Hay gente a la cual cualquier mascota le da igual: un chihuahua, una lagartija, un corderito, un caballo.
No merecen consideración.
Si querés a todos los animales, no querés a ninguno. ¿Tanto cariño vas a tener por el mundo animal? No sólo no quiero verte comer un sándwich de jamón, no quiero ni verte comprar un Off.
Hay gente que adora por igual a perros y gatos.
Es gente con problemas serios.
No tiene ni pies ni cabeza querer por igual a perros y gatos.
No se puede ser de Boca y de River al mismo tiempo.
Y seamos profundos, es hora de ponerlo negro sobre blanco. No es lo mismo un perro que un gato, es increíble que haya que decirlo así, con todas las letras.
Boca/River.
En un país en donde todo se banaliza, desde la dictadura hasta las relaciones paternales, es obvio que no estamos dispuestos a tomar en serio un tema que lo es.
Y vaya si lo es.
Inspirado en lo que expuso Diego Papic esta semana en su newsletter, eso de que “Los perrófilos se tienen que calmar”, he decidido exponerme brutalmente al escarnio de las sectas perrunas y profundizar en una grieta no lo suficientemente analizada: “Perros y gatos, sus dueños y la iglesia católica” (este es un homenaje a Antonio Gasalla, quien lo recuerde, lo disfrutará).
Si hay algo en lo que estamos todos de acuerdo es que a este país le falta profundizar sus grietas. Bueno, hay muchos que no están de acuerdo con profundizar las grietas. Con esa actitud crean y profundizan una nueva grieta. Y así al infinito y más allá.
Hace entre 20 y 40.000 años que el hombre decidió domesticar a los perros porque le servían para cazar o como guardianes.
Sin embargo, hace “sólo” 10.000 años que los gatos decidieron ser domesticados.
Sí, lo decidieron ellos.
El hombre domesticó a las vacas, por ejemplo, porque le servía, además de su carne, su leche. Y para eso las precisaban cerca y amables. Lo mismo, las gallinas y sus huevos.
El gato, en cambio, anduvo salvaje 30.000 años sin preocuparse por lo que los antiguos humanos hicieran o dejaran de hacer.
No fue una elección humana como sí fue la de los perros. No hubo un ser humano que dijera “quiero tener un gato en casa para que me ayude” y el gato mansamente fue.
Ahí comienza la diferenciación fundamental, la que llega hasta nuestros días.
Cuando en la media luna fértil oriental, gracias al Tigris y el Éufrates, nació la agricultura, los hombres comenzaron a almacenar granos.
Y aparecieron los ratones.
Entonces, los gatos, que hasta ese momento ni fu ni fa con los hombres, se acercaron a esos tataratataratatara abuelos de los silobolsas a hacerse el festín con las ratas y ratones. No, no había kirchneristas rompiendo los almacenamientos. Los antiguos eran antiguos pero no mamertos.
Los agricultores en principio desconfiaron pero después fueron tolerando a esos dioses peludos.
Los perros llegaron cuando el hombre se lo ordenó.
Los gatos, cuando quisieron.
Con ellos nada de “Sentate, Sultán”.
Se sientan si quieren.
Menuda diferencia.
Les llevó unos 2.500 años a los gatos hacerse querer. Eso al menos indica la tumba encontrada en Chipre donde un humano está enterrado junto a un gato. Alguna relación tenían.
Y entonces vino el justo reconocimiento gracias a la diosa egipcia Bastet.
Si bien esta hija de Ra comenzó como una guerrera con cabeza de león, con el tiempo se dulcificó y ya para el 1000 a.C. su cara era más cercana a la de una gata mimosa. Ya no era guerrera y pasó a ser protectora de familias, hogares y felicidad.
No casualmente el mismo paso que dieron los gatos de salvajes y guerreros a vivir en las casas y dar felicidad.
Hicieron que la diosa se acomode al modo de vida de ellos. Se lo dijo Borges en alguna charla a Antonio Carrizo: “El gato es un animal que los egipcios entendieron bien: es un dios pequeño, un ser que no necesita explicarse. Beppo, por ejemplo, se mueve como si supiera algo que yo nunca voy a entender”. Y escribió en el poema «A un gato»: “Eres, bajo la luna, esa pantera / que nos otorgan ver de lejos los dioses”.
No, ningún escritor escribió nada tan hermoso sobre un caniche.
Ya en el 750 a.C. era famoso el festival en el templo de Bastet, en Bubastis. Bailes y alcohol enfervorizaban a los 700.000 asistentes.
Según Herodoto allá por el 450 a.C. si el gatito de la familia moría todos los integrantes de la casa se afeitaban las cejas en señal de duelo. No sólo porque querían; era lo que se esperaba de gente decente.
¿Se te murió el gato? Te afeitás las cejas.
Punto, como decía Aníbal.
Fin, como dice Adorni (que todos siempre se quisieron quedar con la última palabra, ¡pobres!). Después había que llevar el cuerpito del amigo a embalsamarlo en delicadas telas de lino. En la necrópolis de Saqqara a orillas del Nilo se encontraron miles de momias de gatos. También si había un incendio lo primero que había que hacer antes incluso que intentar apagar las llamas era salvar al gato de la casa.
