nuestra historia que están cristalizadas. Stendhal, novelista francés, desarrolló su teoría de la cristalización para hablar del amor y lo hizo a partir de una imagen, que es el mejor modo en que se explican las teorías:

En las minas de sal de Salzburgo, se arroja a las profundidades abandonadas de la mina una rama de árbol despojada de sus hojas por el invierno; si se saca al cabo de dos o tres meses, está cubierta de cristales brillantes; las ramitas más diminutas, no más gruesas que la pata de un pajarito, aparecen guarnecidas de infinitos diamantes, trémulos y deslumbradores; imposible reconocer la rama primitiva.

La cristalización hace eso: después de un tiempo, las cosas se cubren irremediablemente de una capa que hace imposible reconocer su aspecto original. En la historia, y en la política, hay cristalizaciones que embellecen el original y otras que lo empobrecen.

“El Alvear que vio Regina” es un intento, caprichoso y probablemente vano, de mirar la figura de Marcelo T. de Alvear por fuera de la cristalización simplista de la narrativa argentina. También un ejercicio que permite imaginar lo que su esposa Regina veía en él.

Ella y él

La historia empezó en otro siglo, una parte transcurrió en Argentina y otra en Europa. Primero, los protagonistas.

Ella nació en Portugal, de madre andaluza y padre italiano, director escénico y compositor de óperas. El canto fue natural desde muy pequeña, a los 16 ya había debutado y en poco tiempo todos se rindieron ante su voz. Cantando, recorrió el mundo. Era imparable.

Él nació en Buenos Aires con un apellido paralelo a la historia de la patria: bisabuelo español y brigadier en el Río de la Plata, abuelo guerrero de la independencia, compañero de San Martín y diplomático de Rosas, padre conservador metido en la política. La vida no era difícil para Marcelo: vivía en un palacio, visitaba las barrancas de Retiro, nadaba, practicaba tiro, durante el día iba a la facultad, recorría la noche porteña, frecuentaba teatros y piringundines.

La política parece lejana para él y, en caso de acercarse, todos anticipan una continuidad en el conservadurismo de élite de su padre. Pero no. El presidente es Juárez Celman y hay un grupo de jóvenes que buscan un sucesor a la altura de los tiempos. Se juntan, discuten, proponen, planean un meeting. Marcelo junta fondos y convoca amigos, conoce a Alem y se incorpora a un movimiento cívico hecho de asambleas, comités y conspiraciones, tal vez estuvo en la Revolución del Parque. La joven Unión Cívica se dividió y él quedó del lado de los radicales, el de Alem, recorrió el país para promocionar a Hipólito Yrigoyen, lo metieron preso por tramar una revolución y volvió a Buenos Aires como un hombre distinto. Ya es un político y pronto será un revolucionario, también un soldado.

Al otro día le mandó joyas y una cantidad inusitada de rosas. No la iba a comprar así como así un millonario sudamericano y ostentoso: devolvió las joyas y se quedó con las flores.

Es el último año del siglo y la carrera de Regina está en ascenso. Los teatros del mundo quieren tenerla en su programación porque es una verdadera estrella internacional, ha cantado hasta con el gran Caruso. Su madre la acompaña en las giras para mantener a raya a los pretendientes, aunque está cerca de cumplir los treinta. Marcelo ya los cumplió. Cuando su primo Diego le dijo que había escuchado en Montevideo una voz prodigiosa que se presentaría en Buenos Aires, no lo dudó. No hizo falta llegar al final de la noche: en el palco supo que estaba enamorado. Al otro día le mandó joyas y una cantidad inusitada de rosas. No la iba a comprar así como así un millonario sudamericano y ostentoso: devolvió las joyas y se quedó con las flores, blancas y rojas. Entonces regresó a Europa y él salió tras ella.

Primero fue San Petersburgo, después Odessa, Budapest, Londres, Montecarlo, París, Madrid. Cada vez que terminaba una presentación, Regina encontraba en su camarín un ramo descomunal –que se fue haciendo costumbre– de flores blancas y rojas con una tarjeta: “Marcelo T. de Alvear”. Cuatro años duró esto y en cada ocasión que se encontraban él le pedía matrimonio. Hasta que un día ella dijo que sí. Sólo le pidió un tiempo: quería cantar durante cuatro años más. Él también dijo que sí. Los años pasaron y en 1907 se anunció el compromiso.

En Buenos Aires, la noticia del casamiento de Máximo Marcelo Torcuato de Alvear con una cantante europea generó un revuelo sin precedentes en la alta sociedad porteña. Se iba el mejor partido y, lo peor, con “la cómica”. Así se referían a Regina en Buenos Aires, también como arribista, casquivana, artista petisa y fea sin ningún encanto.

