LEO ACHILLI
Domingo

Libertad y caos
en ‘Jurassic Park’

En el cine de Steven Spielberg, los sistemas de control son derribados por fuerzas y pulsiones inmanejables: life finds a way.

En 1987 James Gleick publicó Caos: la creación de una ciencia, un libro de divulgación que explora la formación de la Teoría del Caos y tiene un imán muy atractivo para el lector común: a diferencia de otros textos sobre el mismo tema, se ahorra, nos ahorra, los detalles de matemática hardcore que respaldan la teoría. El de Gleick consiste en un un trabajo más narrativo que otra cosa, que puede leerse como una novela de aventuras sobre cómo un puñado de investigadores, aislados cada uno en sus disciplinas, sintieron una epifanía ante el descubrimiento del caos. Esa epifanía, como no podía ser de otra manera, les cambió la vida; abandonaron carreras que parecían promisorias, dejaron que sus tesis doctorales juntaran polvo, enfrentaron la indiferencia u hostilidad de la comunidad académica y finalmente se redimieron cuando sus nombres quedaron registrados para la posteridad en una revolución científica.

Entre los héroes de la epopeya podemos mencionar al matemático Robert Smale, quien, gracias a su experiencia en topología y sistemas dinámicos, concibió un modelo en forma de herradura que fue una imagen indeleble del caos durante años; otro matemático, Benoit Mandelbrot, y su aporte decisivo a través de los “monstruos de la geometría fractal”; Mitchell Feigenbaum, que formuló dos constantes universales bautizadas con su apellido; los físicos Harry Swinney, Jerry Gollub y Albert Libchaber, que realizaron experimentos sobre la turbulencia de los fluidos. El auténtico pionero, sin embargo, fue un meteorólogo, Edward Lorenz, responsable de la génesis de la moderna Teoría del Caos. Lorenz, en 1963, utilizando computadoras para pronosticar el tiempo, comprendió que los modelos atmosféricos diferían unos de otros si los datos introducidos variaban apenas en milésimas; redondear implicaba un output distinto a no redondear y eso, intuyó Lorenz, se traducía en un factor de impredecibilidad, al menos en el pronóstico del clima.

De esa observación nació el axioma básico de la Teoría del Caos: en sistemas dinámicos o complejos no lineales, variaciones ínfimas en las condiciones iniciales pueden afectar sustancialmente el comportamiento futuro, lo que hace imposible anticipar la evolución del sistema en el largo plazo. Este axioma que suele ser graficado con la metáfora del Efecto Mariposa. Con seguridad, todos habrán oído o leído al respecto y quizás ello haya contribuido a que se disipe la poesía del concepto imaginado por Bradbury en el cuento “El ruido de un trueno”; la mariposa aplastada en la prehistoria por un cazador no es distinta de la mariposa que agita las alas en Brasil y provoca un tornado en Texas.

Quienes estudiaron el caos emplearon todos sus esfuerzos en descubrir lo regular en aquello que parecía aleatorio. Como si quisiesen exorcizar su rebeldía.

Los investigadores, mientras tanto, jamás renunciaron a su epifanía. El propósito de sumergirse en el caos fue traducir el fenómeno a otra forma de poesía, el lenguaje matemático, y hallar un orden en el desorden. Aquí aparece una paradoja interesante. La conducta de estos científicos puede ilustrarse con el mismo postulado del caos: científicos que reivindicaron un camino divergente, por fuera de la estandarizada carrera académica. Pero sin garantías; forasteros en una tierra imprevisible. Si el caos es el antónimo del determinismo, tiene que ser el mejor amigo del libre albedrío. Y, sin embargo, quienes estudiaron el caos emplearon todos sus esfuerzos en descubrir lo regular en aquello que parecía aleatorio. Como si quisiesen exorcizar su rebeldía.

Esta paradoja es tan antigua como el pensamiento humano. Casi todas las religiones soñaron un caos primigenio superado por un principio ordenador; Dante, en Paraíso V, por ejemplo, hizo malabares para conciliar la libertad del hombre con la sumisión a Dios. En el caso de los investigadores de la ciencia de caos, fue Lorenz otra vez quien hizo escuela, ya que tempranamente identificó un atractor que lleva su nombre, es decir, halló una constante hacia la cual el sistema caótico tiende a evolucionar tarde o temprano. Un caos determinista, enemigo del libre albedrío. Es clave retener la noción de atractor porque, así como explica que puede haber un orden en el desorden, igualmente puede ayudarnos a pensar qué hacemos con nuestra libertad.