No, los perros no merecieron nunca tal homenaje.
En el 60 a.C. sin querer un soldado romano —no se sabe si con una lanza o con un carro— mató a un gato. ¿Resultado? La multitud lo linchó porque ¿cómo vas a matar a un gato, gil?
Decapitación o lapidación eran los castigos, claro, si antes no te agarraba la turba y te aplicaba la ley de Lynch. Porque los gatos —y en especial los negros— no eran sólo animalitos. Eran parte del entramado religioso y práctico de la vida de esta gente siempre de perfil. Molestar a uno era molestar a Bastet y agarrate.
Pero claro, tanta libertad gatuna iba a tener tarde o temprano un enemigo: la peor cara de la Iglesia Católica, la inquisición.
En 1227 el papa Gregorio IX nombró a Konrad von Marburg primer inquisidor de Alemania. El Konrad era una especie de tataratataratataraabuelo de Hitler.
Odiaba con ganas.
Y se dedicó a desmantelar lo que él consideraba la epidemia de herejía que había cubierto Renania. Empezó a mandar informes al Papa, exagerados —y se cree conseguidos bajo tortura— describiendo rituales heréticos en donde aparecía el diablo en forma de gato negro gigante. En un momento, al oscuro, todos los integrantes de la secta le besaban el ano al gato, en gesto de sumisión.
Sí, según Konrad le besaban el culo al gato y éste se transformaba en diablo.
“Ósculum infame” lo llamó la Iglesia.
Después todo era un coginche.
Con esos datos, Gregorio IX dijo “pelito pa’la vieja” y se mandó la bula Vox in Rama en donde se dieron por ciertas las fake news de Konrad.
Comenzaba así la estigmatización de los gatos, en principio los negros, todos los demás después.
Durante mucho tiempo se extendió la idea de que la Peste Negra que azotó al “mundo conocido” en la Edad Media fue un momento de matanza de gatos porque se creía que eran quienes la contagiaban cuando en realidad eran las ratas. Pero a pesar de lo extendido del mito parece que no fue más que eso, una leyenda. Estudios del siglo XXI (sí, hay gente en el siglo XXI estudiando qué pasó con los gatos en la Edad Media) demuestran que no, que eso no ocurrió.
Sin embargo, sí es cierto que los gatos fueron perseguidos.
La asociación gato = brujería hizo que en el montón terminaran todos en la hoguera quemados vivos.
La vieja de los gatos, al fuego.
En Bélgica llegó a haber un festival anual, el Kattentoest, donde se lanzaban gatos vivos desde una torre para “eliminar espíritus malignos”.
Tanta libertad molestó siempre.
Contra tanta ignorancia ahí estuvieron siempre los gatos del lado de la ciencia.
No por nada Einstein dijo: “Hay dos medios de refugio en la vida, la música y los gatos”.
No por nada Newton fue el que inventó la trampita de salida en las puertas, para que su gata saliera al patio sin molestar a su dueño. Y cuando la gata tuvo gatitos, le hizo una trampita más chica al lado.
No por nada el astrónomo Hubble tuvo sus mejores pensamientos cada vez que Copérnico, su gatito, se echaba a dormir sobre sus papeles.
Fueron las chispas que saltaron al acariciar a su gato Macak las que inspiraron a Nikola Tesla en su trabajo pionero en la ingeniería eléctrica.
A esta supremacía de los gatos no sé qué responderían Dylan o Conan.
Todos hablan de la perra Laika que fue enviada al espacio por los rusos en 1957 y pocos de Felicette, la gatita enviada por los franceses en 1963. Sin embargo, hay una gran diferencia a favor de la gata: volvió viva de la expedición. En cambio a la rusa, como es habitual en ese país, no la vieron más. Y por supuesto, como son rusos, ocultaron su muerte todo lo que pudieron. Recién en 2002 lo reconocieron.
Son tan gatos los gatos que pueden llegar a morir por el uso extremo de sus dos características principales: la curiosidad y la libertad. Claro que tienen nueve vidas porque además son astutos.
Durante años los gatos negros fueron (y nunca más ajustado el término) demonizados, pero vino Flow a poner las cosas en su lugar.
La hermosa película letona donde un gatito negro de ojos amarillos salva a un grupo de amiguetes después de una inundación post apocalíptica que se llevó el Oscar desencadenó una ola de adopciones de gatos negros en el mundo —según las asociaciones de adopción de gatos siempre habían sido los menos pedidos— y se inundó TikTok con videítos de personas viendo Flow compartiendo el sillón con sus gatos (y algún perro porque el patrón lo ordenó).
Ni unidos ni dominados, los gatos son los dueños, los curiosos, los inmortales, los libres.
Uno puede tener un perro.
Pero nunca puede tener un gato.
El gato te tiene a vos.
Quienes viven con un gato entienden que están en el espacio que el michi les quiere dejar.
“Beppo anda por la casa como si fuera suya, y yo no soy más que un sirviente que le abre las puertas y le pone comida”, dijo Borges, y en otra entrevista profundizó: “Él decide dónde duerme, dónde se sienta, y yo me adapto. Es un tirano silencioso”.
Los verdaderos amantes de la libertad nunca tendremos un perro.
Con suerte, conviviremos con un gato.
Si él quiere.
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