El día de su despedida de soltero en París, llega telegrama para Marcelo desde Argentina: las firmas son más de 500. Quinientas personas de su entorno le piden que reconsidere su decisión y no se case. La comediante, acaso, podría ser una amante, nunca una esposa.

Quinientas personas de su entorno le piden que reconsidere su decisión y no se case. La comediante, acaso, podría ser una amante, nunca una esposa.

La boda está anunciada para un sábado de abril en la Iglesia Nossa Senhora da Encarnação en el corazón antiguo de Lisboa. Será fastuosa, tendrá todo el glamour que prometen la famosa cantante lírica y un millonario sudamericano. Los invitados esperan y pronto descubren que los novios no llegarán: se han casado unas horas antes, en secreta soledad. La luna de miel fue en Portugal y la vida después transcurrió en el castillo normando de Versalles que Marcelo compró para ella. El piano en el salón acompañaba a Regina cuando cantaba sólo para él, atrás habían quedado las ovaciones y la carrera. Hasta los discos grabados fueron retirados de circulación.

Durante cuatro años no ponen ni un pie en Buenos Aires, hasta que en 1911 asisten a una boda familiar. El clima es tenso, nadie le habla a Regina, mucho menos las mujeres.

–No te preocupés Regina, que a todas éstas que están ahí yo les levanté las polleras.

No fue hacia ella, fue a viva voz y hacia todos, como aquel otro día en el Jockey Club, donde todos murmuraban detrás de ellos.

–Si son hombres, que vengan a decírmelo en la cara y, si son mujeres, que aprendan de ella.

Regina y Marcelo vivían en Buenos Aires. Ella, acostumbrándose a un país extraño que no la aceptaba, pero sin resentimientos. Él, como diputado por su partido. Cuando en 1916 Hipólito Yrigoyen fue elegido el primer presidente argentino por el voto secreto, universal y obligatorio, quiso a Marcelo como ministro. Él respondió con un pedido: que el puesto fuera en París.

La pareja viajó a un continente en guerra. Mientras Marcelo negociaba la entrega de cosechas para Inglaterra y Francia y se enfrentaba levemente con Yrigoyen por la posición de neutralidad del gobierno argentino, Regina se ocupaba de hambrientos y heridos. A pesar de los bombardeos alemanes, no aceptaron los pedidos diplomáticos para dejar París. El castillo normando estaba lejos de sus noches de fiesta, arte y sofisticación.

La artista y el Presidente

La guerra terminó, siguió la vida parisina y entonces llegaron noticias de Argentina: el presidente Yrigoyen lo quería como candidato a su sucesión.

El 2 de abril de 1922 se celebraron las elecciones generales donde la Unión Cívica Radical se impuso con 235 electores por sobre los 88 de la oposición. Por eso, la próxima vez que arriben a la Argentina, Marcelo será el Presidente de la Nación y Regina, la primera dama. Llegaron al puerto en septiembre, después de meses de viajes diplomáticos para que toda Europa pudiera conocer al presidente electo argentino y su esposa.

La esposa del Presidente es una extranjera, una artista, una cantante. Sin títulos, sin honores, sin reconocimiento oficial. Va a los actos protocolares y sociales, apoya a jóvenes pintores, introduce a su marido en el ambiente artístico porteño. Los domingos comen en casa de Quinquela Martín, a veces se juntan con Ricardo Güiraldes, con Enrique Larreta, asisten religiosamente al Teatro Colón. El país de adopción de Regina no difiere demasiado de lo que conoce en Europa. Sigue amando la ópera y quiere que todos puedan disfrutarla, pero no son baratas las entradas al teatro. Por eso Marcelo va a firmar un decreto para crear una radio municipal que comenzó a transmitir las galas, por eso también va a crear el Conservatorio de Música y los elencos estables del Colón.

El Presidente y su esposa reciben invitados y enviados de distintas partes del mundo: Albert Einstein, el Príncipe de Gales, el Maharash de Kapurthala. Hablan con todos: en español, en inglés, en portugués, en francés, en italiano. Las recepciones tienen todo el fasto y, al término, el secretario de presidencia informa que se han ido de presupuesto.

–Yo me hago cargo, es mi responsabilidad.

Entonces Marcelo vuelve a casa y comenta con Regina que venderá la casa de calle México o aquel terreno en Córdoba. El lujo no siempre es vulgaridad, pero sí, su obligación solventarlo.