Génesis 1:2

La primera vez que escuché hablar de la Teoría del Caos fue en 1993, 30 años después de que Lorenz publicara sus descubrimientos en una revista de meteorología. Ocurrió, digo, ese primer contacto, en una sala de cine, viendo Jurassic Park, la película original iniciadora de la saga. Es importante aclarar que el uso de la Teoría de Caos proviene de la novela; Michael Crichton la adopta como eje de la trama. El libro, en vez de capítulos, está dividido en “iteraciones”, decoradas con fractales en formación y epígrafes de frases de Ian Malcolm. Es este personaje, el matemático interpretado en el film por Jeff Goldblum, un heraldo del caos; fatiga a los lectores con largos párrafos sobre las ecuaciones no lineales y sobre cómo su aplicación al parque de dinosaurios vaticina el desastre. La película, en cambio, es más sutil. Malcolm menciona al caos en varias escenas, aunque son esporádicas y casuales, parte del levante que intenta con la paleobotánica Ellie Sattler, el personaje de Laura Dern: “Doctora Sattler, me niego a creer que usted no esté familiarizada con el concepto de la atracción”. La Teoría del Caos está presente a lo largo del film, atraviesa los incidentes del relato, pero no con palabras, con hechos. A lo Spielberg.

Y ello se hace notar desde el comienzo. La velocirraptor no puede ser dominada pese a estar encerrada en una jaula; luego las hélices provocan un pandemónium en el yacimiento en Montana donde el paleontólogo Alan Grant, interpretado por Sam Neill, está excavando un nuevo esqueleto fosilizado; la turbulencia agita al helicóptero cuando Hammond, el dueño del parque, lleva a los protagonistas a la Isla Nublar. Hammond, a todo esto, es un personaje de resonancias bíblicas, el Creador que da vida a nuevos seres. Sucede que la suya no es una creatio ex nihilo, sino el resultado de la manipulación del ADN recuperado de los mosquitos prehistóricos. Tanto la novela como la película se entretienen subliminalmente con el Libro del Génesis y la ciencia genética.

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Por su rol en la trama, Hammond es, además, la efigie del control en Jurassic Park; niega el caos como variable, discute peyorativamente con Malcolm, califica a la Teoría de “fashionable number crunching”, gasta dinero, no ahorra en gastos, pone a la tecnología y a la genética al servicio de conservar su creación. Lógicamente, para ejercer ese control, Hammond también planifica. Planifica, por ejemplo, el viaje de fin de semana con la presencia de los científicos a fin de que avalen su proyecto en contra de la opinión de los inversionistas. La idea fracasa: en lugar de rendirse ante los méritos científicos del parque, Malcolm, Sattler y Grant, cada uno por motivos diferentes, se resisten a brindar el apoyo esperado. Esta sublevación deja atónito a Hammond, aunque algo se venía gestando durante el paseo explicativo en el microcine. Los tres científicos lo boicotean, rompiendo las medidas de seguridad. Otro glitch inesperado.

Hay más. Hammond organiza la recorrida alrededor de la isla para que los visitantes vean las atracciones; el transporte son dos vehículos conducidos automáticamente por rieles, una especie de recta vía en el jardín del Edén. Nada sale del modo esperado. Los dinosaurios permanecen ocultos tras el manto de vegetación, fundamental flaw de Jurassic Park, que no puede operar como un zoológico normal. Para colmo se avecina una tormenta que amenaza el recorrido (el detalle de la tormenta es un guiño a Lorenz, ya que las nubes se proyectan en un monitor y son comparadas con modelos atmosféricos precedentes) y en el centro de control se preguntan si los nubarrones pasarán de largo como en ocasiones anteriores. Grant, que no puede quedarse quieto, hace poco caso de la tormenta inminente y abandona el vehículo para acercarse a la triceratops. El resto de sus acompañantes lo sigue; todos descubren que el animal está enfermo, pero no aciertan a identificar la causa. De a poco, pese a la férrea voluntad de Hammond, los factores impredecibles empiezan a gobernar los acontecimientos, triunfa la incertidumbre, especialmente de la mano de los seres humanos. Y muy especialmente de la mano de otro personaje, Dennis Nedry (¡Newman!), el programador a cargo de todo el sistema alrededor del cual está organizado el parque de dinosaurios.

Los factores impredecibles empiezan a gobernar los acontecimientos, triunfa la incertidumbre, especialmente de la mano de los seres humanos.

Si Malcolm oficia de agorero, Nedry es el agente propiciador del caos, el Adán que traiciona la confianza del Creador y altera sus planes; Spielberg lo muestra a través de la puesta en escena: el escritorio de Nedry es un basural, tiene problemas financieros, su plan de sustracción de embriones parece impracticable. Todo ello termina siendo insignificante al lado del caos que provoca en el parque cuando, movido por la tentación, roba las manzanas del árbol prohibido. Nedry sabotea el sistema para acceder a la bóveda y tener la vía de escape abierta. El complejo queda sin energía, a merced de los dinosaurios. Por obra de un hombre, todo el trabajo de Hammond se hunde en el desastre. De todos modos, Nedry es víctima de su propio quilombo; en el apuro por huir con el material robado, pierde el control del auto en medio de la lluvia torrencial y se lleva por delante el cartel indicador del camino al puerto. En ese momento, que tiene algo del humor de Benny Hill, el plan de Nedry también se desmorona, pues queda a sujeto a elegir entre una u otra ruta, al azar.

Lo contingente gobierna Jurassic Park. La suerte adversa de Nedry y el abogado se revierte para los nietos de Hammond, que se salvan en la cocina porque una velocirraptor confunde a Lex con su reflejo. Bajo esa lógica, es natural que el final del film constituya la apoteosis del Deus ex machina; hasta ahí nos acompaña la imposibilidad de predecir los acontecimientos. Ante la impotencia del Hammond-Creador, el villano más despiadado se viste de salvador de los protagonistas cuando están a punto de ser devorados por los velocirraptores; la tiranosaurio recrea la duplicidad de Yahvé el terrible del Antiguo Testamento, capaz de aplastar a los seres inferiores, castigar sus defectos y rescatarlos en situaciones apremiadas.

Una última referencia bíblica. A mitad de la película, hay un chiste muy jugoso. Durante el paseo alrededor del parque, mientras aguardan la aparición de una de las especies exhibidas, Malcolm describe la parábola de su hipótesis sobre los excesos de la ciencia. Dice: “Dios crea a los dinosaurios, Dios destruye a los dinosaurios, Dios crea al hombre, el hombre destruye a Dios, el hombre crea a los dinosaurios”; y la doctora Sattler acota: “los dinosaurios devoran al hombre, la mujer hereda la Tierra”. La broma funciona en muchos niveles. Es una burla a la dualidad polisémica de “hombre, Hombre”; también es un contrapunto por el hecho de ser ella la única mujer adulta de la expedición. Pero el chiste recobra significado más adelante cuando el parque está sumido en las tinieblas, sin electricidad ni comunicaciones, y la doctora Sattler hace lo que ningún hombre puede: restaura la luz de todo el complejo. La mujer no hereda la Tierra, se anima a ser Dios.

El atractor

Luz y tinieblas. Caos y control. La tensión de Jurassic Park pivotea entre esos hemisferios, manejando a gusto las ambigüedades y las dicotomías. Las ondas en el vaso de agua pueden significar que la energía se está recuperando o que se aproxima el tiranosaurio; las velocirraptores son feroces y, a la vez, brillantes; la genética es el árbol de la ciencia del bien y del mal. En la superficie, al elegir entre las dimensiones opuestas, la película toma partido por el orden: es necesario recuperar la electricidad, restablecer las comunicaciones, poner a salvo a los seres queridos. Lo contrario, el caos y la barbarie de las bestias prehistóricas, entraña, diría Borges, una imposibilidad moral, un infierno irreal donde la gente muere. Esa es la lectura más evidente, la que se infiere a partir de la conducta de los personajes, es el punto de vista de los héroes. La película, sin embargo, no descansa en esa comodidad, pues habilita otra interpretación, el reverso del modelo bíblico, la interpretación del caos como agente del libre albedrío.

Volvamos por un instante a la novela de Crichton. En ella, los capítulos (las “iteraciones”) están organizados según los parámetros del género catástrofe: la trama se va a revelando a través de hechos en apariencia inconexos pero que ofrecen indicios de que algo anormal está ocurriendo en la Isla Nublar: un obrero fallece de heridas extrañas en un hospital de Costa Rica, lagartijas de una especie no identificada atacan a los niños en las playas de aquel país, la empresa InGen adquiere dos grandes procesadores para decodificar cadenas de ADN. Nadie, salvo los lectores que antes vieron el film, sabe qué está sucediendo exactamente. Lo cierto es que las evidencias se filtran por todos lados. El autor pone frente a nuestros ojos el fracaso del secretismo, de la contención de información. Jurassic Park es una suerte de Chernobyl biológico comandado por el Doctor Moreau. Spielberg toma esta esta idea del libro, la imposibilidad del control, y la adapta a su mirada del mundo. Para ello, le alcanza con una sola escena, que puede pasar desapercibida en el remolino de la acción.