Marcelo no es como su predecesor, a él sí le gustan las ceremonias y los eventos sociales, no se pierde una sola inauguración de las obras públicas y culturales que lleva adelante: el edificio del Ministerio de Hacienda, el de Guerra, el de Obras Públicas, el Banco Nación, la Costanera Sur, el Parque Rivadavia, el monumento a los españoles y uno a Alem, el subterráneo Lacroze, el Palacio de Correos. De traje o levita y sombrero, su figura se eleva sobre el resto. A veces Regina está a un costado, ocupando un lugarcito. No se hace notar ni escuchar, sólo en casa, cuando alguna idea le ronda en la cabeza. Está lejos de su patria y recorre las calles de Buenos Aires con civilizada resignación. Un día cualquiera la encuentra conversando con un mendigo y hablan de sus años juveniles. “Yo también fui artista”, dice el hombre y Regina recuerda a su viejo maestro de canto en Portugal. Se había dedicado a ella por años, casi con exclusividad y terminó sus días en la pobreza. Con el retiro de Regina su carrera terminó y se dejó morir en una calle de Lisboa.

Regina se fija un propósito que excede su rol protocolar. Quiere construir una casa para aquellos artistas a los que no les fue tan bien en la vida. Así nació la Casa del Teatro.

La vida suele ser difícil para los artistas, por eso Regina se fija un propósito que excede su rol de acompañante protocolar. Quiere construir una casa para aquellos artistas a los que no les fue tan bien en la vida y para eso se inspiró en una casa de reposo que Giuseppe Verdi construyó en Milán. Consiguieron la cesión municipal de un terreno sobre la calle Santa Fe, en el barrio de Retiro, y así nació la Casa del Teatro.

Regina ya no es la de los retratos con el cabello recogido, vestidos suntuosos y grandes sombreros de plumas que le hacían en Portugal para promocionar sus presentaciones, ahora es la esposa del Presidente, Doña Regina. El pelo lo lleva corto y ágil, porque las tareas son muchas.

Mientras ella seguía las obras de la residencia para artistas, Marcelo cumplía su jornada de trabajo. Cuando terminaba, salía caminando solo de la Casa Rosada, iba al Tortoni a tomar un café, se paseaba por Florida con algún viejo amigo o iba a escuchar los versos de González Tuñón, o del Malevo Muñoz en la Peña del sótano. Nunca parecía tener apuro. A la noche, los dos se encontraban y conversaban sobre el día o repasaban las caricaturas al presidente en Caras y Caretas. Por aquella época vivían en el barrio de Belgrano y durante el verano supervisaban la casa que estaban construyendo en Mar del Plata: “Villa Regina”.

Llega el día de traspasar el mando y hay fiesta en la Casa Rosada. El tenor italiano Giacomo Lauri-Volpi canta La Bohème y Regina lo acompaña en un dueto. Cuando terminan, el Presidente le regala las infaltables rosas blancas y rojas con la tarjeta de siempre: “Marcelo T. de Alvear, todavía”.

El ex-Presidente y su esposa

Entonces volvieron a París. La fortuna del ex-presidente se había reducido demasiado durante esos años en la función pública. Regresaban con mucho más prestigio que dinero: eran “Monsieur le President et Madame Regina”. Pero no eran los mismos.

Marcelo está el día entero hablando con sus correligionarios argentinos, están pasando cosas graves en el país. Al poco tiempo le dice a Regina que deben volver: su partido ganó las elecciones en la Provincia de Buenos Aires pero el gobierno –ahora al mando de los militares que derrocaron y encarcelaron a Yrigoyen– las anuló.

Hay sol esa tarde de abril de 1931 cuando Marcelo y Regina bajan del barco. Los esperan la prensa, algunos curiosos y una multitud de boinas blancas clamando el nombre del ex-presidente. Le están pidiendo conducción para un partido perseguido y disperso.

Regina deberá adaptarse a estos tiempos turbulentos que en nada se parecen a los que se vivían durante la presidencia de su esposo. Al país lo gobierna gente de uniforme, el presidente anterior está preso y algunos ministros de Marcelo ya no parecen correligionarios. Hay meetings como aquellos que él recuerda de su juventud, hay reuniones a cualquier hora y en lugares secretos porque los comités son allanados. Los radicales son acusados de terroristas y entonces llega la policía a buscar a Marcelo: lo deportan. Habla con Regina. Tres meses después de haber bajado de un barco, tienen que subir a otro.

Los radicales son acusados de terroristas y entonces llega la policía a buscar a Marcelo: lo deportan.

Van a Río de Janeiro y desde ahí siguen la farsa del llamado a elecciones. Todos los días llegan cartas y enviados, todas las semanas vienen a hablar con Marcelo otros perseguidos por la dictadura: Güemes, Pueyrredón, Guido, Mosca, Tamborini. Son todas idas y vueltas, propuestas, renuncias, declaraciones, pedidos hasta que finalmente Marcelo decide aceptar la candidatura a presidente que le ruega su partido.