La escena es sencilla. Los protagonistas escapan del paseo del microcine e irrumpen en el laboratorio; se detienen a observar los huevos de dinosaurios; uno está por romper cascarón. Hammond comenta que él insiste en estar presente cada vez que se produce un nacimiento. Malcolm le corrige: “excepto aquellos que se producen fuera del laboratorio, en la naturaleza”. Interviene el genetista para explicar que no hay reproducción desautorizada en Jurassic Park porque todos los animales son diseñados como hembras, privándoles de una hormona indispensable en su desarrollo. El control poblacional es una parte fundamental de la política de seguridad en el parque; el “fructificad y multiplicaos” del Génesis resulta impracticable. Con ese dato, Malcolm se convence de que todo el proyecto está mal, de que esa clase de control no es posible, ya que la evolución natural eventualmente no respetará esas barreras y las consecuencias serán impredecibles. ¿Un grupo compuesto íntegramente de hembras dinosaurios va a procrear? Malcolm brinda la respuesta a ese dilema: life finds a way.

¿Un grupo compuesto íntegramente de hembras dinosaurios va a procrear? Malcolm brinda la respuesta a ese dilema: life finds a way.

Honrando el juego de duplicidades que atraviesa la película, Spielberg le da la derecha a Malcolm. Su hipótesis se confirma cuando Grant descubre huevos de dinosaurios en medio de la selva. Los animales encuentran la manera de evadir las medidas draconianas de control gracias al ADN de las ranas empleado para completar los huecos en las cadenas de ADN de dinosaurio. Lo interesante es que ese ADN de rana usado para crear embriones de dinosaurios es ínfimo. Aquí interviene la Teoría del Caos: el ADN ínfimo altera las condiciones iniciales y permite los cambios necesarios para que los animales se reproduzcan, pisoteando cualquier candado genético, de la misma manera que la tiranosaurio pisotea la cerca sin electricidad. El control desmesurado engendra su propio caos, el caos de la libertad. La película lo expone con los dinosaurios; en realidad, está hablando de nosotros.

La libertad es, por lo tanto, el atractor definitivo; la constante instintiva del comportamiento humano, que puede parecer anestesiada durante tiempos de pandemia, pero a la larga actuará como remedio contra la arbitrariedad y la opresión. Igual que en Jurassic Park, hay una dualidad paradójica en este atractor liberal, para llamarlo de algún modo. Por un lado, ofrece la certeza de que el ser humano repudiará los excesos de control, se rebelará contra el avasallamiento y, en paralelo, disparará nuevas incertidumbres en la medida que la pulsión por la libertad adopta miles de formas inesperadas.

No es extraño entonces que esa idea se repita en el cine de Spielberg, un cine que, como pocos lo han logrado, toma aquella pulsión y la entroniza, hace de ella el atractor de la naturaleza humana, con una premisa de base: la libertad y la supervivencia son imposibles de contener por mucho tiempo; de una forma u otra, se abrirán camino y lo harán, repito, de maneras que no podemos imaginar de antemano. Pueden ser los niños esclavos de Pankot abalanzándose sobre Indiana Jones para que les remueva los grilletes; u Oskar Schindler inflando la lista de empleados para salvarlos de las cámaras de gas; o Cinque arrancando con desesperación el clavo que lo tiene prisionero en el Amistad; o puede ser Milena Jesenská haciendo sonar la sirena del campo de Ravensbrück; o las mujeres iraníes quitándose el velo en desafío al gobierno teocrático; o los ciudadanos ucranianos durante las protestas iniciadas en 2013, que protegieron sus cabezas con cacerolas ante la prohibición de usar cascos. O Primo Levi, quien, bajo la opresión total del sistema concentracionario, trabajando en condiciones infrahumanas, alimentándose a base de caldo podrido, encontraba un espacio fuera del radar de los celadores para recitar a sus compañeros fragmentos de la Divina Comedia.

 

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Matías Baranda Ruales

Abogado (UBA). Profesor de Derecho Societario de grado y posgrado (UCES).

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