Hay otro desplazamiento, esta vez a Montevideo. Hay nuevas comunicaciones, esta vez del gobierno militar:

…que los ciudadanos Dr. Marcelo T. de Alvear y Dr. Adolfo Güemes están inhabilitados para figurar como candidatos a presidente y vicepresidente de la República…

Eso se llama proscripción.

El hotel en Montevideo hierve de gente día a día, Marcelo quiere dar un paso al costado, lo busca la prensa, lo llaman, se reúnen, el Comité Nacional comunica “la abstención absoluta de la UCR en toda la República”. Marcelo, con impotencia, sigue las elecciones desde el exilio. Días después el hotel se llena de correligionarios que quieren escucharlo. Regina nunca lo había visto así: su marido está encendido e intransigente. No se parece al presidente sereno que ella había conocido.

Las elecciones, con Alvear proscripto y todo el radicalismo en abstención, arrojan un nuevo presidente: su antiguo ministro Agustín Pedro Justo, que acusa a Marcelo y a otros radicales de conspiración y complot. Otra vez a la cárcel de Martín García. Varias veces tendrá Regina que cruzar el río para llevarle comida, abrigo y algunos libros a su esposo. Después no tiene más novedades y al tiempo se entera de que fue enviado otra vez al exilio. Definitivamente, este país de Marcelo se está volviendo inentendible y está haciendo de él un hombre de lucha.

Se van a encontrar en Portugal, ella aprovechará para visitar a su madre y después irán a su casa en París, aunque no por mucho tiempo.

Llegan noticias de Argentina: Yrigoyen ha muerto, también se ha levantado el estado de sitio. Pueden volver. Marcelo decidió liquidar la casa y así quemó las últimas naves europeas. No habría dónde regresar. Separaron los muebles y obras de arte favoritos de Regina, los despacharon y se embarcaron por última vez hacia Buenos Aires a terminar de transitar esa larga década que todavía se conoce como infame.

El candidato

El matrimonio no comparte demasiado tiempo. Están grandes pero los cubre una vitalidad poco común: ella con la casa para artistas retirados y él con la política partidaria, que se ha convertido en el centro de su vida. Desde muy temprano empieza el desfile de visitantes; si Regina está en casa puede escuchar las carcajadas y los carajos de su marido, después lo ve salir, a veces lo espera despierta pero él suele volver muy tarde.

Es 1937 y el mundo se está volviendo un lugar oscuro: el fascismo hace pie en Europa y también en Argentina. Marcelo dice que las democracias liberales son lo único que puede detener a los autoritarios y por eso será otra vez candidato a presidente por la Unión Cívica Radical.

Recorre el país, provincia por provincia, y así desaparecen los terrenos y propiedades que le quedan, también las joyas de Regina.

Recorre el país, provincia por provincia, y así desaparecen los terrenos y propiedades que le quedan, también las joyas de Regina. Hay tramos en coche y otros en tren y, a medida que avanzan, Marcelo no puede dejar de recordar aquella gira con Alem de 1893. Después de 40 años sigue reclamando lo mismo: elecciones libres y transparentes.

Tiene casi 70 y el trajín no parece cansarlo. En los tiempos muertos de viaje aprovecha para escribir a Regina, aunque no abunda en detalles para no preocuparla. No pocas veces estuvo en peligro, como aquel día en un lugar del sur de Buenos Aires copado por el matonaje conservador. El director de la gira, alertado sobre un posible atentado, había decidido pasar de largo, pero Marcelo ordenó que el tren volviera. El acto se hizo frente a una discreta multitud y con el candidato a presidente con el revólver en la mano.

Lo de las elecciones salió como era de esperar en ese contexto: un fraude, al que llamaron patriótico.

El final

Marcelo y Regina se retiraron a la casa de Don Torcuato y allí estuvieron hasta que el corazón de Marcelo se paró. Regina lo vio morir y se quedó a su lado. Era el 23 de marzo de 1942.

Cada mes, cuando llega el día 23, Regina junta las flores blancas y rojas para llevarle a Marcelo y, después de charlar con él sentada en su sillita, invita a almorzar unos fideos a Serafín, el cuidador de la bóveda familiar en la que imagina terminar en poco tiempo.

Todavía le faltan más de 20 años.

 

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Andrea Calamari

Doctora en Comunicación Social. Docente investigadora en la Universidad Nacional de Rosario. Escribe en La Agenda, JotDown, Mercurio y Altaïr Magazine.

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